Annabeth estaba intentando animar a Hazel, relatándole los mejores momentos de Cerebro de Alga para entretenerla, cuando Frank recorrió dando traspiés el pasillo e irrumpió en su camarote.
—¿Dónde está Leo? —dijo con voz entrecortada—. ¡Despegue! ¡Despegue!
Las dos chicas se levantaron rápidamente.
—¿Dónde está Percy? —preguntó Annabeth—. ¿Y la cabra?
Frank apoyó las manos en las rodillas, tratando de respirar. Tenía la ropa tiesa y mojada, como si la hubiera lavado en almidón puro.
—En la cubierta. Están bien. ¡Nos están siguiendo!
Annabeth pasó por su lado dándole un empujón y subió los escalones de tres en tres, seguida de cerca por Hazel y Frank, que todavía respiraba con dificultad. Percy y Hedge estaban tumbados en la cubierta, con cara de agotamiento. A Hedge le faltaban las zapatillas. Sonreía al cielo murmurando:
—Increíble. Increíble.
Percy estaba cubierto de cortes y arañazos, como si hubiera saltado a través de una ventana. No pronunció palabra, pero agarró débilmente la mano de Annabeth como diciendo: «Enseguida estoy contigo, en cuanto todo deje de dar vueltas».
Leo, Piper y Jason, que habían estado comiendo en el comedor, subieron corriendo por la escalera.
—¡¿Qué?! ¡¿Qué?! —gritó Leo, sosteniendo un sándwich de queso caliente a medio comer—. ¿Es que uno no puede ni hacer un descanso para almorzar? ¿Qué pasa?
—¡Nos siguen! —gritó Frank de nuevo.
—¿Quién nos sigue? —preguntó Jason.
—¡No lo sé! —contestó Frank, jadeando—. ¿Ballenas? ¿Monstruos marinos? ¡A lo mejor Kate y Porky!
A Annabeth le entraron ganas de estrangularlo, pero no estaba segura de que sus manos pudieran abarcar el grueso cuello del chico.
—Eso no tiene ningún sentido. Leo, será mejor que nos saques de aquí.
Leo se metió el sándwich entre los dientes, al estilo pirata, y corrió hacia el timón.
Pronto el Argo II se elevaba en el cielo. Annabeth se situó tras la ballesta de popa. No vio señales de que los siguieran ballenas ni otras criaturas, pero Percy, Frank y Hedge no empezaron a recuperarse hasta que el horizonte de Atlanta se convirtió en una mancha borrosa a lo lejos.
—Charleston —dijo Percy, cojeando por la cubierta como si fuera un viejo. Todavía parecía muy afectado—. Pon rumbo a Charleston.
—¿Charleston? —Jason pronunció el nombre como si le trajera malos recuerdos—. ¿Qué habéis encontrado exactamente en Atlanta?
Frank abrió la cremallera de su mochila y empezó a sacar recuerdos.
—Unas conservas de melocotón. Un par de camisetas. Una bola de nieve. Y, ejem, estas esposas supuestamente chinas.
Annabeth se obligó a no perder los nervios.
—¿Qué tal si empiezas por el principio: de la historia, no de la mochila?
Se reunieron en el alcázar para que Leo pudiera oír la conversación mientras pilotaba. Percy y Frank se turnaron para relatar lo ocurrido en el acuario de Georgia, mientras que el entrenador Hedge intervenía de vez en cuando diciendo: «¡Fue increíble!» o «¡Entonces le di una patada en la cabeza!».
Por lo menos el entrenador parecía haberse olvidado de que Percy y Annabeth habían pasado la noche anterior en el establo. Pero a juzgar por la historia de Percy, Annabeth tenía peores problemas por los que preocuparse que un castigo.
Cuando Percy habló de las criaturas marinas cautivas del acuario, entendió por qué parecía tan disgustado.
—Es terrible —dijo—. Tenemos que ayudarlas.
—Lo haremos —prometió Percy—. A su debido tiempo. Pero tengo que averiguar cómo. Ojalá… —Sacudió la cabeza—. No importa. Primero tenemos que ocuparnos de la recompensa por nuestras cabezas.
El entrenador Hedge había perdido el interés por la conversación —probablemente porque ya no trataba de él— y se alejó hacia la proa del barco, practicando sus patadas giratorias y felicitándose por su técnica.
