Afros se parecía a su hermano, solo que era azul en lugar de verde y muchísimo más grande. Tenía los abdominales y los brazos de Arnold Schwarzenegger en el papel de Terminator y una cabeza cuadrada y tosca. Una enorme espada, a la que Conan habría dado el visto bueno, se hallaba sujeta con una correa a su espalda. Incluso tenía más pelo: una enorme esfera de rizos de color negro azulado, tan tupidos que sus pinzas de langosta parecían estar hundiéndose al intentar nadar hasta la superficie.
—¿Por eso te pusieron Afros? —preguntó Leo mientras se deslizaban por el sendero que partía de la cueva—. ¿Por el peinado afro?
Afros frunció el entrecejo.
—¿A qué te refieres?
—Nada —dijo Leo rápidamente. Por lo menos no tendría problemas para identificar a cada hermano—. Bueno, ¿qué sois exactamente?
—Ictiocentauros —dijo Afros, como si fuera una pregunta que estuviera cansado de responder.
—¿Iquiqué?
—Centauros pez. Somos medio hermanos de Quirón.
—¡Hombre, es amigo mío!
—Eso ha dicho la que se llama Hazel, pero determinaremos la verdad. Vamos.
A Leo no le gustaba cómo sonaba «determinar la verdad». Le hacía pensar en potros de tortura y atizadores al rojo vivo.
Siguió al centauro pez por un inmenso bosque de quelpos. Leo podría haber corrido hacia un lado y haber desaparecido fácilmente entre las plantas, pero no lo intentó. En primer lugar, supuso que Afros podría desplazarse mucho más rápido en el agua y que podría desactivar la magia que permitía a Leo moverse y respirar. Dentro o fuera de la cueva, Leo estaba igual de cautivo.
Además, no tenía ni idea de dónde estaba.
Flotaban entre hileras de quelpos, altas como bloques de pisos. Las plantas verdes y amarillas se balanceaban de forma ingrávida, como columnas de globos de helio. En lo alto, Leo vio una mancha blanca que podría haber sido el sol.
Eso significaba que habían estado allí por la noche. ¿Se encontraba en buen estado el Argo II? ¿Había seguido navegando sin ellos o todavía estaban buscándolos sus amigos?
Leo ni siquiera estaba seguro de la profundidad a la que se encontraban. Allí crecían plantas, de modo que no podía ser muy profundo, ¿no? Aun así, sabía que no podría subir nadando a la superficie. Había oído casos de personas que habían ascendido demasiado rápido y habían acabado con burbujas de nitrógeno en la sangre. Leo prefería evitar la sangre con gas.
Avanzaron flotando a lo largo de un kilómetro más o menos. Leo estaba tentado de preguntarle a Afros adónde lo llevaba, pero la gran espada sujeta a la espalda del centauro no alentaba precisamente la conversación.
Finalmente el bosque de quelpos se abrió. Leo se quedó boquiabierto. Estaban de pie (o nadando, lo que fuera) en la cima de una alta colina submarina. Debajo de ellos, en el lecho del mar, se extendía una ciudad entera de edificios de estilo griego.
Los tejados estaban revestidos de madreperla. Los jardines, llenos de coral y anémonas marinas. En un campo de algas había hipocampos pastando. Un equipo de cíclopes estaba colocando el tejado abovedado de un nuevo templo, empleando una ballena azul a modo de grúa. Y nadando por las calles, rondando los jardines, practicando lucha con tridentes y espadas en la palestra, había docenas de tritones y sirenas: auténtica gente pez.
Leo había visto muchas cosas raras, pero siempre había pensado que los tritones y las sirenas eran ridículas criaturas de ficción, como los Pitufos o los Teleñecos.
Sin embargo, no había nada ridículo ni adorable en aquellas criaturas. Incluso de lejos tenían un aspecto feroz y para nada humano. Sus ojos emitían un brillo amarillo. Tenían dientes de tiburón y una piel curtida cuyos colores oscilaban entre el rojo coral y el negro intenso.
—Es un campamento de entrenamiento —comprendió Leo. Miró a Afros asombrado—. ¿Entrenáis héroes, como Quirón?
