Leo se mentalizó para someterse a un cambio de imagen radical. Sacó unos caramelos de menta y unas gafas de soldador de su cinturón portaherramientas. Las gafas no eran exactamente unas gafas de sol, pero tendrían que servir. Se remangó las mangas de la camisa. Usó un poco de lubricante para engrasarse el pelo. Se metió una llave inglesa en el bolsillo trasero (no sabía muy bien por qué) y le mandó a Hazel que le dibujara un tatuaje en el bíceps con un rotulador: TÍO BUENO, junto con unas tibias y una calavera.
—¿Qué demonios estás pensando?
Parecía muy nerviosa.
—Trato de no pensar —reconoció Leo—. No es compatible con estar loco. Tú concéntrate en mover el bronce celestial. Eco, ¿estás lista?
—Lista —dijo ella.
Leo respiró hondo. Regresó contoneándose a la charca, con la esperanza de lucir un aspecto increíble y no el de alguien aquejado de una enfermedad nerviosa.
—¡Leo mola más que nadie! —gritó.
—¡Leo mola más que nadie! —gritó Eco a su vez.
—¡Sí, nena, mírame!
—¡Mírame! —dijo Eco.
—¡El rey!
—¡Narciso es un debilucho!
—¡Debilucho!
Las ninfas se dispersaron sorprendidas. Leo las ahuyentó como si le molestaran.
—Autógrafos no, chicas. Sé que queréis estar con Leo, pero soy demasiado molón para vosotras. Más vale que os quedéis con ese memo feúcho de Narciso. ¡Es una nenaza!
—¡Nenaza! —dijo Eco con entusiasmo.
Las ninfas murmuraron airadamente.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó una.
—Tú sí que eres una nenaza —dijo otra.
Leo se ajustó las gafas y sonrió. Sacó el bíceps, aunque no tenía mucho que sacar, y lució su tatuaje de TÍO BUENO. Había captado la atención de las ninfas, aunque solo fuera porque estaban alucinando, pero Narciso seguía concentrado en su reflejo.
—¿Sabéis cómo de feo es Narciso? —preguntó Leo al grupo—. Es tan feo que cuando nació su madre pensó que era un centauro al revés, con culo de caballo en lugar de cara.
Algunas ninfas dejaron escapar un grito ahogado. Narciso arrugó la frente, como si fuera vagamente consciente de que había un mosquito zumbando alrededor de su cabeza.
—¿Sabéis por qué su arco tiene telarañas? —continuó Leo—. ¡Porque lo usa para cazar citas, pero no consigue ninguna!
Una ninfa se rió. Las otras la hicieron callar rápidamente de un codazo.
Narciso se volvió y miró a Leo con el entrecejo fruncido.
—¿Quién eres tú?
—¡Soy la repera, tío! —dijo Leo—. Soy Leo Valdez, chico malo donde los haya. Y a las mujeres les encantan los chicos malos.
—¡Les encantan los chicos malos! —dijo Eco, gritando de forma convincente.
Leo sacó un bolígrafo y firmó un autógrafo en el brazo de una de las ninfas.
—¡Narciso es un pringado! Es tan debilucho que no puede ni levantar un Kleenex. Es tan flojo que si buscáis la definición de «flojo» en Wikipedia, veréis una foto de Narciso, pero la foto es tan fea que nadie la mira.
Narciso arqueó sus atractivas cejas. Su cara pasó del color bronce al rosa salmón. Se había olvidado momentáneamente de la charca, y Leo vio que la lámina de bronce se hundía en la arena.
—¿Qué dices? —preguntó Narciso—. Soy increíble. Todo el mundo lo sabe.
—Un capullo increíble, querrás decir —dijo Leo—. Si yo fuera tan capullo como tú, me ahogaría. Ah, espera, que eso ya lo has hecho.
Otra ninfa soltó otra risita. Luego otra. Narciso gruñó, lo que le hizo parecer un poco menos guapo. Mientras tanto, Leo sonreía, movía las cejas por encima de las gafas y extendía las manos, haciendo gestos para que las ninfas aplaudieran.
