XXII
Leo

Estaban en el patio de un viejo recinto parecido a un monasterio. Los muros de ladrillo rojo estaban cubiertos de vides. Grandes magnolias habían agrietado la calzada. El sol caía a plomo, y la humedad era de un doscientos por cien, más alta todavía que en Houston. En algún lugar próximo, Leo percibió un olor a pescado frito. En lo alto, el manto de nubes estaba bajo y lucía un color gris, surcado de rayas como una piel de tigre.

El patio era aproximadamente del tamaño de una cancha de baloncesto. En un rincón había un viejo balón de fútbol desinchado junto al pedestal de una estatua de la Virgen María.

Las ventanas repartidas a lo largo de los lados de los edificios estaban abiertas. Leo podía ver movimientos fugaces dentro, pero había un silencio inquietante. No vio rastro de aire acondicionado, lo que significaba que allí dentro debía de haber quinientos grados.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En mi antiguo colegio —dijo Hazel a su lado—. La Academia St. Agnes para Niños de Color e Indios.

—¿Qué clase de nombre…?

Se volvió hacia Hazel y lanzó un grito. Ella era un fantasma: una silueta vaporosa en el aire húmedo y caluroso. Leo miró abajo y se dio cuenta de que su cuerpo también se había convertido en niebla.

Todo lo que les rodeaba parecía sólido y real, pero él era un espíritu. Después de haber sido poseído por un eidolon hacía tres días, no le hacía gracia la sensación.

Antes de que pudiera hacer preguntas, sonó un timbre en el interior: no un moderno sonido electrónico, sino el anticuado tintineo de un martillo contra el metal.

—Esto es un recuerdo —dijo Hazel—, así que nadie nos verá. Mira, por allí vamos.

—¿«Vamos», los dos?

Docenas de niños salieron en tropel al patio por todas las puertas, gritando y empujándose. Eran en su mayoría afroamericanos, y varios de aspecto hispano; los más pequeños tenían edad de ir al jardín de infancia y los más mayores de cursar secundaria. Leo no sabía si aquello tenía lugar en el pasado, porque todas las chicas llevaban vestidos y zapatos de piel con hebilla. Los chicos llevaban camisas blancas con cuello y pantalones sujetos con tirantes. Muchos lucían gorras como las de los jinetes de hípica. Algunos llevaban almuerzo. Muchos no. Su ropa estaba limpia, pero gastada y descolorida. Algunos tenían agujeros en las rodillas de los pantalones o las suelas de los zapatos despegadas.

Unas cuantas chicas empezaron a saltar a la comba con un viejo trozo de cuerda para tender la ropa. Los chicos mayores lanzaban una andrajosa pelota de béisbol de acá para allá. Los chicos que tenían almuerzo se sentaron juntos y comieron mientras charlaban.

Nadie se fijaba en los fantasmas de Hazel y Leo.

Entonces Hazel —la Hazel del pasado— salió al patio. Leo la reconoció sin problema, aunque parecía unos dos años más pequeña. Tenía el pelo recogido hacia atrás en un moño. Sus ojos dorados se movían por el patio con inquietud. Llevaba un vestido oscuro, a diferencia de las demás chicas, que iban vestidas de algodón blanco o con estampados de flores de color pastel, de modo que destacaba como una plañidera en una boda.

Sujetaba una bolsa de lona para el almuerzo y se desplazó a lo largo de la pared, como si se estuviera esforzando por no llamar la atención.

No dio resultado. Un chico gritó: «¡Bruja!». Se dirigió pesadamente hacia ella y la acorraló en un rincón. El chico podría haber tenido trece o catorce años. Era difícil saberlo porque era muy alto y corpulento; con diferencia, el chico más grande del patio de recreo. Leo supuso que le habían llevado la contraria pocas veces. Llevaba una camisa sucia del color de unos trapos viejos, unos pantalones de lana raídos (con el calor que hacía no podían ser muy cómodos) e iba con los pies descalzos. Tal vez a los profesores les daba miedo insistir en que el chico llevara zapatos o tal vez simplemente no tenía.

—Ese es Rufus —dijo la Hazel Fantasma, indignada.

—¿De verdad? Es imposible que se llame Rufus —dijo Leo.

—Vamos —dijo la Hazel Fantasma.