Afros asintió con la cabeza, con los ojos brillantes de orgullo.
—¡Hemos entrenado a todos los héroes del mar famosos! Di el nombre de un héroe del mar. ¡Seguro que lo hemos entrenado nosotros!
—Claro —dijo Leo—. Como… ejem, ¿la Sirenita?
Afros frunció el entrecejo.
—¿Quién? ¡No! ¡Como Tritón, Glauco, Weissmuller y Bill!
—Ah. —Leo no tenía ni la menor idea de quién era aquella gente—. ¿Entrenasteis a Bill? Impresionante.
—¡Ya lo creo! —Afros se golpeó el pecho—. Yo mismo lo entrené. Un gran tritón.
—Enseñas a combatir, supongo.
Afros levantó las manos, exasperado.
—¿Por qué todo el mundo piensa eso?
Leo echó un vistazo a la enorme espada que el hombre pez llevaba a la espalda.
—No lo sé.
—¡Enseño música y poesía! —dijo Afros—. ¡Conocimientos para la vida cotidiana! ¡Tareas domésticas! Cosas importantes para los héroes.
—Por supuesto. —Leo trató de mantener la cara seria—. ¿Costura? ¿Repostería?
—Sí. Me alegro de que lo entiendas. Si no tengo que matarte, puede que luego te dé mi receta de brownie. —Afros señaló detrás de él despectivamente—. Mi hermano Bitos es el que da clases de combate.
Leo no estaba seguro de si le aliviaba o le ofendía que el entrenador de combate estuviera interrogando a Frank, mientras que a Leo le tocaba el profesor de economía doméstica.
—Estupendo. Este es el Campamento… ¿Cómo lo llamáis? ¿Campamento Peztizo?
Afros frunció el entrecejo.
—Espero de veras que eso sea una broma. Este es el Campamento ____________.
Emitió un sonido compuesto de una serie de pitidos de sónar y siseos.
—Qué tonto soy —dijo Leo—. ¿Sabes qué? ¡Me gustaría mucho probar esos brownies! ¿Qué tenemos que hacer para pasar a la parte en la que no me matas?
—Cuéntame tu historia —dijo Afros.
Leo vaciló, pero por poco tiempo. De algún modo, presentía que debía decir la verdad. Empezó por el principio: que Hera había sido su niñera y lo había puesto entre las llamas del fuego; que su madre había muerto por culpa de Gaia, quien había identificado a Leo como su futuro enemigo. Le reveló que había pasado la infancia yendo de una casa de acogida a otra, hasta que Jason, Piper y él habían sido llevados al Campamento Mestizo. Le explicó la Profecía de los Siete, la construcción del Argo II y la misión destinada a llegar a Roma y vencer a los gigantes antes de que Gaia despertara del todo.
Mientras él hablaba, Afros sacó de su cinturón unos pinchos metálicos de terrible aspecto. Leo temió haber dicho algo inapropiado, pero Afros extrajo un hilo de algas marinas de su morral y empezó a hacer punto.
—Continúa —lo apremió—. No pares.
Cuando Leo le hubo explicado lo ocurrido con los eidolon, el problema con los romanos y todos los aprietos por los que había pasado el Argo II al cruzar Estados Unidos y zarpar de Charleston, Afros había tejido un gorro de bebé entero.
Leo esperó mientras el centauro pez guardaba sus artículos. Las pinzas de langosta que Afros tenía por cuernos no paraban de agitarse entre su tupido cabello, y Leo tuvo que resistir el deseo de intentar rescatarlas.
—Muy bien —dijo Afros—. Te creo.
—¿Así de simple?
—Se me da muy bien distinguir las mentiras. No te he oído ninguna. Además, tu historia concuerda con lo que nos ha contado Hazel Levesque.
—¿Está …?
—Por supuesto —dijo Afros—. Está bien. —Se llevó los dedos a la boca y silbó; un sonido extraño submarino, como el chillido de un delfín—. Mi gente la traerá aquí dentro de poco. Debes comprender que nuestra ubicación es un secreto celosamente guardado. Tú y tus amigos habéis aparecido en un buque de guerra perseguidos por un monstruo marino de Keto. No sabíamos de qué lado estabais.
