La nueva guerra civil había empezado.
Leo había conseguido salir ileso de la caída. Annabeth lo vio escondiéndose de pórtico en pórtico, lanzando fuego a las águilas gigantes que se abatían sobre él. Los semidioses romanos intentaban perseguirlo, tropezando con montones de balas de cañón y esquivando turistas, que chillaban y corrían dando vueltas.
Los guías turísticos no paraban de gritar: «¡Solo es una recreación!», aunque no parecían muy seguros. La Niebla solo podía hacer eso para alterar lo que los mortales veían.
En medio del patio, un elefante adulto —¿podía ser Frank?— corría desbocado alrededor de las astas de bandera y dispersaba a los guerreros romanos. Jason permanecía a unos cincuenta metros, luchando con la espada contra un robusto centurión que tenía los labios manchados de rojo cereza, como si fuera sangre. ¿Un aspirante a vampiro, o tal vez un adicto a un refresco?
Mientras Annabeth observaba, Jason gritó:
—¡Lo siento, Dakota!
Saltó por encima de la cabeza del centurión como un acróbata y golpeó al romano en la coronilla con la empuñadura de su gladius. Dakota se desplomó.
—¡Jason! —gritó Annabeth.
Él escudriñó el campo de batalla hasta que la vio.
Annabeth señaló adonde estaba atracado el Argo II.
—¡Sube a los demás a bordo! ¡Retiraos!
—¡¿Y tú?! —gritó él.
—¡No me esperéis!
Annabeth se fue corriendo antes de que él pudiera protestar.
Le costó abrirse paso a través de las multitudes de turistas. ¿Por qué quería ver tanta gente el fuerte Sumter un sofocante día de verano? Sin embargo, Annabeth no tardó en darse cuenta de que el gentío les había salvado la vida. Sin el caos de todos aquellos mortales aterrados, los romanos ya habrían rodeado a su exigua tripulación.
Annabeth se ocultó en una pequeña habitación que debía de haber formado parte de las estancias de la guarnición. Trató de estabilizar su respiración. Se imaginó lo que habría sido ser un soldado de la Unión en esa isla en 1861. Rodeado de enemigos. Con la comida y las provisiones mermadas, y sin recibir refuerzos.
De repente, las paredes relucieron. El aire se calentó. Annabeth se preguntó si estaba teniendo alucinaciones. Estaba a punto de correr hacia la salida cuando la puerta se cerró de un portazo. En la argamasa que había entre las piedras, empezaron a formarse burbujas. Las burbujas explotaron, y miles de pequeñas arañas negras avanzaron en tropel.
Annabeth no podía moverse. Parecía que el corazón se le hubiera parado. Las arañas cubrieron las paredes, arrastrándose unas encima de las otras, extendiéndose a través del suelo y rodeándola poco a poco. Era imposible. No podía ser real.
El terror la sumió en sus recuerdos. Tenía otra vez siete años, sola en su cuarto de Richmond, Virginia. Las arañas llegaron de noche. Se arrastraban en oleadas desde el armario y esperaban en las sombras. Ella llamó a gritos a su padre, pero él se había ido a trabajar. Siempre parecía estar trabajando.
Su madrastra acudió en lugar de él.
«No me importa hacer de poli malo», le había dicho en una ocasión al padre de Annabeth, cuando creía que Annabeth no la oía.
«Solo es tu imaginación —dijo su madrastra sobre las arañas—. Estás asustando a tus hermanos pequeños.»
«Ellos no son mis hermanos», replicó Annabeth, y la expresión de su madrastra se endureció. Sus ojos eran casi tan espeluznantes como las arañas.
«Vete a dormir —insistió su madrastra—. Se acabaron los gritos.»
Las arañas volvieron tan pronto como su madrastra hubo salido de la habitación. Annabeth intentó esconderse debajo de las mantas, pero fue inútil. Al final, se durmió de puro agotamiento. Se despertó por la mañana llena de picaduras, con telarañas sobre los ojos, la boca y la nariz.
