XII
Piper

Piper no podía explicar cómo lo sabía.

Los cuentos de fantasmas y almas atormentadas siempre le habían dado un miedo atroz. Su padre solía bromear sobre las leyendas cherokee de su abuelo Tom en la reserva, pero incluso en casa, en su gran mansión de Malibú con vistas al Pacífico, cada vez que volvía a relatarle los cuentos de fantasmas, Piper no conseguía quitárselos de la cabeza.

Los espíritus cherokee siempre estaban agitados. A menudo se extraviaban camino de la Tierra de los Fantasmas, o se quedaban con los vivos por pura obstinación. A veces ni siquiera eran conscientes de que estaban muertos.

Cuanto más aprendía Piper sobre los semidioses, más convencida estaba de que las leyendas cherokee y los mitos griegos no se diferenciaban tanto. Los eidolon se comportaban de forma muy parecida a los espíritus de los cuentos de su padre.

Algo le decía que seguían presentes simplemente porque nadie les había mandado que se fueran.

Cuando terminó la explicación, los otros la miraron con inquietud. En la cubierta, Hedge cantaba algo que sonaba a «In the Navy» mientras Blackjack piafaba y relinchaba en señal de protesta.

Finalmente, Hazel suspiró.

—Piper tiene razón.

—¿Cómo puedes estar segura? —preguntó Annabeth.

—Porque me he topado con otros eidolon —dijo Hazel—. En el inframundo, cuando estaba… ya sabes.

«Muerta.»

Piper había olvidado que Hazel era reincidente. A su manera, Hazel también era un fantasma renacido.

—Entonces… —Frank se pasó la mano por su pelo cortado al rape, como si unos fantasmas hubieran invadido su cuero cabelludo—. ¿Crees que esas cosas merodean por el barco o…?

—Es posible que merodeen dentro de algunos de nosotros —dijo Piper—. No lo sabemos.

Jason cerró los puños.

—Si eso es cierto…

—Tenemos que tomar medidas —dijo Piper—. Creo que yo puedo ocuparme.

—¿Ocuparte? —preguntó Percy.

—Escucha, ¿vale? —Piper respiró hondo—. Escuchad todos.

Piper los miró a los ojos de uno en uno.

—Eidolon, levantad las manos —dijo, empleando su poder para embrujahablar.

Se hizo un tenso silencio.

Leo se echó a reír nerviosamente.

—¿De veras creías que eso iba a…?

Su voz se apagó. Su cara se descompuso. Levantó la mano.

Jason y Percy hicieron lo mismo. Sus ojos se habían vuelto vidriosos y dorados. Hazel contuvo la respiración. Al lado de Leo, Frank se levantó atropelladamente y pegó la espalda a la pared.

—Oh, dioses. —Annabeth miró a Piper de forma suplicante—. ¿Puedes curarlos?

Piper quería lloriquear y esconderse debajo de la mesa, pero tenía que ayudar a Jason. No podía creer que ella hubiera hecho manitas con… No, se negaba a pensar en ello.

Se centró en Leo porque era el menos intimidante.

—¿Hay más de los vuestros en el barco? —preguntó.

—No —dijo Leo con voz cavernosa—. La Madre Tierra ha enviado a tres. Los más fuertes, los mejores. Volveremos a vivir.

—Aquí no —gruñó Piper—. Escuchad atentamente, los tres.

Jason y Percy se volvieron hacia ella. Aquellos ojos dorados eran inquietantes, pero ver a los tres chicos en ese estado avivó la ira de Piper.

—Vais a abandonar esos cuerpos —ordenó.

—No —repuso Percy.

Leo dejó escapar un susurro.

—Debemos vivir.

Frank se puso a buscar su arco con las manos.

—¡Marte Todopoderoso, qué repelús! ¡Largaos, espíritus! ¡Dejad en paz a nuestros amigos!

Leo se volvió hacia él.