—¡Eso es! —dijo—. ¡Leo, campeón!
—¡Leo, campeón! —gritó Eco.
Se deslizó entre el grupo de ninfas, y como era tan difícil de ver, las ninfas debieron de pensar que la voz era de una de ellas.
—¡Madre mía, soy alucinante! —rugió Leo.
—¡Alucinante! —gritó Eco.
—Es gracioso —se aventuró a decir una ninfa.
—Y mono, de tan flacucho que está.
—¿Flacucho? —dijo Leo—. Nena, yo inventé el adjetivo «flacucho». Los flacuchos somos lo más. Y si hay alguien flacucho soy YO. ¿Narciso? Es tan pringado que ni siquiera en el inframundo lo quieren. No conseguiría salir ni con una chica fantasma.
—Qué asco —dijo una ninfa.
—Qué asco —convino Eco.
—¡Basta! —Narciso se puso en pie—. ¡Esto no está bien! Es evidente que esta persona no tiene nada de alucinante, así que debe de… —Se esforzó por escoger las palabras correctas. Probablemente hacía mucho tiempo que no hablaba de algo aparte de sí mismo—. Debe de estar engañándonos.
Al parecer, Narciso no era tonto del todo. Cayó en la cuenta de lo que pasaba, y el rostro se le demudó. Se volvió de nuevo hacia la charca.
—¡El espejo de bronce ha desaparecido! ¡Mi reflejo! ¡Devuélvemelo!
—¡Leo, campeón! —gritó una ninfa, pero las otras centraron de nuevo su atención en Narciso.
—¡Yo soy el guapo! —insistió Narciso—. ¡Me ha robado el espejo, y no pienso volver hasta que lo recuperemos!
Las chicas dejaron escapar un grito ahogado. Una señaló con el dedo.
—¡Allí!
Hazel estaba sobre el cráter, huyendo lo más rápido que podía mientras arrastraba la gran lámina de bronce.
—¡Recuperadla! —gritó una ninfa.
Probablemente en contra de su voluntad, Eco murmuró:
—Recuperadla.
—¡Sí! —Narciso descolgó su arco y cogió una flecha de su polvoriento carcaj—. A la ninfa que consiga el bronce la querré casi tanto como me quiero a mí mismo. ¡Puede que incluso la bese después de besar mi reflejo!
—¡Oh, dioses míos! —gritaron las ninfas.
—¡Y matad a esos semidioses! —añadió Narciso, lanzando una mirada fulminante, y cargada de atractivo, a Leo—. ¡No molan tanto como yo!
Leo podía correr muy rápido cuando alguien intentaba matarlo. Lamentablemente, tenía mucha práctica.
Alcanzó a Hazel, lo que no era difícil considerando que ella estaba peleándose con veinte kilos de bronce celestial. Cogió un lado de la lámina de metal y miró atrás. Narciso estaba colocando una flecha en el arco, pero era tan vieja y quebradiza que se hizo astillas.
—¡Ay! —gritó de forma elegante—. ¡Mi manicura!
Normalmente las ninfas eran rápidas —al menos las del Campamento Mestizo—, pero aquellas estaban cargadas de pósteres, camisetas y otros productos oficiales de Narciso. A las ninfas tampoco se les daba muy bien trabajar en equipo. Tropezaban continuamente unas con otras, se empujaban y se arrollaban. Eco empeoró todavía más la situación al correr entre ellas, haciéndolas tropezar y placando a tantas como podía.
Aun así, se acercaban rápido.
—¡Llama a Arión! —gritó Leo con voz entrecortada.
—¡Ya lo he llamado! —dijo Hazel.
Corrieron hacia la playa. Llegaron a la orilla del agua y vieron el Argo II, pero no había forma de alcanzar el barco. Estaba demasiado lejos para nadar hasta él, aunque no cargaran con el bronce.
Leo se volvió. El grupo se acercaba por encima de las dunas, encabezado por Narciso, que sostenía su arco como la batuta de un director de orquesta. Las ninfas habían reunido diversas armas. Algunas cargaban con piedras. Otras tenían porras de madera decoradas con flores. Unas cuantas ninfas del agua llevaban pistolas de agua —que no parecían tan temibles—, pero sus ojos destellaban con mirada asesina.