—¿Está bien el barco?
—Está dañado —respondió Afros—, pero no mucho. La escolopendra se retiró cuando recibió una bocanada de fuego. Bonito detalle.
—Gracias. ¿Escolopendra? Primera vez que oigo ese nombre.
—Considérate afortunado. Son unas criaturas muy desagradables. Keto debe de odiaros a muerte. En cualquier caso, cuando el monstruo se retiraba a las profundidades, os rescatamos a ti y a los otros dos de sus tentáculos. Tus amigos siguen arriba, buscándote, pero les hemos nublado la vista. Teníamos que asegurarnos de que no suponíais una amenaza. De lo contrario, habríamos tenido que… tomar medidas.
Leo tragó saliva. Estaba seguro de que «tomar medidas» no significaba preparar brownies. Y si esos tipos eran tan poderosos que podían ocultar su campamento a Percy, quien tenía los poderes acuáticos de Poseidón, no era conveniente meterse con ellos.
—Entonces… ¿podemos irnos?
—Pronto —prometió Afros—. Primero tengo que consultarlo con Bitos. Cuando él haya terminado de hablar con tu amigo Gank…
—Frank.
—Frank. Cuando hayan terminado, os mandaremos de vuelta al barco. Puede que tengamos unas cuantas advertencias para vosotros.
—¿Advertencias?
—Ah.
Afros señaló con el dedo. Hazel salió del bosque de quelpos escoltada por dos sirenas de aspecto agresivo que enseñaban los colmillos y siseaban. Leo pensó que Hazel podía estar en peligro. Entonces vio que su amiga estaba totalmente relajada, sonriendo y hablando con sus escoltas, y se dio cuenta de que las sirenas se estaban riendo.
—¡Leo! —Hazel nadó hacia él—. ¿No te parece increíble este sitio?
Los dejaron solos en la cumbre, lo que debía de significar que Afros confiaba realmente en ellos. Mientras el centauro y las sirenas iban a buscar a Frank, Leo y Hazel se quedaron flotando sobre la colina y contemplaron el campamento submarino.
Hazel le contó que las sirenas le habían tomado simpatía enseguida. Afros y Bitos se habían quedado cautivados con su historia, pues nunca habían conocido a una hija de Plutón. Además, habían oído muchas leyendas sobre el caballo Arión, y se quedaron asombrados de que Hazel se hubiera hecho amiga de él.
Hazel había prometido volver de visita con Arión. Las sirenas habían escrito sus números de teléfono con tinta resistente al agua en el brazo de Hazel para que pudieran mantenerse en contacto. Leo no quiso preguntar cómo tenían cobertura las sirenas en medio del Atlántico.
Mientras Hazel hablaba, el cabello le flotaba alrededor de la cara formando una nube, como la tierra marrón y el oro en polvo en la batea de un minero. Parecía muy segura de sí misma y estaba muy guapa; nada que ver con aquella chica tímida y nerviosa del patio de recreo de Nueva Orleans, con la bolsa del almuerzo aplastada a sus pies.
—No hemos llegado a hablar —dijo Leo. Era reacio a sacar el tema, pero sabía que esa podía ser la única oportunidad que tuvieran de estar solos—. Sobre Sammy.
La sonrisa de ella se desvaneció.
—Lo sé… Solo necesito un tiempo para asimilarlo. Es raro pensar que tú y él…
No hizo falta que acabara la frase. Leo sabía perfectamente lo raro que era.
—No sé cómo puedo explicárselo a Frank —añadió—. Lo de que nos pillaran cogidos de la mano.
Evitaba mirar a Leo a los ojos. En el valle, la cuadrilla de cíclopes prorrumpió en vítores cuando el tejado del templo estuvo colocado.
—He hablado con él —dijo Leo—. Le he dicho que no estaba intentando… ya sabes, provocar desavenencias entre vosotros.
—Ah. Bien.