—No puedes darnos órdenes, hijo de la guerra. Tu vida es frágil. Tu alma podría arder en cualquier momento.

Piper no estaba segura de a qué se refería, pero Frank se tambaleó como si le hubieran dado un puñetazo en la barriga. Sacó una flecha con las manos trémulas.

—Me… me he enfrentado a cosas peores que vosotros. Si queréis pelea…

—No, Frank.

Hazel se levantó.

Al lado de ella, Jason desenvainó su espada.

—¡Basta! —ordenó Piper, pero le temblaba la voz.

Estaba perdiendo rápidamente su confianza en el plan. Había hecho que los eidolon aparecieran, y entonces ¿qué? Si no podía convencerlos para que se marcharan, sería la responsable de cualquier acto cruento. En lo más recóndito de su mente, casi podía oír a Gaia riéndose.

—Escuchad a Piper.

Hazel señaló con el dedo la espada de Jason. La hoja de oro pareció volverse más pesada en su mano. Cayó sobre la mesa tintineando, y Percy se desplomó de nuevo en su silla.

Percy gruñó de un modo muy impropio en él.

—Hija de Plutón, puedes controlar las piedras preciosas y los metales, pero no controlas a los muertos.

Annabeth alargó la mano hacia él como si quisiera dominarlo, pero Hazel la disuadió con un gesto de la mano.

—Escuchad, eidolon, vuestro sitio no está aquí —dijo Hazel severamente—. Yo no puedo daros órdenes, pero Piper sí puede. Obedecedla.

Se volvió hacia Piper con una expresión clara: «Inténtalo otra vez. Puedes hacerlo».

Piper hizo acopio de todo su valor. Miró fijamente a Jason, al ser que lo estaba controlando.

—Vais a abandonar esos cuerpos —repitió Piper, todavía más enérgicamente.

La cara de Jason se puso tirante. Su frente se perló de sudor.

—Nosotros… nosotros vamos a abandonar estos cuerpos.

—Vais a jurar por la laguna Estigia que no volveréis jamás a este barco —continuó Piper—, y que no poseeréis a ningún miembro de esta tripulación.

Leo y Percy susurraron en señal de protesta.

—Lo vais a prometer por la laguna Estigia —insistió Piper.

Hubo un momento de tensión; Piper notó que sus voluntades se resistían a ella. Entonces los tres eidolon hablaron al unísono:

—Lo prometemos por la laguna Estigia.

—Estáis muertos —dijo Piper.

—Estamos muertos —convinieron ellos.

—Ahora marchaos.

Los tres chicos se desplomaron hacia delante. Percy cayó de bruces sobre su pizza.

—¡Percy!

Annabeth lo sujetó.

Piper y Hazel cogieron a Jason por los brazos cuando se deslizó de su silla.

Leo no tuvo tanta suerte. Se cayó sobre Frank, quien no hizo el menor intento por interceptarlo, y se desplomó al suelo.

—¡Ay! —dijo gimiendo.

—¿Estás bien? —preguntó Hazel.

Leo se levantó. Tenía un trozo de espagueti con forma de 3 pegado en la frente.

—¿Ha funcionado?

—Ha funcionado —dijo Piper, convencida de que estaba en lo cierto—. No creo que vuelvan.

Jason parpadeó.

—¿Significa eso que ya no me haré más daño en la cabeza?

Piper se echó a reír y exhaló, desahogando su nerviosismo.

—Venga, Chico Rayo. Vamos a sacarte a que te dé el fresco.

Piper y Jason se pasearon a lo largo de la cubierta. Jason seguía tambaleándose, de modo que Piper lo animó a que la rodeara con el brazo para apoyarse en ella.