Se dirigió flotando al lugar del enfrentamiento. Leo la siguió. No estaba acostumbrado a flotar, pero en una ocasión se había montado en un patinete eléctrico Segway y se parecía un poco. Simplemente se inclinó en la dirección a la que quería ir y avanzó deslizándose.

Rufus, el chico grandullón, tenía unas facciones lisas, como si se hubiera pasado la mayor parte de su vida cayéndose de bruces en la acera. Llevaba el pelo cortado igual de liso en la parte superior, de tal forma que unos aviones en miniatura podrían haberlo usado de pista de aterrizaje.

Rufus alargó la mano.

—El almuerzo.

La Hazel del pasado no protestó. Le dio su bolsa de lona como si fuera algo que le pasara todos los días.

Unas cuantas chicas mayores se acercaron para presenciar el espectáculo. Una se dirigió a Rufus riéndose como una tonta.

—Yo de ti no me lo comería —le advirtió—. Probablemente esté envenenado.

—Tienes razón —dijo Rufus—. ¿Te lo ha preparado la bruja de tu madre, Levesque?

—No es una bruja —murmuró Hazel.

Rufus soltó la bolsa, la pisó y aplastó el contenido bajo su talón desnudo.

—Puedes quedártelo. Pero quiero un diamante. He oído que tu madre los saca por arte de magia. Dame un diamante.

—No tengo diamantes —contestó Hazel—. Lárgate.

Rufus cerró los puños. Leo había estado en suficientes colegios y casas de acogida peligrosos para percibir cuándo las cosas estaban a punto de ponerse feas. Quería intervenir y ayudar a Hazel, pero era un fantasma. Además, aquello había ocurrido hacía décadas.

Entonces otro chico salió dando traspiés a la luz del sol.

Leo contuvo la respiración. El chico era idéntico a él.

—¿Lo ves? —preguntó la Hazel Fantasma.

El Falso Leo era de la misma estatura que el Leo Normal; es decir, bajo. Poseía la misma energía nerviosa que él: iba tamborileando con los dedos contra los pantalones, cepillándose su camisa de algodón blanca y ajustándose la gorra de jinete sobre su pelo castaño rizado. (La gente baja no debería llevar gorras de jinete de hípica a menos que fueran jinetes de verdad, pensó Leo.) El Falso Leo tenía la misma sonrisa pícara que saludaba al Leo Normal cada vez que se miraba a un espejo: una expresión que hacía gritar inmediatamente a sus profesores «¡Ni se te ocurra!» y colocarlo en la primera fila.

Al parecer, el Falso Leo acababa de recibir una regañina de un profesor. Sostenía un capirote de cartón en el que ponía TONTO. Leo pensaba que esas cosas solo se veían en los tebeos.

Entendía por qué el Falso Leo no lo llevaba puesto. Bastante chungo era parecer un jinete. Con un cono en la cabeza, habría parecido un gnomo.

Algunos chicos retrocedieron cuando el Falso Leo apareció en la escena. Otros se dieron codazos y corrieron hacia él como si buscaran espectáculo.

Mientras tanto, Rufus Cabezalisa seguía intimidando a Hazel para que le diera un diamante, ajeno a la llegada del Falso Leo.

—Vamos, chica. —Rufus se alzaba amenazante por encima de Hazel con los puños cerrados—. ¡Dámelo!

Hazel se pegó contra la pared. De repente, el suelo emitió un chasquido a sus pies, como si se hubiera partido una rama. Un diamante perfecto del tamaño de un pistacho relucía entre los pies de la chica.

—¡Ja! —gritó Rufus cuando lo vio.

Empezó a inclinarse, pero Hazel chilló: «¡Por favor, no!», como si realmente le preocupara aquel matón.

Entonces el Falso Leo se acercó sin prisa.

Ya está, pensó Leo. El Falso Leo va a hacer unas llaves de jiu-jitsu al estilo del entrenador Hedge y a solucionar la papeleta.

En cambio, el Falso Leo se llevó el capirote a la boca como si fuera un megáfono y gritó:

—¡CORTEN!

Lo dijo con tal autoridad que los demás chicos se quedaron momentáneamente paralizados. Hasta Rufus se irguió y retrocedió confundido.

