XXI
Leo

Después de hacer una incursión en un museo lleno de fantasmas confederados, Leo no pensaba que el día pudiera ir peor. Estaba equivocado.

No habían encontrado nada en el submarino de la guerra de Secesión ni en ninguna otra parte del museo; solo unos cuantos turistas viejos, un guarda de seguridad dormitando y —al intentar inspeccionar los artefactos— un batallón entero de zombis relucientes con uniformes grises.

¿Y la idea de que Frank controlara a los espíritus? Sí…, no había dado resultado. Cuando Piper envió un mensaje de Iris avisándoles del ataque de los romanos, ya estaban a mitad de camino del barco, después de haber sido perseguidos por el centro de Charleston por una panda de muertos furiosos de la Confederación.

Entonces —¡vaya!— Leo tuvo ocasión de volar con Frank el Águila Amistosa para que pudieran luchar contra un grupo de romanos. Debía de haber corrido el rumor de que Leo era el que había disparado sobre su pequeña ciudad, porque los romanos parecían especialmente deseosos de matarlo.

¡Pero la cosa no acababa ahí! El entrenador Hedge los abatió a tiros; Frank lo soltó (no fue un accidente); y aterrizaron forzosamente en el fuerte Sumter.

En ese momento, mientras el Argo II surcaba a toda velocidad las olas, Leo tuvo que echar mano de toda su pericia para mantener el barco intacto. A Percy y a Jason se les daba demasiado bien provocar enormes tormentas.

En un momento dado, Annabeth se acercó a él y gritó contra el rugido del viento:

—¡Percy dice que ha hablado con una nereida en el puerto de Charleston!

—¡Bien hecho! —contestó Leo.

—La nereida le dijo que debíamos buscar la ayuda de los hermanos de Quirón.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Los Ponis Juerguistas?

Leo no conocía a los parientes del chiflado centauro Quirón, pero había oído rumores acerca de duelos con pistolas de agua, concursos de bebida de cerveza de raíz y escopetas de agua llenas de nata montada a presión.

—No estoy segura —dijo Annabeth—. Pero tengo unas coordenadas. ¿Puedes introducir latitudes y longitudes en este trasto?

—Puedo introducir mapas astrales y pedirte un batido, si quieres. ¡Pues claro que puedo introducir latitudes y longitudes!

Annabeth recitó de un tirón los números. Leo consiguió teclearlos mientras sujetaba el timón con una mano. Un punto rojo apareció en el monitor de bronce.

—Ese sitio está en medio del Atlántico —dijo—. ¿Tienen un yate los Ponis Juerguistas?

Annabeth se encogió de hombros con gesto de impotencia.

—¡Tú conserva el barco entero hasta que nos alejemos de Charleston! ¡Jason y Percy mantendrán los vientos!

—¡Qué divertido!

A Leo le pareció una eternidad, pero por fin el mar se calmó y los vientos remitieron.

—Valdez —dijo el entrenador Hedge con sorprendente delicadeza—. Déjame ponerme al timón. Has estado dos horas pilotando.

—¿Dos horas?

—Sí. Dame el timón.

—¿Entrenador?

—¿Sí, muchacho?

—No puedo aflojar las manos.

Era cierto. Leo tenía los dedos como si fueran de piedra. Le picaban los ojos de mirar fijamente al horizonte. Sus rodillas parecían de goma. El entrenador Hedge consiguió separarlo del timón.

Leo echó un último vistazo a la consola mientras escuchaba a Festo transmitirle un informe de estado con rechinos y zumbidos. Tenía la sensación de que se estaba olvidando de algo. Se quedó mirando los mandos, tratando de pensar, pero era inútil. Apenas podía fijar la vista.

—Busque monstruos —le dijo al entrenador—. Y tenga cuidado con el estabilizador dañado. Y…

—Lo tengo controlado —prometió el entrenador Hedge—. ¡Lárgate!

