XXV
Piper

Piper tenía una nueva entrada en su lista de las diez ocasiones en que se había sentido más inútil.

¿Luchar contra Gambazilla con una daga y una bonita voz? No había sido muy efectivo que digamos. Luego el monstruo se había hundido en las profundidades y había desaparecido junto con tres de sus amigos, y ella no había podido hacer nada para ayudarles.

Después, Annabeth, el entrenador Hedge y Buford la mesa habían corrido de acá para allá reparando cosas para que el barco no se hundiera. A pesar de estar agotado, Percy buscó a sus amigos desaparecidos en el mar. Jason, que también estaba agotado, voló alrededor de la jarcia como un Peter Pan rubio, apagando los fuegos de la segunda explosión verde que había iluminado el cielo justo por encima del palo mayor.

Por lo que respectaba a Piper, lo único que podía hacer era mirar su daga Katoptris, tratando de localizar a Leo, Hazel y Frank. Las únicas imágenes que veía eran las que no quería ver: tres todoterrenos negros dirigiéndose hacia el norte desde Charleston, atiborrados de semidioses romanos, y Reyna sentada al volante del primer coche. Unas águilas gigantes los escoltaban desde las alturas. De vez en cuando, brillantes espíritus morados montados en carros fantasmales salían de la campiña y formaban filas detrás de ellos, avanzando con estruendo por la interestatal 95 hacia Nueva York y el Campamento Mestizo.

Piper se concentró más. Vio las imágenes de pesadilla que había visto con anterioridad: el toro con cabeza humana que salía del agua y la estancia oscura con forma de pozo que se llenaba de agua negra mientras Jason, Percy y ella luchaban por mantenerse a flote.

Envainó a Katoptris, preguntándose cómo Helena había podido mantener la cordura durante la guerra de Troya, si la hoja de esa arma había sido su única fuente de noticias. Entonces se acordó de que todas las personas del entorno de Helena habían sido asesinadas por el ejército invasor griego. Tal vez no había mantenido la cordura.

Cuando salió el sol, ninguno de ellos había dormido. Percy había explorado el lecho marino, pero no había encontrado nada. El Argo II ya no corría el peligro de hundirse, pero sin Leo, no podían hacer reparaciones exhaustivas. El barco podía navegar, pero nadie propuso abandonar la zona sin sus amigos desaparecidos.

Piper y Annabeth enviaron una visión onírica al Campamento Mestizo avisando a Quirón de lo ocurrido con los romanos en el fuerte Sumter. Annabeth explicó su conversación con Reyna. Piper transmitió la visión de los todoterrenos dirigiéndose al norte que había contemplado en su daga. El rostro afable del centauro pareció envejecer treinta años durante el curso de la conversación, pero les aseguró que se ocuparía de las defensas del campamento. Tyson, la Señora O’Leary y Ella habían llegado sin ningún percance. En caso necesario, Tyson podía llamar a un ejército de cíclopes para que fueran a defender el campamento, y Ella y Rachel Dare ya estaban comparando profecías, tratando de recabar más información sobre lo que les deparaba el futuro. El cometido de los siete semidioses a bordo del Argo II, les recordó Quirón, consistía en completar la misión y volver sanos y salvos.

Después del mensaje de Iris, los semidioses se pasearon por la cubierta en silencio, mirando el agua y esperando un milagro.

Cuando por fin se produjo —tres gigantescas burbujas rosadas salieron a la superficie a la altura de estribor y expulsaron a Frank, Hazel y Leo—, Piper se volvió un poco loca. Gritó de alivio y se lanzó de cabeza al agua.

¿En qué estaba pensando? No cogió una cuerda ni un chaleco salvavidas ni nada parecido. Pero estaba tan feliz que se acercó nadando a Leo y le dio un beso en la mejilla, un gesto que a él le sorprendió un poco.

—¿Me has echado de menos? —dijo Leo riéndose.

Piper se puso súbitamente furiosa.

—¿Dónde habéis estado? ¿Cómo habéis sobrevivido?

—Es una larga historia —dijo Leo. Una cesta de picnic emergió a la superficie al lado de él—. ¿Quieres un brownie?

