Annabeth deseaba odiar la Nueva Roma. Pero como arquitecta en ciernes, no podía por menos que admirar los jardines terraplenados, las fuentes y los templos, las serpenteantes calles adoquinadas y las relucientes casas de campo blancas. Después de la guerra de los titanes que había tenido lugar el año anterior, había conseguido el trabajo de sus sueños: rediseñar los palacios del monte Olimpo. Pero entonces, andando por aquella ciudad en miniatura, no dejaba de pensar: «Debería haber construido una cúpula como esa. Me encanta la forma en que esas columnas dan entrada al patio». Estaba claro que quien había diseñado la Nueva Roma había dedicado mucho tiempo y amor al proyecto.
—Tenemos los mejores arquitectos y albañiles del mundo —dijo Reyna, como si le estuviera leyendo el pensamiento—. Roma siempre los tuvo en la Antigüedad. Muchos semidioses se quedan a vivir aquí después de su período en la legión. Van a nuestra universidad. Echan raíces y forman familias. A Percy pareció interesarle ese aspecto.
Annabeth se preguntó qué significaba eso. Debió de fruncir el ceño más de la cuenta porque Reyna se rió.
—Ya lo creo que eres una guerrera —dijo la pretora—. Tienes fuego en los ojos.
—Lo siento.
Annabeth trató de suavizar su mirada furiosa.
—No lo sientas. Soy hija de Belona.
—¿La diosa romana de la guerra?
Reyna asintió con la cabeza. Se volvió y silbó como si estuviera pidiendo un taxi. Un instante después, dos perros metálicos corrieron hacia ellas: unos galgos mecánicos, uno de plata y otro de oro. Rozaron las piernas de Reyna al pasar y observaron a Annabeth con unos brillantes ojos de rubíes.
—Mis mascotas —explicó Reyna—. Aurum y Argentum. ¿Te importa si vienen con nosotras?
De nuevo, Annabeth tuvo la sensación de que no era realmente una petición. Se fijó en que los galgos tenían unos dientes como puntas de flecha de acero. Puede que dentro de la ciudad no estuvieran permitidas las armas, pero las mascotas de Reyna podían hacerla pedazos si les venía en gana.
Reyna la llevó a un café con terraza cuyo camarero obviamente la conocía. Sonrió y le dio un vaso para llevar, y acto seguido ofreció otro a Annabeth.
—¿Te apetece? —preguntó Reyna—. Preparan un chocolate caliente delicioso. La verdad es que no es una bebida romana…
—Pero el chocolate es universal —dijo Annabeth.
—Exacto.
Era una cálida tarde de junio, pero Annabeth aceptó el vaso con gratitud. Las dos siguieron andando, mientras los perros de oro y de plata de Reyna rondaban cerca.
—En nuestro campamento, Atenea es Minerva —dijo Reyna—. ¿Sabes en qué se diferencia su forma romana?
Lo cierto era que Annabeth no lo había pensado. Recordó que Término había llamado a Atenea «esa» diosa, como si fuera escandalosa. Octavio se había comportado como si la mera existencia de Annabeth fuera un insulto.
—Supongo que Minerva no es… tan respetada aquí.
Reyna sopló el humo de su vaso.
—Respetamos a Minerva. Es la diosa de las artes y la sabiduría… pero en realidad no es una diosa de la guerra. No para los romanos. También es una diosa doncella, como Diana… la que vosotros llamáis Artemisa. No encontrarás ningún hijo de Minerva aquí. La idea de que Minerva tenga hijos… Sinceramente, es un poco escandalosa para nosotros.
—Ah.
Annabeth notó que se ruborizaba. No quería entrar en detalles sobre los hijos de Atenea, que nacían directamente de la mente de la diosa, como la propia Atenea había brotado de la cabeza de Zeus. A Annabeth siempre le cohibía hablar del tema porque se sentía como si fuera un bicho raro. La gente solía preguntarle si tenía ombligo o no, ya que había nacido por arte de magia. Por supuesto que tenía ombligo. Aunque no podía explicar cómo. Lo cierto era que no quería saberlo.
