Leo deseaba poder inventar una máquina del tiempo. Retrocedería dos horas y desharía lo que había ocurrido. O eso o inventar una máquina abofeteadora para castigarse a sí mismo, aunque dudaba que le doliera tanto como la mirada que Annabeth le estaba lanzando.
—Otra vez —dijo—. ¿Qué ha pasado exactamente?
Leo se dejó caer contra el mástil. Tenía la cabeza a punto de estallar debido al golpe que se había dado contra la cubierta. A su alrededor, su precioso nuevo barco estaba hecho un desastre. Las ballestas de popa eran montones de astillas. El trinquete estaba destrozado. La antena parabólica que permitía conectarse a internet a bordo y ver la televisión había volado en pedazos, cosa que había sacado de quicio al entrenador Hedge. El dragón de bronce que hacía de mascarón de proa, Festo, tosía y expulsaba humo como si se hubiera tragado una bola de pelo. Y por los crujidos que se oían en el lado de babor, Leo supo que algunos remos aéreos se habían desalineado o se habían partido del todo, lo que explicaba por qué el barco se escoraba y se sacudía en el aire, y por qué el motor resollaba como un tren de vapor asmático.
Contuvo un sollozo.
—No lo sé. Tengo un recuerdo borroso.
Lo estaban mirando demasiadas personas: Annabeth (Leo detestaba cabrearla; esa chica le daba miedo), el entrenador Hedge con sus patas de cabra peludas, su polo naranja y su bate de béisbol (¿tenía que llevarlo a todas partes?), y el recién llegado, Frank.
Leo no sabía qué pensar de Frank. Parecía un pequeño luchador de sumo, pero Leo no era tan tonto como para decirlo en voz alta. Sus recuerdos eran vagos, pero mientras había estado semiconsciente, estaba seguro de que había visto un dragón posarse en el barco: un dragón que se había transformado en Frank.
Annabeth se cruzó de brazos.
—¿Quieres decir que no te acuerdas?
—Yo… —Leo se sentía como si estuviera intentando tragarse una canica—. Me acuerdo, pero es como si hubiera estado viéndome a mí mismo hacer cosas. No podía controlarlo.
El entrenador Hedge dio unos golpecitos con el bate contra la cubierta. Con su ropa deportiva y su gorra calada sobre los cuernos, parecía el mismo de la Escuela del Monte, donde había pasado un año encubierto como profesor de educación física de Jason, Piper y Leo. Por las chispas que el viejo sátiro echaba por los ojos, Leo se preguntó si el entrenador iba a mandarle que hiciera flexiones.
—Mira, muchacho, te has cargado algunas cosas —dijo Hedge—. Has atacado a los romanos. ¡Increíble! ¡Genial! Pero ¿tenías que cortar los canales por satélite? Estaba viendo un combate de lucha.
—Entrenador, ¿por qué no va a asegurarse de que todos los fuegos se hayan apagado? —dijo Annabeth.
—Ya me he asegurado.
—Pues vuelva a hacerlo.
El sátiro se marchó andando penosamente y murmurando entre dientes. Ni siquiera Hedge estaba lo bastante cabreado para desafiar a Annabeth.
La chica se arrodilló al lado de Leo. Sus ojos grises parecían de acero, como cojinetes de bolas. El cabello rubio le caía sobre los hombros, pero a Leo eso no le resultaba atractivo. No tenía ni idea de dónde venía el estereotipo de las rubias bobas de risa tonta. Desde que había conocido a Annabeth el año pasado en el Gran Cañón, cuando se había acercado a él con aquella expresión que decía: «Entrégame a Percy Jackson o te mato», Leo las consideraba demasiado listas y demasiado peligrosas.
—Leo, ¿ Octavio te ha engañado? —dijo ella tranquilamente—. ¿Te ha tendido una trampa o…?
—No.
Leo podría haber mentido y haberle echado la culpa a aquel estúpido romano, pero no quería empeorar todavía más la situación.
