XV
Percy

Percy salió a la cubierta y dijo:

—Vaya.

Habían aterrizado cerca de la cima de una montaña boscosa. Un complejo de edificios blancos, como un museo o una universidad, se hallaba abrigado en un bosquecillo de pinos a la izquierda. Debajo de ellos se extendía la ciudad de Atlanta: un grupo de rascacielos marrones y plateados a tres kilómetros de distancia que se alzaban en lo que parecía una interminable superficie llana de autopistas, vías de ferrocarril, casas y franjas verdes de bosque.

—Ah, bonito sitio. —El entrenador Hedge aspiró el aire matutino—. Buena elección, Valdez.

Leo se encogió de hombros.

—Solo he escogido una montaña alta. Aquello de allí es una biblioteca presidencial o algo por el estilo. Al menos, eso dice Festo.

—¡No sé nada de eso! —ladró Hedge—. Pero ¿sabes lo que pasó en esta montaña? ¡Tú deberías saberlo, Frank Zhang!

Frank se sobresaltó.

—Ah, ¿sí?

—¡Un hijo de Ares estuvo aquí! —gritó Hedge, indignado.

—Yo soy romano… así que en realidad es Marte.

—¡Lo que sea! ¡Este es un lugar famoso de la guerra de Secesión!

—En realidad, soy canadiense.

—¡Lo que sea! El general Sherman, líder de la Unión, estuvo en esta montaña viendo cómo la ciudad de Atlanta ardía. Dejó una estela de destrucción desde aquí hasta el mar. Incendiando, desvalijando, saqueando… ¡Eso sí que era un semidiós!

Frank se apartó lentamente del sátiro.

—Vale.

A Percy no le interesaba mucho la historia, pero se preguntaba si aterrizar allí era un mal presagio. Había oído que la mayoría de las guerras civiles de los hombres empezaron como las peleas entre semidioses griegos y romanos. Ahora estaban en el lugar de una de esas batallas. La ciudad entera que se extendía debajo de ellos había sido arrasada por orden de un hijo de Ares.

Podía imaginarse a algunos chicos del Campamento Mestizo dando esas órdenes. Clarisse La Rue, por ejemplo, no vacilaría. Pero no se imaginaba a Frank siendo tan duro.

—De todas formas, procuremos no incendiar la ciudad esta vez.

El entrenador se quedó decepcionado.

—Está bien. Pero ¿adónde vamos?

Percy señaló al centro.

—En caso de duda, empieza por el medio.

Conseguir un medio de transporte fue más fácil de lo que pensaban. Los tres se dirigieron a la biblioteca presidencial —que resultó ser el Centro Carter— y preguntaron a los empleados si podían llamar a un taxi o indicarles dónde estaba la parada de autobús más cercana. Percy podría haber llamado a Blackjack, pero se negaba a pedir ayuda al pegaso tan pronto, después del último desastre. Frank no quería transformarse en nada. Y, además, Percy tenía la esperanza de viajar como un mortal normal y corriente para variar.

Una de las bibliotecarias, que se llamaba Esther, insistió en llevarlos personalmente. Fue tan amable que Percy pensó que debía de ser un monstruo disfrazado, pero Hedge lo apartó y le aseguró que Esther olía como una humana normal.

—Con un ligero olor a flores secas aromáticas —dijo—. Clavo. Pétalos de rosa. ¡Qué rico!

Se metieron apretujados en el gran Cadillac negro de Esther y se dirigieron al centro. Esther era tan menuda que apenas veía por encima del volante, pero no parecía importarle. Se abrió paso con agilidad entre el tráfico mientras los entretenía contándoles anécdotas de las excéntricas familias de Atlanta: los dueños de las viejas plantaciones, los fundadores de Coca-Cola, las estrellas del deporte y los periodistas de la CNN. Parecía tan informada que Percy decidió probar suerte.

—Esto… Esther, tengo una pregunta difícil para usted. Si le digo agua salada, ¿qué es lo primero que le viene a la mente?

La anciana se rió entre dientes.

—Oh, cielo. Muy fácil. ¡Tiburones ballena!

Frank y Percy se cruzaron una mirada.

—¿Tiburones ballena? —preguntó Frank con nerviosismo—. ¿Tienen de esos en Atlanta?