—Tengo entendido que los griegos no veis las cosas de la misma forma —continuó Reyna—. Pero los romanos nos tomamos los votos de castidad muy en serio. Las vestales, por ejemplo… Si rompieran sus votos y se enamoraran de alguien, serían enterradas vivas. Así que la idea de que una diosa virgen tenga hijos…
—Ya lo pillo. —De repente, el chocolate caliente de Annabeth le supo a tierra. No le extrañaba que los romanos la hubieran estado mirando mal—. Yo no debería existir. Y aunque en vuestro campamento hubiera hijos de Minerva…
—No serían como tú —dijo Reyna—. Podrían ser artesanos, artistas, incluso consejeros, pero no guerreros. No podrían ser líderes de misiones peligrosas.
Annabeth se disponía a protestar diciendo que ella no era la líder de la misión. Oficialmente, no. Pero se preguntó si sus amigos del Argo II opinarían lo mismo. Durante los últimos días habían acudido a ella para que les diera órdenes; hasta Jason, que podría haberse aprovechado de su rango superior como hijo de Júpiter, y el entrenador Hedge, que no recibía órdenes de nadie.
—Hay algo más. —Reyna chasqueó los dedos y su perro dorado, Aurum, se acercó trotando. La pretora le acarició las orejas—. La arpía Ella… ha recitado una profecía. Las dos lo sabemos, ¿verdad?
Annabeth tragó saliva. Había algo en los ojos de rubíes de Aurum que la inquietaba. Había oído que los perros eran capaces de oler el miedo, incluso también de detectar cambios en la respiración y en los latidos del corazón de los humanos. No sabía si eso se podía aplicar a los perros de metal mágicos, pero decidió que lo mejor sería decir la verdad.
—Parecía una profecía —reconoció—. Pero yo no he conocido a Ella hasta hoy, y tampoco había oído exactamente esos versos.
—Yo sí —murmuró Reyna—. Por lo menos algunos…
El perro de plata ladró a escasa distancia. Un grupo de niños salió en tropel de un callejón cercano y se reunió alrededor de Argentum, acariciando al perro y riéndose, sin inmutarse ante sus afilados dientes.
—Deberíamos seguir adelante —dijo Reyna.
Avanzaron serpenteando por la colina. Los galgos las siguieron y dejaron atrás a los niños. Annabeth no dejaba de mirar la cara de Reyna. Un vago recuerdo empezó a despertar en ella: la forma en que Reyna se recogía el pelo detrás de la oreja, su anillo de plata con un dibujo de una antorcha y una espada…
—Hemos coincidido antes —se aventuró a decir Annabeth—. Eras más joven, creo.
Reyna le dedicó una sonrisa irónica.
—Muy bien. Percy no se acordaba de mí. Claro que tú hablaste más con mi hermana mayor Hylla, que ahora es la reina de las amazonas. Se ha marchado esta misma mañana, antes de que vosotros llegarais. En cualquier caso, la última vez que nos vimos, yo era solo una criada de la casa de Circe.
—Circe…
Annabeth recordó su viaje a la isla de la hechicera. Tenía trece años. El mar de los Monstruos los había arrastrado hasta la orilla, a ella y a Percy. Hylla les había dado la bienvenida. Había ayudado a Annabeth a lavarse y le había ofrecido un precioso vestido nuevo y una sesión completa de maquillaje y peluquería. Luego Circe había soltado su rollo publicitario, intentando convencer a Annabeth de que si se quedaba en la isla, podría recibir formación mágica y un poder increíble. Annabeh se había sentido tentada, tal vez demasiado, hasta que se dio cuenta de que el lugar era una trampa y Percy se había transformado en roedor. (La última parte parecía divertida al recordarla, pero en su momento fue aterradora.) Respecto a Reyna, había sido una de las criadas que habían peinado a Annabeth.
—Tu… —dijo Annabeth, asombrada—. ¿Y Hylla es la reina de las amazonas? ¿Cómo habéis…?
—Es una larga historia —dijo Reyna—. Pero te recuerdo bien. Fuiste valiente. Nunca había visto a alguien que rechazara la hospitalidad de Circe, y mucho menos que fuera más lista que ella. No me extraña que Percy te quiera.
Tenía un tono de voz triste. A Annabeth le pareció más prudente no responder.