Annabeth agarró la empuñadura de su daga.
—Una recompensa por nuestras cabezas… como si ya no hubiéramos atraído a suficientes monstruos.
—¿Tenemos carteles de SE BUSCA? —preguntó Leo—. ¿Y han desglosado la recompensa en una lista de precios?
Hazel arrugó la nariz.
—¿Qué dices?
—Solo tengo curiosidad por saber cuánto valgo —dijo Leo—. Entiendo que no sea tan caro como Percy o Jason…, pero ¿valgo, no sé, dos o tres veces lo mismo que Frank?
—¡Oye! —se quejó Frank.
—Dejadlo ya —ordenó Annabeth—. Por lo menos sabemos que el siguiente paso es ir a Charleston a buscar ese mapa.
Piper estaba apoyada en el tablero de mandos. Ese día se había hecho la trenza con plumas blancas, que combinaban bien con su cabello moreno oscuro. Annabeth se preguntaba de dónde había sacado el tiempo. Annabeth apenas se acordaba de cepillarse el pelo.
—Un mapa —dijo Piper—. ¿Un mapa de qué?
—La Marca de Atenea.
Percy miró con cautela a Annabeth, como si temiera haberse pasado de la raya. La chica debía de haber estado emitiendo unas intensas vibraciones negativas, en plan «No quiero hablar del tema».
—Sea lo que sea eso —continuó Percy—, sabemos que lleva a algo importante en Roma, algo que podría cerrar la brecha entre griegos y romanos.
—«El azote de los gigantes» —añadió Hazel.
Percy asintió.
—Y en mi sueño los gigantes gemelos dijeron algo sobre una estatua.
—Ejem… —Frank giró sus esposas chinas entre los dedos—. Según Forcis, tendríamos que estar locos para intentarlo. Pero ¿de qué se trata?
Todo el mundo miró a Annabeth. Ella notó un hormigueo en el cuero cabelludo, como si los pensamientos de su cerebro pugnaran por salir: una estatua… Atenea… griegos y romanos, las pesadillas y la discusión con su madre. Vio como se unían las piezas, pero no podía creer que fuera cierto. La respuesta era demasiado decisiva, demasiado importante y demasiado terrible.
Se fijó en que Jason la estaba observando como si supiera exactamente lo que estaba pensando y no le gustara más que a ella. Una vez más, no pudo por menos que asombrarse: «¿Por qué me pone tan nerviosa este chico? ¿Está realmente de mi lado?». O tal vez era su madre, que le estaba hablando…
—Me… me falta poco para dar con la respuesta —dijo—. Sabré más cuando encontremos el mapa. Jason, por la forma en que has reaccionado al oír el nombre de Charleston… ¿has estado allí antes?
Jason miró con inquietud a Piper, pero Annabeh no sabía por qué.
—Sí —reconoció él—. Reyna y yo estuvimos de misión allí hará cosa de un año. Estuvimos recuperando armas de oro imperial del Hunley.
—¡Hala! —exclamó Leo—. Es el primer submarino militar que fue usado con éxito. De la guerra de Secesión. Siempre he querido verlo.
—Fue diseñado por semidioses romanos —dijo Jason—. Tenía una reserva secreta de torpedos de oro imperial… hasta que los rescatamos y los llevamos al Campamento Júpiter.
Hazel se cruzó de brazos.
—¿Así que los romanos lucharon en el bando de los confederados? Como nieta de una mujer que fue esclava, ¿puedo decir… que no mola nada?
Jason alargó las manos por delante, con las palmas hacia arriba.
—Personalmente, yo no estaba vivo entonces. Y no todos los griegos estaban en un bando y todos los romanos en otro. Pero sí, no mola nada. A veces los semidioses toman decisiones equivocadas. —Miró avergonzado a Hazel—. Por ejemplo, a veces somos demasiado desconfiados. Y hablamos sin pensar.
Hazel lo miró fijamente. Poco a poco, pareció caer en la cuenta de que el chico se estaba disculpando.
Jason le dio un codazo a Leo.
—¡Ay! —gritó Leo—. Eso, sí… malas decisiones. Como no confiar en tus hermanos cuando puede que necesiten que los salves. Hipotéticamente hablando.
Hazel frunció los labios.