—En el acuario, cielo —contestó Esther—. ¡Es muy famoso! Está en el centro. ¿Es allí donde queréis ir?

Un acuario. Percy reflexionó sobre ello. No sabía qué estaría haciendo un antiguo dios del mar griego en un acuario de Georgia, pero no se le ocurría ninguna idea mejor.

—Sí —dijo—. Es adonde vamos.

Esther los dejó en la entrada principal, donde ya se estaba formando cola. Insistió en darles su número de móvil por si tenían una emergencia, dinero para el viaje de vuelta en taxi al Centro Carter y un tarro de mermelada de melocotón casera que por algún motivo guardaba en una caja en el maletero. Frank metió el bote en su mochila y le dio las gracias a Esther, que había pasado de llamarlo «cielo» a llamarlo «hijo».

Cuando la anciana se marchó, Frank dijo:

—¿Toda la gente en Atlanta es tan simpática?

Hedge gruñó.

—Espero que no. Si son simpáticos, no puedo pelearme con ellos. Vamos a machacar tiburones ballena. ¡Parecen peligrosos!

A Percy no se le había pasado por la cabeza que podrían tener que pagar para entrar o hacer cola detrás de un montón de familias y niños de campamentos de verano.

Al mirar a los escolares de primaria, con sus camisetas de vivos colores de diversos campamentos de día, a Percy le entró tristeza. En esos momentos él debería estar en el Campamento Mestizo, instalándose en su cabaña para pasar el verano, dando clases de esgrima en la palestra o planeando bromas para otros monitores. Aquellos chicos no tenían ni idea de lo demencial que podía ser un campamento de verano.

Dejó escapar un suspiro.

—Bueno, supongo que nos toca hacer cola. ¿Alguien tiene dinero?

Frank revisó sus bolsillos.

—Tres denarios del Campamento Júpiter. Cinco dólares canadienses.

Hedge se tocó sus pantalones cortos de deporte y sacó lo que encontró.

—Tres monedas de un cuarto de dólar, dos de diez centavos, una goma elástica y… ¡premio! Un trozo de apio.

Empezó a masticar el apio, mirando detenidamente las monedas y la goma elástica como si fueran las siguientes.

—Estupendo —dijo Percy.

Él no tenía nada en los bolsillos salvo su bolígrafo/espada Contracorriente. Estaba planteándose si podían colarse de alguna forma cuando una mujer con una camiseta azul y verde del Acuario de Georgia se acercó a ellos luciendo una sonrisa radiante.

—¡Ah, visitantes VIP!

Tenía unas alegres mejillas con hoyuelos, gafas de montura gruesa y el cabello moreno ensortijado recogido a los lados en unas coletas, de forma que aunque probablemente frisaba los treinta, parecía una colegiala empollona: mona pero rara. Aparte de la camiseta, llevaba unos pantalones oscuros y unas zapatillas de deporte negras, y caminaba dando brincos como si no pudiera contener su energía. Su placa de identificación rezaba: KATE.

—Veo que tenéis el dinero de la entrada —dijo—. ¡Excelente!

—¿Qué? —preguntó Percy.

Kate recogió los tres denarios de la mano de Frank.

—Sí, está bien. ¡Por aquí!

Se dio la vuelta y se fue trotando hacia la entrada principal.

Percy miró al entrenador Hedge y a Frank.

—¿Una trampa?

—Probablemente —dijo Frank.

—No es mortal —señaló Hedge, oliendo el aire—. Seguramente es un demonio del Tártaro que se dedica a devorar cabras y liquidar semidioses.

—Sin duda —convino Percy.

—Genial. —Hedge sonrió—. Vamos.

Kate consiguió que se saltaran la cola y entraran en el acuario sin problemas.

—Por aquí. —Kate sonrió a Percy—. Es una exhibición maravillosa. No quedaréis decepcionados. Es muy raro que recibamos visitantes VIP.

—¿Se refiere a semidioses? —preguntó Frank.

Kate le guiñó el ojo de forma pícara y se llevó un dedo a los labios.

—Aquí está el sector de agua fría, con pingüinos, belugas y todos esos bichos. Y aquí… bueno, eso de ahí son peces, obviamente.