Llegaron a la cima de la colina, donde había una terraza con vistas a todo el valle.
—Este es mi sitio favorito —dijo Reyna—. El Jardín de Baco.
Espalderas de parras formaban un dosel elevado. Las abejas zumbaban entre la madreselva y los jazmines, que impregnaban el aire de la tarde de una embriagadora mezcla de perfumes. En medio de la terraza se levantaba una estatua de Baco en una especie de postura de ballet, sin otra vestimenta que un taparrabos, con las mejillas hinchadas y los labios fruncidos desde los que manaba un chorro de agua a una fuente.
A pesar de sus preocupaciones, Annabeth estuvo a punto de echarse a reír. Conocía la forma griega del dios, Dioniso… o señor D, como lo llamaban en el Campamento Mestizo. Ver al viejo cascarrabias que dirigía su campamento inmortalizado en piedra, vestido con un pañal y echando agua por la boca le hizo sentirse un poco mejor.
Reyna se detuvo en el borde de la terraza. La vista merecía la ascensión. Toda la ciudad se extendía debajo como un mosaico tridimensional. Hacia el sur, más allá del lago, había un grupo de templos encaramados en una colina. Hacia el norte, un acueducto avanzaba hacia las colinas de Berkeley. Cuadrillas de trabajadores reparaban una sección rota, probabablemente dañada en el transcurso de la reciente batalla.
—Quería oírla de tus labios —dijo Reyna.
Annabeth se volvió.
—¿Oír qué?
—La verdad —contestó Reyna—. Convénceme de que no estoy cometiendo un error fiándome de ti. Háblame de ti. Háblame del Campamento Mestizo. Tu amiga Piper es una hechicera de las palabras. Pasé bastante tiempo con Circe para reconocer a alguien que tiene poder de persuasión cuando lo oigo. No me fío de lo que dice. Y Jason… bueno, ha cambiado. Parece distante, como si ya no fuera del todo romano.
Su voz reflejaba un dolor muy intenso. Annabeth se preguntó si ella también se había mostrado así durante todos los meses que había pasado buscando a Percy. Por lo menos había encontrado a su novio. Reyna no tenía novio. Sobre sus hombros recaía la responsabilidad de dirigir un campamento entero ella sola. Annabeth percibía que Reyna deseaba que Jason la amara. Pero había desaparecido y había vuelto con otra novia. Mientras tanto, Percy había ascendido a pretor, pero también había rechazado a Reyna. Y ahora Annabeth había venido para llevárselo. Reyna se quedaría otra vez sola, cargando con un trabajo pensado para dos personas.
Cuando Annabeth había llegado al Campamento Júpiter, estaba preparada para negociar con Reyna, e incluso para pelearse con ella si era necesario. Sin embargo, no estaba preparada para compadecerse de ella.
Mantuvo ocultas sus emociones. Reyna no le parecía alguien que apreciara la compasión.
En lugar de eso, le hizo a Reyna un resumen de su vida. Le habló de su padre, de su madrastra y de sus dos hermanastros de San Francisco, y le explicó que siempre se había sentido una extraña en su propia familia. Le reveló que se había fugado cuando solo tenía siete años, que había encontrado a sus amigos Luke y Thalia, y que se habían dirigido al Campamento Mestizo en Long Island. Le describió el campamento y los años en los que había crecido allí. Le relató cómo había conocido a Percy y las aventuras que habían vivido juntos.
Reyna sabía escuchar.
Annabeth estuvo tentada de hablarle de sus problemas recientes: la pelea con su madre, el regalo de la moneda de plata y las pesadillas acerca de un antiguo temor tan paralizante que había estado a punto de renunciar a participar en la misión. Pero no se sentía con el valor suficiente para abrirse tanto.
Cuando Annabeth hubo terminado de hablar, Reyna contempló la Nueva Roma. Sus galgos metálicos husmeaban por el jardín, intentando morder a las abejas que libaban en la madreselva. Finalmente, Reyna señaló con el dedo el grupo de templos situados sobre la apartada colina.
—¿Ves el pequeño edificio rojo del norte? —dijo—. Es el templo de mi madre, Belona. —Reyna se volvió hacia Annabeth—. A diferencia de tu madre, Belona no tiene equivalente griego. Es romana al cien por cien. Es la diosa de la protección de la patria.