—Bien. Volviendo a Charleston, ¿estás diciendo que deberíamos volver a registrar ese submarino?
Jason se encogió de hombros.
—Bueno… se me ocurren dos sitios en Charleston donde podríamos buscar. El museo en el que guardan el Hunley es uno de ellos. Tiene muchas reliquias de la guerra de Secesión. Podría haber un mapa escondido en una. Conozco la distribución del museo. Podría llevar a un equipo dentro.
—Yo me apunto —dijo Leo—. La cosa promete.
Jason asintió con la cabeza. Se volvió hacia Frank, que estaba intentando sacar los dedos de las esposas chinas.
—Tú también deberías venir, Frank. Puede que te necesitemos.
Frank se quedó sorprendido.
—¿Por qué? No es que lo hiciera muy bien en el acuario.
—Lo hiciste perfectamente —le aseguró Percy—. Los tres fuimos decisivos para romper el cristal del acuario.
—Además, eres hijo de Marte —intervino Jason—. Los fantasmas de las causas perdidas están obligados a ayudarte. Y en el museo de Charleston hay muchos fantasmas confederados. Te necesitaremos para mantenerlos a raya.
Frank tragó saliva. Annabeth recordó el comentario de Percy sobre la transformación de Frank en pez de colores gigante y resistió el deseo de sonreír. No podría volver a mirar a aquel grandullón sin verlo como una carpa.
—Está bien. —Frank se ablandó—. Vale. —Se miró los dedos frunciendo el entrecejo, mientras trataba de sacarlos de la trampa—. Eh, ¿cómo se…?
Leo soltó una risita.
—¿Nunca has visto unas de esas, tío? Hay un truco muy fácil para quitárselas.
Frank volvió a tirar sin suerte. Incluso Hazel tenía que hacer esfuerzos para no reírse.
Frank hizo una mueca, concentrándose. De repente desapareció. En la parte de la cubierta donde antes estaba él, una iguana verde se agazapó junto a las esposas chinas vacías.
—Bien hecho, Frank Zhang —dijo Leo irónicamente, imitando a Quirón el centauro—. Así es exactamente como uno se quita unas esposas chinas. Convirtiéndose en iguana.
Todo el mundo estalló en carcajadas. Frank se transformó otra vez en humano, recogió las esposas y las metió en la mochila. Consiguió esbozar una sonrisa nerviosa.
—En fin —dijo Frank, claramente deseoso de cambiar de tema—. El museo es uno de los sitios donde hay que buscar. Pero ¿no has dicho que había dos, Jason?
La sonrisa de Jason se desvaneció. Annabeth ignoraba lo que estaba pensando, pero sabía que no era agradable.
—Sí —dijo—. El otro sitio es el Battery: un parque junto al puerto. La última vez que estuve allí… con Reyna… —Lanzó una mirada a Piper y, acto seguido, continuó apresuradamente—. Vimos algo en el parque. Un fantasma o un tipo de espíritu, una especie de belleza sureña de la guerra de Secesión, que brillaba y flotaba. Intentamos acercarnos a ella, pero desaparecía cada vez que nos aproximábamos. Entonces a Reyna se le ocurrió una idea: dijo que lo intentaría ella sola, como si el fantasma solo estuviera dispuesto a hablar con una chica. Se acercó al espíritu y, efectivamente, habló con ella.
Todo el mundo aguardó.
—¿Qué le dijo? —preguntó Annabeth.
—Reyna no me lo contó —reconoció Jason—. Pero debió de ser importante, porque parecía… afectada. A lo mejor le reveló una profecía o una mala noticia. Después de eso, Reyna no volvió a comportarse de la misma forma conmigo.
Annabeth consideró esa información. Después de la experiencia con los eidolon, no le gustaba la idea de acercarse a un fantasma, y menos a uno que alteraba a la gente dándole malas noticias o profecías. Por otra parte, su madre era la diosa del conocimiento, y el conocimiento era el arma más poderosa que había. Annabeth no podía descartar una posible fuente de información.
—Entonces es una aventura para chicas —dijo Annabeth—. Piper y Hazel pueden venir conmigo.
Las dos asintieron, aunque Hazel parecía nerviosa. Sin duda, su estancia en el inframundo le había brindado suficientes experiencias con fantasmas para llenar dos vidas. A Piper le brillaban los ojos de forma desafiante, como si no hubiera nada de lo que Reyna pudiera hacer que ella no fuera capaz de repetir.