Una vez que subieron a bordo y se pusieron ropa seca (el pobre Frank tuvo que pedir prestados a Jason unos pantalones demasiado pequeños), toda la tripulación se reunió en el alcázar para celebrar la ocasión con un desayuno, menos el entrenador Hedge, que se quejó de que el ambiente era demasiado afectuoso para su gusto y bajó a alisar a martillazos unas abolladuras del casco.

Mientras Leo se ocupaba de los mandos del timón, Hazel y Frank relataron la historia de los centauros pez y su campamento de entrenamiento.

—Increíble —dijo Jason—. Estos brownies están buenísimos.

—¿Es lo único que tienes que decir? —preguntó Piper.

Él se quedó sorprendido.

—¿Qué? He oído la historia. Centauros pez. Sirenas y tritones. Una carta de presentación para el dios del río Tíber. Entendido. Pero estos brownies…

—Lo sé —dijo Frank, con la boca llena—. Pruébalos con la mermelada de melocotón de Esther.

—Qué asco —dijo Piper.

—Pásame el tarro, tío —dijo Jason.

Hazel y Piper se cruzaron una mirada de profunda irritación. «Chicos.»

Percy, por su parte, quiso oír todos los detalles sobre el campamento acuático. Siempre volvía al mismo punto:

—¿No han querido conocerme?

—No es eso —dijo Hazel—. Simplemente… es la política submarina, supongo. Las sirenas y los tritones son territoriales. La buena noticia es que se van a ocupar del acuario de Atlanta. Y ayudarán a proteger el Argo II cuando crucemos el Atlántico.

Percy asintió con la cabeza distraídamente.

—Pero ¿no han querido conocerme?

Annabeth le dio un manotazo en el brazo.

—¡Venga ya, Cerebro de Alga! Tenemos otras cosas por las que preocuparnos.

—Annabeth tiene razón —dijo Hazel—. Después de hoy, a Nico solo le quedan menos de dos días. Los centauros pez han dicho que tenemos que rescatarlo. De algún modo, es crucial para la misión.

Miró a su alrededor en actitud defensiva, como si estuviera esperando que alguien discutiera o cuestionara sus palabras, pero nadie lo hizo.

Piper trató de imaginarse lo que debía de estar sintiendo Nico di Angelo, atrapado en una vasija con dos granos de granada como único sustento, ignorando si lo rescatarían. La idea llenó de impaciencia a Piper por llegar a Roma, aunque tenía la terrible sensación de que se dirigía a su propia cárcel: una estancia oscura llena de agua.

—Nico debe de tener información sobre las Puertas de la Muerte —dijo Piper—. Lo salvaremos, Hazel. Podemos llegar a tiempo. ¿Verdad, Leo?

—¿Qué? —Leo apartó la vista de los mandos—. Ah, sí. Deberíamos llegar al Mediterráneo mañana por la mañana. Luego pasaremos el resto del día navegando hacia Roma, o volando, si consigo tener arreglado el estabilizador para entonces…

De repente a Jason le cambió la cara, como si su brownie con mermelada de melocotón no supiera tan bien.

—Eso nos sitúa en Roma el último día posible para salvar a Nico. Veinticuatro horas para encontrarlo… como máximo.

Percy cruzó las piernas.

—Y eso solo es parte del problema. También está la Marca de Atenea.

A Annabeth no pareció entusiasmarle el cambio de tema. Posó la mano en su mochila, que siempre parecía acompañarla desde que habían partido de Charleston.

Abrió el bolso y sacó un fino disco de bronce del diámetro de un dónut.

—Este es el mapa que encontré en el fuerte Sumter. Está…

Se calló bruscamente, mirando la superficie de bronce lisa.

—¡Está en blanco!

Percy lo cogió y examinó las dos caras.

—¿No estaba así antes?

—¡No! Lo estuve mirando en mi camarote y… —Annabeth murmuró entre dientes—. Debe de ser como la Marca de Atenea. Solo puedo verlo cuando estoy sola. No se muestra a los demás semidioses.