Las picaduras desaparecieron antes de que estuviera vestida, de modo que no tuvo nada que enseñar a su madrastra, salvo telarañas, que a la mujer le parecieron una ingeniosa artimaña.
«Se acabó hablar de arañas —dijo su madrastra con firmeza—. Ya eres una niña grande.»
A la segunda noche, las arañas regresaron. Su madrastra siguió haciendo de poli malo. Annabeth tenía prohibido llamar a su padre y molestarlo con esa clase de tonterías. No, él no volvería a casa antes.
A la tercera noche, Annabeth huyó de casa.
Más tarde, en el Campamento Mestizo, se enteró de que a todos los hijos de Atenea les daban miedo las arañas. Hacía mucho, Atenea había dado una dura lección a una tejedora mortal, Aracne, maldiciéndola por su orgullo y convirtiéndola en la primera araña. Desde entonces, las arañas habían detestado a los hijos de Atenea.
Sin embargo, eso no la ayudaba a lidiar con el miedo. En una ocasión había estado a punto de matar a Connor Stoll en el campamento por ponerle una tarántula en su litera. Años más tarde había sufrido un ataque de pánico en un parque acuático de Denver cuando Percy y ella habían sido atacados por unas arañas mecánicas. Y las últimas semanas Annabeth había soñado con arañas casi cada noche: arrastrándose por encima de ella, ahogándola, envolviéndola en telarañas.
En ese momento, sentada en los barracones del fuerte Sumter, se encontraba rodeada. Sus pesadillas se habían hecho realidad.
Una voz soñolienta murmuró en su cabeza:
«Pronto, querida. Pronto conocerás a la tejedora.»
—¿Gaia? —murmuró Annabeth. Temía la respuesta, pero preguntó—: ¿Quién… quién es la tejedora?
Las arañas se alborotaron, apiñándose en la paredes y arremolinándose alrededor de los pies de Annabeth como un reluciente torbellino negro. Solo la esperanza de que fuera una ilusión evitó que Annabeth se desmayara del miedo.
«Espero que sobrevivas, niña —dijo la voz de mujer—. Te preferiría a ti como sacrificio. Pero debemos dejar que la tejedora se vengue…»
La voz de Gaia se apagó. En la pared del fondo, en el centro del remolino de arañas, apareció un brillante símbolo rojo: la figura de una lechuza, como la del dracma de plata, que miraba fijamente a Annabeth. Entonces, como en sus pesadillas, la Marca de Atenea ardió a través de las paredes y quemó las arañas hasta que en la habitación no quedó nada más que el olor dulzón de las cenizas.
«Adelante —dijo una nueva voz: la madre de Annabeth—. Véngame. Sigue la marca.»
El símbolo brillante de la lechuza desapareció. La puerta de la guarnición se abrió de golpe. Annabeth permaneció aturdida en mitad de la habitación, sin saber si había visto algo real o si solo había tenido una visión.
Una explosión sacudió el edificio. Annabeth se acordó de que sus amigos estaban en peligro. Se había quedado allí demasiado tiempo.
Se obligó a ponerse en movimiento. Salió dando traspiés, temblando todavía. El aire del mar la ayudó a despejar la mente. Miró a través del patio —más allá de los turistas invadidos por el pánico y de los semidioses que luchaban— hasta el borde de las almenas, donde un gran mortero apuntaba hacia el mar.
Puede que fueran imaginaciones suyas, pero la vieja pieza de artillería parecía emitir un resplandor rojizo. Annabeth corrió hacia allí. Un águila se lanzó en picado sobre ella, pero se agachó y siguió corriendo. Nada podía darle tanto miedo como aquellas arañas.
Los semidioses romanos habían formado filas y estaban avanzando hacia el Argo II, pero una tormenta en miniatura se había formado sobre sus cabezas. Aunque el cielo estaba despejado a su alrededor, tronaba y relampagueaba encima de los romanos. La lluvia y el viento les hacían retroceder.
Annabeth no se detuvo a pensar en ello.