Annabeth se dio cuenta de que si los seis participaban en esas dos misiones, Percy se quedaría solo en el barco con el entrenador Hedge, y tal vez no fuese una situación por la que una novia cariñosa debiera hacerle pasar. Tampoco estaba deseando volver a perder de vista a Percy después de haber estado separados tantos meses. Por otra parte, Percy parecía tan afectado por su experiencia con las criaturas marinas cautivas que pensó que no le vendría mal descansar. Lo miró a los ojos, formulándole una pregunta silenciosa. Él asintió con la cabeza como diciendo: «Sí. No pasa nada».
—Entonces está decidido. —Annabeth se volvió hacia Leo, que estaba examinando su consola, escuchando los chirridos y chasquidos de Festo por el intercomunicador—. ¿Cuánto falta para llegar a Charleston, Leo?
—Buena pregunta —murmuró—. Festo acaba de detectar una gran bandada de águilas detrás de nosotros con el radar de largo alcance; todavía no están a la vista.
Piper se inclinó por encima de la consola.
—¿Estás seguro de que son romanas?
Leo puso los ojos en blanco.
—No, Pipes. Podría ser una bandada cualquiera de águilas gigantes volando en perfecta formación. ¡Pues claro que son romanas! Supongo que podemos dar la vuelta y luchar…
—Eso sería muy mala idea —señaló Jason—, y despejaría cualquier duda acerca de si somos enemigos de Roma.
—Tengo otra idea —dijo Leo—. Si fuéramos directos a Charleston, podríamos llegar en unas horas. Pero las águilas nos alcanzarían, y las cosas se complicarían. En cambio, podríamos enviar un señuelo para engañar a las águilas. Si tomáramos un desvío y fuéramos a Charleston por el camino largo, llegaríamos mañana por la mañana…
Hazel empezó a protestar, pero Leo levantó la mano.
—Ya lo sé, ya lo sé. Nico está en peligro y tenemos que darnos prisa.
—Hoy es 27 de junio —dijo Hazel—. Quedan cuatro días a partir de hoy. Entonces morirá.
—¡Ya lo sé! Pero esto podría librarnos de los romanos. Todavía debería quedarnos suficiente tiempo para llegar a Roma.
Hazel frunció el entrecejo.
—¿Cuando dices «debería quedarnos suficiente…»?
Leo se encogió de hombros.
—¿Qué tal «el tiempo justo»?
Hazel apoyó la cara entre las manos y contó hasta tres.
—Lo típico en nosotros —dijo.
Annabeth lo interpretó como una luz verde.
—Está bien, Leo. ¿De qué señuelo estamos hablando?
—¡Me alegro de que me lo preguntes! —Presionó unos botones de la consola, rotó el plato giratorio y apretó repetidamente el botón «A» de su mando de la Wii a la velocidad del rayo. A continuación gritó por el intercomunicador—: ¿Buford? Preséntate para el servicio, por favor.
Frank dio un paso atrás.
—¿Hay alguien más a bordo? ¿Quién es Buford?
Una bocanada de vapor salió por el hueco de la escalera, y la mesa automática de Leo subió a bordo.
Annabeth no había visto mucho a Buford durante el viaje. Casi siempre se quedaba en la sala de máquinas. (Leo insistía en que Buford estaba secretamente enamorado del motor.) Era una mesa de tres patas con superficie de caoba. En su base de bronce había varios cajones, engranajes giratorios y una serie de válvulas de ventilación para el vapor. Buford cargaba con una bolsa como una saca de correspondencia atada a una de sus patas. Se dirigió con gran estrépito al timón y emitió un sonido parecido al silbato de un tren.
—Este es Buford —anunció Leo.
—¿Les pones nombres a los muebles? —preguntó Frank.
Leo resopló.
—Ya te gustaría tener muebles tan chulos. Buford, ¿estás listo para la Operación Mesilla?
Buford expulsó un chorro de vapor. Se acercó al pasamanos. Su superficie de caoba se dividió en cuatro porciones de tarta, que se alargaron hasta convertirse en paletas de madera. Las paletas empezaron a girar, y Buford despegó.
—Una mesa helicóptero —murmuró Percy—. Lo reconozco, es muy chula. ¿Qué hay en la bolsa?
