Piper no quería usar el cuchillo.
Pero sentada en el camarote de Jason, esperando a que se despertara, se sentía sola y desesperanzada.
Jason estaba tan pálido que podría haber estado muerto. Piper recordaba el espantoso sonido del ladrillo al golpearle en la frente: una herida que había recibido porque había intentado protegerla de los romanos.
Ni siquiera con el néctar y la ambrosía que le habían obligado a tomar, Piper tenía la certeza de que se encontrara bien cuando despertara. ¿Y si había vuelto a perder los recuerdos, pero esta vez había perdido los recuerdos de ella?
Esa sería la broma más cruel que los dioses le habían jugado hasta la fecha, y le habían jugado unas cuantas bromas muy crueles.
Oyó a Gleeson Hedge en la habitación contigua, tarareando una canción militar: «¿Barras y estrellas», quizá? Como se habían quedado sin televisión por satélite, probablemente el sátiro estuviera sentado en su catre releyendo ejemplares de la revista Armas y munición. No era un mal acompañante, pero estaba claro que era la cabra más belicosa que Piper había conocido en su vida.
Por supuesto, le estaba agradecida al sátiro. Había ayudado a su padre, el famoso actor de cine Tristan McLean, a salir adelante después de ser secuestrado por unos gigantes el invierno pasado. Hacía unas semanas, Hedge había pedido a su novia, Mellie, que se encargara de la casa de McLean para que él pudiera ayudarles en la misión.
El entrenador Hedge había intentado que pareciera que la vuelta al Campamento Mestizo había sido idea suya, pero Piper sospechaba que no era así. Durante las últimas semanas, cada vez que Piper llamaba a su casa, su padre y Mellie le preguntaban qué ocurría. Tal vez su propia voz los había puesto sobre aviso.
Piper no podía revelar las visiones que había tenido. Eran demasiado inquietantes. Además, su padre había tomado una poción que había borrado de su memoria todos los secretos de la identidad de su hija como semidiosa. Pero aun así, todavía percibía cuándo ella estaba disgustada, y Piper estaba segura de que su padre había empujado al entrenador Hedge a que cuidara de ella.
No debía sacar su arma. Solo le haría sentirse peor.
Al final la tentación fue demasiado grande. Desenvainó a Katoptris. No parecía muy especial, solo una hoja triangular con una empuñadura sencilla, pero había pertenecido a Helena de Troya. El nombre de la daga significaba «espejo».
Piper contempló la hoja de bronce. Al principio solo vio su propio reflejo. Entonces la luz rieló a través del metal. Vio a un montón de semidioses romanos reunidos en el foro. El chico rubio con pinta de espantapájaros, Octavio, estaba hablando a la multitud agitando el puño. Piper no le oía, pero el fondo del asunto resultaba evidente: «¡Tenemos que matar a los griegos!».
Reyna, la pretora, se encontraba a un lado, con el rostro tirante de la emoción reprimida. ¿Amargura? ¿Ira? Piper no estaba segura.
Había estado dispuesta a odiar a Reyna, pero no podía. Durante el banquete en el foro, Piper había admirado la forma en que Reyna mantenía a raya sus emociones.
Reyna había calado la relación de Piper y Jason enseguida. Como hija de Afrodita, Piper advertía cosas como esa. Sin embargo, Reyna no había perdido la educación ni el dominio de sí misma. Había antepuesto las necesidades del campamento a sus emociones. Había dado a los griegos una oportunidad con todas las de la ley… hasta que el Argo II había empezado a destruir la ciudad.
La pretora casi había hecho sentir culpable a Piper por ser la novia de Jason, pero era ridículo. En realidad, Jason no había llegado a ser novio de Reyna.
Tal vez Reyna no fuera tan mala, pero eso ya no importaba. Habían echado a perder la oportunidad de estar en paz. Por una vez, el poder de persuasión de Piper no había servido de nada.
¿Cuál era su temor secreto? Que tal vez no se había esforzado lo bastante. Piper nunca había querido trabar amistad con los romanos. Le preocupaba demasiado perder a Jason al enfrentarse a su antigua vida. Tal vez inconscientemente no se había esforzado al máximo por usar la embrujahabla.
Ahora Jason estaba herido. El barco prácticamente había sido destruido. Y según su daga, aquel chico desquiciado que se dedicaba a estrangular osos de peluche, Octavio, estaba despertando el frenesí bélico entre los romanos.