Para ser una empleada del acuario, no parecía saber mucho ni estar muy interesada en los peces más pequeños. Pasaron por delante de un enorme depósito lleno de especies tropicales, y cuando Frank señaló un pez en concreto y preguntó qué era, Kate dijo:

—Ah, esos son los amarillos.

Pasaron por delante de la tienda de regalos. Frank redujo la marcha para echar un vistazo a una mesa de saldos con ropa y juguetes.

—Coge lo que quieras —le dijo Kate.

Frank parpadeó.

—¿De verdad?

—¡Claro! ¡Eres un visitante VIP!

Frank vaciló. Acto seguido, se metió unas camisetas de manga corta en la mochila.

—¿Qué haces, colega? —dijo Percy.

—Ha dicho que podía coger lo que quisiera —susurró Frank—. Además, necesito ropa. ¡No cogí suficientes cosas para un viaje tan largo!

Se hizo también con una bola de cristal con nieve, un objeto que a Percy no le pareció una prenda de ropa. Luego Frank cogió un cilindro trenzado del tamaño aproximado de una barra de caramelo.

Lo miró entornando los ojos.

—¿Qué es…?

—Unas esposas chinas —dijo Percy.

Frank, que era canadiense chino, se mostró ofendido.

—¿Cómo que chinas?

—No lo sé —dijo Percy—. Se llaman así. Es una especie de objeto de broma.

—¡Vamos, chicos! —gritó Kate desde el otro lado del pasillo.

—Luego te lo enseño —prometió Percy.

Frank metió las esposas en la mochila y siguieron andando.

Cruzaron un túnel acrilico. Por encima de sus cabezas nadaban los peces, y Percy sintió que un pánico irracional le subía por la garganta.

«Es ridículo —se dijo—. He estado bajo el agua un millón de veces. Y ni siquiera estoy en el agua.»

La auténtica amenaza era Kate, se recordó a sí mismo. Hedge había detectado que no era humana. En cualquier momento podía convertirse en una criatura horrible y atacarles. Lamentablemente, Percy no veía muchas opciones salvo seguir con la visita hasta que encontraran al dios del mar Forcis, aunque se estuvieran internando cada vez más en una trampa.

Fueron a dar a una sala de observación bañada de luz azul. Al otro lado de un muro de cristal estaba el acuario más grande que Percy había visto en su vida. Docenas de peces grandes nadaban dando vueltas, incluidos dos tiburones moteados el doble de grandes que Percy. Eran gruesos y lentos, y tenían la boca abierta sin dientes.

—Tiburones ballena —gruñó el entrenador Hedge—. ¡Lucharemos a muerte!

Kate se rió entre dientes.

—Sátiro bobo. Estos tiburones son pacíficos. Comen plancton.

Percy frunció el entrecejo. Se preguntó cómo sabía Kate que el entrenador era un sátiro. Hedge llevaba unos pantalones y unas zapatillas especiales que tapaban sus pezuñas, como solían hacer los sátiros para mezclarse con los mortales. Su gorra le ocultaba los cuernos. Cuanto más se reía Kate y más cordial se mostraba, menos le gustaba a Percy, pero el entrenador parecía imperturbable.

—¿Tiburones pacíficos? —dijo Hedge, indignado—. ¿Qué sentido tienen?

Frank leyó la placa que había al lado del tanque.

—Los únicos tiburones ballena en cautividad del mundo —dijo, cavilando—. Increíble.

—Sí, y estos son pequeños —dijo Kate—. Deberías ver a algunos de mis nenes en estado salvaje.

—¿Sus nenes? —preguntó Frank.

Por el brillo pícaro de los ojos de Kate, Percy estaba seguro de que no le interesaba conocer a los nenes de Kate. Decidió que era el momento de ir al grano. No quería adentrarse más en el acuario.

—Bueno, Kate, estamos buscando a un tío…, digo, a un dios llamado Forcis —dijo—. ¿Lo conoce por casualidad?

Kate resopló.

—¿Que si lo conozco? Es mi hermano. Es adonde vamos, tontos. Los ejemplares más interesantes están al otro lado.

Señaló la pared del fondo. La sólida superficie negra se onduló, y apareció otro túnel que llevaba a través de un luminoso tanque morado.