—Ropa sucia de semidiós —dijo Leo—. Espero que no te importe, Frank.
Frank se atragantó.
—Servirá para desviar a las águilas de nuestro olor.
—¡Esos eran mis únicos pantalones de recambio!
Leo se encogió de hombros.
—Le he pedido a Buford que los lave, los planche y los doble mientras esté fuera. Con suerte, lo hará. —Se frotó la manos y sonrió—. ¡Bueno! Esto es lo que yo llamo una buena jornada de trabajo. Me voy a calcular la ruta de desvío. ¡Os veré a todos en la cena!
Percy se fue a dormir temprano, de modo que por la noche Annabeth se quedó sin más ocupación que mirar su ordenador.
Por supuesto, se había llevado el portátil de Dédalo. Hacía dos años había heredado la máquina del mejor inventor de todos los tiempos. Estaba llena de ideas, esquemas y diagramas de inventos, la mayoría de los cuales Annabeth todavía estaba intentando descifrar. Después de dos años, un ordenador portátil corriente se habría quedado desfasado, pero Annabeth calculaba que la máquina de Dédalo todavía iba cincuenta años por delante de su época. Podía estirarse y convertirse en un ordenador de tamaño normal o encogerse y transformarse en una tableta, o plegarse hasta quedar reducida a una galleta metálica más pequeña que un teléfono móvil. Funcionaba más rápido que cualquier ordenador que ella hubiera tenido, disponía de acceso a satélites y a las emisiones de Hefesto TV procedentes del monte Olimpo, y ejecutaba programas personalizados que podían hacer de todo menos atar los cordones de unos zapatos. Es posible que también hubiera una aplicación para eso, pero Annabeth todavía no la había encontrado.
Estaba sentada en su cama utilizando uno de los programas de visualización tridimensional de Dédalo para estudiar un modelo a escala del Partenón de Atenas. Siempre había deseado visitarlo, porque le encantaba la arquitectura y además era el templo más famoso dedicado a su madre.
Quizá pudiera hacer realidad su deseo si llegaban con vida a Grecia. Pero cuanto más pensaba en todo eso de la Marca de Atenea y la antigua leyenda romana que Reyna había mencionado, más nerviosa se ponía.
No quería acordarse, pero tenía presente la discusión con su madre. Después de tantas semanas, las palabras todavía le dolían.
Annabeth había estado cogiendo el metro en el Upper East Side después de cada visita a la madre de Percy. Durante esos largos meses en los que Percy había estado ausente, Annabeth había hecho ese trayecto al menos una vez a la semana: en parte, para poner al corriente a Sally Jackson y su marido Paul de la investigación, y en parte porque Annabeth y Sally necesitaban levantarse mutuamente la moral y convencerse la una a la otra de que Percy estaba bien.
La primavera había sido especialmente dura. Para entonces, la joven tenía motivos para creer que Percy estaba vivo, ya que el plan de Hera parecía exigir que el chico fuese al lado romano, pero no estaba segura de dónde se encontraba. Jason había recordado más o menos la ubicación de su antiguo campamento, pero ni toda la magia de los griegos —incluida la de los campistas de la cabaña de Hécate— podía confirmar que Percy estuviera allí o en cualquier otra parte. Parecía que hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Rachel, el oráculo, había intentado adivinar el futuro, y aunque no pudo ver gran cosa, había tenido la certeza de que Leo debía concluir el Argo II antes de que pudieran establecer contacto con los romanos.
No obstante, Annabeth se había pasado los ratos libres sondeando todas las fuentes en busca de cualquier rumor sobre Percy. Había hablado con los espíritus de la naturaleza, había leído leyendas sobre Roma, había buscado pistas en el cuaderno de Dédalo y había gastado cientos de dracmas de oro en mensajes de Iris dirigidos a cada espíritu, semidiós o monstruo amistoso que conocía, pero no había tenido suerte.
Aquella tarde en concreto, al volver de casa de Sally, Annabeth se había sentido más cansada de lo habitual. Ella y Sally habían estado llorando, aunque luego habían intentado serenarse, pero tenían los nervios destrozados. Finalmente Annabeth tomó el metro en Lexington Avenue hasta Grand Central.