Las escena de la hoja de la daga cambió. Apareció una rápida serie de imágenes que no había visto antes, pero no las entendía: Jason entrando en combate montado a caballo, con los ojos dorados en lugar de azules; una mujer con un anticuado vestido de muñeca sureña en un parque a orillas del mar con palmeras; un toro con la cabeza de un hombre barbudo saliendo de un río, y dos gigantes con togas amarillas a juego tirando de la cuerda de una polea y sacando una gran vasija de bronce de un foso.
Entonces tuvo la peor visión: se vio a sí misma, con Jason y Percy, sumergida en agua hasta la cintura en el fondo de una oscura cámara circular, como un pozo gigantesco. Unas figuras espectrales se movían a través del agua mientras el líquido subía rápidamente. Piper clavaba las uñas en las paredes, tratando de huir, pero no había escapatoria. El agua les llegaba al pecho. Jason se vio arrastrado hacia abajo. Percy dio un traspié y desapareció.
¿Cómo podía ahogarse un hijo del mar? Piper no lo sabía, pero se contempló a sí misma en la visión, sola, revolcándose en la oscuridad, hasta que el agua le llegó por encima de la cabeza.
Piper cerró los ojos. «No vuelvas a enseñarme eso —rogó—. Enséñame algo útil.»
Se obligó a mirar otra vez la hoja de la daga.
Esa vez vio una carretera vacía que avanzaba entre campos de trigo y girasoles. Un indicador de kilómetros rezaba: TOPEKA 51. En el arcén había un hombre con pantalones color caqui y una camiseta de campamento morada. Tenía la cara cubierta por la sombra de un ancho sombrero con el ala adornada con parras frondosas. Alzó una copa de plata e hizo señas a Piper. De algún modo, ella supo que le estaba ofrecido un regalo: una cura o un antídoto.
—Hola —dijo Jason con voz ronca.
Piper se sobresaltó tanto que se le cayó la daga.
—¡Estás despierto!
—No te hagas la sorprendida. —Jason se tocó la cabeza vendada y frunció el entrecejo—. ¿Qué… qué ha pasado? Recuerdo las explosiones y…
—¿Te acuerdas de quién soy yo?
Jason trató de reírse, pero hizo una mueca de dolor.
—La última vez que lo comprobé eras Piper, mi espectacular novia. A menos que algo haya cambiado mientras he estado fuera de combate.
Piper se sintió tan aliviada que estuvo a punto de echarse a llorar. Le ayudó a incorporarse y le dio néctar para que bebiera mientras lo ponía al corriente. Le estaba explicando el plan de Leo para reparar el barco cuando oyó unos cascos de caballo en la cubierta por encima de sus cabezas.
Un momento después, Leo y Hazel aparecieron dando traspiés en la puerta, transportando entre los dos una gran lámina de bronce forjado.
—Dioses del Olimpo. —Piper se quedó mirando a Leo—. ¿Qué te ha pasado?
Llevaba el pelo engominado. Tenía unas gafas de soldador en la frente, una marca de lápiz de labios en la mejilla, tatuajes en los brazos y una camiseta de manga corta en la que ponía TÍO BUENO, CHICO MALO Y LEO CAMPEÓN.
—Es una larga historia —dijo—. ¿Han vuelto los demás?
—Todavía no —contestó Piper.
Leo soltó un juramento. Entonces reparó en que Jason estaba incorporado, y se le iluminó la cara.
—¡Eh, tío! Me alegro de que te encuentres mejor. Estaré en la sala de máquinas.
Se marchó corriendo con la lámina de bronce, dejando a Hazel en la puerta.
Piper la miró arqueando una ceja.
—¿Leo, campeón?
—Hemos conocido a Narciso —dijo Hazel, una afirmación que no explicaba gran cosa—. También a Némesis, la diosa de la venganza.
Jason suspiró.
—Me he perdido toda la diversión.
Un ruido sordo sonó en la cubierta, como si un animal pesado hubiera aterrizado. Annabeth y Percy llegaron corriendo por el pasillo. Percy llevaba un humeante cubo de plástico de veinte litros que olía fatal. Annabeth tenía el pelo manchado de una pegajosa sustancia negra. La cabeza de Percy estaba cubierta de lo mismo.