Kate entró sin prisa. Lo último que Percy quería hacer era seguirla, pero si Forcis estaba realmente al otro lado, y si disponía de información útil para su misión… Respiró hondo y penetró en el túnel detrás de sus amigos.

Nada más entrar, el entrenador Hedge silbó.

—Esto sí que es interesante.

Encima de ellos se deslizaban medusas multicolores del tamaño de cubos de basura, con cientos de tentáculos como alambres de espino cubiertos de púas. Una medusa había paralizado entre sus apéndices a un pez espada de tres metros de largo. Poco a poco, la medusa iba envolviendo cada vez más fuerte a su presa con sus zarcillos.

Kate sonrió al entrenador Hedge.

—¿Lo ves? ¡Olvídate de los tiburones ballena! Y todavía no has visto nada.

Kate los llevó a una sala todavía más grande, llena de más acuarios. En una pared, un letrero de vivo color rojo proclamaba: «¡MUERTE EN AGUAS PROFUNDAS! Patrocinado por Monster Donut».

Percy tuvo que leer el letrero dos veces debido a su dislexia, y otras dos veces más para asimilar el mensaje.

—¿Monster Donut?

—Sí —dijo Kate—. Una de nuestras empresas patrocinadoras.

Percy tragó saliva. Su última experiencia con Monster Donut no había sido muy agradable. El episodio en cuestión había incluido cabezas de serpiente que escupían ácido, muchos gritos y un cañón.

En un acuario, una docena de hipocampos —caballos con colas de pez— vagaban sin rumbo. Percy había visto muchos hipocampos en su hábitat natural. Incluso había montado unos cuantos, pero nunca había visto uno en un acuario. Trató de hablar con ellos, pero las criaturas se limitaban a flotar y a chocarse de vez en cuando contra el cristal. Parecía que tuvieran el cerebro embotado.

—Esto no está bien —murmuró Percy.

Se volvió y vio algo aún peor. En el fondo de un tanque más pequeño, dos nereidas —espíritus del mar femeninos— se hallaban sentadas con las piernas cruzadas, la una de cara a la otra, jugando una partida de cartas. Parecían muertas de aburrimiento. Sus largos cabellos verdes flotaban lánguidamente alrededor de sus caras. Sus ojos estaban medio cerrados.

Percy se sintió tan furioso que empezó a respirar con dificultad. Lanzó una mirada fulminante a Kate.

—¿Cómo pueden tenerlas ahí?

—Lo sé. —Kate suspiró—. No son muy interesantes. Hemos intentado enseñarles algunos trucos, pero no hemos tenido suerte. Creo que este tanque de aquí te gustará mucho más.

Percy comenzó a protestar, pero Kate ya había echado a andar.

—¡Santa madre de las cabras! —gritó el entrenador Hedge—. ¡Fijaos en esas preciosidades!

Estaba mirando con la boca abierta a dos serpientes de mar: unos monstruos de diez metros de largo con brillantes escamas azules y mandíbulas que podrían haber partido por la mitad a un tiburón ballena. En otro tanque, asomado a su cueva de cemento, había un calamar del tamaño de un camión de dieciocho ruedas, con un pico del tamaño de una cizalla gigante.

Un tercer tanque contenía una docena de criaturas humanoides con lustrosos cuerpos de foca, caras de perro y manos humanas. Estaban sentadas en la arena del fondo, construyendo cosas con Lego, aunque parecían tan atontadas como las nereidas.

—¿Son…? —Percy se esforzó por formular la pregunta.

—¿Telquines? —dijo Kate—. ¡Sí! Los únicos que existen en cautividad.

—¡Pero lucharon para Cronos en la última guerra! —dijo Percy—. ¡Son peligrosos!

Kate puso los ojos en blanco.

—Bueno, no podría llamarse «Muerte en aguas profundas» si las criaturas expuestas no fueran peligrosas. No te preocupes. Los mantenemos bien sedados.

—¿Sedados? —preguntó Frank—. ¿Es legal?

Kate no pareció haberle oído. Siguió andando, señalando a otras criaturas. Percy miró atrás, a los telquines. Saltaba a la vista que uno era joven. Estaba intentando hacer una espada con Lego, pero parecía demasiado aturdido para unir las piezas. A Percy nunca le habían gustado los demonios marinos, pero allí le dieron lástima.

