Esa noche Annabeth no tuvo pesadillas, lo que le inquietó al despertarse, como la calma que precede a una tormenta.
Leo atracó el barco en un embarcadero del puerto de Charleston, justo al lado del malecón. A lo largo de la orilla se abría el barrio histórico, con altas mansiones, palmeras y verjas de hierro forjado. Antiguos cañones apuntaban al agua.
Cuando Annabeth subió a cubierta, Jason, Frank y Leo ya habían partido hacia el museo. Según el entrenador Hedge, habían prometido que volverían cuando se pusiera el sol. Piper y Hazel estaban listas para marcharse, pero antes Annabeth se volvió hacia Percy, que estaba apoyado en la barandilla de estribor, contemplando la bahía.
Annabeth le tomó la mano.
—¿Qué vas a hacer mientras esté fuera?
—Zambullirme en el puerto —dijo él, despreocupado, como otro podría haber dicho: «Me voy a picar algo»—. Quiero comunicarme con las nereidas de la zona. A lo mejor me dan algún consejo para liberar a las criaturas cautivas de Atlanta. Además, creo que el mar me sentará bien. Estar en ese acuario me hizo sentir… sucio.
Tenía el cabello oscuro y despeinado como siempre, pero Annabeth pensó en el mechón gris que antes tenía en un lado. Cuando los dos tenían catorce años, se habían turnado (a regañadientes) para sostener el peso del cielo. A los dos les habían salido canas a consecuencia del esfuerzo. Durante el último año, mientras Percy había estado ausente, los mechones grises habían desaparecido por fin de las cabezas de ambos, cosa que entristecía a Annabeth y le preocupaba un poco. Se sentía como si hubiera perdido un lazo simbólico con Percy.
Annabeth le dio un beso.
—Buena suerte, Cerebro de Alga. Vuelve conmigo, ¿vale?
—Volveré —prometió él—. Tú haz lo mismo.
Annabeth trató de reprimir su creciente inquietud.
Se volvió hacia Piper y Hazel.
—Está bien, señoras. Vamos a buscar el fantasma del Battery.
Más tarde Annabeth desearía haberse tirado al puerto con Percy. Incluso habría preferido ir a un museo lleno de fantasmas.
No es que le importara ir con Hazel y Piper. Al principio se lo habían pasado en grande paseando por el Battery. Según los indicadores, el parque de la playa era conocido como los jardines de White Point. La brisa del mar se llevó el bochornoso calor de la tarde de verano, y a la sombra de los palmitos hacía un agradable fresco. El paseo estaba bordeado de viejos cañones de la guerra de Secesión y de estatuas de bronce de personajes históricos, las cuales hicieron estremecerse a Annabeth. Se acordó de las estatuas de Nueva York durante la guerra de los titanes, que habían cobrado vida gracias a la secuencia de comandos veintitrés de Dédalo. Se preguntaba cuántas estatuas más del país eran en realidad autómatas a la espera de ser activados.
El puerto de Charleston relucía al sol. Hacia el norte y el sur, unas franjas de tierra se extendían como brazos rodeando la bahía, y en la entrada del puerto, a un kilómetro y medio de la costa, había una isla con un fuerte de piedra. Annabeth recordaba vagamente que ese fuerte había sido importante en la guerra de Secesión, pero no dedicó mucho tiempo a pensar en ello.
Sobre todo aspiraba el aire del mar y pensaba en Percy. Los dioses no querrían que tuviera que romper con él. No sería capaz de volver a ver el mar sin acordarse de su corazón partido. Se sintió aliviada cuando se alejaron del malecón y exploraron el interior de los jardines.
El parque no estaba abarrotado. Annabeth se imaginó que la mayoría de los lugareños se habían ido de vacaciones o estaban escondidos echando la siesta. Pasearon por South Battery Street, toda ella flanqueada por mansiones coloniales de cuatro pisos. Los muros de ladrillo estaban cubiertos de hiedra. Las fachadas tenían altas columnas blancas como templos romanos. Los jardines rebosaban de rosales, madreselvas y buganvillas en flor. Parecía que Deméter hubiera fijado el temporizador hacía varias décadas para que todas las plantas crecieran y se hubiera olvidado de volver para comprobar su estado.
—Me recuerda un poco a la Nueva Roma —dijo Hazel—. Las grandes mansiones y los jardines. Las columnas y los arcos.