Un niño dijo riéndose disimuladamente:

—Sammy el Payaso.

«Sammy… —Leo se estremeció—. ¿Quién demonios era aquel chico?»

Sammy/Falso Leo se acercó como un huracán a Rufus con el capirote en la mano y cara de enfado.

—¡No, no, no! —anunció, agitando violentamente la mano libre en dirección a los otros chicos, que se estaban reuniendo para presenciar el espectáculo.

Sammy se volvió hacia Hazel.

—Señorita Lamarr, su frase es… —Sammy miró a su alrededor, exasperado—. ¡Script! ¿Cuál es la frase de Hedy Lamarr?

—«¡No, por favor, villano!» —gritó uno de los chicos.

—¡Gracias! —dijo Sammy—. Señorita Lamarr, usted tiene que decir: «¡No, por favor, villano!». Y usted, Clark Gable…

Todo el patio de recreo estalló en carcajadas. A Leo le sonaba que Clark Gable era un actor clásico, pero no sabía mucho más. Sin embargo, parecía que la idea de que Rufus Cabezalisa fuera Clark Gable resultaba graciosísima a los chicos.

—Señor Gable…

—¡No! —gritó una chica—. Que sea Gary Cooper.

Más risas. Parecía que Rufus estuviera a punto de explotar. Cerraba los puños como si quisiera pegar a alguien, pero no podía atacar a todo el colegio. Saltaba a la vista que no le gustaba que se rieran de él, pero su pequeña y torpe mente no podía averiguar lo que tramaba Sammy.

Leo asintió en señal de aprecio. Sammy era como él. Leo había hecho cosas parecidas a los matones durante años.

—¡De acuerdo! —gritó Sammy imperiosamente—. Señor Cooper, usted dice: «¡Pero el diamante es mío, mi querida traidora!». ¡Y entonces recoge el diamante así!

—¡No, Sammy! —protestó Hazel, pero Sammy cogió la piedra y se la metió en el bolsillo con un movimiento fluido.

Se giró contra Rufus.

—¡Quiero emoción! ¡Quiero que las damas del público se desmayen! Damas, ¿el señor Cooper les ha hecho desmayarse?

—No —contestaron varias.

—¡¿Lo ve?! —gritó Sammy—. ¡A ver, desde el principio! —chilló por su capirote—. ¡Acción!

Rufus estaba empezando a recuperarse de la confusión. Se dirigió a Sammy y dijo:

—Valdez, te voy a…

El timbre sonó. Los chicos se apiñaron en las puertas. Sammy apartó a Hazel mientras los pequeños —que se comportaban como si Sammy les pagara— se llevaron en manada a Rufus de forma que fue arrastrado al interior por una marea de niños en edad preescolar.

Pronto Sammy y Hazel se quedaron solos con los fantasmas como única compañía.

Sammy recogió el almuerzo aplastado de Hazel, hizo ver que quitaba el polvo a la bolsa de lona y se la ofreció, dedicándole una reverencia, como si fuese su corona.

—Señorita Lamarr.

La Hazel del pasado cogió su almuerzo hecho papilla. Parecía que estuviera a punto de llorar, pero Leo no sabía si de alivio, de tristeza o de admiración.

—Sammy… Rufus te va a matar.

—Bah, sabe que no le conviene meterse conmigo.

Sammy se colocó el capirote encima de su gorra de jinete. Se puso derecho y sacó pecho. El capirote se le cayó.

Hazel se echó a reír.

—Eres ridículo.

—Vaya, gracias, señorita Lamarr.

—De nada, mi querido traidor.

La sonrisa de Sammy vaciló. El ambiente se llenó de tensión. Hazel se quedó mirando el suelo.

—No deberías haber tocado el diamante. Es peligroso.

—Venga ya —dijo Sammy—. ¡No para mí!

Hazel lo observó con cautela, como si quisiera creerlo.

—Podrían pasar cosas malas. No deberías…

—No lo venderé —dijo Sammy—. ¡Te lo prometo! Solo lo guardaré como muestra de tu precio.

Hazel forzó una sonrisa.

—Querrás decir como «muestra de mi aprecio».

—¡Eso! Deberíamos espabilarnos. Es hora de nuestra siguiente escena: «Hedy Lamarr está a punto de morir de aburrimiento en clase de lengua».