Annabeth no dijo nada. Sabía muy poco sobre la diosa romana. Ojalá se hubiera informado, pero el latín nunca le había resultado tan fácil como el griego. Abajo, el casco del Argo II relucía mientras flotaba sobre el foro, como un enorme globo de fiesta hecho de bronce.
—Cuando los romanos vamos a la guerra, visitamos antes el templo de Belona —continuó Reyna—. El interior es una parcela de terreno simbólico que representa el suelo enemigo. Lanzamos una lanza a ese terreno para indicar que estamos en guerra. Los romanos siempre hemos creído que el ataque es la mejor defensa. En la Antigüedad, cuando nuestros antepasados se sentían amenazados por sus vecinos, los invadían para protegerse.
—Conquistaron a todos los pueblos que les rodeaban —dijo Annabeth—. Los cartagineses, los galos…
—Y los griegos. —Reyna dejó el comentario en el aire—. Lo que quiero decir, Annabeth, es que no está en la naturaleza de Roma colaborar con otras potencias. Cada vez que los semidioses griegos y romanos hemos coincidido, hemos luchado. Los conflictos entre los dos bandos han dado lugar a algunas de las guerras más terribles de la historia de la humanidad; sobre todo, guerras civiles.
—No tiene por qué ser así —repuso Annabeth—. Tenemos que trabajar codo con codo o Gaia nos destruirá a ambos.
—Estoy de acuerdo —dijo Reina—. Pero ¿es posible la cooperación? ¿Y si el plan de Juno no es acertado? Hasta las diosas pueden cometer errores.
Annabeth esperó a que Reyna cayera fulminada por un rayo o se convirtiera en un pavo, pero no pasó nada.
Lamentablemente, Annabeth tenía los mismos temores que Reyna. Efectivamente, Hera cometía errores. Aquella diosa despótica no había dado más que problemas a Annabeth, y jamás perdonaría a Hera por llevarse a Percy, aunque fuera por una causa noble.
—Yo no me fío de la diosa —reconoció Annabeth—. Pero sí me fío de mis amigos. No es una trampa, Reyna. Podemos trabajar juntos.
Reyna se terminó su chocolate. Dejó el vaso sobre la barandilla de la terraza y contempló el valle como si se estuviera imaginando líneas de batalla.
—Te creo —dijo—. Pero si vas a las tierras antiguas, sobre todo a Roma, hay algo que debes saber acerca de tu madre.
A Annabeth se le pusieron los hombros rígidos.
—¿Mi… mi madre?
—Cuando vivía en la isla de Circe recibíamos muchas visitas —dijo Reyna—. Una vez, más o menos un año antes de que tú y Percy llegarais, un joven fue arrastrado por el mar hasta la orilla. Estaba medio desquiciado por la sed y el sol. Había estado yendo a la deriva durante días. Sus palabras no tenían mucho sentido, pero dijo que era hijo de Atenea.
Reyna hizo una pausa, como si esperara una reacción. Annabeth no tenía ni idea de quién podía ser el chico en cuestión. No le constaba que otros hijos de Atenea hubieran emprendido una misión en el mar de los Monstruos, pero aun así le invadió el miedo. La luz que se filtraba a través de las vides hacía que las sombras se retorcieran en el suelo como un enjambre de bichos.
—¿Qué fue de ese semidiós? —preguntó.
Reyna agitó la mano como si fuera una pregunta trivial.
—Por supuesto, Circe lo transformó en un conejillo de Indias. Era un roedor de lo más extraño. Pero antes de eso, no paraba de hablar de su misión fallida. Afirmaba que había ido a Roma siguiendo la Marca de Atenea.
Annabeth se agarró a la barandilla para mantener el equilibrio.
—Sí —dijo Reyna, al ver su inquietud—. No paraba de murmurar sobre la hija de la sabiduría, la Marca de Atenea y el azote de los gigantes pálido y dorado. Los mismos versos que acaba de recitar Ella. ¿Y dices que no los habías oído hasta hoy?
—No… no como los ha pronunciado Ella.