Frank retrocedió como si el disco fuera a explotar. Tenía un bigote naranja y una barba de migas de brownie, y a Piper le entraron ganas de darle una servilleta.

—¿Qué contenía? —preguntó Frank, nervioso—. ¿Y qué es la Marca de Atenea? Sigo sin entenderlo.

Annabeth cogió el disco de la mano de Percy. Le dio la vuelta a la luz del sol, pero seguía en blanco.

—El mapa era difícil de interpretar, pero mostraba un punto en el río Tíber, en Roma. Creo que allí es donde empieza mi búsqueda… el camino que tengo que tomar para seguir la marca.

—Tal vez sea allí donde encuentres al dios Tiberino —dijo Piper—. Pero ¿qué es la marca?

—La moneda —murmuró Annabeth.

Percy frunció el entrecejo.

—¿Qué moneda?

Annabeth se metió la mano en el bolsillo y sacó un dracma de plata.

—Lo llevo encima desde que vi a mi madre en Grand Central. Es una moneda ateniense.

Se la pasó y la fueron mirando uno detrás de otro. Mientras cada semidiós la observaba, a Piper le asaltó un ridículo recuerdo de ciertos ejercicios de primaria en los que los alumnos enseñaban un objeto y tenían que describirlo.

—Una lechuza —observó Leo—. Tiene sentido. Supongo que la rama es una rama de olivo. Pero ¿qué es esta inscripción, ΑƟΕ? ¿Área de efecto?

—Es alfa, theta, épsilon —explicó Annabeth—. En griego significa «De los atenienses»… o también se puede leer como «los hijos de Atenea». Es una especie de lema ateniense.

—Como SPQR para los romanos —supuso Piper.

Annabeth asintió.

—La Marca de Atenea es una lechuza, como esa. Aparece en color rojo fuego. La he visto en sueños. Y por segunda vez en el fuerte Sumter.

Describió lo ocurrido en la fortaleza: la voz de Gaia, las arañas de la guarnición, la marca que las quemaba. Piper notaba que le costaba hablar del asunto.

Percy le tomó la mano.

—Debería haber estado contigo.

—Esa es la cuestión —dijo Annabeth—. Nadie puede estar conmigo. Cuando llegue a Roma tendré que partir sola. Si no, la marca no aparecerá. Tendré que seguirla hasta… hasta su origen.

Frank cogió la moneda de la mano de Leo. Se quedó mirando la lechuza.

—«El azote de los gigantes es pálido y dorado, obtenido con dolor en un presidio hilado.» —Alzó la vista a Annabeth—. ¿Qué es… lo que hay en el origen?

Antes de que Annabeth pudiera contestar, Jason intervino.

—Una estatua —dijo—. Una estatua de Atenea. Por lo menos, eso es lo que yo creo.

Piper frunció el entrecejo.

—Dijiste que no lo sabías.

—Y no lo sé. Pero cuanto más lo pienso, solo hay un objeto que coincida con la leyenda. —Se volvió hacia Annabeth—. Lo siento. Debería haberte contado mucho antes todo lo que he oído. Pero, sinceramente, tenía miedo. Si la leyenda es cierta…

—Lo sé —dijo Annabeth—. Lo he descubierto, Jason. Te entiendo perfectamente. Pero si conseguimos salvar la estatua, griegos y romanos juntos… ¿No lo veis? Podría cerrar la brecha.

—Un momento. —Percy hizo un gesto para solicitar tiempo—. ¿Qué estatua?

Annabeth recuperó la moneda de plata y se la metió en el bolsillo.

—La Atenea Partenos —dijo—. La estatua griega más famosa de todos los tiempos. Medía doce metros de altura y estaba cubierta de marfil y oro. Estaba en medio del Partenón de Atenas.

El barco se quedó en silencio, interrumpido únicamente por las olas que lamían el casco.

—Está bien, me pica la curiosidad —dijo Leo por fin—. ¿Qué fue de ella?

—Desapareció —respondió Annabeth.

Leo frunció el entrecejo.

—¿Cómo desaparece sin más una estatua colocada en medio del Partenón?