Sammy le ofreció el codo como un caballero, pero Hazel lo apartó de un empujón con aire pícaro.

—Gracias por estar a mi lado, Sammy.

—¡Señorita Lamarr, yo siempre estaré a su lado cuando me necesite! —dijo él alegremente.

Los dos volvieron corriendo a la escuela.

Leo se sintió más que nunca como un fantasma. Tal vez había sido un eidolon toda su vida, porque el chico que acababa de ver debería haber sido el auténtico Leo. Era más listo, molaba más y tenía más gracia. Sabía coquetear tan bien con Hazel que era evidente que le había robado el corazón.

No era de extrañar que Hazel hubiera mirado de forma tan rara a Leo cuando se habían conocido. No era de extrañar que hubiera dicho «Sammy» con tanto sentimiento. Pero Leo no era Sammy, como Rufus Cabezalisa tampoco era Clark Gable.

—Hazel —dijo—, yo… yo no…

El patio de recreo se deshizo en otra escena.

Hazel y Leo seguían siendo fantasmas, pero entonces estaban delante de una casa ruinosa situada al lado de una acequia llena de malas hierbas. En el jardín había un grupo de plataneros encorvados. Sobre los escalones, una anticuada radio emitía música regional, y en el porche sombreado, sentado en una mecedora, un escuálido anciano contemplaba el horizonte.

—¿Dónde estamos? —preguntó Hazel. Seguía siendo una figura vaporosa, pero su voz poseía un tono de alarma—. ¡Esto no es de mi vida!

Leo se sintió como si su yo fantasmal estuviera adquiriendo densidad, volviéndose más real. Aquel lugar le resultaba extrañamente familiar.

—Es Houston —comprendió—. Conozco este paisaje. Esa acequia… Es el viejo barrio de mi madre, donde ella se crió. El aeropuerto de Hobby está por allí.

—¿Esta es tu vida? —dijo Hazel—. ¡No lo entiendo! ¿Cómo…?

—¿Me lo preguntas a mí? —inquirió Leo.

De repente, el anciano murmuró:

—Ah, Hazel…

Un escalofrío recorrió la columna de Leo. Los ojos del anciano seguían fijos en el horizonte. ¿Cómo sabía que estaban allí?

—Supongo que se nos ha acabado el tiempo —continuó el anciano de forma ensoñadora—. Bueno…

No terminó la frase.

Hazel y Leo se quedaron muy quietos. El anciano no dio más muestras de haberlos visto u oído. Leo cayó en la cuenta de que el hombre había estado hablando consigo mismo. Pero entonces ¿por qué había pronunciado el nombre de Hazel?

Tenía la piel curtida, el cabello blanco rizado y unas manos nudosas, como si se hubiera pasado toda la vida trabajando en un taller de máquinas. Llevaba una camisa amarilla clara, limpia e inmaculada, unos pantalones grises con tirantes y unos relucientes zapatos negros.

A pesar de su edad, tenía unos ojos penetrantes y claros. Estaba sentado con una serena dignidad. Parecía en paz; divertido, incluso, como si estuviera pensando: «Caramba, ¿tanto he vivido? ¡Estupendo!».

Leo estaba seguro de que no había visto nunca a aquel anciano. Entonces ¿por qué le resultaba familiar? De pronto se dio cuenta de que el hombre estaba tamborileando con los dedos sobre el brazo de su silla, pero no daba golpecitos al azar. Estaba usando el código morse, como la madre de Leo solía hacer con él… y el anciano estaba transmitiendo el mismo mensaje: «Te quiero».

La puerta con mosquitera se abrió. Una joven salió. Iba vestida con unos tejanos y una blusa turquesa. Tenía el cabello moreno cortado a lo garçon. Era guapa, pero no delicada. Tenía los brazos musculosos y las manos callosas. Al igual que los del anciano, sus ojos marrones poseían un brillo de diversión. Tenía un bebé en brazos, envuelto en una manta azul.

—Mira, mijo —le dijo al bebé—. Este es tu bisabuelo. Bisabuelo, ¿quieres cogerlo?

Cuando Leo oyó su voz, sollozó.

