A la mañana siguiente Piper se despertó con el sonido de una bocina de barco distinta: un ruido tan estruendoso que literalmente la sacudió de la cama.
Se preguntó si Leo les estaba gastando otra broma. Entonces la bocina volvió a retumbar. Parecía que procediera de varios cientos de metros de distancia, de otro barco.
Corrió a vestirse. Cuando subió a la cubierta, los demás ya se habían reunido; todos se habían vestido apresuradamente menos el entrenador Hedge, que había hecho el turno de noche.
La camiseta de los Juegos Olímpicos de Invierno de Frank estaba al revés. Percy llevaba unos pantalones de pijama y una coraza de bronce, una interesante combinación. Hazel tenía todo el cabello despeinado hacia un lado, como si hubiera atravesado un ciclón; y Leo se había prendido fuego sin querer. Tenía la camiseta chamuscada y hecha jirones. Sus brazos echaban humo.
A unos cien metros a babor, un enorme crucero pasó deslizándose. Los turistas les saludaron con la mano desde quince o dieciséis hileras de balcones. Algunos sonreían y tomaban fotos. A ninguno parecía sorprenderle ver un antiguo trirreme griego. Tal vez la Niebla hacía que pareciera un barco de pesca, o tal vez los pasajeros pensaban que el Argo II era una atraccción turística.
El crucero tocó su bocina otra vez, y al Argo II le entró un tembleque.
El entrenador Hedge se tapó los oídos.
—¿Tienen que hacer tanto ruido?
—Solo están saludando —supuso Frank.
—¿QUÉ? —gritó Hedge.
El barco pasó lentamente por delante de ellos adentrándose en el mar. Los turistas siguieron saludándolos con la mano. No dieron muestras de que les extrañara que el Argo II estuviera ocupado por unos chicos medio dormidos vestidos con armadura y pijama y por un hombre con patas de cabra.
—¡Adiós! —gritó Leo, levantando su mano humeante.
—¿Puedo manejar la ballesta? —preguntó Hedge.
—No —dijo Leo entre dientes mientras forzaba una sonrisa.
Hazel se frotó los ojos y miró por encima de la reluciente agua verde.
—¿De dónde…? Oh… Vaya.
Piper siguió su mirada y ahogó un grito. Ahora que el barco no les tapaba la vista, divisó una montaña que sobresalía del mar a menos de un kilómetro hacia el norte. Piper había visto acantilados impresionantes. Había viajado por la autopista 1 a lo largo de la costa de California. Incluso se había caído por el Gran Cañón con Jason y había subido volando. Pero no había visto nada tan asombroso como aquel enorme puño de deslumbrante roca blanca que hendía el cielo. Por un lado, los acantilados de piedra caliza eran casi totalmente verticales y descendían hasta el mar en una caída de más de trescientos metros, según los cálculos de Piper. Por el otro lado, la montaña se inclinaba de forma escalonada, cubierta de bosque, de modo que en conjunto a Piper le recordó una colosal esfinge, erosionada a lo largo de los milenios, con la cabeza y el pecho inmensos y blancos, y una capa verde sobre la espalda.
—El peñón de Gibraltar —dijo Annabeth, asombrada—. Está en un extremo de España. Y allí… —Señaló al sur, a una extensión más lejana de colinas rojas y ocres—. Eso debe de ser África. Estamos en la boca del Mediterráneo.
Era una mañana calurosa, pero Piper empezó a tiritar. A pesar de la ancha extensión de mar que tenían delante, se sentía como si se encontrara ante una barrera infranqueable. Una vez que entraran en el Mediterráneo —el Mare Nostrum—, estarían en las tierras antiguas. Si las leyendas eran ciertas, su misión se volvería diez veces más peligrosa.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó—. ¿Entramos sin más?
—¿Por qué no? —dijo Leo—. Es un gran canal de navegación. Entran y salen barcos a todas horas.
Pero no trirremes llenos de semidioses, pensó Piper.