Annabeth asintió con la cabeza. Recordaba haber leído que, antes de la guerra de Secesión, el sur de Estados Unidos se comparaba a menudo con la antigua Roma. En tiempos, la sociedad sureña se había caracterizado por la arquitectura imponente, el honor y el código de caballerosidad. Y en el lado negativo, también se había caracterizado por la esclavitud. «Roma tenía esclavos —habían alegado algunos sureños—, así que ¿por qué no vamos a tenerlos nosotros?»
Annabeth se estremeció. Le encantaba la arquitectura del lugar. Las casas y los jardines eran muy bonitos, muy romanos. Pero se preguntaba por qué las cosas bonitas tenían que estar envueltas en una historia siniestra. ¿O era al revés? Tal vez fuera necesaria una historia siniestra para construir cosas bonitas, para enmascarar los aspectos más oscuros.
Sacudió la cabeza. Percy no soportaría que se pusiera tan filosófica. Cuando intentaba hablar con él de cosas como esas, a Percy se le ponían los ojos vidriosos.
Las otras chicas no hablaban mucho.
Piper no dejaba de mirar a su alrededor, como si esperara que les tendieran una emboscada. Había dicho que había visto ese parque en la hoja de su daga, pero no había entrado en detalles. Annabeth suponía que le daba miedo. Después de todo, la última vez que Piper había tratado de interpretar una visión de su cuchillo, Percy y Jason habían estado a punto de matarse en Kansas.
Hazel también parecía inquieta. Tal vez solo estuviera contemplando el entorno, o tal vez estuviera preocupada por su hermano. En menos de cuatro días, si no lo encontraban y lo liberaban, Nico moriría.
Annabeth también sentía el peso de ese plazo sobre su cabeza. Nico di Angelo siempre le había provocado sentimientos encontrados. Sospechaba que estaba enamorado de ella desde que los habían rescatado a él y a su hermana mayor Bianca de la academia militar de Maine; pero Annabeth nunca había sentido la más mínima atracción hacia Nico. Era demasiado joven y demasiado taciturno. Había algo oscuro en él que la inquietaba.
Aun así, se sentía responsable de él. Cuando se conocieron, ninguno de los dos conocía la existencia de su hermanastra, Hazel. En aquel entonces, Bianca era la única pariente viva de Nico. Cuando ella murió, Nico se convirtió en un huérfano sin techo, condenado a deambular solo por el mundo. Annabeth se identificaba con esa parte de su vida.
Estaba tan absorta en sus pensamientos que podría haber estado paseando por el parque eternamente, pero Piper la agarró del brazo.
—Allí.
Señaló al otro lado del puerto. A unos cien metros de la costa, una reluciente figura blanca flotaba sobre el agua. Al principio, Annabeth pensó que podía ser una boya o un pequeño bote que reflejaba la luz del sol, pero sin duda brillaba, y se movía con más suavidad que un bote, trazando una línea recta hacia ellas. Conforme se acercaba, Annabeth vio que era la figura de una mujer.
—El fantasma —dijo.
—No es un fantasma —repuso Hazel—. Ningún espíritu brilla tanto.
Annabeth decidió creerla. No se imaginaba en el lugar de Hazel, muriendo a una edad muy temprana y volviendo del inframundo, sabiendo más acerca de los muertos que de los vivos.
Como sumida en un trance, Piper cruzó la calle hacia el borde del malecón y evitó por los pelos un carruaje tirado por caballos.
—¡Piper! —gritó Annabeth.
—Será mejor que la sigamos —dijo Hazel.
Cuando Annabeth y Hazel la alcanzaron, la aparición fantasmal estaba solo a unos metros de distancia.
Piper la miró con furia, como si la imagen la ofendiera.
—Es ella —murmuró.
Annabeth miró al fantasma con los ojos entornados, pero el resplandor que emitía era demasiado intenso para distinguir detalles. Entonces la aparición ascendió flotando por el malecón y se detuvo delante de ellas. El brillo se apagó.
Annabeth se quedó boquiabierta. La mujer era de una belleza impresionante y extrañamente familiar. Su rostro resultaba difícil de describir. Sus facciones parecían variar de las de una estrella de cine glamurosa a otra. Sus ojos centelleaban con aire juguetón; a veces de color verde, otras de azul y otras de ámbar. Su cabello pasó de melena rubia larga y lisa a unos rizos de color chocolate oscuro.