Leo estaba al timón, dialogando con Festo a través del intercomunicador; sabía por experiencia propia que debía dejar espacio a Jason y Piper. Desde que la televisión por satélite había vuelto a funcionar, el entrenador Hedge estaba en su camarote poniéndose al corriente de sus combates de artes marciales mixtos. Blackjack, el pegaso de Percy, se había ido volando a alguna parte. Los otros semidioses estaban preparándose para dormir.

El Argo II corría hacia el este, volando a varios cientos de metros por encima del suelo. Debajo de ellos desfilaban pueblecitos, islas iluminadas en una pradera que parecía un mar oscuro.

Piper se acordó del invierno anterior, pilotando a Festo el dragón sobre la ciudad de Quebec. En su vida había visto algo tan bonito ni se había sentido tan feliz de que Jason la abrazara… pero eso era todavía mejor.

Era una noche cálida. El barco volaba más suavemente que un dragón. Y lo mejor de todo, se estaban alejando del Campamento Júpiter todo lo rápido que podían. Por muy peligrosas que fueran las tierras antiguas, Piper estaba deseando llegar. Esperaba que Jason estuviera en lo cierto y que los romanos no los siguieran a través del Atlántico.

Jason se detuvo en medio del barco y se apoyó en el pasamanos. La luz de la luna teñía su cabello rubio de color plateado.

—Gracias, Pipes —dijo—. Me has vuelto a salvar.

Le rodeó la cintura con el brazo. Ella pensó en el día que se habían caído en el Gran Cañón: la vez que había descubierto que Jason podía controlar el aire. La había agarrado tan fuerte que ella había podido notar los latidos de su corazón. Luego dejaron de caer y se habían quedado flotando en el aire. Era el mejor novio de la historia, y punto.

Ahora tenía ganas de besarlo, pero había algo que la frenaba.

—No sé si Percy seguirá confiando en mí, después de permitir que su caballo lo dejara inconsciente —dijo.

Jason se rió.

—No te preocupes por eso. Percy es un buen tío, pero tengo la sensación de que necesita un porrazo en la cabeza de vez en cuando.

—Podrías haberlo matado.

La sonrisa de Jason se desvaneció.

—No fui yo.

—Pero yo casi te lo permití —dijo Piper—. Cuando Gaia dijo que tenía que elegir, dudé y…

Parpadeó, maldiciéndose por llorar.

—No seas tan dura contigo misma —dijo Jason—. Nos has salvado a los dos.

—Pero si realmente dos miembros de nuestra tripulación tienen que morir, un chico y una chica…

—Me niego a aceptarlo. Vamos a detener a Gaia. Vamos a volver vivos los siete. Te lo prometo.

Piper deseó que no se lo hubiera prometido. La palabra no hizo más que recordarle la Profecía de los Siete: «un juramento que mantener con un último aliento».

«Por favor —pensó, preguntándose si su madre, la diosa del amor, podría oírla—. No permitas que sea el último aliento de Jason. Si el amor significa algo, no te lo lleves.»

Nada más formular el deseo le invadió un sentimiento de culpa. ¿Cómo podría ver a Annabeth sufriendo un dolor semejante si Percy moría? ¿Cómo podría seguir viviendo consigo misma si alguno de los siete semidioses moría? Cada uno de ellos había aguantado mucho. Hasta los dos nuevos chicos romanos, Hazel y Frank, a los que Piper apenas conocía, habían pasado a ser como de la familia. En el Campamento Júpiter, Percy les había relatado su viaje a Alaska, una aventura que parecía más terrible que cualquiera de las experiencias de Piper. Y por la forma en que Hazel y Frank habían intentado ayudar durante el exorcismo, supo con total certeza que eran gente buena y valiente.

—Respecto a la leyenda sobre la Marca de Atenea que mencionó Annabeth… —dijo—. ¿Por qué no has querido hablar del tema con nosotros?

Temía que Jason la excluyera, pero simplemente agachó la cabeza, como si hubiera estado esperando la pregunta.

—Pipes, no sé lo que es verdad y lo que no. Esa leyenda… podría ser muy peligrosa.