—Y estos monstruos marinos —explicó Kate más adelante— pueden alcanzar los ciento cincuenta metros de longitud en las profundidades del mar. Tienen más de mil dientes. ¿Y estos? Su comida favorita son los semidioses…

—¡¿Semidioses?! —gritó Frank.

—Pero también comen ballenas o barcos pequeños. —Kate se volvió hacia Percy y se ruborizó—. Lo siento… ¡me pirran los monstruos! Seguro que tú ya sabes todo eso, siendo hijo de Poseidon y todo eso.

A Percy le resonaban los oídos como alarmas. No le gustaba lo que Kate sabía de él. No le gustaba la forma despreocupada en que hablaba de las criaturas en cautividad drogadas ni de a cuál de sus «nenes» le gustaba devorar semidioses.

—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿«Kate» significa algo?

—¿Kate? —Se quedó momentáneamente confundida. A continuación miró su placa de identificación—. Ah… —Se rió—. No, solo es…

—¡Hola! —dijo una nueva voz, resonando a través del acuario.

Un hombrecillo salió a toda prisa de la oscuridad. Andaba de lado con las piernas arqueadas como un cangrejo, la espalda encorvada y los brazos levantados a los lados, como si estuviera sujetando unos platos invisibles.

Tenía puesto un traje isotérmico de unos horribles tonos verdes. En un costado llevaba estampadas unas relucientes palabras plateadas que rezaban: LAS LOCURAS DE PORKY. Tenía unos auriculares con micrófono sujetos por encima de su grasoso pelo tieso. Sus ojos eran de un azul lechoso, y tenía uno más alto que el otro. A pesar de sonreír, no resultaba amistoso; más bien parecía que la cara se le estuviera sacudiendo hacia atrás en un túnel aerodinámico.

—¡Visitantes! —dijo el hombre, y la palabra tronó por el micrófono. Tenía una voz de disc-jockey, grave y resonante, que no se correspondía para nada con su aspecto—. ¡Bienvenidos a LAS LOCURAS DE FORCIS!

Movió los brazos en una dirección, como si quisiera dirigir su atención hacia una explosión. No pasó nada.

—Maldita sea —masculló el hombre—. ¡Telquines, esa es vuestra señal! Yo muevo los brazos y vosotros saltáis con energía en el acuario, hacéis una doble voltereta sincronizada y caéis en formación de pirámide. ¡Lo hemos ensayado!

Los demonios marinos no le hicieron caso.

El entrenador Hedge se inclinó hacia el hombre cangrejo y olió su reluciente traje isotérmico.

—Bonito conjunto.

No parecía que estuviera bromeando. Claro que el sátiro vestía chándales por gusto.

—¡Gracias! —El hombre sonrió—. Soy Forcis.

Frank cambió el peso de un pie al otro.

—¿Por qué en su traje pone Porky?

Forcis gruñó.

—¡Estúpida empresa de uniformes! No saben hacer nada bien.

Kate señaló su placa de identificación.

—Yo les dije que me llamaba Keto, pero escribieron «Kate». Mi hermano… ahora es Porky.

—¡No lo soy! —le espetó el hombre—. Y, además, el nombre tampoco queda bien con «locuras». ¿Qué clase de espectáculo se llamaría «Las locuras de Porky»? Pero no habéis venido a oír nuestras quejas. ¡Contemplad la extraordinaria majestuosidad del gigantesco calamar asesino!

Señaló de forma teatral el acuario del calamar. Esa vez unos fuegos artificiales se dispararon delante del cristal en el momento preciso y lanzaron geiseres de chispas doradas. Salió música de los altavoces. Las luces se volvieron más intensas y desvelaron la extraordinaria majestuosidad de un tanque vacío.

Al parecer, el calamar se había vuelto a esconder en su cueva.

—¡Maldita sea! —gritó Forcis de nuevo. Se volvió contra su hermana—. Keto, tenías que encargarte de adiestrar al calamar. Juegos malabares, te dije. Tal vez algún descuartizamiento para el final. ¿Es mucho pedir?