La voz de Annabeth sonaba débil. No mentía. Nunca había oído la profecía, pero su madre le había mandado que siguiera la Marca de Atenea, y al pensar en la moneda que llevaba en el bolsillo, una terrible sospecha empezó a arraigar en su mente. Se acordó de las palabras mordaces de su madre. Pensó en las extrañas pesadillas que estaba teniendo últimamente.
—¿Explicó ese semidiós… en qué consistía su misión?
Reyna negó con la cabeza.
—En esa época yo no tenía ni idea de lo que hablaba. Mucho más tarde, cuando me convertí en pretora del Campamento Júpiter, empecé a sospechar.
—Sospechar… ¿qué?
—Hay una antigua leyenda que los pretores del Campamento Júpiter se han ido transmitiendo a lo largo de los siglos. De ser cierta, podría explicar por qué los dos grupos de semidioses nunca han sido capaces de trabajar juntos. Podría ser la causa de nuestra animosidad. Según la leyenda, hasta que esa vieja cuenta se salde, romanos y griegos no estarán en paz. Y la leyenda se centra en Atenea…
Un sonido estridente hendió el aire. Annabeth vio un destello de luz con el rabillo del ojo.
Se volvió a tiempo para ver cómo una explosión abría un nuevo cráter en el foro. Un sofá en llamas voló por los aires. Los semidioses se dispersaron presas del pánico.
—¿Gigantes? —Annabeth alargó la mano para coger su daga, pero no la llevaba encima—. ¡Creía que su ejército había sido vencido!
—No son los gigantes. —Los ojos de Reyna echaban chispas de ira—. Has traicionado nuestra confianza.
—¿Qué? ¡No!
En cuanto lo dijo, el Argo II lanzó otra descarga. Su ballesta de babor disparó una enorme lanza envuelta en fuego griego que atravesó la cúpula destruida del senado, estalló en el interior e iluminó el edificio como una calabaza de Halloween. Si hubiera habido alguien dentro…
—Dioses, no. —Annabeth sufrió un acceso de náuseas, y por poco no se le doblaron las rodillas—. No es posible, Reyna. ¡Nosotros nunca haríamos esto!
Los perros metálicos acudieron corriendo al lado de su ama. Gruñeron a Annabeth, pero se paseaban con aire indeciso, como si se resistieran a atacar.
—Estás diciendo la verdad —consideró Reyna—. Puede que tú no fueras consciente de la traición, pero alguien debe pagar por ella.
En el foro, el caos se estaba extendiendo. Las multitudes se empujaban y arrollaban. Estaban empezando a producirse peleas a puñetazos.
—Es una masacre —dijo Reyna.
—¡Tenemos que detenerla!
Annabeth tenía la horrible sensación de que podía ser la última vez que Reyna y ella actuaran de acuerdo, pero corrieron juntas colina abajo.
Si hubiera estado permitido tener armas en la ciudad, los amigos de Annabeth ya habrían estado muertos. Los semidioses romanos del foro se habían juntado y se habían convertido en una turba furiosa. Algunos lanzaban platos, comida y piedras al Argo II, una medida inútil, ya que la mayoría de las cosas volvían a caer entre el gentío.
Varias docenas de romanos habían rodeado a Piper y a Jason, que estaban intentando tranquilizarlos sin mucha suerte. La embrujahabla de Piper no servía de nada contra tantos semidioses chillones y coléricos. A Jason le sangraba la frente. Su capa morada había acabado hecha jirones. No paraba de decir: «¡Estoy de vuestra parte!», pero su camiseta naranja del Campamento Mestizo no ayudaba a mejorar la situación; ni tampoco el buque de guerra que flotaba en lo alto, disparando lanzas en llamas contra la Nueva Roma. Una cayó cerca y convirtió en escombros una tienda de togas.
—¡Por las hombreras de Plutón! —exclamó Reyna—. Mira.
Unos legionarios armados se dirigían a toda prisa al foro. Dos dotaciones de artillería habían colocado catapultas fuera de la línea del pomerio y se estaban preparando para disparar al Argo II.
—Eso no hará más que empeorar las cosas —dijo Annabeth.
—Odio mi trabajo —gruñó Reyna.