Leo asintió con aire fatigado. Cruzó la cubierta tambaleándose en dirección a sus amigos.

Percy y Jason estaban sentados con la espalda apoyada contra el mástil y la cabeza caída del agotamiento. Annabeth y Piper intentaban hacerles beber agua.

Hazel y Frank estaban discutiendo fuera del alcance del oído, moviendo mucho los brazos y sacudiendo mucho la cabeza. Leo no debería haberse alegrado, pero una parte de él se alegraba. La otra parte se sentía mal por alegrarse.

La discusión se interrumpió bruscamente cuando Hazel vio a Leo. Todos se reunieron ante el mástil.

Frank fruncía el entrecejo como si estuviera esforzándose por convertirse en un bulldog.

—No hay señales de que nos estén persiguiendo —dijo.

—Ni tierra a la vista —añadió Hazel.

Estaba un poco blanca, aunque Leo no estaba seguro de si se debía al balanceo del barco o a la discusión.

Leo oteó el horizonte. No había nada más que océano en todas direcciones. No debería haberle sorprendido. Se había pasado seis meses construyendo un barco que sabía que cruzaría el Atlántico. Pero hasta ese día la idea de embarcarse en un viaje a las tierras antiguas no le había parecido real. Leo nunca había salido de Estados Unidos… salvo la vez que había realizado un rápido vuelo en dragón a Quebec. Y allí estaban, en mitad del mar abierto, totalmente solos, navegando hacia el Mare Nostrum, de donde procedían los monstruos más horribles y los gigantes más repulsivos. Puede que los romanos no les siguieran, pero tampoco podían contar con ninguna ayuda del Campamento Mestizo.

Leo se tocó la cintura para asegurarse de que seguía llevando su cinturón. Desgraciadamente, eso le trajo a la memoria la galleta de la suerte de Némesis, metida en uno de los bolsillos.

«Siempre serás un extraño. —La voz de la diosa todavía le daba vueltas en la cabeza—. La séptima rueda.»

Olvídala, se dijo. Concéntrate en las cosas que puedes arreglar.

Se volvió hacia Annabeth.

—¿Has encontrado el mapa que necesitabas?

Ella asintió, pero estaba pálida. Leo se preguntó qué habría visto en el fuerte Sumter que le había afectado tanto.

—Tendré que estudiarlo —dijo ella, como para zanjar el tema—. ¿A qué distancia estamos de las coordenadas?

—A máxima velocidad de remo, a una hora más o menos —dijo Leo—. ¿Tienes idea de lo que estamos buscando?

—No —reconoció ella—. ¿Percy?

Percy levantó la cabeza. Sus ojos verdes estaban mustios e inyectados en sangre.

—La nereida dijo que los hermanos de Quirón estaban allí y querrían saber del acuario de Atlanta. No sé a qué se refería, pero… —Se detuvo, como si hubiera consumido toda su energía diciendo esas palabras—. También me advirtió que tuviéramos cuidado. Keto, la diosa del acuario, es la madre de los monstruos marinos. Aunque esté atrapada en Atlanta, puede enviar a sus hijos a por nosotros. La nereida dijo que debíamos contar con un ataque.

—Estupendo —murmuró Frank.

Jason intentó levantarse, pero no fue buena idea. Piper lo agarró para impedir que se cayera, y volvió a deslizarse por el mástil.

—¿Podemos elevar el barco? —preguntó—. Si pudiéramos volar…

—Sería genial —dijo Leo—. Pero Festo me ha informado de que el estabilizador aéreo de babor se hizo polvo cuando el barco barrió el muelle en el fuerte Sumter.

—Teníamos prisa —dijo Annabeth—. Intentábamos salvarte.

—Y es una causa muy noble —convino Leo—. Solo digo que llevará un tiempo arreglarlo. Hasta entonces no podemos volar a ninguna parte.

Percy flexionó los hombros e hizo una mueca.

—Por mí, bien. El mar es bueno.