—Es tímido —dijo Keto, a la defensiva—. Además, cada tentáculo tiene sesenta y dos púas como cuchillas que hay que afilar a diario. —Se volvió hacia Frank—. ¿Sabías que el calamar monstruoso es famoso porque come semidioses enteros, con armadura incluida, sin indigestarse? ¡De verdad!

Frank se apartó de ella dando traspiés y llevándose las manos a la barriga, como para asegurarse de que seguía intacto.

—¡Keto! —soltó Porky, haciendo chasquear sus dedos como las pinzas de un cangrejo—. Vas a aburrir a nuestros invitados con tanta información. ¡Menos explicaciones y más entretenimiento! Ya lo hemos hablado.

—Pero…

—¡No hay peros que valgan! ¡Estamos aquí para presentar «Muerte en aguas profundas»! ¡Patrocinado por Monster Donut!

Las últimas palabras reverberaron a través de la sala con un eco añadido. De repente, se encendieron unas luces. Nubes de humo se elevaron del suelo y crearon unos anillos con forma de dónut que olían a dónuts de verdad.

—A la venta en el puesto de comida —publicitó Forcis—. ¡Pero os habéis gastado los denarios ganados con el sudor de vuestra frente para disfrutar de toda la visita VIP, y así será! ¡Venid conmigo!

—Esto… un momento —dijo Percy.

La sonrisa de Forcis se deshizo de forma desagradable.

—¿Sí?

—Es usted un dios del mar, ¿verdad? —preguntó Percy—. ¿Un hijo de Gaia?

El hombre cangrejo suspiró.

—Cinco mil años, y sigo siendo conocido como un retoño de Gaia. Da igual que sea uno de los dioses del mar más antiguos que existen. Más antiguo que el advenedizo de tu padre, por cierto. ¡Soy el dios de las profundidades ocultas! ¡Señor de los terrores acuáticos! ¡Padre de mil monstruos! Pero no… nadie me conoce. Cometo un error apoyando a los titanes en su guerra y se me destierra del mar… a Atlanta, nada menos.

—Creíamos que los dioses del Olimpo se referían a la Atlántida —explicó Keto—. Supongo que enviarnos aquí es lo que ellos entienden por una broma.

Percy entornó los ojos.

—¿Y usted es una diosa?

—¡Sí, Keto! —Ella sonrió alegremente—. ¡Diosa de los monstruos marinos, naturalmente! Ballenas, tiburones, calamares y otras formas de vida gigantes, pero siempre he tenido debilidad por los monstruos. ¿Sabías que las serpientes de mar jóvenes pueden regurgitar la carne de sus víctimas y alimentarse de la misma comida durante unos seis años? ¡De verdad!

Frank seguía tocándose la barriga como si fuera a vomitar.

El entrenador Hedge silbó.

—¿Seis años? Fascinante.

—¡Lo sé!

Keto sonrió.

—¿Y cómo desgarra exactamente la carne de sus víctimas un calamar gigante? —preguntó Hedge—. Me encanta la naturaleza.

—Ah, pues…

—¡Basta! —ordenó Forcis—. ¡Estáis estropeando el espectáculo! ¡Y ahora presenciad la lucha a muerte de nuestras gladiadoras nereidas!

Una bola de espejos de discoteca descendió hasta la pecera de las nereidas e hizo danzar el agua con una luz multicolor. Dos espadas cayeron al fondo e hicieron un ruido seco en la arena. Las nereidas no les hicieron caso y siguieron jugando a las cartas.

—¡Maldita sea!

Forcis pateó el suelo de lado.

Keto miró al entrenador Hedge haciendo una mueca.

—No hagas caso a Porky. Es un charlatán. Ven conmigo, mi buen sátiro. Te enseñaré unos diagramas a todo color de los hábitos de caza de los monstruos.

—¡Magnífico!

Antes de que Percy pudiera protestar, Keto se llevó al entrenador Hedge por un laberinto de cristal, dejándolos a Frank y a él solos con el malhumorado dios del mar.