Annabeth contempló el peñón de Gibraltar. Piper reconoció la expresión pensativa del rostro de su amiga. Casi siempre significaba que esperaba problemas.
—Antiguamente llamaban esta zona las Columnas de Hércules. Se suponía que el peñón era una columna. La otra era una de las montañas africanas. Nadie sabe con seguridad cuál.
—Conque Hércules, ¿eh? —Percy frunció el entrecejo—. Ese tío era como el Starbucks de la antigua Grecia: estaba en todas partes.
Un «bum» atronador sacudió el Argo II, pero esa vez Piper no estaba segura de dónde venía. No veía ningún otro barco, y el cielo estaba despejado.
De repente se le secó la boca.
—Entonces… las Columnas de Hércules ¿son peligrosas?
Annabeth seguía concentrada en los acantilados blancos, como si estuviera esperando a que la Marca de Atenea brillara.
—Para los griegos, las columnas señalaban el fin del mundo conocido. Los romanos decían que en las columnas había inscrita una advertencia en latín…
—Non plus ultra —dijo Percy.
Annabeth se quedó pasmada.
—Sí. «No hay nada más allá.» ¿Cómo lo sabías?
Percy señaló con el dedo.
—Porque lo estoy viendo.
Justo delante de ellos, en medio del estrecho, había brotado una isla reluciente. Piper estaba segura de que allí no había habido ninguna isla antes. Era una pequeña masa de tierra montañosa cubierta de bosques y rodeada de playas de arena blanca. No demasiado impresionante comparada con Gibraltar, pero enfrente de la isla, sobresaliendo de las olas a unos cien metros de la costa, había dos columnas griegas tan altas como los mástiles del Argo. Entre las columnas, unas enormes palabras plateadas relucían bajo el agua; tal vez eran una ilusión o tal vez estaban grabadas en la arena: NON PLUS ULTRA.
—¿Doy la vuelta, chicos? —preguntó Leo con cierto nerviosismo—. O…
Nadie contestó, tal vez porque, como Piper, habían reparado en la figura que había en la playa. A medida que el barco se acercaba a las columnas, Piper vio a un hombre de pelo moreno con una túnica morada y los brazos cruzados que miraba fijamente al barco, como si los estuviera esperando. Piper no distinguía mucho más del extraño desde tan lejos, pero a juzgar por su postura, no estaba contento.
Frank inspiró bruscamente.
—¿Es posible que sea…?
—Hércules —dijo Jason—. El semidiós más famoso de todos los tiempos.
El Argo II estaba ya a tan solo unos cientos de metros de las columnas.
—Necesito una respuesta —dijo Leo con tono apremiante—. Puedo girar o podemos despegar. Los estabilizadores vuelven a funcionar. Pero necesito saberlo rápido…
—Tenemos que seguir adelante —dijo Annabeth—. Creo que está vigilando el estrecho. Si de verdad es Hércules, huir por mar o por aire no serviría de nada. Querrá hablar con nosotros.
Piper resistió el deseo de usar su poder de persuasión. Quería gritarle a Leo: «¡Vuela! ¡Sácanos de aquí!». Lamentablemente, tenía la sensación de que Annabeth estaba en lo cierto. Si querían entrar en el Mediterráneo, no podían evitar el encuentro.
—¿Y no estará Hércules de nuestro lado? —preguntó esperanzada—. Quiero decir… es uno de los nuestros, ¿no?
—Era hijo de Zeus, pero cuando murió se convirtió en dios. Con los dioses, nunca se sabe.
Piper se acordó de su encuentro en Kansas con Baco: otro dios que había sido semidiós. La reunión no había sido precisamente favorable.
—Genial —dijo Percy—. Nosotros siete contra Hércules.
—¡Y un sátiro! —añadió Hedge—. Podemos vencerle.
—Tengo una idea mejor —dijo Annabeth—. Enviemos unos embajadores a tierra. Un grupo pequeño: uno o dos como mucho. Intentemos hablar con él.
—Yo iré —dijo Jason—. Es hijo de Zeus. Yo soy hijo de Júpiter. Tal vez se haga amigo mío.