—Ese tío es un capullo, pero él no ha incendiado el campamento. He sido yo.
El chico nuevo, Frank, frunció el entrecejo.
—¿A propósito? —le espetó Frank.
—¡No! —Leo cerró los ojos, apretándolos—. Bueno, sí… O sea, yo no quería. Pero al mismo tiempo me sentía como si sí quisiera. Algo me empujó a hacerlo. Notaba una sensación de frío dentro de mí…
—Una sensación de frío.
El tono de voz de Annabeth cambió. Parecía casi… asustada.
—Sí —dijo Leo—. ¿Por qué?
—¡Annabeth, te necesitamos! —gritó Percy bajo la cubierta.
Oh, dioses, pensó Leo. Por favor, que Jason esté bien.
En cuanto habían subido a bordo, Piper había llevado a Jason abajo. El corte de su cabeza tenía muy mala pinta. Leo conocía a Jason mejor que nadie en el Campamento Mestizo. Eran amigos íntimos. Si Jason no sobrevivía…
—No le pasará nada. —La expresión de Annabeth se suavizó—. Ahora vuelvo, Frank. Tú… vigila a Leo. Por favor.
Frank asintió con la cabeza.
Leo se sintió todavía peor, si eso era posible. Ahora Annabeth se fiaba más de un semidiós romano al que conocía desde hacía tres segundos que de Leo.
Una vez que ella se hubo marchado, Leo y Frank se miraron fijamente. El grandullón tenía un aspecto muy raro con su toga de sábana sobre la sudadera gris y los téjanos, y con su arco y su carcaj del arsenal del barco al hombro. Leo se acordó de cuando había conocido a las cazadoras de Artemisa: una panda de tías buenas muy ágiles vestidas con ropa plateada y armadas con arcos. Se imaginó a Frank jugueteando con ellas. La idea era tan ridícula que casi le hizo sentirse mejor.
—Bueno… —dijo Frank—. ¿No te llamas Sammy?
Leo frunció el entrecejo.
—¿Qué pregunta es esa?
—Nada —contestó Frank rápidamente—. Yo… Nada. Respecto al incendio del campamento… Octavio podría estar detrás. Podría haberlo hecho usando magia o algo por el estilo. Él no quería que los romanos nos lleváramos bien con vosotros.
Leo quería creer lo que él decía. Le agradecía a ese chico que no le odiara, pero sabía que no había sido Octavio. Leo se había acercado a la ballesta y había empezado a disparar. Una parte de él había sabido al instante que no estaba bien. Se había preguntado a sí mismo: «¿Qué rayos estoy haciendo?». Pero lo había hecho de todas formas.
Tal vez se estuviera volviendo loco. Puede que el estrés de todos aquellos meses trabajando en el Argo II por fin le estuviera pasando factura.
Pero no podía pensar eso. Necesitaba hacer algo productivo. Necesitaba tener las manos ocupadas.
—Oye, debería hablar con Festo y pedirle un informe de daños —dijo—. ¿Te importa…?
Frank le ayudó a levantarse.
—¿Quién es Festo?
—Mi amigo —dijo Leo—. Él tampoco se llama Sammy, por si te interesa. Vamos, te lo presentaré.
Afortunadamente, el dragón de bronce no había sufrido daños. Bueno, aparte de haber perdido todo el cuerpo menos la cabeza el invierno anterior, pero Leo no tenía eso en cuenta.
Cuando llegaron a la proa del barco, el mascarón giró ciento ochenta grados para mirarlos. Frank soltó un grito y retrocedió.
—¡Está vivo! —dijo.
Leo se habría echado a reír si no se hubiera sentido tan mal.
—Sí. Frank, este es Festo. Era un dragón de bronce, pero tuvimos un accidente.
—Tienes muchos accidentes —observó Frank.