Llegó al mortero y posó la mano en la boca. En el tapón que bloqueaba la abertura, empezó a brillar la Marca de Atenea: el contorno rojo de una lechuza.
—En el mortero —dijo—. Claro.
Intentó quitar el tapón haciendo palanca con los dedos. No hubo suerte. Desenvainó la daga soltando un juramento. En cuanto el bronce celestial tocó el tapón, este encogió y se soltó. Annabeth lo extrajo e introdujo la mano en el cañón.
Sus dedos tocaron algo frío, liso y metálico. Sacó un pequeño disco de bronce del tamaño de un platillo de té, con bonitas letras e ilustraciones grabadas. Decidió examinarlo más tarde. Lo guardó en la mochila y se volvió.
—¿Tienes prisa? —preguntó Reyna.
La pretora estaba a tres metros de distancia, ataviada con una armadura de combate completa, sosteniendo una jabalina dorada. Sus dos galgos metálicos gruñían a su lado.
Annabeth escudriñó la zona. Estaban prácticamente solas. La mayor parte del combate se había desplazado hacia los muelles. Esperaba que todos sus amigos hubieran subido a bordo, pero tendrían que zarpar enseguida o se arriesgaban a ser invadidos. Annabeth tenía que darse prisa.
—Reyna, lo que pasó en el Campamento Júpiter fue obra de Gaia —dijo—. Los eidolon, unos espíritus…
—Resérvate las explicaciones para el juicio —dijo Reyna.
Los perros gruñeron y avanzaron muy lentamente. Esa vez parecía que les diera igual que Annabeth estuviera diciendo la verdad. Trató de pensar en un plan de escape. Dudaba que pudiera vencer a Reyna en un combate entre las dos. Con aquellos perros metálicos, lo tenía crudo.
—Si dejas que Gaia separe nuestros campamentos —dijo Annabeth—, los gigantes habrán ganado. Destruirán a los romanos, a los griegos, a los dioses y el mundo de los mortales entero.
—¿Crees que no lo sé? —La voz de Reyna era dura como el acero—. ¿Qué alternativa me has dejado? Octavio huele la sangre. Ha provocado el frenesí en la legión, y no puedo detenerlo. Entrégate. Te llevaré a la Nueva Roma para que seas juzgada. No será justo. Serás ejecutada de forma dolorosa. Pero puede que sirva para impedir que se desate más violencia. Octavio no quedará satisfecho, está claro, pero creo que podré convencer a los demás para que se retiren.
—¡No fui yo!
—¡Eso da igual! —le espetó Reyna—. Alguien tiene que pagar por lo que ha ocurrido. Que seas tú. Es la mejor opción.
A Annabeth se le puso la carne de gallina.
—¿Mejor que qué otra opción?
—Utiliza esa sabiduría tuya —dijo Reyna—. Si hoy escapas, no te seguiremos. Ya te lo dije: solo un loco cruzaría el mar hasta las tierras antiguas. Si Octavio no puede tomarse la revancha con vuestro barco, se centrará en el Campamento Mestizo. La legión marchará sobre vuestro territorio. Lo arrasaremos y lo reduciremos a cenizas.
«Mata a los romanos —oyó a su madre incitándola—. Jamás podrán ser tus aliados.»
Annabeth tenía ganas de llorar. El Campamento Mestizo era el único hogar de verdad que había conocido y en un intento por hacerse amiga de Reyna, le había revelado su ubicación exacta. No podía dejarlo a merced de los romanos y recorrer medio mundo.
Pero su misión, y todo lo que había sufrido para recuperar a Percy…, si no iba a las tierras antiguas, no serviría de nada. Además, la Marca de Atenea no tenía que conducir a la venganza.
«Si pudiera encontrar la ruta —había dicho su madre—, el camino a casa…»
«¿Para qué usarás tu premio? —había preguntado Afrodita—. ¿Para la guerra o para la paz?»
Había una respuesta. La Marca de Atenea podía llevarla hasta ella… si sobrevivía.
—Me voy —le dijo a Reyna—. Voy a seguir la Marca de Atenea hasta Roma.