—O tal vez te odie —propuso Percy—. Los hermanastros no siempre se llevan bien.
Jason frunció el entrecejo.
—Gracias, don Optimista.
—Merece la pena intentarlo —dijo Annabeth—. Por lo menos Jason y Hércules tienen algo en común. Y necesitamos a nuestra mejor diplomática. Alguien a quien se le den bien las palabras.
Todos los ojos se volvieron hacia Piper.
Ella trató de no gritar y no huir saltando por la borda. Tenía un mal presentimiento. Pero si Jason iba a ir a tierra, quería estar con él. Tal vez aquel dios enormemente poderoso resultara ser amable. Alguna vez tenían que tener buena suerte, ¿no?
—Vale —dijo—. Pero dejad que me cambie de ropa.
Una vez que Leo hubo anclado el Argo II entre las columnas, Jason invocó el viento para que los llevara a Piper y a él a tierra.
El hombre de morado les estaba esperando.
Piper había oído montones de historias sobre Hércules. Había visto varias películas y dibujos animados espantosos. Antes de ese día, si hubiera pensado en él, habría puesto los ojos en blanco y se habría imaginado a un ridículo treintañero melenudo con el pecho fuerte y una asquerosa barba de hippy, con una piel de león sobre la cabeza y un gran garrote, como un cavernícola. Se imaginaba que olería mal, eructaría y se rascaría mucho, y que hablaría básicamente con gruñidos.
No se esperaba eso.
El dios tenía los pies descalzos cubiertos de arena blanca. La túnica hacía que pareciera un sacerdote, pero Piper no recordaba qué cargo de la Iglesia vestía de morado. ¿Eran los cardenales? ¿Los obispos? ¿Y el color morado significaba que era la versión romana de Hércules en lugar de la griega? Llevaba una barba descuidada a la moda, como la del padre de Piper y sus amigos actores; una barba en plan «Casualmente hace dos días que no me afeito, pero sigo estando cañón».
Estaba fuerte, pero no era demasiado robusto. Llevaba el cabello negro muy corto, al estilo romano. Tenía unos llamativos ojos azules como los de Jason, pero su piel era cobriza, como si hubiera pasado toda la vida en una cama de bronceado. Y lo más sorprendente: aparentaba unos veinte años. Seguro que no era más mayor. Tenía un atractivo tosco, pero desde luego no el de un cavernícola.
Efectivamente poseía un garrote, que estaba tirado en la arena a su lado, pero parecía más un bate de béisbol demasiado grande: un cilindro de caoba pulido de un metro y medio de largo con un mango de cuero tachonado de bronce. Al entrenador Hedge le habría dado envidia.
Jason y Piper aterrizaron en la orilla de la playa. Se acercaron despacio, con cuidado de no hacer movimientos peligrosos. Hércules los observaba sin ninguna emoción en particular, como si fueran una forma de ave marina en la que no hubiera reparado nunca.
—Hola —dijo Piper.
Siempre había que empezar con buen pie.
—¿Qué pasa? —dijo Hércules.
Su voz era grave pero informal, muy moderna. Podría haberlos estado saludando en el vestuario del instituto.
—Ejem… poca cosa. —Piper hizo una mueca—. Bueno, en realidad, muchas cosas. Yo soy Piper. Este es Jason. Nosotros…
—¿Dónde está la piel de león? —la interrumpió Jason.
A Piper le entraron ganas de darle un codazo, pero Hércules se mostró más divertido que molesto.
—Estamos a más de treinta grados —respondió—. ¿Por qué iba a llevar puesta la piel de león? ¿Llevas tú un abrigo de piel cuando vas a la playa?
—Supongo que es lógico. —Jason parecía decepcionado—. Pero en los cuadros siempre aparece con una piel de león.
Hércules lanzó una mirada acusadora al cielo, como si quisiera tener una charla con su padre, Zeus.
—No te creas todo lo que oigas sobre mí. Ser famoso no es tan divertido como puedas pensar.
—Ya te digo —dijo Piper suspirando.