¿Parecía decepcionada? Leo no estaba seguro, y tampoco estaba seguro de querer saberlo.
—Frank… flipó bastante cuando invoqué el fuego.
Leo le explicó lo que había ocurrido en la cueva.
Hazel se quedó pasmada.
—Oh, no. Eso debió de asustarle mucho.
Se llevó la mano a su cazadora tejana, como si estuviera buscando algo en el bolsillo interior. Siempre llevaba puesta esa cazadora, o una especie de chaqueta, aunque hiciera calor. Leo había dado por sentado que lo hacía por pudor, o porque era mejor para montar a caballo, como una cazadora de motociclista. Pero empezaba a hacerse preguntas.
Su cerebro comenzó a funcionar a toda velocidad. Recordó lo que Frank había dicho sobre su debilidad… un trozo de madera. Pensó en por qué aquel chico tendría miedo al fuego y por qué Hazel estaría tan sensibilizada con esas emociones. Leo pensó en algunas de las historias que había oído en el Campamento Mestizo. Por motivos obvios, acostumbraba a prestar atención a las leyendas sobre el fuego. Se acordó de una en la que no pensaba desde hacía meses.
—Había una antigua leyenda sobre un héroe —recordó—. Su vida estaba ligada al palo de un hogar, y cuando el trozo de leña se quemó…
La expresión de Hazel se tornó sombría. Leo supo que había descubierto la verdad.
—Frank tiene ese problema —aventuró—. Y el trozo de leña… —Señaló la cazadora de Hazel—. ¿Te lo dio para que se lo guardases?
—Leo, por favor, no… No puedo hablar de ello.
El instinto de Leo como mecánico se activó. Empezó a pensar en las propiedades de la madera y el poder corrosivo del agua salada.
—¿No corre peligro el palo debajo del mar? ¿La capa de aire que te rodea lo protege?
—Está bien —dijo Hazel—. La madera ni siquiera se moja. Además, está envuelta en varias capas de tela y plástico y… —Se mordió el labio, exasperada—. ¡Y no puedo hablar del tema! Leo, lo importante es que si Frank parece asustado o incómodo contigo, tienes que entender…
Leo se alegró de estar flotando, porque debía de estar demasiado aturdido para tenerse en pie. Se imaginó en el lugar de Frank, cuya vida era tan frágil que se podía consumir literalmente en cualquier momento. Se imaginó la confianza necesaria para entregar su vida —todo su destino— a otra persona.
Frank había elegido a Hazel, obviamente. De modo que cuando había visto a Leo —un chico que podía invocar el fuego a voluntad— coqueteando con Hazel.
Leo se estremeció. No le extrañaba que no le cayera bien a Frank. De repente, la capacidad de Frank de transformarse en un montón de animales distintos no le pareció tan impresionante; no si tenía un inconveniente tan grande como ese.
Leo pensó en el verso que menos le gustaba de la Profecía de los Siete: «Bajo la tormenta o el fuego, el mundo debe caer». Durante mucho tiempo había creído que Jason o Percy representaban la tormenta; tal vez los dos juntos. Leo era el chico del fuego. Nadie lo decía, pero estaba muy claro. Leo era impredecible. Si no hacía lo correcto, el mundo podía caer. No… debía caer. Leo se preguntó si Frank y su palo tenían algo que ver con el verso. Leo ya había cometido algunos errores garrafales. No le costaría nada prender fuego a Frank Zhang.
—¡Aquí estáis!
La voz de Bitos hizo estremecerse a Leo.
Bitos y Afros se acercaron flotando; Frank iba en medio de ellos, con aspecto pálido pero ileso. Frank observó detenidamente a Hazel y a Leo, como si estuviera intentando adivinar de qué habían estado hablando.
—Tenéis libertad para marcharos —dijo Bitos.
Abrió sus alforjas y les devolvió sus enseres confiscados. Leo nunca se había alegrado tanto de ceñirse su cinturón alrededor de la cintura.
—Decidle a Percy Jackson que no se preocupe —dijo Afros—. Hemos captado el mensaje sobre las criaturas marinas encerradas en Atlanta. Hay que detener a Keto y a Forcis. Enviaremos una misión de héroes marinos para que los venzan y liberen a sus cautivos. A Ciro, por ejemplo.
