No llegaron al barco.
A mitad del muelle, tres águilas gigantes descendieron delante de ellas. Cada una de las aves depositó un comando romano compuesto por campistas vestidos con tejanos y camiseta morada y equipados con una reluciente armadura de oro, una espada y un escudo. Las águilas alzaron el vuelo, y el romano del centro, que era más flaco que los demás, levantó su visera.
—¡Rendíos a Roma! —gritó Octavio.
Hazel desenfundó su espada de la caballería y masculló:
—Ni soñarlo, Octavio.
Annabeth soltó un juramento entre dientes. Si el delgado augur hubiera estado solo, no le habría preocupado lo más mínimo, pero los otros dos chicos parecían guerreros curtidos: mucho más grandes y más fuertes de lo que Annabeth deseaba, sobre todo considerando que las únicas armas de las que Piper y ella disponían eran unas dagas.
Piper levantó las manos en un gesto apaciguador.
—Octavio, lo que pasó en el campamento fue una trampa. Podemos explicarlo.
—¡No te oigo! —gritó Octavio—. Tengo cera en los oídos. Es el procedimiento habitual cuando se lucha contra sirenas malvadas. Y ahora tirad las armas y daos la vuelta despacio para que pueda ataros las manos.
—Dejad que lo atraviese —murmuró Hazel—. Por favor.
El barco estaba a solo cincuenta metros de distancia, pero Annabeth no veía ninguna señal del entrenador Hedge en la cubierta. Probablemente estuviera abajo, viendo sus estúpidos programas de artes marciales. El grupo de Jason no tenía previsto llegar hasta que se pusiera el sol, y Percy estaría bajo el agua, ajeno a la invasión. Si Annabeth pudiera subir a bordo, usaría las ballestas, pero no había forma de escapar de los romanos.
Se le estaba acabando el tiempo. Las águilas daban vueltas en lo alto, chillando como si estuvieran avisando a sus hermanas: «¡Eh, aquí hay unos sabrosos semidioses griegos!». Annabeth ya no veía el carro volador, pero dio por sentado que estaba cerca. Tenía que pensar algo antes de que llegaran más romanos.
Necesitaba ayuda, alguna señal de socorro dirigida al entrenador Hedge o, mejor aún, a Percy.
—¿Y bien? —preguntó Octavio.
Sus dos amigos blandieron sus espadas.
Muy despacio, empleando solo dos dedos, Annabeth desenvainó su daga. En lugar de soltarla, la lanzó al agua todo lo lejos que pudo.
Octavio emitió un sonido estridente.
—¿A qué ha venido eso? ¡No he dicho que lances! ¡Podría haber servido de prueba! ¡O de botín de guerra!
Annabeth intentó esbozar una sonrisa de rubia boba, en plan: «Oh, qué tonta soy». No habría engañado a nadie que la conociera, pero Octavio pareció tragárselo. Resopló exasperado.
—Vosotras dos… —Señaló con la hoja de su arma a Hazel y a Piper—. Dejad las armas en el muelle. Nada de tejemane…
Alrededor de los romanos, el puerto de Charleston hizo erupción como una fuente de Las Vegas en plena exhibición. Cuando el muro de agua marina descendió, los tres romanos estaban en la bahía, escupiendo e intentando desesperadamente mantenerse a flote con la armadura. Percy estaba de pie en el muelle, sosteniendo la daga de Annabeth.
—Se te ha caído esto —dijo, totalmente impasible.
Annabeth lo abrazó.
—¡Te quiero!
—Chicos —la interrumpió Hazel. Tenía una pequeña sonrisa en el rostro—. Tenemos que darnos prisa.
En el agua, Octavio chilló:
—¡Sacadme de aquí! ¡Os mataré!
—Es tentador —dijo Percy.
—¡¿Qué?! —gritó Octavio.
Estaba agarrado a uno de sus guardias, a quien le costaba mantenerlos a los dos a flote.
—¡Nada! —gritó Percy—. Vamos, chicas.
Hazel frunció el entrecejo.
—No podemos dejar que se ahoguen, ¿no?
—No se ahogarán —le prometió Percy—. Tengo el agua circulando alrededor de sus pies. En cuanto estemos fuera de su alcance, los echaré a tierra.
Piper sonrió.
—Estupendo.
Subieron a bordo del Argo II, y Annabeth corrió al timón.
—Piper, ve abajo. Utiliza el fregadero de la cocina para enviar un mensaje de Iris. ¡Avisa a Jason para que vuelvan!
Piper asintió y corrió abajo.
—Hazel, ve a buscar al entrenador Hedge y dile que suba sus peludos cuartos traseros a cubierta.
—Enseguida.
—Y Percy, tú y yo debemos llevar este barco al fuerte Sumter.
Percy asintió y se fue corriendo al mástil. Annabeth se colocó al timón. Sus manos se movieron a toda velocidad sobre los mandos. Tendría que confiar en que disponía de los conocimientos para manejarlos.