—Habla por ti. —Hazel echó un vistazo al sol vespertino, que casi tocaba el horizonte—. Tenemos que ir rápido. Hemos agotado otro día, y a Nico solo le quedan tres más.

—Podemos conseguirlo —prometió Leo. Esperaba que Hazel le hubiera perdonado por no fiarse de su hermano (eh, a Leo le había parecido una sospecha razonable), pero no quería volver a abrir la herida—. Podemos llegar a Roma en tres días… suponiendo, claro está, que no pase nada inesperado.

Frank gruñó. Parecía que siguiera empeñado en transformarse en bulldog.

—¿Alguna buena noticia?

—La verdad es que sí —dijo Leo—. Según Festo, nuestra mesa voladora, Buford, volvió sana y salva mientras nosotros estábamos en Charleston, así que las águilas no la atraparon. Por desgracia, perdió la bolsa de la ropa con tus pantalones.

—¡Jopé! —gritó Frank, y Leo supuso que para él debía de ser una blasfemia muy grosera.

Sin duda Frank habría soltado más juramentos —dando rienda suelta a los «cáspita» y los «repámpanos»—, pero Percy lo interrumpió, inclinándose y gimiendo.

—¿Se acaba de poner todo patas arriba? —preguntó.

Jason se apretó la cabeza con las manos.

—Sí, y da vueltas. Todo se ha vuelto amarillo. ¿Se supone que es amarillo?

Annabeth y Piper se cruzaron miradas de preocupación.

—La tormenta ha agotado vuestras fuerzas —dijo Piper a los chicos—. Tenéis que descansar.

Annabeth asintió con la cabeza.

—Frank, ¿nos ayudas a llevar a los chicos abajo?

Frank lanzó una mirada a Leo, sin duda reacio a dejarlo solo con Hazel.

—Tranquilo, tío —dijo Leo—. Procura que no se te caigan al bajar las escaleras.

Cuando los demás estuvieron abajo, Hazel y Leo se miraron con embarazo. Estaban solos a excepción del entrenador Hedge, que estaba otra vez en el alcázar cantando el tema musical de Pokémon. El entrenador había cambiado la letra original por «Acaba con todos», y Leo no tenía ganas de saber el motivo.

La canción pareció aliviar las náuseas de Hazel.

—Uf…

Se inclinó y se abrazó los costados. Tenía un bonito cabello: ensortijado y de color castaño dorado, como rizos de canela. A Leo le recordó un puesto de Houston donde preparaban unos churros deliciosos. La idea le dio hambre.

—No te inclines —le aconsejó—. No cierres los ojos. Solo empeora las náuseas.

—Ah, ¿sí? ¿Tú también te mareas?

—En el mar, no. Pero los coches me dan náuseas y…

Se interrumpió. Quería decir «hablar con chicas», pero decidió omitir esa información.

—¿Coches? —Hazel se enderezó con dificultad—. Puedes gobernar un barco o volar en dragón, ¿y los coches te marean?

—Lo sé. —Leo se encogió de hombros—. Así de especial soy. Oye, mantén la vista en el horizonte. Es un punto fijo. Te ayudará.

Hazel respiró hondo y se quedó mirando a lo lejos. Sus ojos eran de reluciente color oro, como los discos de cobre y bronce que había en el interior de la cabeza mecánica de Festo.

—¿Mejor? —preguntó él.

—Un poco, quizá.

Parecía que lo dijera por cumplir. Mantenía la vista en el horizonte, pero Leo tenía la sensación de que estaba calibrando el humor de él, pensando qué decir.

—Frank no te soltó a propósito —dijo—. Él no es así. Solo es un poco torpe a veces.

—Uy —dijo Leo, imitando la voz de Frank Zhang lo mejor posible—. Se me ha caído Leo encima de una brigada de soldados enemigos. ¡Córcholis!

Hazel trató de contener una sonrisa. Leo supuso que sonreír era mejor que vomitar.