—Bueno, algunos no podemos convertirnos en dragones, así que tenemos que fabricarlos. —Leo miró a Frank arqueando las cejas—. El caso es que lo recuperé como mascarón de proa. Ahora es algo así como la interfaz principal del barco. ¿Cómo pintan las cosas, Festo?
Festo resopló, expulsó humo y emitió una serie de chirridos y rechinos. Durante los últimos meses, Leo había aprendido a interpretar su lenguaje de máquina. Otros semidioses entendían latín y griego. Leo sabía hablar «pip» y «cric».
—Uf —dijo Leo—. Podría ser peor, pero el casco está expuesto en varias zonas. Hay que reparar los remos aéreos de babor para que podamos volver a alcanzar la velocidad máxima. Necesitaremos materiales de reparación: bronce celestial, alquitrán, cal…
—¿Qué pared necesitas encalar?
—Carbonato de calcio, colega. Se usa para el cemento y para muchas otras… Da igual. El caso es que este barco no llegará muy lejos a menos que lo arreglemos.
Festo emitió otro chirrido que Leo no reconoció. Sonó como «Eisel».
—Ah… Hazel —dijo, descifrándolo—. Es la chica del pelo rizado, ¿verdad?
Frank tragó saliva.
—¿Está bien?
—Sí, está perfectamente —dijo Leo—. Según Festo, su caballo corre por debajo de nosostros. Nos está siguiendo.
—Entonces tenemos que aterrizar —dijo Frank.
Leo lo observó.
—¿Es tu novia?
—Sí.
—No pareces muy seguro.
—Sí. Sí, por supuesto. Estoy seguro.
Leo levantó las manos.
—Muy bien. El problema es que solo podemos aterrizar de una forma. Tal y como están el casco y los remos, no podremos volver a despegar hasta que los reparemos, así que tendremos que asegurarnos de que aterrizamos en alguna parte donde encontremos el material adecuado.
Frank se rascó la cabeza.
—¿Dónde se consigue bronce celestial? No es algo que se pueda comprar en una ferretería.
—Festo, haz un escaneo.
—¿Puede buscar bronce mágico escaneando el terreno? —preguntó Frank, asombrado—. ¿Hay algo que no pueda hacer?
«Deberías haberlo visto cuando tenía cuerpo», pensó Leo, pero no lo dijo. Resultaba demasiado doloroso recordar cómo era Festo antes.
Leo miró por encima de la proa del barco. El valle Central de California desfilaba por debajo. Leo no albergaba muchas esperanzas de que encontraran todo lo que necesitaban en un solo sitio, pero tenían que intentarlo. Además, quería interponer la máxima distancia posible entre él y la Nueva Roma. El Argo II podía recorrer muy rápido grandes distancias gracias a su motor mágico, pero Leo se imaginaba que los romanos tendrían sus propios métodos de transporte mágicos.
Detrás de él, la escalera crujió. Percy y Annabeth subieron con rostro adusto.
A Leo le dio un vuelco el corazón.
—¿Jason está…?
—Está descansando —dijo Annabeth—. Piper está cuidando de él, pero se pondrá bien.
Percy le lanzó una mirada dura.
—Annabeth dice que fuiste tú el que disparó la ballesta.
—Tío, no… no sé qué ha pasado. Lo siento mucho…
—¿Que lo sientes? —gruñó Percy.
Annabeth posó la mano en el pecho de su novio.
—Ya lo aclararemos más tarde. Ahora tenemos que reagruparnos y trazar un plan. ¿Cuál es el estado del barco?
A Leo le temblaron las piernas. Percy lo había mirado de una forma que le había hecho sentirse como cuando Jason invocaba un rayo. Notó un hormigueo que le recorría la piel, y su instinto le dijo: «¡Agáchate!».
Le explicó a Annabeth los daños que habían sufrido y los materiales que necesitaban. Al menos se sentía mejor hablando de algo reparable.
Estaba lamentando la escasez de bronce celestial cuando Festo empezó a chirriar y rechinar.
—Perfecto.
Leo suspiró aliviado.