—¿Para quién?

—Para todos nosotros —respondió él seriamente—. Se dice que los romanos robaron algo importante a los griegos en la Antigüedad, cuando los romanos conquistaron las ciudades griegas.

Piper aguardó, pero Jason parecía absorto en sus pensamientos.

—¿Qué robaron? —preguntó.

—No lo sé —dijo él—. No creo que ningún legionario lo haya sabido. Pero según la leyenda, esa cosa fue llevada a Roma y escondida allí. Los hijos de Atenea, los semidioses griegos, nos han odiado desde entonces. Siempre han puesto a sus hermanos contra los romanos. Como digo, no sé qué parte es verdad…

—Pero ¿por qué no se lo cuentas a Annabeth? —preguntó Piper—. No te va a odiar sin más.

Parecía que a él le costara concentrarse en ella.

—Espero que no, pero la leyenda dice que los hijos de Atenea han estado buscando esa cosa durante miles de años. Al parecer, cada generación, la diosa elige a unos cuantos semidioses para que la encuentren. Al parecer, siguen una señal hasta Roma… la Marca de Atenea.

—Si Annabeth es una de esas buscadoras… deberíamos ayudarla.

Jason titubeó.

—Tal vez. Pero cuando estemos más cerca de Roma. Le contaré lo poco que sé. De verdad. Pero la leyenda (al menos la que yo he oído) dice que si los griegos encontraran lo que les robaron, no nos perdonarían jamás. Destruirían Roma y la legión para siempre. Y después de lo que Némesis le dijo a Leo sobre la destrucción de Roma dentro de cinco días…

Piper escudriñó el rostro de Jason. Sin duda, era la persona más valiente que había conocido en su vida, pero se dio cuenta de que tenía miedo. La leyenda, la idea de que su grupo se desgarrara y una ciudad fuera arrasada, le aterraba profundamente.

Piper se preguntaba qué podrían haberles robado a los griegos que fuera tan importante. Era incapaz de imaginarse algo que de repente volviera vengativa a Annabeth.

Pero, por otra parte, Piper era incapaz de imaginarse eligiendo la vida de un semidiós por encima de otra, y ese mismo día, en la carretera desierta, por un instante Gaia había estado a punto de tentarla…

—Por cierto, lo siento —dijo Jason.

Piper se enjugó la última lágrima de su cara.

—¿Qué es lo que sientes? Fue el eidolon el que atacó…

—No es eso.

La pequeña cicatriz que Jason tenía en el labio superior parecía emitir un brillo blanquecino a la luz de la luna. A ella siempre le había gustado esa cicatriz. La imperfección hacía su cara mucho más interesante.

—Fue una estupidez pedirte que te pusieras en contacto con Reyna —dijo—. No pensaba con claridad.

—Oh.

Piper alzó la vista a las nubes y se preguntó si su madre, Afrodita, estaba influyendo en él de alguna forma. Su disculpa parecía algo demasiado bueno para ser cierto.

«Pero no pares», pensó.

—No pasa nada, en serio.

—Es solo que… yo nunca me he sentido así por Reyna —dijo Jason—, así que no pensé que te incomodaría. No tienes nada que temer, Pipes.

—Quería odiarla —reconoció Piper—. Tenía mucho miedo de que volvieras al Campamento Júpiter.

Jason se quedó sorprendido.

—Eso no ocurriría jamás, a menos que tú vinieras conmigo. Te lo prometo.

Piper le cogió la mano. Consiguió esbozar una sonrisa, pero estaba pensando: otra promesa. «Un juramento que mantener con un último aliento.»

Trató de apartar esos pensamientos de su mente. Sabía que debía disfrutar de ese momento de tranquilidad con Jason. Pero al mirar por el costado del barco, no pudo evitar recordar lo mucho que la pradera parecía agua oscura de noche, como la estancia anegada que había visto en la hoja de su daga.