Era su madre: más joven de cómo él la recordaba, pero llena de vida. Eso significaba que el bebé que tenía en brazos…

El anciano sonrió de oreja a oreja. Tenía unos dientes perfectos, tan blancos como su pelo. Su cara estaba surcada de arrugas de reír.

—¡Un niño! ¡Mi bebito Leo!

—¿Leo? —susurró Hazel—. Ese… ¿eres tú?

El anciano cogió en brazos al Leo bebé, riéndose entre dientes con agradecimiento y haciendo cosquillas al pequeño en la barbilla, y el Leo Fantasma por fin comprendió lo que estaba viendo.

De algún modo, el poder de Hazel para revisitar el pasado había hallado el único acontecimiento que conectaba sus vidas: donde la línea temporal de Leo coincidía con la suya.

Aquel anciano.

—Oh… —Hazel pareció darse cuenta de quién era el hombre al mismo tiempo que él. Su voz se volvió muy aguda, al borde de las lágrimas—. Oh, Sammy, no.

—Ah, pequeño Leo —dijo Sammy Valdez, bien entrado en los setenta—. Tendrás que ser mi doble en las escenas de riesgo. Creo que se llama así. Díselo a ella de mi parte. Esperaba estar vivo, pero, ay, ¡la maldición no lo va a permitir!

Hazel sollozó.

—Gaia… Gaia me dijo que murió de un infarto en los años sesenta. Pero esto no es… esto no puede ser…

Sammy Valdez siguió hablando con el bebé mientras la madre de Leo, Esperanza, miraba la escena con una sonrisa apenada, tal vez un poco preocupada por que el bisabuelo de Leo estuviera divagando, un poco entristecida por que estuviera diciendo cosas sin sentido.

—Esa señora, doña Callida, me advirtió. —Sammy movió la cabeza con gesto de tristeza—. Me dijo que yo no vería en vida el gran peligro que correría Hazel. Pero prometí que estaría a su lado cuando ella me necesitara. Tendrás que decirle que lo siento, Leo. Ayúdala si puedes.

—Bisabuelo, debes de estar cansado —dijo Esperanza.

La joven extendió los brazos para coger el bebé, pero el anciano lo abrazó un instante más. Al Leo bebé no pareció importarle en lo más mínimo.

—Dile que siento haber vendido el diamante, ¿vale? —dijo Sammy—. Rompí mi promesa. Cuando ella desapareció en Alaska… ah, hace mucho tiempo, usé ese diamante y me mudé a Texas como siempre había soñado. Fundé mi taller. ¡Fundé mi familia! La vida me ha tratado bien, pero Hazel tenía razón. El diamante estaba maldito. No volví a verla jamás.

—Oh, Sammy —dijo Hazel—. No fue una maldición lo que me mantuvo lejos. ¡Yo quería volver! ¡Me morí!

El anciano no pareció oírla. Sonrió al bebé y le besó la cabeza.

—Te doy mi bendición, Leo. ¡Mi primer bisnieto varón! Tengo la sensación de que eres especial, como lo fue Hazel. No eres un bebé normal. Tú continuarás por mí. Tú la verás algún día. Salúdala de mi parte.

—Bisabuelo —dijo Esperanza, de forma un poco más insistente.

—Sí, sí. —Sammy soltó una risita—. El viejo lobo habla sin parar. Estoy cansado, Esperanza. Tienes razón. Pero dentro de poco descansaré. La vida me ha tratado bien. Críalo bien, nieta.

La escena se desvaneció.

Leo estaba en la cubierta del Argo II, cogiendo la mano de Hazel. El sol se había puesto, y el barco estaba iluminado únicamente con lámparas de bronce. Hazel tenía los ojos hinchados de llorar.

Lo que habían visto era demasiado fuerte. El mar entero ascendía y descendía debajo de ellos, y por primera vez Leo se sintió como si estuvieran totalmente a la deriva.

—Hola, Hazel Levesque —dijo con tono serio.

A ella le temblaba la barbilla. Se apartó y abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera decir nada, el barco dio un bandazo hacia un lado.

—¡Leo! —gritó el entrenador Hedge.

Festo rechinó alarmado y expulsó llamas al cielo nocturno. La campana del barco sonó.

—¡¿Te acuerdas de los monstruos por los que estabas preocupado?! —gritó Hedge—. ¡Pues uno nos ha encontrado!