—¿Alquitrán? —supuso Piper.
Frank se acercó dando traspiés detrás de ellos, de forma que el pasillo quedó atestado de semidioses. Frank tenía una gran mancha del líquido negro en la cara.
—Nos hemos tropezado con unos monstruos de alquitrán —informó Annabeth—. Hola, Jason, me alegro de que estés despierto. ¿Dónde está Leo, Hazel?
Ella señaló hacia abajo.
—En la sala de máquinas.
De repente, el barco entero se escoró hacia babor. Los semidioses se tambalearon. Percy estuvo a punto de derramar el cubo de alquitrán.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—Ah… —Hazel pareció avergonzada—. Es posible que hayamos hecho enfadar a las ninfas que viven en el lago. A… todas.
—Estupendo. —Percy dio el cubo de alquitrán a Frank y a Annabeth—. Ayudad a Leo, chicos. Yo entretendré a los espíritus del agua todo lo que pueda.
—¡Eso está hecho! —prometió Frank.
Los tres se fueron corriendo y dejaron a Hazel en la puerta del camarote.
El barco volvió a escorarse, y Hazel se llevó las manos a la barriga como si fuera a vomitar.
—Yo me…
Tragó saliva, señaló sin fuerzas al final del pasillo y se fue corriendo.
Jason y Piper permanecieron bajo cubierta mientras el barco se mecía de un lado al otro. Para ser una heroína, Piper se sentía bastante inútil. Las olas rompían contra el casco mientras unas voces airadas sonaban encima de la cubierta: los gritos de Percy y los chillidos del entrenador Hedge dirigidos al lago. Festo, el mascarón de proa, escupió fuego varias veces. Al final del pasillo, Hazel gemía tristemente en su camarote. La sala de máquinas sonaba como si Leo y los otros chicos estuvieran danzando un baile irlandés con yunques atados a los pies. Después de lo que parecieron horas, el motor empezó a zumbar. Los remos crujieron y chirriaron, y Piper notó que el barco se elevaba en el aire.
El balanceo y el temblor cesaron. En el barco no se oía nada a excepción del zumbido de la maquinaria. Por fin Leo salió de la sala de máquinas. Estaba cubierto de sudor, cal y alquitrán. Parecía que la camiseta se le hubiera enganchado en una escalera mecánica y se hubiera hecho jirones. La inscripción de su pecho, en la que antes ponía LEO, CAMPEÓN, ahora rezaba: LEO, PEÓN. Pero sonreía como loco y anunció que estaban en camino y que ya no corrían peligro.
—Reunión en el comedor dentro de una hora —dijo—. Menudo día de locos, ¿eh?
Cuando todo el mundo se hubo lavado, el entrenador Hedge cogió el timón y los semidioses se reunieron bajo cubierta para cenar. Era la primera vez que se sentaban todos juntos, solos los siete. Su presencia debería haber tranquilizado a Piper, pero el hecho de verlos a todos en un mismo sitio no hizo más que recordarle que la Profecía de los Siete por fin se estaba cumpliendo. Se acabó esperar a que Leo terminara el barco. Se acabaron los días tranquilos en el Campamento Mestizo, fingiendo que el futuro quedaba todavía muy lejos. Estaban en camino, con una panda de romanos furiosos detrás y las tierras antiguas delante. Los gigantes estarían esperando. Gaia estaba despertando. Y a menos que tuvieran éxito en la misión, el mundo quedaría destruido.
Los otros debían de sentir lo mismo. La tensión en el comedor era como una inminente tormenta eléctrica, algo perfectamente posible, considerando los poderes de Percy y de Jason. Hubo un momento incómodo cuando los dos chicos intentaron sentarse en la misma silla a la cabecera de la mesa. De las manos de Jason saltaron chispas en sentido literal. Tras una breve y silenciosa pausa, como si los dos estuvieran pensando: «¿En serio, colega?», cedieron la silla a Annabeth y se sentaron uno enfrente del otro a ambos lados de la mesa.
La tripulación cambió impresiones sobre lo ocurrido en Salt Lake City, pero ni siquiera la ridícula historia de Leo sobre cómo había engañado a Narciso bastó para animar al grupo.