Annabeth sintió envidia en el acto. Siempre había deseado tener el pelo oscuro. Sentía que nadie la tomaba en serio porque era rubia. Tenía que esforzarse el doble para que reconocieran su labor como estratega, como arquitecta, como monitora jefe: cualquier cosa que tuviera que ver con la inteligencia.
La mujer iba vestida como una reina de la belleza sureña, como Jason la había descrito. Su vestido tenía un corpiño escotado de seda rosa y un miriñaque con tres niveles y encaje festoneado blanco. Lucía unos largos guantes de seda blancos y sostenía contra el pecho un abanico rosa y blanco con plumas.
Todo en ella parecía pensado para que Annabeth se sintiera como una inepta: la elegancia natural con la que llevaba el vestido, el perfecto y a la vez discreto maquillaje, la forma en que irradiaba un encanto femenino al que ningún hombre podía resistirse.
Annabeth se dio cuenta de que su envidia era irracional. La mujer la estaba haciendo sentirse de esa forma. Ya había vivido esa experiencia antes. Reconoció a la mujer, aunque su rostro cambiaba por momentos, volviéndose más y más hermosa.
—Afrodita —dijo.
—¿Venus? —preguntó Hazel, asombrada.
—Mamá —dijo Piper sin entusiasmo.
—¡Chicas!
La diosa extendió los brazos como si quisiera hacer un abrazo de grupo.
Las tres semidiosas no la complacieron. Hazel retrocedió contra un palmito.
—Me alegro mucho de que hayáis venido —dijo Afrodita—. Se avecina la guerra. Es inevitable que haya sangre. Solo se puede hacer una cosa.
—Ejem… ¿y cuál es? —se aventuró a preguntar Annabeth.
—Tomar el té y charlar, obviamente. ¡Venid conmigo!
Afrodita sabía preparar el té.
Las llevó al pabellón central del parque: un cenador con columnas blancas donde había una mesa puesta con cubiertos, tazas de porcelana y, por supuesto, una tetera humeante cuya fragancia variaba con la misma facilidad que la apariencia de Afrodita: a veces olía a canela, otras a jazmín y otras a menta. Había platos con bollos, galletas y magdalenas, mantequilla fresca y mermelada; Annabeth suponía que todo debía engordar una barbaridad, a menos, claro está, que fueras la inmortal diosa del amor.
Afrodita se sentó —o dio audiencia, más bien— en una silla de mimbre. Vertió el té y sirvió pasteles sin mancharse la ropa, manteniendo una postura perfecta en todo momento y luciendo una sonrisa deslumbrante.
Cuanto más rato pasaban sentadas, más la odiaba Annabeth.
—Mis adorables chicas —dijo la diosa—. ¡Adoro Charleston! A cuántas bodas he asistido en este cenador… Se me saltan las lágrimas. Y los elegantes bailes de los días del viejo Sur. Ah, eran preciosos. Muchas de estas mansiones todavía tienen estatuas mías en sus jardines, aunque me llamaban Venus.
—¿Cuál de las dos sois ahora? —preguntó Annabeth—. ¿Venus o Afrodita?
La diosa bebió un sorbo de té. Sus ojos brillaban con picardía.
—Annabeth Chase, te has convertido en una preciosa jovencita. Pero deberías hacer algo con tu pelo. Y tú, Hazel Levesque, esa ropa…
—¿Mi ropa?
Hazel miró sus tejanos arrugados, no tanto cohibida como desconcertada, como si no se imaginara qué les pasaba.
—¡Madre! —dijo Piper—. Me estás avergonzando.
—Pues no veo por qué —contestó la diosa—. Porque tú no aprecies mis consejos sobre moda, Piper, no significa que las otras tengan que hacer lo mismo. Podría hacerles a Annabeth y a Hazel un lavado de cara rápido. Tal vez unos vestidos de baile de seda como el mío…
—¡Madre!
—Está bien —dijo Afrodita suspirando—. En respuesta a tu pregunta, Annabeth, soy Afrodita y Venus. A diferencia de mis compañeros del Olimpo, yo apenas cambié de una época a otra. ¡De hecho, me gusta pensar que no he envejecido nada! —Sus dedos se movieron alrededor de su cara de forma elogiosa—. Después de todo, el amor es el amor, seas griego o romano. Esta guerra civil no me afectará tanto como las otras.