Había otras formas de volver a la residencia de su instituto desde el Upper East Side, pero a Annabeth le gustaba pasar por la estación de Grand Central. El bonito diseño y el enorme espacio abierto le recordaban el monte Olimpo. Los edificios grandiosos la hacían sentirse mejor, tal vez porque el hecho de encontrarse en un lugar tan estable también la hacía sentirse más estable.
Acababa de pasar por la tienda de chucherías donde antes trabajaba la madre de Percy y estaba pensando entrar a comprar caramelos azules por los viejos tiempos, cuando vio a Atenea estudiando el mapa del metro en la pared.
—¡Madre!
Annabeth no podía creérselo. Hacía meses que no veía a su madre, desde que Zeus había cerrado las puertas del Olimpo y había prohibido toda comunicación con los semidioses.
Había intentado llamar a su madre muchas veces, implorándole consejo o dedicándole ofrendas con cada comida del campamento. No había obtenido respuesta. Y allí estaba Atenea, vestida con unos tejanos, unas botas de senderismo y una camisa de franela roja, con el cabello oscuro cayéndole sobre los hombros. Llevaba una mochila y un bastón, como si estuviera preparada para un largo viaje.
—Tengo que regresar a casa —murmuró Atenea, estudiando el mapa—. El camino es complejo. Ojalá Odiseo estuviera aquí. Él lo entendería.
—¡Mamá! —dijo Annabeth—. Atenea.
La diosa se volvió. Pareció que mirara a través de Annabeth sin reconocerla.
—Antes me llamaba así —dijo la diosa con aire soñador—. Antes de que saquearan mi ciudad, me robaran la identidad y me convirtieran en esto. —Se miró la ropa indignada—. Debo regresar a casa.
Annabeth retrocedió, sorprendida.
—¿Eres… eres Minerva?
—¡No me llames así! —Los ojos grises de la diosa brillaron de la ira—. Antes llevaba una lanza y un escudo. Tenía la victoria en la palma de la mano. Era mucho más que esto.
—Mamá. —A Annabeth le temblaba la voz—. Soy yo, Annabeth. Tu hija.
—Mi hija… —repitió Atenea—. Sí, mis hijos me vengarán. Ellos deben destruir a los romanos, esos imitadores horribles y deshonrosos. Hera dijo que debemos mantener los dos campamentos separados. Yo le dije: «No, dejemos que luchen. Que mis hijos destruyan a los usurpadores».
Los latidos del corazón de Annabeth le martilleaban en los oídos.
—¿Querías eso? Pero eres sabia. Entiendes la guerra mejor que ningún…
—¡Antes! —dijo la diosa—. Sustituida. Saqueada. Desvalijada como un trofeo y llevada a rastras… lejos de mi querida patria. Perdí muchas cosas. Juré que no perdonaría jamás. Ni tampoco mis hijos. —Se centró más detenidamente en Annabeth—. ¿Eres hija mía?
—Sí.
La diosa sacó algo del bolsillo de su camisa —una anticuada ficha de metro— y la puso en la mano de Annabeth.
—Sigue la Marca de Atenea —dijo la diosa—. Véngame.
Annabeth miró la moneda. Cuando la observó, dejó de ser una ficha del metro de Nueva York y se convirtió en un antiguo dracma de plata, como los que usaban los atenienses. En él se veía una lechuza, el animal sagrado de Atenea, con una rama de olivo en una cara y una inscripción griega en la otra.
«La Marca de Atenea.»
En ese momento, Annabeth no tenía ni idea de lo que significaba. No entendía por qué su madre se comportaba de esa forma. Fuese Minerva o no, no debería estar tan confundida.
—Mamá… —Intentó que su tono sonara lo más razonable posible—. Percy ha desaparecido. Necesito tu ayuda.
Había empezado a explicarle el plan de Hera de unir los campamentos para luchar contra Gaia y los gigantes, pero la diosa estampó el bastón contra el suelo de mármol.
—¡Jamás! —dijo—. Todo aquel que ayude a Roma debe perecer. Si te unes a ellos, no eres hija mía. Me has fallado.
—¡Madre!
—Me da igual ese Percy. Si se ha pasado al bando de los romanos, que perezca. Mátalo. Mata a todos los romanos. Encuentra la marca y síguela hasta su origen. Contempla cómo Roma me ha deshonrado y promete vengarte.