Se fue corriendo hacia los legionarios, con los perros a su lado.
«Percy —pensó Annabeth, escudriñando desesperadamente el foro—. ¿Dónde estás?»
Dos romanos intentaron agarrarla. Ella los esquivó y se lanzó a la multitud. Por si los romanos furiosos, los sofás quemados y los edificios que explotaban no creaban suficiente confusión, cientos de fantasmas morados deambulaban por el foro, atravesando directamente los cuerpos de los semidioses y gimiendo de forma incoherente. Los faunos también habían aprovechado el caos. Pululaban alrededor de las mesas, cogiendo comida, platos y vasos. Uno pasó trotando junto a Annabeth con los brazos cargados de tacos y una piña entera entre los dientes.
Una estatua de Término apareció acompañada de un estallido justo delante de Annabeth. Se puso a gritarle en latín, llamándola seguramente mentirosa y transgresora de normas, pero ella derribó la estatua y siguió corriendo.
Por fin vio a Percy. Él y sus amigos Hazel y Frank estaban en medio de una fuente mientras Percy rechazaba a los furiosos romanos con chorros de agua. La toga de Percy estaba hecha jirones, pero él parecía ileso.
Annabeth lo llamó en el mismo instante en el que otra explosión sacudió el foro. Esta vez el destello de luz brilló justo encima de su cabeza. Una de las catapultas romanas había disparado, y el Argo II crujió y se ladeó, las llamas bullendo sobre su casco revestido de bronce.
Annabeth se fijó en una figura que se aferraba desesperadamente a la escalera de cuerda tratando de bajar. Era Octavio, con la túnica echando humo y la cara negra del hollín.
Junto a la fuente, Percy seguía lanzando agua a la turba de romanos. Annabeth echó a correr hacia él, esquivando un puño romano y un plato volador de sándwiches.
—¡Annabeth! —gritó Percy—. ¿Qué…?
—¡No lo sé! —contestó ella.
—¡Yo os diré lo que pasa! —gritó una voz desde abajo. Octavio había llegado al pie de la escalera—. ¡Los griegos han disparado sobre nosotros! ¡Tu amigo Leo ha apuntado sus armas contra Roma!
A Annabeth se le llenó el pecho de hidrógeno líquido. Se sentía como si fuera a estallar en un millón de pedazos helados.
—Mientes —dijo—. Leo nunca…
—¡Yo estaba allí! —chilló Octavio—. ¡Lo he visto con mis propios ojos!
El Argo II devolvió el fuego. Los legionarios que había en el campo se dispersaron cuando una de sus catapultas se hizo astillas.
—¿Lo ves? —gritó Octavio—. ¡Romanos, matad a los invasores!
Annabeth gruñó de la frustración. No había tiempo para descubrir la verdad. Los enemigos eran cien veces más que la tripulación del Campamento Mestizo, y aunque Octavio se las hubiera ingeniado para organizar una trampa (cosa que Annabeth creía probable), antes de que pudieran convencer a los romanos serían vencidos y eliminados.
—Tenemos que marcharnos —le dijo a Percy—. Ya.
Él asintió con la cabeza seriamente.
—Hazel, Frank, tenéis que tomar una decisión. ¿Venís con nosotros?
Hazel parecía aterrada, pero se puso su yelmo de la caballería.
—Pues claro. Pero no llegaréis al barco a menos que ganemos algo de tiempo.
—¿Cómo? —preguntó Annabeth.
Hazel silbó. Inmediatamente, un destello de color beis atravesó el foro como un rayo. Un majestuoso caballo apareció al lado de la fuente. El animal se empinó, relinchó y dispersó a la multitud. Hazel se subió a su grupa como si hubiera nacido para montar. Sujeta con correas a la silla de montar del caballo había una espada de la caballería romana.
Hazel desenvainó su hoja dorada.
—Mandadme un mensaje de Iris cuando estéis a salvo, y nos reuniremos con vosotros —dijo—. ¡Corre, Arión!
El caballo pasó zumbando entre el gentío a una velocidad increíble, haciendo retroceder a los romanos y sembrando el pánico colectivo.
Annabeth albergó un rayo de esperanza. Tal vez pudieran salir de allí con vida. Entonces, cuando estaba en mitad del foro, oyó a Jason chillando.