—¿Qué es perfecto? —preguntó Annabeth—. Ahora mismo no andamos sobrados de cosas perfectas.
Leo consiguió sonreír.
—Tenemos todo lo que necesitamos en un mismo sitio. Frank, ¿por qué no te tranformas en pájaro o algo por el estilo? Baja y dile a tu novia que se reúna con nosotros en el Great Salt Lake, en Utah.
Cuando llegaron el aterrizaje no fue como la seda. Con los remos dañados y el trinquete roto, Leo apenas pudo controlar el descenso. Los demás chicos se pusieron los cinturones de seguridad bajo la cubierta, menos el entrenador Hedge, que insistió en agarrarse al pasamanos de proa gritando: «¡SI! ¡Venga, laguito!». Leo se quedó en popa, solo al timón, y pilotó lo mejor que pudo.
Festo chirriaba y emitía zumbidos de advertencia, que se transmitían al alcázar a través del intercomunicador.
—Ya lo sé, ya lo sé —decía Leo, apretando los dientes.
No tuvo mucho tiempo para contemplar el paisaje. Hacia el sudeste vio una ciudad abrigada en las estribaciones de una cordillera montañosa, azul y morada entre las sombras de la tarde. Un paisaje desértico llano se extendía hacia el sur. Justo debajo de ellos, el lago. El Great Salt Lake relucía como papel de aluminio, con la línea de la costa surcada de salinas blancas que a Leo le recordaban fotografías de Marte.
—¡Agárrese, entrenador! —gritó—. Esto le va a doler.
—¡He nacido para soportar el dolor!
¡ZAS! Una ola de agua salada invadió la proa y mojó al entrenador Hedge. El Argo II se escoró de forma peligrosa hacia estribor y acto seguido se enderezó y se meció sobre la superficie del lago. La maquinaria zumbó, y las hélices aéreas que seguían funcionando adoptaron su forma náutica.
Tres hileras de remos se hundieron en el agua y empezaron a impulsarlos hacia delante.
—Buen trabajo, Festo —dijo Leo—. Llévanos a la orilla sur.
—¡Sí! —El entrenador Hedge agitó los puños en el aire. Estaba empapado de los cuernos a las pezuñas, pero sonreía como una cabra loca—. ¡Repítelo!
—Ejem… más tarde —dijo Leo—. Quédese en la cubierta, ¿vale? Puede vigilar por si… por si el lago decide atacarnos o algo.
—Hecho —prometió Hedge.
Leo tocó la campana para indicar que no había peligro y se dirigió a la escalera. Antes de que llegara, un sonoro «clomp, clomp, clomp» sacudió el casco. Un corcel color canela apareció en la cubierta con Hazel Lavesque sobre su grupa.
—¿Cómo…? —La pregunta se interrumpió en su garganta—. ¡Estamos en medio de un lago! ¿Ese bicho puede volar?
El caballo relinchó, furioso.
—Arión no puede volar —dijo Hazel—. Pero puede correr a través de prácticamente cualquier cosa. Agua, superficies verticales, pequeñas montañas… no suponen ningún problema para él.
—Ah.
Hazel lo seguía mirando de forma extraña, como lo había mirado durante el banquete en el foro: como si estuviera buscando algo en su rostro. Estaba tentado de preguntarle si habían coincidido antes, pero estaba seguro de que no era así. Se acordaría de una chica guapa que le prestaba tanta atención. No era algo a lo que estuviera acostumbrado.
«Es la novia de Frank», se recordó a sí mismo.
Frank seguía abajo, pero Leo casi deseó que el grandullón subiera la escalera. Hazel estaba mirando a Leo de una forma que le hacía sentirse inquieto y cohibido.
El entrenador Hedge avanzó sigilosamente con su bate de béisbol, observando con recelo al caballo mágico.
—Valdez, ¿esto cuenta como invasión?