Hércules fijó sus brillantes ojos azules en ella.
—¿Eres famosa?
—Mi padre… se dedica al cine.
Hércules gruñó.
—No me hagas hablar del cine. Dioses del Olimpo, no se enteran de nada. ¿Has visto alguna película sobre mí en la que aparezca como soy?
Piper tuvo que reconocer que tenía razón.
—Me sorprende que sea tan joven.
—¡Ja! Ser inmortal ayuda. Pero sí, no era tan viejo cuando morí. No desde una perspectiva moderna. Durante mis años de héroe hice muchas cosas…, demasiadas, la verdad. —Su mirada se desvió hacia Jason—. Eres hijo de Zeus, ¿verdad?
—De Júpiter —dijo Jason.
—No hay mucha diferencia —masculló Hércules—. Papá es un pesado en cualquiera de las dos versiones. A mí me llamaron Heracles. Luego aparecieron los romanos y me llamaron Hércules. La verdad es que no cambié tanto, aunque últimamente, al pensar en ello, me entra un terrible dolor de cabeza…
El lado izquierdo de su cabeza palpitó. Su túnica relució, se tiñó momentáneamente de blanco y, acto seguido, recuperó el color morado.
—En cualquier caso —dijo Hércules—, si eres hijo de Júpiter, lo entenderás. Estamos sometidos a mucha presión. Siempre quieren más. A uno se le pueden acabar cruzando los cables.
Se volvió hacia Piper. Ella se sintió como si mil hormigas le estuvieran trepando por la espalda. Había una mezcla de tristeza y oscuridad en los ojos de Hércules que no parecía del todo sana, y desde luego en absoluto inofensiva.
—Respecto a ti, cariño —dijo—, ten cuidado. Los hijos de Zeus pueden ser… Da igual.
Piper no sabía a qué se refería. De repente le entraron ganas de alejarse de aquel dios lo máximo posible, pero trató de mantener una expresión serena y cortés.
—Bueno, señor Hércules, estamos en una misión —dijo—. Nos gustaría que nos diera permiso para pasar al Mediterráneo.
Hércules se encogió de hombros.
—Para eso estoy aquí. Cuando me morí, mi padre me convirtió en el portero del Olimpo. Yo pensé: «¡Genial! ¡Trabajo de palacio! ¡Fiesta continua!». Lo que no me dijo es que estaría vigilando las puertas de las tierras antiguas, sin poder moverme de esta isla el resto de la eternidad. Diversión a gogó.
Señaló las columnas que se elevaban por encima de las olas.
—Estúpidas columnas. Hay quien afirma que yo creé el estrecho de Gibraltar separando las montañas. Otros dicen que las montañas son las columnas. Menudo montón de estiércol de Augias. Las columnas son columnas.
—Naturalmente —dijo Piper—. Entonces… ¿podemos pasar?
El dios se rascó su barba.
—Bueno, tengo que advertiros de lo peligrosas que son las tierras antiguas. En el Mare Nostrum no puede sobrevivir cualquier semidiós. Por ese motivo, tengo que encomendaros que completéis una misión. Que demostréis vuestro valor, bla, bla, bla. Sinceramente, no le doy mucha importancia. Normalmente encargo a los semidioses algo sencillo, como ir de compras, cantar una canción divertida, ese tipo de cosas. Después de todos los trabajos que tuve que hacer para mi malvado primo Euristeo, no quiero ser como él, ¿sabéis?
—Se lo agradecemos —dijo Jason.
—No importa.
Hércules parecía relajado y de trato fácil, pero aun así ponía nerviosa a Piper. El brillo oscuro de sus ojos le recordaba un carbón empapado en queroseno, listo para arder en cualquier momento.
—Por cierto, ¿cuál es vuestra misión?
—Gigantes —dijo Jason—. Vamos a Grecia a impedir que despierten a Gaia.