Maravilloso, pensó Annabeth. Su propia madre, la diosa más sensata del Olimpo, había acabado convertida en una cabeza de chorlito cruel en una estación de metro. Y de todos los dioses que podían ayudarlos, los únicos a los que no les afectaba el cisma entre griegos y romanos parecían ser Afrodita, Némesis y Dioniso. Amor, venganza, vino. Muy útiles.
Hazel mordisqueó una galleta de azúcar.
—Todavía no estamos en guerra, mi señora.
—Oh, querida Hazel. —Afrodita plegó su abanico—. Eres muy optimista, pero te esperan días descorazonadores. Por supuesto que se avecina la guerra. El amor y la guerra van siempre juntos. ¡Son las cimas de la emoción humana! Bien y mal, belleza y fealdad.
Sonrió a Annabeth como si supiera lo que la chica había estado pensando sobre el viejo Sur.
Hazel dejó su galleta. Tenía unas cuantas migas en la barbilla, y a Annabeth le gustó que no fuera consciente de ello o que le diera igual.
—¿A qué os referís con «días descorazonadores»?
La diosa se rió como si Hazel fuera un adorable cachorro.
—Bueno, Annabeth podría darte una pista. Una vez le prometí hacer más interesante su vida amorosa. ¿Y no ha sido así?
Annabeth estuvo a punto de arrancar el asa de su taza de té. Durante años había tenido el corazón roto. Primero había sido Luke Castellan, su primer amor, quien solo la había visto como a una hermana pequeña; luego se había vuelto malo y se había sentido atraído por Annabeth… justo antes de morirse. Después había llegado Percy, un chico exasperante pero dulce, que parecía haberse enamorado de otra chica llamada Rachel, y luego había estado a punto de morirse varias veces. Y cuando por fin Annabeth había conseguido a Percy, él desapareció durante seis meses perdiendo la memoria por el camino.
—Interesante es una forma suave de decirlo —dijo Annabeth.
—Bueno, no puedo llevarme el mérito de todos tus problemas —dijo la diosa—. Pero me encantan los giros de una historia de amor. Todas sois unas historias… digo, unas chicas extraordinarias. ¡Me hacéis sentir orgullosa!
—Madre, ¿hay algún motivo por el que estés aquí? —preguntó Piper.
—¿Humm? ¿Quieres decir aparte del té? Suelo venir aquí. Me encanta la vista, la comida, el ambiente; se puede oler el romance y el sufrimiento en el aire, ¿verdad? Siglos de romance y sufrimiento.
Señaló una mansión cercana.
—¿Veis aquella terraza de la azotea? La noche que empezó la guerra de Secesión celebramos allí una fiesta. El bombardeo del fuerte Sumter.
—Eso es —recordó Annabeth—. La isla del puerto. Es donde tuvo lugar la primera batalla de la guerra de Secesión. Los confederados bombardearon a las tropas de la Unión y tomaron el fuerte.
—¡Menuda fiesta! —dijo Afrodita—. Un cuarteto de cuerda y todos los hombres vestidos con sus elegantes uniformes de oficial nuevos. Y los vestidos de las mujeres… ¡deberíais haberlos visto! Bailé con Ares… ¿o era Marte? Me temo que estaba un poco mareada. ¡Y los preciosos destellos de luz al otro lado del puerto y el rugido de los cañones, que servía de excusa a los hombres para rodear con el brazo a sus asustadas novias!
El té de Annabeth estaba frío. No había probado bocado, pero tenía ganas de vomitar.
—Estáis hablando del inicio de la guerra más sangrienta de la historia de Estados Unidos. Más de seiscientas mil personas murieron: más estadounidenses que en la Primera y la Segunda Guerra Mundial juntas.
—¡Y los refrigerios! —continuó Afrodita—. Ah, eran divinos. El mismísimo general Beauregard se dejó ver. Menudo sinvergüenza. Entonces iba por su segunda esposa, pero deberíais haber visto cómo miraba a Lisbeth Cooper…
—¡Madre!
Piper lanzó su bollo a las palomas.
—Sí, lo siento —dijo la diosa—. Resumiendo, estoy aquí para ayudaros, chicas. Dudo que veais mucho a Hera. Debido a vuestra pequeña misión, no es precisamente bienvenida en la sala del trono. Y los otros dioses están bastante indispuestos, como sabéis, debatiéndose entre su lado romano y su lado griego. Algunos más que otros. —Afrodita clavó la mirada en Annabeth—. Supongo que les habrás contado a tus amigas lo de tu pelea con tu madre.