—Buena pregunta —dijo Annabeth—. Es uno de los mayores misterios de la historia. Hay quien cree que fue fundida para sacar el oro o destruida por los invasores. Atenas fue saqueada varias veces. Otros creen que se llevaron la estatua…

—Los romanos —concluyó Jason—. Al menos, es una de las teorías, y coincide con la leyenda que yo oí en el Campamento Júpiter. Para desanimar a los griegos, los romanos se llevaron la Atenea Partenos cuando tomaron la ciudad de Atenas. La escondieron en un sepulcro subterráneo en Roma. Los semidioses romanos juraron que no volvería a ver la luz del día. Literalmente, robaron a Atenea para que no pudiera seguir siendo el símbolo del poder militar griego. Se convirtió en Minerva, una diosa mucho más dócil.

—Y los hijos de Atenea han estado buscando la estatua desde entonces —dijo Annabeth—. La mayoría no conocen la leyenda, pero la diosa elige a unos pocos miembros de cada generación. Se les entrega una moneda como la mía. Siguen la Marca de Atenea…, una especie de rastro mágico que los conecta con la estatua… con la esperanza de encontrar la última morada de la Atenea Partenos y de recuperarla.

Piper los miró a los dos —Annabeth y Jason— con silencioso asombro. Hablaban como uno solo, sin rencor ni culpabilidad. Nunca se habían fiado el uno del otro. Piper estaba lo bastante unida a los dos para saberlo. Pero si podían hablar de un problema tan grave —el principal motivo del odio entre griegos y romanos— con tanta calma, tal vez todavía hubiera esperanza para los dos campamentos.

Percy parecía estar pensando lo mismo, a juzgar por su expresión de sorpresa.

—Entonces, si encontráramos…, o sea, si encontraras… la estatua, ¿qué haríamos con ella? ¿Podríamos moverla?

—No estoy segura —reconoció Annabeth—. Pero si pudiéramos salvarla, podría unir los dos campamentos. Podría curar el odio de mi madre separando sus dos facetas. Y tal vez… tal vez la estatua tenga algún tipo de poder que pueda ayudarnos contra los gigantes.

Piper se quedó mirando a Annabeth asombrada y empezó a apreciar la enorme responsabilidad que su amiga había asumido. Y Annabeth tenía intención de hacerlo sola.

—Esto podría cambiarlo todo —dijo Piper—. Podría poner fin a miles de años de hostilidad. Podría ser la clave para vencer a Gaia. Pero si no podemos ayudarte…

No terminó la frase, pero la pregunta se quedó flotando en el aire: «¿Era posible salvar la estatua?».

Annabeth se puso derecha. Piper sabía que por dentro debía de estar aterrada, pero lo disimulaba muy bien.

—Debo tener éxito —dijo Annabeth simplemente—. El riesgo vale la pena.

Hazel se retorció el pelo pensativamente.

—No me gusta la idea de que arriesgues la vida sola, pero tienes razón. Nosotros vimos lo que supuso para la legión romana recuperar el estandarte del águila dorada. Si esa estatua es el símbolo más poderoso de Atenea jamás creado…

—Podría petarlo —propuso Leo.

Hazel frunció el entrecejo.

—Yo no lo habría expresado de esa forma, pero sí.

—Solo que… —Percy volvió a tomar la mano de Annabeth— ningún hijo de Atenea la ha encontrado jamás. Annabeth, ¿qué hay allí abajo? ¿Qué es lo que la está vigilando? Si tiene que ver con arañas…

—«Obtenido con dolor en un presidio hilado» —recordó Frank—. ¿Hilado, como las telarañas?

Annabeth se puso pálida como el papel. Piper sospechaba que Annabeth sabía lo que le esperaba… o, como mínimo, tenía una idea muy aproximada. Estaba intentando contener una oleada de pánico.

—Nos ocuparemos de eso cuando lleguemos a Roma —propuso Piper, infundiendo a su voz un poco de embrujahabla para calmar los nervios de sus amigos—. Va a salir bien. Annabeth también lo va a petar. Ya lo veréis.

—Sí —dijo Percy—. Hace mucho tiempo que aprendí que no hay que apostar contra Annabeth.