—Gigantes —murmuró Hércules—. Odio a esos tíos. Cuando yo era un semidiós… bah, da igual. ¿Qué dios os ha hecho hacer esto? ¿Papá? ¿Atenea? ¿Afrodita, quizá? —Miró a Piper arqueando una ceja—. Con lo guapa que eres, supongo que es tu madre.
Piper debería haber pensado más rápido, pero Hércules le inquietaba. Tardó en darse cuenta de que la conversación se estaba convirtiendo en un campo minado.
—Nos envía Hera —dijo Jason—. Nos ha reunido para que…
—Hera.
De repente la expresión de Hércules se volvió como los acantilados de Gibraltar: una capa de piedra sólida e implacable.
—Nosotros también la odiamos —dijo Piper rápidamente. Dioses, ¿por qué no se le había pasado por la cabeza? Hera había sido enemiga mortal de Hércules—. No queríamos ayudarla. No nos dio muchas opciones, pero…
—Pero aquí estáis —dijo Hércules, sin rastro de cordialidad—. Lo siento por vosotros. Me da igual lo encomiable que sea vuestra misión. No hago nada que desee Hera. Nunca.
Jason se quedó perplejo.
—Yo creía que se había reconciliado con ella cuando se había convertido en dios.
—Como ya he dicho —masculló Hércules—, no creas todo lo que oigas por ahí. Si queréis entrar en el Mediterráneo, me temo que tendré que encargaros una misión superdifícil.
—Pero somos como hermanos —protestó Jason—. Hera también me arruinó la vida. Entiendo…
—No entiendes nada —dijo Hércules fríamente—. Mi primera familia murió. Desperdicié la vida con ridículas misiones. Mi segunda esposa murió después de ser engañada para que me envenenara y me dejara morir de forma dolorosa. ¿Y qué compensación recibí? Me convertí en un dios de segunda. Inmortal, así que jamás podré olvidar mi dolor. Sin poder moverme de aquí, haciendo de portero, de conserje, de… de mayordomo de los dioses del Olimpo. No, no lo entiendes. El único dios que puede entenderme un poco es Dioniso. Y por lo menos él inventó algo útil. Yo no tengo nada que enseñar, salvo malas adaptaciones cinematográficas de mi vida.
Piper echó mano de su embrujahabla.
—Es lamentable, señor Hércules. Pero, por favor, no sea duro con nosotros. No somos malas personas.
Piper pensó que lo había conseguido. Hércules vaciló. Entonces apretó la mandíbula y sacudió la cabeza.
—En el lado opuesto de esta isla, pasadas esas montañas, encontraréis un río. En medio de ese río vive el viejo dios Aqueloo.
Hércules aguardó, como si esa información debiera hacerles huir despavoridos.
—¿Y…? —preguntó Jason.
—Y quiero que le partáis el otro cuerno y me lo traigáis.
—Tiene cuernos —dijo Jason—. Un momento… ¿El otro cuerno? ¿Qué…?
—Averiguadlo —le espetó el dios—. Toma, esto os servirá.
Pronunció la palabra «servirá» como si significara «dolerá». Hércules sacó un librito de debajo de su túnica y se lo lanzó a Piper. Ella lo atrapó por los pelos.
En la brillante portada del libro aparecía un montaje fotográfico de distintos templos griegos y monstruos sonrientes. El minotauro estaba levantando el pulgar en un gesto de aprobación. El título rezaba: Guía hercúlea del Mare Nostrum.
—Traedme el cuerno para el anochecer —dijo Hércules—. Los dos solos. No os pongáis en contacto con vuestros amigos. Vuestro barco se quedará donde está. Si tenéis éxito, podréis pasar al Mediterráneo.
—¿Y si no? —preguntó Piper, segura de que no quería oír la respuesta.
—Bueno, Aqueloo os matará, obviamente —dijo Hércules—. Y yo partiré vuestro barco por la mitad con las manos y daré a vuestros amigos una muerte prematura.
Jason cambió el peso de un pie al otro.
—¿No podríamos cantar una canción divertida?
—Yo de vosotros me pondría en camino —dijo Hércules con frialdad—. Al anochecer. O vuestros amigos morirán.