—No tienes ni idea de lo que te espera.
—Sí que la tengo —dijo Annabeth—. El rencor que hay entre nuestros campamentos… puedo ponerle fin.
—Nuestro rencor tiene miles de años de antigüedad. ¿Cómo puede ponerle fin una persona?
Annabeth deseó poder ofrecerle una respuesta convincente, mostrarle a Reyna un diagrama tridimensional o un brillante esquema, pero no podía. Simplemente sabía que tenía que intentarlo. Recordó la expresión de confusión del rostro de su madre: «Debo regresar a casa».
—La misión tiene que tener éxito —dijo—. Puedes intentar detenerme, en cuyo caso tendremos que luchar a muerte. O puedes dejarme marchar, y yo intentaré salvar nuestros dos campamentos. Y si tienes que marchar sobre el Campamento Mestizo, por lo menos intenta aplazar la marcha. Retrasa a Octavio.
Reyna entornó los ojos.
—De una hija de una diosa de la guerra a otra, respeto tu audacia. Pero si te marchas ahora, condenarás a tu campamento a la destrucción.
—No subestimes el Campamento Mestizo —advirtió Annabeth.
—Tú nunca has visto a la legión en guerra —replicó Reyna.
En los muelles, una voz familiar gritó por encima del viento:
—¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!
Octavio había sobrevivido a su chapuzón en el puerto. Estaba agachado detrás de sus guardias, alentando a gritos a los otros semidioses romanos mientras se dirigían con dificultad al barco, levantando sus escudos como si así fueran a desviar la tormenta que bramaba a su alrededor.
En el embarcadero del Argo II, Percy y Jason permanecían uno al lado del otro, con las espadas cruzadas. Annabeth notó un hormigueo en la columna al ver que los chicos estaban luchando como uno solo, invocando el cielo y el mar para que cumplieran sus órdenes. El agua y el viento se agitaban juntos. Las olas batían las murallas y el cielo relampagueaba. Las águilas gigantes estaban siendo abatidas. Los restos del carro volador ardían en el agua, y el entrenador Hedge blandía una ballesta montada, disparando al azar a las aves romanas que pasaban volando por lo alto.
—¿Lo ves? —dijo Reyna con amargura—. La lanza ya ha sido arrojada. Nuestra gente está en guerra.
—No si yo tengo éxito —repuso Annabeth.
La expresión de Reyna era la misma que le había visto en el Campamento Júpiter cuando se había dado cuenta de que Jason había encontrado a otra chica. La pretora se sentía demasiado sola, demasiado resentida y demasiado traicionada para creer que algo pudiera salirle bien otra vez. Annabeth esperó a que atacara.
En cambio, Reyna agitó la mano. Los perros metálicos retrocedieron.
—Annabeth Chase —dijo—, cuando volvamos a coincidir, seremos enemigas en el campo de batalla.
La pretora se volvió y atravesó las murallas, seguida de sus galgos.
Annabeth temía que se tratara de una treta, pero no tenía tiempo para hacerse preguntas. Corrió hacia el barco.
Los vientos que castigaban a los romanos no parecían afectarle.
Annabeth se abrió paso corriendo entre sus filas.
—¡Detenedla! —gritó Octavio.
Una lanza pasó silbando al lado de su oreja. El Argo II ya se estaba separando del muelle. Piper estaba en la plancha, con la mano extendida.
Annabeth saltó y agarró la mano de Piper. La plancha cayó al mar, y las dos chicas se desplomaron en la cubierta.
—¡Vamos! —gritó Annabeth—. ¡Vamos, vamos, vamos!
Los motores retumbaron detrás de ella. Los remos giraron. Jason cambió la dirección del viento, y Percy levantó una ola enorme, que elevó el barco por encima de las murallas del fuerte y lo empujó hacia el mar. Cuando el Argo II alcanzó la máxima velocidad, el fuerte Sumter no era más que una mancha a lo lejos, y el tirreme surcaba las olas velozmente hacia las tierras antiguas.