—¡No! —dijo Leo—. Hazel, será mejor que vengas conmigo. He construido una cuadra debajo, por si Arión quiere…
—Es un espíritu libre. —Hazel se deslizó de la silla de montar—. Pastará por las orillas del lago hasta que lo llame. Pero quiero ver el barco. Tú primero.
El Argo II estaba diseñado como un antiguo trirreme, solo que dos veces más grande. La primera cubierta tenía un pasillo central con camarotes para la tripulación a cada lado. En un trirreme normal, la mayoría del espacio habría estado ocupado por tres hileras de bancos para varios cientos de tipos sudorosos encargados de hacer el trabajo manual, pero los remos de Leo estaban automatizados y eran replegables, de modo que ocupaban muy poco espacio dentro del casco. La energía del barco procedía de la sala de máquinas situada en la segunda cubierta, la inferior, que también albergaba la enfermería, el almacén y las cuadras.
Leo avanzó primero por el pasillo. Había equipado el barco con ocho camarotes: siete para los semidioses de la profecía y otro para el entrenador Hedge (¿de verdad Quirón lo consideraba un adulto responsable?). En la popa había un gran comedor-salón, que era adonde Leo se dirigía.
De camino, pasaron por delante del camarote de Jason. La puerta estaba abierta. Piper estaba sentada al lado de su catre, sosteniendo su mano mientras él roncaba con una compresa de hielo en la cabeza.
Piper lanzó una mirada a Leo. Se llevó un dedo a los labios para pedir silencio, pero no parecía enfadada. Ya era algo. Leo se tragó el sentimiento de culpabilidad, y siguieron andando. Cuando llegaron al comedor, encontraron a los demás —Percy, Annabeth y Frank— sentados con desánimo alrededor de la mesa.
Leo había hecho el salón lo más agradable posible, ya que se había imaginado que pasarían mucho tiempo allí. El armario estaba lleno de tazas y vasos mágicos del Campamento Mestizo, que se llenaban de cualquier comida o bebida que el comensal deseara con solo pedirla. También había una nevera portátil mágica con latas de bebida, perfecta para picnics en tierra. Las sillas eran cómodas butacas reclinables con programa de masaje, auriculares incorporados y soportes para las espadas y las bebidas con los que satisfacer las necesidades de relax de todo semidiós. No había ventanas, pero las paredes estaban encantadas y emitían imágenes en tiempo real del Campamento Mestizo —la playa, el bosque, los fresales—, aunque Leo se preguntó si no provocaban más nostalgia a la gente en lugar de alegría.
Percy miraba con anhelo una imagen de una puesta de sol en la colina mestiza, donde el Vellocino de Oro relucía en las ramas del alto pino.
—Así que hemos aterrizado —dijo Percy—. Y ahora, ¿qué?
Frank tiró de la cuerda de su arco.
—¿Entendéis la profecía? O sea… lo que Ella dijo era una profecía, ¿no? ¿De los libros sibilinos?
—¿Los qué? —preguntó Leo.
Frank explicó que a su amiga arpía se le daba extrañamente bien memorizar libros. En el pasado, había aprendido una colección de profecías antiguas que supuestamente habían sido destruidas en el mismo momento de la caída de Roma.
—Por eso no se lo dijisteis a los romanos —supuso Leo—. No queríais que la atraparan.
Percy siguió mirando la imagen de la colina mestiza.
—Ella es sensible. Cuando la encontramos estaba cautiva. Simplemente no quería… —Cerró el puño—. Da igual. He enviado un mensaje de Iris a Tyson y le he dicho que lleve a Ella al Campamento Mestizo. Allí estarán a salvo.
Leo dudaba que cualquiera de ellos estuviera a salvo después de que él hubiera provocado a un campamento de romanos furiosos, a lo que había que sumar los problemas que tenían con Gaia y los gigantes, pero permaneció callado.
Annabeth entrelazó los dedos.
—Dejad que piense en la profecía. De todas formas, ahora mismo tenemos problemas más inmediatos. Tenemos que arreglar el barco. ¿Qué necesitamos, Leo?