—¡Romanos! —gritó—. ¡Por favor!
Él y Piper estaban siendo acribillados con platos y piedras. Jason trató de proteger a Piper, pero un ladrillo le dio encima del ojo. Se desplomó, y la multitud se abalanzó sobre ellos.
—¡Atrás! —gritó Piper.
Su poder de persuasión actuó sobre la multitud y les hizo vacilar, pero Annabeth sabía que el efecto no duraría. Percy y ella no podrían llegar a tiempo para ayudarles.
—Depende de ti, Frank —dijo Percy—. ¿Puedes ayudarles?
Annabeth no entendía cómo Frank podría conseguirlo él solo, pero el chico tragó saliva con nerviosismo.
—Oh, dioses —murmuró—. Vale. Subid a las cuerdas.
Percy y Annabeth se lanzaron hacia la escalera de mano. Octavio seguía aferrándose a la parte inferior, pero Percy lo bajó de un tirón y lo lanzó contra la multitud.
Empezaron a subir mientras los legionarios armados entraban a raudales en el foro. Las flechas pasaban silbando muy cerca de la cabeza de Annabeth. Una explosión estuvo a punto de hacerla caer de la escalera de mano. A mitad de la ascensión, oyó un rugido abajo y miró.
Los romanos gritaron y se dispersaron cuando un dragón de tamaño natural embistió a través del foro: una bestia todavía más espeluznante que el dragón de bronce que hacía las veces de mascarón de proa del Argo II. Tenía la piel áspera y gris, como un dragón de Komodo, y unas alas de murciélago curtidas. Flechas y rocas rebotaban en su pellejo sin causarle el más mínimo daño mientras se dirigía pesadamente hacia Piper y Jason, los cogía con las garras delanteras y los lanzaba al aire.
—¿Es…?
Annabeth no podía expresar su pensamiento con palabras.
—Frank —confirmó Percy, a escasa distancia por encima de ella—. Tiene unas cuantas aptitudes especiales.
—Eso es quedarse corto —murmuró Annabeth—. ¡Sigue subiendo!
Sin el dragón y el caballo de Hazel que distrajeran a los arqueros, no habrían podido subir por la escalera. Finalmente, treparon por encima de una hilera de remos aéreos y subieron a la cubierta. El aparejo se había incendiado. El trinquete estaba roto hasta la mitad, y el barco se escoraba peligrosamente a estribor.
No había ni rastro del entrenador Hedge, pero Leo estaba en mitad del barco, recargando tranquilamente la ballesta. A Annabeth se le revolvieron las entrañas del horror.
—¡Leo! —gritó—. ¿Qué haces?
—Destruirlos… —Miró hacia Annabeth. Tenía los ojos vidriosos. Sus movimientos eran como los de un robot—. Destruirlos a todos.
Se volvió de nuevo hacia la ballesta, pero Percy lo placó. La cabeza de Leo cayó con fuerza contra la cubierta, y se le pusieron los ojos en blanco.
El dragón gris apareció surcando el cielo. Rodeó el barco una vez, aterrizó en la proa y depositó a Jason y a Piper, quienes se desplomaron.
—¡Vamos! —gritó Percy—. ¡Sácanos de aquí!
Annabeth comprendió asombrada que se dirigía a ella.
Corrió al timón. Cometió el error de mirar por encima del pasamanos y vio a los legionarios armados cerrando filas en el foro y preparando flechas llameantes. Hazel espoleó a Arión, y salieron corriendo de la ciudad perseguidos por una turba. Más catapultas estaban siendo desplazadas para tenerlos a tiro. A lo largo de la línea del pomerio, las estatuas de Término emitían un brillo morado, como si estuvieran acumulando energía para algún tipo de ataque.
Annabeth miró los mandos. Maldijo a Leo por hacerlos tan complicados. No había tiempo para maniobras difíciles, pero conocía una orden básica: arriba.
Agarró el mando de gases de aviación y tiró de él hacia atrás. El barco crujió. La proa se inclinó hacia arriba y adoptó un ángulo espeluznante. Las amarras se partieron, y el Argo II salió disparado hacia las nubes.