—Atenea no es la diosa de la venganza. —Las uñas de Annabeth se clavaron en sus palmas. La moneda de plata pareció calentarse en su mano—. Percy lo es todo para mí.
—Y la venganza lo es todo para mí —gruñó la diosa—. ¿Cuál de nosotras es más sabia?
—Te ocurre algo. ¿Qué ha pasado?
—¡Roma, eso es lo que ha pasado! —dijo la diosa amargamente—. Mira lo que han hecho, convirtiéndome en romana. ¿Quieren que sea su diosa? Entonces que prueben su propia maldad. Mátalos, hija.
—¡No!
—Entonces no eres nada. —La diosa se volvió hacia el mapa del metro. Su expresión se suavizó, se volvió confusa y se desenfocó—. Si pudiera encontrar la ruta… el camino a casa… Pero no. Véngame o déjame. Tú no eres hija mía.
A Annabeth le picaban los ojos. Quería decir mil cosas horribles, pero no podía. Se volvió y huyó.
Intentó tirar la moneda de plata, pero volvía a aparecer en su bolsillo, como le ocurría a Percy con Contracorriente. Lamentablemente, el dracma de Annabeth no tenía poderes mágicos; al menos, ninguno útil. Solo le provocaba pesadillas, y por mucho que lo intentaba, no podía deshacerse de él.
Entonces, sentada en su camarote a bordo del Argo II, notó que la moneda aumentaba de temperatura en su bolsillo. Se quedó mirando el modelo a escala del Partenón en la pantalla del ordenador y pensó en la discusión con Atenea. En su cabeza daban vueltas algunas frases que había oído durante los últimos días: «Nuestra dotada amiga, lista para recibir a su visita»; «Nadie recuperará esa estatua»; «La hija de la sabiduría anda sola».
Temía entender por fin el significado de todo. Le pidió a los dioses que estuviera equivocada.
Se sobresaltó cuando llamaron a la puerta.
Esperaba que fuera Percy, pero Frank Zhang asomó la cabeza.
—Ejem, perdona —dijo—. ¿Puedo…?
Se sorprendió tanto de verlo que tardó un instante en darse cuenta de que quería entrar.
—Claro —dijo—. Pasa.
El chico entró y echó un vistazo al camarote. No había mucho que ver. Sobre la mesa había una pila de libros, un diario y un bolígrafo, y una fotografía de su padre pilotando su biplano Sopwith Camel, sonriendo y levantando los pulgares. A Annabeth le gustaba esa foto. Le recordaba la época en que se había sentido más unida a él, cuando había atacado a un ejército de monstruos con ametralladoras de bronce celestial para protegerla, el mejor regalo que una chica podía esperar.
En la pared había clavado un gancho del que colgaba su gorra de los Yankees de Nueva York, la posesión de su madre más valiosa que conservaba. Antes, la gorra tenía el poder de hacer invisible a su portador. Desde la discusión que había mantenido con Atenea, la gorra había perdido su magia. Annabeth no sabía por qué, pero la había llevado consigo obstinadamente en la misión. Cada mañana intentaba ponérsela, con la esperanza de que volviera a funcionar, pero hasta el momento solo le había servido como recordatorio de la ira de su madre.
Por lo demás, el camarote estaba vacío. Annabeth lo había mantenido limpio y sin adornos, cosa que le ayudaba a pensar. Percy no se lo creía, porque ella siempre sacaba unas notas excelentes, pero como la mayoría de los semidioses, tembién ella padecía déficit de atención con hiperactividad. Cuando había demasiadas distracciones en su espacio personal, era incapaz de concentrarse.
—Bueno… Frank —dijo de forma tentativa—, ¿en qué puedo ayudarte?
De todos los chicos que había a bordo, Frank era el que menos pensaba que le haría una visita. Su confusión no disminuyó cuando vio que el chico se ruborizaba al instante y sacaba las esposas chinas de su bolsillo.
—No me gusta no saber cómo funciona esto —murmuró—. ¿Puedes enseñarme el truco? Me daba corte preguntárselo a otra persona.
Annabeth procesó sus palabras con un ligero retraso. Un momento… ¿Frank le estaba pidiendo ayuda? Entonces cayó en la cuenta: claro, Frank estaba avergonzado. Leo había estado tomándole el pelo sin parar. A nadie le gustaba ser el hazmerreír. La expresión de determinación de Frank revelaba que no quería que eso volviera a ocurrir. Quería descubrir el enigma de las esposas y no tener que recurrir a la solución de la iguana.