—Jo, tía —murmuró Leo, invocando el fuego con su mano libre—. Pelear de cerca no es lo mío.
—Sujeta el bronce celestial. —Hazel desenvainó su espada—. ¡Ponte detrás de mí!
—¡Ponte detrás de mí! —repitió Eco.
La chica camuflada corría en ese momento delante del grupo. Se detuvo delante de Leo y se giró, extendiendo los brazos como si pretendiera protegerlo personalmente.
—¿Eco? —Leo apenas podía hablar con el nudo que tenía en la garganta—. Eres una ninfa valiente.
—¿Ninfa valiente?
Eco lo repitió como si fuera una pregunta.
—Es un orgullo tenerte en mi equipo —dijo—. Si sobrevivimos a esta, deberías olvidarte de Narciso.
—¿Olvidarte de Narciso? —dijo ella, indecisa.
—Eres demasiado buena para él.
Las ninfas los rodearon formando un semicírculo.
—¡Tramposos! —dijo Narciso—. ¡Ellos no me quieren, chicas! Todas me queréis, ¿verdad?
—¡Sí! —gritaron ellas.
Todas chillaron menos una ninfa confundida, ataviada con un vestido amarillo, que gritó:
—¡Leo, campeón!
—¡Matadlos! —ordenó Narciso.
Las ninfas avanzaron en tropel, pero la arena explotó delante de ellas. Arión salió corriendo de la nada y rodeó al grupo tan rápido que provocó una tempestad de arena que cubrió a las ninfas de cal blanca y les salpicó los ojos.
—¡Me encanta este caballo! —dijo Leo.
Las ninfas se desplomaron, tosiendo y atragantándose. Narciso daba traspiés a ciegas de un lado para el otro, blandiendo su arco como si intentara darle a una piñata.
Hazel se subió a la silla de montar, levantó el bronce y ofreció la mano a Leo.
—¡No podemos dejar a Eco! —dijo Leo.
—Dejar a Eco —repitió la ninfa.
Ella sonrió y, por primera vez, Leo le vio claramente la cara. Era muy guapa. Tenía los ojos más azules de lo que él había creído. ¿Cómo se le había pasado por alto?
—¿Por qué? —preguntó Leo—. No creerás que todavía puedes salvar a Narciso…
—Salvar a Narciso —dijo ella con seguridad.
Y aunque no era más que un eco, Leo supo que lo decía de verdad. Le habían concedido una segunda oportunidad de vivir, y estaba decidida a emplearla para salvar al chico que amaba… aunque fuera un imbécil que no supiera hacer la o con un canuto (muy guapo, eso sí).
Leo quería protestar, pero Eco se inclinó y le besó la mejilla, y acto seguido lo apartó suavemente de un empujón.
—¡Vamos, Leo! —gritó Hazel.
Las otras ninfas estaban empezando a recuperarse. Se quitaron la cal de los ojos, que ahora emitían un brillo verde de la ira. Leo buscó de nuevo a Eco, pero se había fundido con el paisaje.
—Sí —dijo con la garganta seca—. De acuerdo.
Se montó detrás de Hazel. Arión despegó por encima del agua mientras las ninfas chillaban detrás de ellos y Narciso gritaba: «¡Devolvédmelo! ¡Devolvédmelo!».
Mientras Arión corría hacia el Argo II, Leo se acordó de lo que Némesis había dicho acerca de Eco y de Narciso: «Tal vez te den una lección».
Leo había pensado que se refería a Narciso, pero se preguntó si la auténtica lección se la había dado Eco: invisible para sus hermanas, condenada a amar a alguien a quien no le importaba. «La séptima rueda.» Trató de apartar esa idea de su mente. Se aferró a la lámina de bronce como a un escudo.
Estaba decidido a no olvidar jamás la cara de Eco. La ninfa se merecía al menos que una persona viera su rostro y supiera lo buena que era. Leo cerró los ojos, pero el recuerdo de su sonrisa ya se estaba desvaneciendo.