Annabeth los miró a los dos agradecida.

A juzgar por sus desayunos a medio comer, los demás todavía estaban inquietos, pero Leo consiguió sacarlos de su estado. Pulsó un botón, y un sonoro chorro de vapor estalló de la boca de Festo y los sobresaltó a todos.

—¡Bueno! —dijo—. Ha sido una interesante reunión, pero todavía quedan un montón de cosas por arreglar en este barco para que podamos llegar al Mediterráneo. ¡Por favor, presentaos ante el comandante supremo Leo para que os asigne vuestra superdivertida lista de tareas!

Piper y Jason se encargaron de limpiar la cubierta inferior, que había quedado desbarajustada durante el ataque del monstruo. Reorganizar la enfermería y asegurar con tablas la zona de almacenamiento les llevó la mayor parte del día, pero a Piper no le importó. En primer lugar, le permitió pasar tiempo con Jason. En segundo, las explosiones de la noche anterior le habían infundido un saludable respeto por el fuego griego. No quería que ningún frasco suelto de aquella sustancia rodara por los pasillos en mitad de la noche.

Mientras arreglaban los establos, Piper pensó en las horas que Annabeth y Percy habían pasado allí sin querer. Piper deseó poder hablar con Jason toda la noche, acurrucarse en el suelo del establo y disfrutar de su compañía. ¿Por qué ellos nunca llegaban a infringir las normas?

Jason no era así. Él estaba programado para ser un líder y dar ejemplo. Infringir las normas no era algo que le saliera de forma natural.

Sin duda Reyna admiraba esa cualidad de él. Piper también…, la mayoría de las veces.

La única vez que lo había convencido para que se rebelara había sido en la Escuela del Monte, la noche que habían subido a escondidas al tejado para contemplar una lluvia de meteoritos. Allí es donde se habían besado por primera vez.

Lamentablemente, ese recuerdo era un engaño de la Niebla, una mentira mágica implantada en su cerebro por Hera. Piper y Jason estaban juntos en ese momento, en la vida real, pero su relación se basaba en una ilusión. Si Piper intentara que el auténtico Jason saliera a hurtadillas de noche, ¿qué haría él?

Ella barrió el heno en montones. Jason arregló una puerta rota de un establo. La compuerta de cristal del suelo emitía un brillo procedente del mar: una extensión verde de luz y sombras que parecía descender sin fin. Piper no dejaba de mirar, temiendo que apareciera la cara de un monstruo o los caníbales del agua de las viejas leyendas de su abuelo, pero lo único que veía era algún que otro banco de arenques.

Mientras observaba cómo Jason trabajaba, admiró la facilidad con la que hacía cada tarea, ya fuese arreglar una puerta o engrasar sillas de montar. No eran solo sus fuertes brazos y sus diestras manos, que a Piper le encantaban, sino también el optimismo y la seguridad que mostraba. Hacía lo que hubiera que hacer sin quejarse. No perdía el sentido del humor, a pesar de que tenía que estar hecho polvo porque no había dormido la noche anterior. Piper entendía perfectamente que Reyna se hubiera enamorado de él. En lo tocante al trabajo y el deber, Jason era romano hasta la médula.

Piper pensó en el encuentro para tomar el té que su madre organizó en Charleston. Se preguntaba qué le habría contado la diosa a Reyna hacía un año y por qué habría cambiado la forma en que Reyna trataba a Jason. ¿La había alentado Afrodita o la había disuadido en sus sentimientos hacia Jason?

Piper no estaba segura, pero deseaba que su madre no hubiera aparecido en Charleston. Las madres normales eran bochornosas. Las madres divinas y glamurosas que invitaban a tus amigas a tomar el té y hablar de chicos eran mortificantes.

Afrodita había prestado tanta atención a Annabeth y a Hazel que había hecho sentirse incómoda a Piper. Cuando su madre se interesaba por la vida amorosa de alguien, normalmente era mala señal. Significaba que se avecinaban problemas. O, como diría Afrodita, «vicisitudes».