Annabeth había visto a Percy controlar barcos de tamaño natural únicamente con la fuerza de su voluntad. Esa vez no la decepcionó. Las cuerdas salieron volando por su cuenta, soltaron las amarraderas y levaron el ancla. Las velas se desplegaron y recibieron el viento. Mientras tanto, Annabeth encendió el motor. Los remos se extendieron, emitiendo un sonido parecido al del fuego de una ametralladora, y el Argo II se desvió del muelle con rumbo a la isla situada a lo lejos.
Las tres águilas seguían dando vueltas en lo alto, pero ninguna de ellas hacía el más mínimo intento por posarse en el barco, probablemente porque Festo, el mascarón de proa, escupía fuego cada vez que se acercaban. Había unas cuantas águilas más volando en formación hacia el fuerte Sumter; como mínimo, una docena. Si cada una transportaba a un semidiós romano, eran muchos enemigos.
El entrenador Hedge subió con estruendo la escalera seguido de Hazel.
—¿Dónde están? —preguntó—. ¿A quién mato?
—¡Nada de matar! —ordenó Annabeth—. ¡Limítese a defender el barco!
—¡Pero me han interrumpido cuando estaba viendo una película de Chuck Norris!
Piper subió a la cubierta.
—He conseguido enviar un mensaje a Jason. Un poco confuso, pero ya viene para aquí. Debería llegar… ¡Oh! ¡Allí!
Remontando el vuelo sobre la ciudad en dirección a ellos, había un águila de cabeza blanca gigante, distinta de las aves romanas doradas.
—¡Frank! —dijo Hazel.
Leo iba agarrado a las patas del águila, e incluso desde el barco, Annabeth lo oía gritar y soltar juramentos.
Detrás de ellos volaba Jason, montado en el viento.
—Nunca había visto volar a Jason —masculló Percy—. Parece un Superman rubio.
—¡No es momento para eso! —lo regañó Piper—. ¡Mira, están en apuros!
Efectivamente, el carro volador romano había descendido de una nube y se lanzó en picado derecho hacia ellos. Jason y Frank se apartaron y se detuvieron para evitar ser pisoteados por los pegasos. Los aurigas dispararon sus arcos. Las flechas pasaron silbando por debajo de los pies de Leo, lo que le arrancó más gritos y juramentos. Jason y Frank se vieron obligados a dejar atrás el Argo II y volar hacia el fuerte Sumter.
—¡Yo les daré! —chilló el entrenador Hedge.
Giró la ballesta de babor y, antes de que Annabeth pudiera gritar «¡No sea tonto!», Hedge disparó. Una lanza en llamas salió como un cohete hacia el carro.
El proyectil estalló sobre las cabezas de los pegasos y entre los caballos cundió el pánico. Lamentablemente, la lanza también chamuscó las alas de Frank y lo lanzó dando vueltas sin control. Leo se le resbaló de las patas. El carro salió disparado hacia el fuerte Sumter y se estrelló contra Jason.
Annabeth contempló horrorizada como Jason —visiblemente confundido y dolorido— se lanzaba a por Leo, lo atrapaba y luchaba por ganar altitud. Solo consiguió retrasar la caída. Los dos desaparecieron detrás de las murallas del fuerte. Frank se desplomó detrás de ellos. A continuación, el carro cayó en algún lugar en el interior del fuerte con un demoledor ¡CRAC! Una rueda partida salió dando vueltas por los aires.
—¡Entrenador! —gritó Piper.
—¿Qué? —preguntó Hedge—. ¡Solo ha sido un disparo de advertencia!
Annabeth aceleró. El casco vibró a medida que cogían velocidad. Los muelles de la isla estaban ya a solo cien metros de distancia, pero había más águilas planeando en lo alto, cada una con un semidiós romano entre sus garras.
Los miembros de la tripulación del Argo II debían de ser como mínimo tres veces menos que sus enemigos.
—Percy, vamos a entrar por las bravas —dijo Annabeth—. Necesito que controles el agua para que no nos estrellemos contra los muelles. Una vez que estemos allí, tendrás que frenar a los atacantes. El resto de vosotros, ayudadle a vigilar el barco.
—Pero… ¡Jason! —dijo Piper.
—¡Frank y Leo! —añadió Hazel.
—Los encontraré —prometió Annabeth—. Tengo que averiguar dónde está el mapa. Y estoy segura de que soy la única que puede hacerlo.
—El fuerte está plagado de romanos —advirtió Percy—. Tendrás que abrirte paso a la fuerza, localizar a nuestros amigos (suponiendo que estén bien), encontrar el mapa y traer a todo el mundo con vida. ¿Y todo eso sola?
—Nada del otro jueves. —Annabeth le dio un beso—. ¡Hagas lo que hagas, no les dejes ocupar el barco!