A Annabeth se le encendieron las mejillas. Hazel y Piper la miraron con curiosidad.
—¿Pelea? —preguntó Hazel.
—Una discusión —dijo Annabeth—. No es nada.
—¡Nada! —exclamó la diosa—. Vaya, ¿qué quieres que te diga? Atenea era la diosa más griega de todas. Después de todo, era la patrona de Atenas. Cuando los romanos tomaron el poder, adoptaron a Atenea como una moda. Se convirtió en Minerva, la diosa de las artes y la inteligencia. Pero los romanos tenían dioses de la guerra que eran más de su gusto, más inconfundiblemente romanos, como Belona…
—La madre de Reyna —murmuró Piper.
—En efecto —convino la diosa—. Hace un tiempo tuve una bonita conversación con Reyna aquí mismo, en el parque. Y los romanos tenían a Marte, por supuesto. Y luego a Mitra, que ni siquiera era verdaderamente griego o romano, pero los legionarios estaban locos por su culto. Personalmente, siempre me pareció grosero y terriblemente nouveau dieu. En cualquier caso, los romanos marginaron a la pobre Atenea. Le arrebataron casi toda su importancia militar. Los griegos nunca perdonaron a los romanos por esa ofensa. Ni tampoco Atenea.
A Annabeth le zumbaban los oídos.
—La Marca de Atenea —dijo—. Lleva a una estatua, ¿verdad? Lleva a… a la estatua.
Afrodita sonrió.
—Eres lista, como tu madre. Pero debes saber que tus hermanos, los hijos de Atenea, han estado buscando durante siglos. Ninguno ha conseguido recuperar la estatua. Y entre tanto, han mantenido viva la enemistad de los griegos con los romanos. Cada guerra civil… tanta sangre derramada y tanto sufrimiento… ha sido orquestada en gran parte por hijos de Atenea.
—Eso es…
Annabeth quería decir «imposible», pero recordó las amargas palabras de Atenea en la estación de Grand Central y el odio de sus ojos.
—¿Romántico? —propuso Afrodita—. Sí, supongo.
—Pero… —Annabeth trató de despejar la confusión que enturbiaba su cerebro—. ¿Cómo funciona la Marca de Atenea? ¿Es una serie de pistas o un rastro dejado por Atenea…?
—Hum. —Afrodita parecía experimentar un refinado aburrimiento—. No sabría decirlo. No creo que Atenea creara la marca conscientemente. Si supiera dónde está su estatua, simplemente te lo diría. No… supongo que la marca es más bien un rastro de migas espiritual. Es una conexión entre la estatua y los hijos de la diosa. La estatua quiere que la encuentren, pero solo puede ser liberada por los más dignos.
—Y durante miles de años nadie ha sido capaz de conseguirlo —dijo Annabeth.
—Un momento —terció Piper—. ¿De qué estatua estamos hablando?
La diosa se rió.
—Oh, seguro que Annabeth te puede poner al corriente. En todo caso, la pista que necesitáis está cerca: un mapa, dejado por los hijos de Atenea en 1861; un recuerdo que os ayudará a poneros en camino cuando lleguéis a Roma. Pero como bien has dicho, Annabeth Chase, nadie ha conseguido jamás seguir la Marca de Atenea hasta el final. Tendrás que enfrentarte a tu peor temor: el temor de todos los hijos de Atenea. Y aunque sobrevivas, ¿para qué usarás tu premio? ¿Para la guerra o para la paz?
Annabeth se alegró de que hubiera un mantel, porque las piernas le estaban temblando por debajo de la mesa.
—Ese mapa —dijo—, ¿dónde está?
—¡Chicas!
Hazel señaló al cielo.
Dando vueltas sobre los palmitos planeaban dos grandes águilas. Más arriba, un carro tirado por pegasos descendía rápidamente. Al parecer, la idea de Leo de utilizar a Buford la mesita como distracción no había dado resultado; al menos, no por mucho tiempo.
Afrodita untó una magdalena de mantequilla como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.
—Por supuesto, el mapa está en el fuerte Sumter. —Señaló la isla situada al otro lado del puerto con el cuchillo de la mantequilla—. Parece que los romanos han llegado para dejaros aisladas. Yo de vosotras volvería deprisa al barco. ¿Os apetecen unos pasteles de té para llevar?