—No seas muy duro con él —dijo Hazel—. Tú le pones nervioso con tus bolas de fuego.

—Ese tío puede convertirse en elefante, ¿y yo le pongo nervioso?

Hazel mantuvo la vista en el horizonte. Ya no parecía tan mareada, a pesar de que el entrenador Hedge seguía cantando la canción de Pokémon en el timón.

—Leo —dijo—, sobre lo que pasó en el Great Salt Lake…

Ahí viene, pensó Leo.

Se acordó de su encuentro con la diosa de la venganza Némesis. Notó que la galleta de la suerte y el cinturón empezaban a pesarle más. La noche anterior, mientras volaban desde Atlanta, Leo se había tumbado en su camarote y había pensado en lo furiosa que había puesto a Hazel. Y había pensado formas de arreglar la situación.

«Dentro de poco te enfrentarás a un problema que no podrás resolver, pero yo podría ayudarte… a cambio de un precio.»

Leo había sacado la galleta de la suerte de su cinturón portaherramientas y le había dado vueltas entre los dedos, preguntándose qué precio tendría que pagar si la abría.

Tal vez ese fuera el momento.

—Estaría dispuesto —le dijo a Hazel—. Podría usar la galleta de la suerte para encontrar a tu hermano.

Hazel se quedó perpleja.

—¿Qué? ¡No! O sea… yo no te he pedido que hagas eso, y menos después de lo que Némesis dijo sobre el precio que costaría. ¡Si apenas nos conocemos!

A Leo le dolió un poco que sacara a colación el poco tiempo que hacía que se conocían, pero sabía que era verdad.

—Entonces… ¿no querías hablar de eso? —preguntó—. ¿Querías hablar de cuando nos cogimos las manos encima de la roca? Porque…

—¡No! —exclamó ella rápidamente, abanicándose la cara de la forma tan encantadora en que se abanicaba cuando se ruborizaba—. No, estaba pensando en cómo engañaste a Narciso y a las ninfas…

—Ah, claro. —Leo se miró tímidamente el brazo. El tatuaje de TÍO BUENO había desaparecido del todo—. En ese momento me pareció buena idea.

—Estuviste increíble —dijo Hazel—. He estado dándole vueltas a lo mucho que me recordaste a…

—Sammy —aventuró Leo—. Ojalá me dijeras quién es.

—Quién era —le corrigió Hazel. El aire vespertino era cálido, pero se puso a tiritar—. He estado pensando… que podría mostrártelo.

—¿Te refieres a enseñarme una foto?

—No. Sufro una especie de regresiones. Hace mucho tiempo que no experimento ninguna, y nunca he intentado provocar una a propósito. Pero una vez compartí una con Frank, así que he pensado…

Hazel lo miró fijamente a los ojos. Leo empezó a ponerse nervioso, como si le hubieran inyectado cafeína. Si Frank había compartido una de esas regresiones con Hazel…, bueno, o Leo no quería saber nada del tema o definitivamente quería intentarlo. No estaba seguro de por cuál de las dos opciones decidirse.

—Cuando hablas de regresión… —Tragó saliva—. ¿A qué te refieres exactamente? ¿Es peligroso?

Hazel alargó la mano.

—No te pediría que lo hicieras, pero estoy segura de que es importante. Que hayamos coincidido no puede ser una casualidad. Si da resultado, tal vez por fin podamos entender el tipo de conexión que tenemos.

Leo miró atrás, al timón. Seguía teniendo la molesta sospecha de que se olvidaba de algo, pero al entrenador Hedge parecía irle bien. Delante de ellos, el cielo estaba despejado. No había rastro de problemas.

Además, una regresión parecía algo muy breve. No perdía nada por dejar al entrenador al mando unos minutos más, ¿no?

—Está bien —dijo, cediendo—. Muéstramelo.

Tomó la mano de Hazel, y el mundo se disolvió.