Annabeth se sintió extrañamente honrada. Frank confiaba en que ella no se burlaría de él. Además, tenía debilidad por cualquiera en busca del conocimiento, aunque fuera sobre algo tan simple como unas esposas chinas.
Golpeó el catre, a su lado.
—Por supuesto. Siéntate.
Frank se sentó en el borde del colchón, como si se preparase para escapar rápidamente. Annabeth cogió las esposas chinas y las sujetó junto a su ordenador.
Pulsó una tecla para hacer un escaneado por infrarrojos. Unos segundos más tarde, un modelo tridimensional de las esposas chinas apareció en la pantalla. Giró el portátil para que Frank lo pudiera ver.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó él, asombrado.
—Tecnología punta griega —dijo—. Mira. La estructura es una trenza biaxial cilíndrica, así que tiene una excelente elasticidad. —Manipuló la imagen para que se encogiera y se estirara como un acordeón—. Cuando metes los dedos, se afloja. Pero cuando intentas sacarlos, la circunferencia se contrae y la trenza se inmoviliza y se aprieta. Es imposible soltarse haciendo fuerza.
Frank la miró fijamente, sin comprender.
—¿Y cuál es el secreto?
—Bueno… —Ella le enseñó algunos de sus cálculos, que demostraban que las esposas no se rompían al ser sometidas a una increíble tensión, dependiendo del material usado en la trenza—. Alucinante para una estructura trenzada, ¿verdad? Los médicos lo usan para la tracción, y los electricistas…
Annabeth se rió.
—No tienes que pelearte con las esposas. Hay que presionar con los dedos hacia dentro, no hacia fuera. Así se afloja la trenza.
—Ah. —Frank lo probó. Dio resultado—. Gracias, pero… ¿no me lo podrías haber enseñado con las esposas sin el programa y los cálculos?
Annabeth vaciló. A veces la sabiduría procedía de los lugares más extraños, incluso de un pez de colores gigante.
—Supongo que tienes razón. Ha sido una tontería. Yo también he aprendido algo.
Frank volvió a probar las esposas.
—Es fácil cuando sabes la solución.
—Muchas de las mejores trampas son simples —dijo Annabeth—. Solo hay que pensar en ello y confiar en que tu víctima no lo haga.
Frank asintió. Parecía reticente a marcharse.
—Leo no pretende ser cruel, ¿sabes? —dijo Annabeth—. Solo es un bocazas. Cuando la gente le pone nervioso, utiliza el humor como defensa.
Frank frunció el entrecejo.
—¿Por qué iba yo a ponerlo nervioso?
—Eres el doble de grande que él. Puedes convertirte en dragón.
«Y le gustas a Hazel», pensó Annabeth, pero no lo dijo.
Frank no parecía convencido.
—Leo puede invocar el fuego. —Retorció las esposas—. Annabeth…, ¿podrías ayudarme en otro momento con otro problema más complicado? Tengo… supongo que se podría llamar un talón de Aquiles.
Annabeth se sintió como si acabara de beber chocolate caliente romano. Nunca había entendido del todo el adjetivo «entrañable», pero Frank le evocó esa sensación. No era más que un gran oso de peluche. Comprendió por qué a Hazel le gustaba.
—Me encantaría —dijo—. ¿Sabe alguien más lo de tu talón de Aquiles?
—Percy y Hazel —contestó él—. Nadie más. Percy… es muy buen tío. Lo seguiría a cualquier parte. He pensado que debías saberlo.
Annabeth le dio una palmadita en el brazo.
—Percy tiene un don para elegir buenos amigos. Como tú. Pero puedes fiarte de cualquiera de los que estamos en este barco, Frank. Hasta de Leo. Todos formamos un equipo. Tenemos que confiar los unos en los otros.
—Yo… supongo que sí.
—Entonces ¿cuál es esa debilidad que te preocupa?
La campana de la cena sonó, y Frank se sobresaltó.
—Tal vez… tal vez más tarde —dijo—. Me cuesta hablar del tema. Pero gracias, Annabeth. —Levantó las esposas chinas—. No te compliques.