Una gota de sudor cayó por el cuello de Percy. Se cruzó una mirada nerviosa con Frank. Aquello parecía una estrategia para separarlos y vencerlos. No veía cómo el enfrentamiento podía acabar bien. Una parte de él quería atacar a Forcis en ese momento —por lo menos, eso le brindaría el elemento de la sorpresa—, pero todavía no habían descubierto ninguna información útil. Percy no estaba seguro de que fuera a volver a ver al entrenador Hedge. Ni siquiera estaba seguro de que fuera a encontrar la salida.

Forcis debió de reconocer su expresión.

—¡Oh, no pasa nada! —le aseguró el dios—. Keto puede ser un poco aburrida, pero cuidará bien de vuestro amigo. ¡Y, sinceramente, la mejor parte de la visita todavía no ha llegado!

Percy trató de pensar, pero estaba empezando a dolerle la cabeza. No estaba seguro de si se debía a la herida del día anterior, a los efectos especiales de Forcis o a las desagradables peroratas de su hermana sobre monstruos marinos.

—Bueno… —logró decir—. Dioniso nos envía.

—Baco —lo corrigió Frank.

—Eso.

Percy trató de dominar su irritación. Apenas conseguía acordarse del nombre griego de cada dios. Dos nombres era pedir demasiado.

—El dios del vino. Como se llame. —Miró a Forcis—. Baco dijo que tal vez usted supiera qué trama su madre Gaia y sus hermanos, los gigantes Efialtes y Oto. Y si por casualidad supiera algo sobre la Marca de Atenea…

—¿Baco pensó que os ayudaría? —preguntó Forcis.

—Sí, bueno —dijo Percy—. Usted es Forcis. Todo el mundo habla de usted.

Forcis ladeó la cabeza de forma que sus ojos desiguales quedaron casi alineados.

—Ah, ¿sí?

—Por supuesto. ¿Verdad que sí, Frank?

—Oh… ¡claro! —dijo Frank—. La gente habla de usted continuamente.

—¿Qué dicen? —preguntó el dios.

Frank puso cara de incomodidad.

—Pues que tiene usted unos fuegos artificiales estupendos. Y una buena voz de locutor. Y, ejem, una bola de espejos…

—¡Es cierto! —Forcis chasqueó los dedos, entusiasmado—. ¡Y también tengo la colección de monstruos marinos en cautividad más grande del mundo!

—Y sabe cosas —añadió Percy—. Por ejemplo, datos sobre los gemelos y lo que traman.

—¡Los gemelos! —Forcis hizo que su voz resonara. Unas bengalas se encendieron delante del tanque de la serpiente marina—. Sí, lo sé todo sobre Efialtes y Oto. ¡Menudos imitadores de pacotilla! Nunca congeniaron con los otros gigantes. Demasiado enclenques… y esas serpientes que tienen por pies.

—¿Serpientes por pies?

Percy recordó los largos zapatos curvados que llevaban los gemelos en su sueño.

—Sí, sí —dijo Forcis con impaciencia—. Sabían que no podían competir con la fuerza de los otros gigantes, así que optaron por el dramatismo: ilusiones, trucos, esas cosas. Gaia dio forma a sus hijos gigantes con unos enemigos concretos en mente. Cada gigante nació para matar a un determinado dios. Efialtes y Oto… formaban una especie de antítesis de Dioniso.

Percy trató de asimilar la idea.

—Entonces… ¿quieren sustituir todo el vino por zumo de arándanos o algo parecido?

El dios del mar bufó.

—¡Nada de eso! ¡Efialtes y Oto siempre han querido hacer las cosas mejor, más llamativas, más espectaculares! Por supuesto que querían matar a Dioniso. ¡Pero primero querían humillarlo haciendo que sus fiestas parecieran sosas!

Frank echó un vistazo a las bengalas.

—¿Utilizando fuegos artificiales y bolas de discoteca?

La boca de Forcis se estiró y adoptó su sonrisa de túnel aerodinámico.

—¡Exacto! Yo les enseñé todo lo que saben, o por lo menos lo intenté. Ellos nunca me hacían caso. ¿Su primer gran truco? Intentaron llegar al Olimpo apilando una montaña encima de otra. Solo era una ilusión, por supuesto. Yo les dije que era ridículo. «Deberíais empezar por algo pequeño», les dije. «Serraos por la mitad o sacar gorgonas de un sombrero. Esa clase de cosas. Y unos trajes con lentejuelas a juego. ¡Los gemelos los necesitan!»