Pero en el fondo Piper también estaba dolida por no poder contar con su madre. Afrodita apenas la miraba. No había dicho una palabra sobre Jason. No se había molestado en absoluto en explicar la conversación que había mantenido con Reyna.

Era como si Afrodita ya no la considerara interesante. Piper ya había conseguido a su chico. Ahora dependía de ella que las cosas funcionaran, y Afrodita había pasado a un cotilleo más reciente con la facilidad con la que tiraría un viejo ejemplar de una revista del corazón.

«Todas sois unas historias… —había dicho Afrodita—. Digo, unas chicas extraordinarias.»

Piper no lo había apreciado, pero una parte de ella había pensado: «Vale. Yo no quiero ser una historia. Quiero una vida buena y estable con un novio bueno y estable».

Si supiera cómo hacer que las relaciones funcionaran… Se suponía que era una experta, siendo la monitora jefe de la cabaña de Afrodita. Otros campistas del Campamento Mestizo acudían a ella para pedirle consejo continuamente. Piper había intentado hacerlo lo mejor posible, pero no tenía ni idea de qué hacer con su propio novio. Constantemente se estaba cuestionando, interpretando en exceso las expresiones de Jason, su humor, sus comentarios hechos a la ligera. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Por qué no podía ser todo como el final de un cuento, donde los protagonistas vivían felices para siempre y se alejaban cabalgando hacia la puesta de sol?

—¿En qué estás pensando? —preguntó Jason.

Piper se dio cuenta de que había estado poniendo cara de pocos amigos. En el reflejo de las compuertas de cristal se vio como si se hubiera tragado una cucharada de sal.

—En nada —dijo—. Quiero decir… en muchas cosas. Todas al mismo tiempo.

Jason se rió. La cicatriz de su labio casi desaparecía cuando sonreía. Considerando todas las cosas por las que había pasado, era increíble que pudiera estar de tan buen humor.

—Va a salir bien —prometió—. Tú lo has dicho.

—Sí —convino Piper—. Pero lo decía para que Annabeth se sintiera mejor.

Jason se encogió de hombros.

—Aun así, es verdad. Casi hemos llegado a las tierras antiguas. Hemos dejado atrás a los romanos.

—Y ahora se dirigen al Campamento Mestizo para atacar a nuestros amigos.

Jason vaciló, como si le costara enfocar ese detalle de forma positiva.

—A Quirón se le ocurrirá una forma de entretenerlos. Los romanos podrían tardar semanas en encontrar el campamento y planear el ataque. Además, Reyna hará todo lo que pueda para retrasar la marcha de las tropas. Está de nuestro lado. Lo sé.

—Te fías de ella.

La voz de Piper sonaba apagada, incluso para sí misma.

—Mira, Pipes. Ya te lo he dicho, no tienes motivos para estar celosa.

—Es guapa. Es poderosa. Es tan… romana…

Jason dejó el martillo. Le tomó la mano, y un hormigueo recorrió el brazo de ella. El padre de Piper la había llevado una vez al acuario del Pacífico para enseñarle una anguila eléctrica. Le había dicho que la anguila emitía impulsos que electrocutaban y paralizaban a su presa. Cada vez que Jason la miraba o le tocaba la mano, Piper se sentía igual.

—Tú eres guapa y poderosa —dijo él—. Y no quiero que seas romana. Quiero que seas Piper. Además, tú y yo formamos un equipo.

Ella quería creerlo. Hacía meses que estaban juntos. Aun así, no podía librarse de sus dudas, como Jason tampoco podía librarse del tatuaje con las siglas SPQR que llevaba grabado a fuego en el antebrazo.

Encima de ellos, la campana del barco sonó y anunció la cena.

Jason sonrió burlonamente.

—Será mejor que subamos. No queremos que el entrenador Hedge nos ate una campana al cuello.

Piper se estremeció. El entrenador Hedge había amenazado con hacer eso después del escándalo de Percy y Annabeth para saber si alguien se escapaba a hurtadillas de noche.

—Sí —dijo ella con pesar, mirando las compuertas de cristal situadas a sus pies—. Supongo que necesitamos cenar… y dormir bien.