—Entonces ¿adónde vamos ahora? —preguntó Leo masticando un bocado de pizza—. He hecho unas reparaciones rápidas para salir del lago, pero todavía quedan muchos daños. Deberíamos volver a aterrizar y arreglar las averías antes de cruzar el Atlántico.
Percy estaba comiendo un trozo de tarta, que por algún motivo era totalmente azul: relleno, pasta, incluso la nata montada.
—Tenemos que alejarnos del Campamento Júpiter —dijo—. Frank ha visto unas águilas sobre Salt Lake City. Suponemos que los romanos no andan muy lejos detrás de nosotros.
Esa información no contribuyó a mejorar el humor alrededor de la mesa. Piper no quería decir nada, pero se sentía obligada… y un poco culpable.
—¿No deberíamos volver e intentar razonar con los romanos? Tal vez… tal vez no me esforzara lo suficiente por persuadirlos.
Jason le cogió la mano.
—No fue culpa tuya, Pipes. Ni de Leo —añadió rápidamente—. Fuera lo que fuese lo que pasó, fue obra de Gaia para separar a los dos campamentos.
Piper le agradecía el apoyo, pero aun así se sentía intranquila.
—Pero tal vez si pudiéramos explicárselo…
—¿Sin pruebas? —preguntó Annabeth—. ¿Y sin la más remota idea de lo que pasó en realidad? Te lo agradezco, Piper. No quiero estar a malas con los romanos, pero hasta que descubramos lo que trama Gaia, volver es un suicidio.
—Tiene razón —dijo Hazel.
Todavía parecía un poco mareada, pero estaba intentando comer unas galletas saladas. En el borde de su plato había unos rubíes incrustados, y Piper estaba segura de que las piedras preciosas no estaban allí al principio de la comida.
—Puede que Reyna nos escuchara, pero Octavio no. Los romanos tienen que pensar en su honor. Han sido atacados. Dispararán primero y preguntarán posthac.
Piper se quedó mirando su cena. Los platos mágicos podían conjurar una gran variedad de comida vegetariana. Le gustaba especialmente la quesadilla de aguacate y pimiento asado, pero esa noche no tenía mucho apetito.
Pensó en las visiones que había visto en la daga: Jason con los ojos dorados; el toro con cabeza humana; los dos gigantes con togas amarillas sacando una vasija de bronce de un foso. Y lo peor de todo, se acordó de sí misma ahogándose en agua negra.
A Piper siempre le había gustado el agua. Recordaba gratamente hacer surf con su padre. Pero desde que había empezado a contemplar esa visión en Katoptris, había estado pensando cada vez más en la vieja leyenda cherokee que su padre solía contarle para que no se acercara al río que pasaba cerca de su cabana. Él le contaba que los cherokees creían en los espíritus del agua buenos, como las náyades de los griegos, pero también en los espíritus del agua malos, los caníbales del agua, que cazaban a los mortales con flechas invisibles y eran especialmente aficionados a ahogar a niños.
—Tienes razón —decidió—. Tenemos que seguir adelante. No solo por los romanos. Tenemos que darnos prisa.
Hazel asintió con la cabeza.
—Némesis ha dicho que solo tenemos seis días hasta que Nico muera y Roma sea destruida.
Jason frunció el entrecejo.
—¿Te refieres a la auténtica Roma, no a la Nueva Roma?
—Creo que sí —dijo Hazel—. Pero si es así, no disponemos de mucho tiempo.
—¿Por qué seis días? —se preguntó Percy—. ¿Y cómo van a destruir Roma?
Nadie contestó. Piper no quería dar más malas noticias, pero consideraba que debía hacerlo.
—Todavía hay más —dijo—. He estado viendo cosas en mi daga.
El chico corpulento, Frank, se quedó paralizado con el tenedor lleno de espaguetis a mitad de camino de su boca.
—Cosas como…
—La verdad es que no tienen sentido —dijo Piper—, solo son imágenes confusas, pero he visto a dos gigantes vestidos igual. Tal vez sean gemelos.
Annabeth se quedó mirando las imágenes de vídeo del Campamento Mestizo que se emitían en la pared. En ese momento mostraban el salón de la Casa Grande: un fuego acogedor en el hogar y Seymour, la cabeza de leopardo disecada, que roncaba con satisfacción sobre la repisa de la chimenea.