—Muy buen consejo —convino Percy—. Y ahora los gemelos están…

—Preparándose para su espectáculo de destrucción en Roma —dijo Forcis con tono de mofa—. Es una de las ridiculas ideas de madre. Tienen metido a alguien en una gran vasija de bronce. —Se volvió hacia Frank—. Tú eres hijo de Ares, ¿verdad? Desprendes ese olor. En una ocasión los gemelos encerraron a tu padre de la misma forma.

—Hijo de Marte —le corrigió Frank—. Un momento… ¿Esos gigantes atraparon a mi padre en una vasija de bronce?

—Si, otro truco estúpido —dijo el dios del mar—. ¿Cómo vas a lucir a tu prisionero si está metido en una vasija de bronce? No tiene ningún valor como espectáculo. ¡Nada que ver con mis preciosos especímenes!

Señaló los hipocampos, que se daban cabezazos apáticamente contra el cristal.

Percy trató de pensar. Sentía que el letargo de las abotargadas criaturas marinas estaba empezando a afectarle.

—¿Ha dicho que ese… ese espectáculo de destrucción fue idea de Gaia?

—Bueno, los planes de madre siempre tienen muchas capas. —Se rió—. ¡La tierra tiene capas! ¡Supongo que tiene sentido!

—Ajá —dijo Percy—. Entonces su plan.

—Ah, ha ofrecido una recompensa por un grupo de semidioses —dijo Forcis—. En realidad, le da igual quién los mate mientras mueran. Bueno… retiro lo dicho. Especificó claramente que dos debían quedar con vida. Un chico y una chica. Solo el Tártaro sabe por qué. En cualquier caso, los gemelos han preparado su numerito con la esperanza de atraer a esos semidioses a Roma. Supongo que el prisionero de la vasija es amigo suyo o algo asi. O eso o tal vez crean que los semidioses serán tan tontos como para entrar en su territorio buscando la Marca de Atenea. —Forcis dio un codazo a Frank en las costillas—. ¡Ja! Les deseo suerte.

Frank se echó a reír con nerviosismo.

—Sí. Ja, ja. Sería una tontería como una casa porque… eh…

Forcis entornó los ojos.

Percy se metió la mano en el bolsillo. Cerró los dedos en torno a Contracorriente. Incluso aquel viejo dios del mar debía de ser lo bastante listo para darse cuenta de que ellos eran los semidioses cuyas cabezas tenían precio.

Sin embargo, Forcis se limitó a sonreír y propinó otro codazo a Frank.

—¡Ja! Muy buena, hijo de Marte. Supongo que tienes razón. No tiene sentido hablar del tema. ¡Aunque los semidioses encontraran ese mapa en Charleston, no llegarían vivos a Roma!

—Sí, el MAPA DE CHARLESTON —dijo Frank en voz alta, lanzando a Percy una mirada con los ojos muy abiertos para asegurarse de que captaba la información.

Si hubiera levantado un gran cartel con la palabra ¡¡¡PISTA!!!, no lo habría dejado más claro.

—¡Pero basta ya de charla educativa! ¡Es aburrida! —dijo Forcis—. Habéis pagado para recibir un trato especial. ¿No queréis que termine la visita? Los tres denarios de la entrada no se reembolsan, ¿sabéis?

A Percy no le entusiasmaban los fuegos artificiales, el humo con olor a dónut ni las deprimentes criaturas marinas en cautividad. Pero lanzó una mirada a Frank y decidió que les interesaba complacer al viejo y malhumorado dios, al menos hasta que encontraran al entrenador Hedge y llegaran sanos y salvos a la salida. Además, quizá sacaran más información a Forcis.

—¿Podemos hacerle unas preguntas después? —dijo Percy.

—¡Desde luego! Os contaré todo lo que queráis saber.

Forcis dio dos palmadas. En la pared situada debajo del brillante letrero rojo, apareció un nuevo túnel que llevaba a otro tanque.

—¡Seguid mis pasos!

Forcis cruzó el túnel correteando de lado.

Frank se rascó la cabeza.

—¿Tenemos que…?

Se giró de lado.

—Solo es una forma de hablar, tío —dijo Percy—. Vamos.