—Lo más fácil es el alquitrán. —Leo se alegró de cambiar de tema—. Podemos conseguirlo en la ciudad, en una tienda de materiales para techos o un sitio parecido. Y también necesitamos bronce celestial y cal. Según Festo, podemos encontrar las dos cosas en una isla del lago, justo al oeste de aquí.
—Tendremos que darnos prisa —advirtió Hazel—. Apuesto a que Octavio está buscándonos con sus augurios. Los romanos enviarán una fuerza de asalto a por nosotros. Es un asunto de honor.
Leo notó que los ojos de todos se posaban en él.
—Chicos…, no sé qué ha pasado. Sinceramente, yo…
Annabeth levantó la mano.
—Hemos hablado. Convenimos en que no has podido ser tú, Leo. La sensación de frío que mencionaste… yo también la he notado. Debe de haber sido algún tipo de magia, de Octavio o de Gaia, o de uno de sus secuaces. Pero hasta que sepamos lo que ha pasado…
Frank gruñó.
—¿Cómo podemos estar seguros de que no volverá a pasar?
Los dedos de Leo se calentaron como si estuviera a punto de empezar a arder. Uno de sus poderes como hijo de Hefesto consistía en la capacidad de invocar llamas a voluntad, pero tenía que andarse con cuidado de no hacerlo sin querer, sobre todo en un barco lleno de explosivos y material inflamable.
—Ya estoy bien —insistió, aunque deseó estar más seguro—. Podemos dividirnos por parejas. Nadie irá a ninguna parte solo. Piper y al entrenador Hedge se pueden quedar a bordo con Jason, mientras que un equipo va a la ciudad a por alquitrán. El otro puede ir a buscar el bronce y la cal.
—¿Separarnos? —dijo Percy—. Me parece muy mala idea.
—Será más rápido —intervino Hazel—. Además, las misiones suelen estar limitadas a tres semidioses por un motivo, ¿no?
Annabeth arqueó las cejas como si estuviera reevaluando los méritos de Hazel.
—Tienes razón. El mismo motivo por el que necesitábamos el Argo II… Fuera del campamento, siete semidioses en un mismo sitio llamarían demasiado la atención de los monstruos. El barco está diseñado para ocultarnos y protegernos. Deberíamos estar suficientemente seguros a bordo, pero si vamos de expedición, no deberíamos viajar en grupos de más de tres. No tiene sentido alertar a más secuaces de Gaia de lo necesario.
Percy seguía sin parecer entusiasmado con la idea, pero cogió la mano de Annabeth.
—Mientras tú seas mi pareja, por mí no hay problema.
Hazel sonrió.
—Qué fácil ha sido. ¡Frank, has estado increíble cuando te has convertido en dragón! ¿Podrías volver a hacerlo para llevar a Annabeth y a Percy a la ciudad a por el alquitrán?
Frank abrió la boca como si quisiera protestar.
—Yo… supongo. Pero ¿y tú?
—Iré montada en Arión con Sa… con Leo. —Se puso a juguetear con la empuñadura de su espada, lo que intranquilizó a Leo. Ella era todavía más nerviosa que él—. Conseguiremos el bronce y la cal. Nos reuniremos todos aquí al anochecer.
Frank frunció el entrecejo. Saltaba a la vista que no le gustaba la idea de que Leo fuera con Hazel. Por algún motivo, la desaprobación de Frank hizo que a Leo le entraran ganas de ir. Tenía que demostrar que era formal. No iba a volver a disparar ninguna ballesta al tuntún.
—Leo, si conseguimos el material, ¿cuánto tardarás en reparar el barco? —preguntó Annabeth.
—Con suerte, unas horas.
—Bien —dijo—. Nos reuniremos con vosotros en el barco lo antes posible, pero evitad cualquier riesgo. Nos vendría bien un poco de buena suerte, pero eso no quiere decir que vayamos a tenerla.