—Gemelos como los de la profecía de Ella —dijo Annabeth—. Si pudiéramos descifrar esos versos, podrían sernos de ayuda.
—«La hija de la sabiduría anda sola» —dijo Percy—. «La Marca de Atenea arde a través de Roma.» Annabeth, esa tienes que ser tú. Juno me dijo… En fin, me dijo que te esperaba una tarea difícil en Roma. Dijo que dudaba que pudieras hacerla. Pero yo sé que se equivoca.
—Reyna iba a revelarme algo justo antes de que el barco disparara sobre nosotros. Dijo que existe una vieja leyenda entre los pretores: algo relacionado con Atenea. Dijo que podría ser el motivo de que griegos y romanos nunca se hayan llevado bien.
Leo y Hazel se cruzaron miradas de nerviosismo.
—Némesis mencionó algo parecido —dijo Leo—. Habló de una vieja cuenta que había que saldar…
—Lo único que podría conciliar las dos facetas de los dioses —recordó Hazel—. «Un antiguo agravio vengado finalmente.»
Percy dibujó una cara ceñuda en la nata montada azul de su tarta.
—Yo solo he sido pretor unas dos horas. Jason, ¿habías oído una leyenda parecida?
Jason sostenía aún la mano de Piper. Los dedos se le habían quedado pegajosos.
—Yo… esto, no estoy seguro —dijo—. Lo pensaré.
Percy entornó los ojos.
—¿No estás seguro?
Jason no respondió. Piper quería preguntarle qué pasaba. Notaba que él no quería hablar de esa vieja leyenda. Buscó sus ojos, y él le rogó en silencio: «Luego».
Hazel rompió el silencio.
—¿Qué pasa con los otros versos? —Dio la vuelta a su plato con rubíes incrustados—. «Los gemelos apagarán el aliento del ángel, que posee la llave de la muerte interminable.»
—«El azote de los gigantes es pálido y dorado —añadió Frank—, obtenido con dolor en un presidio hilado.»
—El azote de los gigantes —dijo Leo—. Cualquier cosa que sea azote de gigantes es buena para nosotros, ¿no? Igual es eso lo que tenemos que encontrar. Si sirve para que los dioses dejen de comportarse como esquizofrénicos, es bueno.
Percy asintió con la cabeza.
—No podemos matar a los gigantes sin la ayuda de los dioses.
Jason se volvió hacia Frank y Hazel.
—Creía que vosotros habíais matado al gigante en Alaska sin la ayuda de ningún dios.
—Alcioneo fue un caso especial —explicó Frank—. Él solo era inmortal en el territorio en el que renació: Alaska. Pero no en Canadá. Ojalá pudiéramos matar a todos los gigantes arrastrándolos a través de la frontera entre Alaska y Canadá, pero… —Se encogió de hombros—. Percy tiene razón, necesitaremos a los dioses.
Piper contempló las paredes. Deseó que Leo no las hubiera encantado para que emitieran imágenes del Campamento Mestizo. Eran como una puerta a su hogar que jamás podría cruzar. Observó la hoguera de Hestia ardiendo en mitad del prado mientras las cabanas apagaban sus luces para el toque de queda.
Se preguntaba qué opinaban los semidioses romanos, Frank y Hazel, de aquellas imágenes. Ellos no habían estado nunca en el Campamento Mestizo. ¿Les resultaba extraño o injusto que el Campamento Júpiter no estuviera representado? ¿Les hacía añorar su hogar?
Los otros versos de la profecía daban vueltas en la cabeza de Piper. ¿Qué era un presidio hilado? ¿Cómo podían unos gemelos apagar el aliento de un ángel? La llave de la muerte interminable tampoco sonaba muy alegre.
—Bueno… —Leo retiró su silla de la mesa—. Supongo que lo primero es lo primero. Tendremos que aterrizar por la mañana para terminar las reparaciones.
—En algún sitio cerca de una ciudad —propuso Annabeth—, por si necesitamos provisiones. Pero que esté apartado, para que a los romanos les cueste encontrarnos. ¿Alguna idea?
Nadie dijo nada. Piper recordó la visión de la daga: el extraño hombre vestido de morado que le ofrecía una copa y le hacía señas. Estaba delante de una señal en la que ponía: TOPEKA 51.
—Bueno, ¿qué os parece Kansas, chicos? —se aventuró a decir.