—O a Bill —propuso Bitos.
—¡Sí! Bill sería perfecto —convino Afros—. En cualquier caso, agradecemos a Percy que nos lo haya hecho saber.
—Deberíais hablar con él en persona —propuso Leo—. Aunque sea el hijo de Poseidón y todo eso.
Los dos centauros pez sacudieron las cabezas solemnemente.
—A veces es preferible no interactuar con los hijos de Poseidón —dijo Afros—. Por supuesto, somos amigos del dios del mar, pero la política de las deidades submarinas es… complicada. Y valoramos nuestra independencia. De todas formas, dadle las gracias a Percy. Haremos lo que podamos para que crucéis el Atlántico sin ningún percance ni más intromisiones de los monstruos de Keto, pero quedáis avisados: en el mar antiguo, el Mare Nostrum, aguardan más peligros.
Frank suspiró.
—Naturalmente.
Bitos dio una palmada en el brazo al robusto chico.
—No te pasará nada, Frank Zhang. Sigue practicando las transformaciones en animales marinos. La carpa está bien, pero intenta convertirte en una medusa. Recuerda lo que te he enseñado. Todo depende de la respiración.
Frank se quedó terriblemente avergonzado. Leo se mordió el labio, decidido a no sonreír.
—Y tú, Hazel —dijo Afros—, vuelve de visita y trae ese caballo tuyo. Sé que estás preocupada por el tiempo que habéis perdido pasando la noche en nuestro reino. Estás preocupada por tu hermano Nico…
Hazel cogió su espada de la caballería.
—¿Está…? ¿Sabéis dónde está?
Afros negó con la cabeza.
—No exactamente. Pero cuando os acerquéis, deberíais percibir su presencia. ¡No temáis! Debéis llegar a Roma pasado mañana si queréis salvarlo, pero todavía hay tiempo. Y debéis salvarlo.
—Sí —convino Bitos—. Él será crucial en vuestro viaje. No sé en qué sentido, pero presiento que es verdad.
Afros plantó la mano en el hombro de Leo.
—Respecto a ti, Leo Valdez, no te separes de Hazel y de Frank cuando lleguéis a Roma. Presiento que tendrán… ejem, dificultades mecánicas que solo tú podrás superar.
—¿Dificultades mecánicas? —preguntó Leo.
Afros sonrió como si tuviera una noticia estupenda.
—¡Y tengo unos regalos para ti, valiente oficial del Argo II!
—Me gusta considerarme el capitán —dijo Leo—. O el comandante supremo.
—¡Brownies! —dijo Afros, orgulloso, poniéndole a Leo en los brazos una anticuada cesta de picnic. Estaba rodeada de una burbuja de aire, y Leo confió en que evitara que los brownies se convirtieran en natillas de agua salada—. En la cesta también encontrarás la receta. ¡No te pases con la mantequilla! Ahí está el truco. Y te he dado una carta de presentación para Tiberino, el dios del río Tíber. Cuando lleguéis a Roma, vuestra amiga, la hija de Atenea, la necesitará.
—Annabeth… —dijo Leo—. De acuerdo, pero ¿por qué?
Bitos se rió.
—Ella sigue la Marca de Atenea, ¿no? Tiberino puede guiarla en su búsqueda. Es un dios viejo y orgulloso que puede ser… difícil, pero las cartas de presentación son muy importantes para los espíritus romanos. Eso convencerá a Tiberino para que la ayude. Con suerte.
—Con suerte —repitió Leo.
Bitos sacó tres pequeñas perlas rosadas de sus alforjas.
—¡Y ahora largaos, semidioses! ¡Buena travesía!
Lanzó una perla a cada uno de ellos y a su alrededor se formaron tres relucientes burbujas rosa.
Empezaron a elevarse a través del agua. A Leo le dio el tiempo justo para pensar: «¿Un ascensor con forma de bola de hámster?». Entonces ganaron velocidad y subieron como un cohete hacia el lejano brillo del sol.