Percy no estaba precisamente como unas castañuelas.
Primero unos malvados dioses marinos lo habían expulsado de Atlanta. Luego no había podido impedir el ataque de una gamba gigante en el Argo II. Más tarde los ictiocentauros, los hermanos de Quirón, ni siquiera habían querido conocerlo.
Después de todo eso, habían llegado a las Columnas de Hércules, y Percy había tenido que quedarse a bordo mientras Jason el Importante visitaba a su hermanastro Hércules, el semidiós más famoso de todos los tiempos.
Vale, muy bien, por lo que Piper dijo después, Hércules era un capullo, pero aun así… Percy se estaba hartando de quedarse a bordo del barco y de pasearse por la cubierta.
Se suponía que el mar abierto era su territorio. Se suponía que Percy tenía que tomar la iniciativa, hacerse cargo de la situación y mantener a todo el mundo a salvo. En cambio, durante toda la travesía por el Atlántico, no había hecho prácticamente nada salvo charlar con tiburones y escuchar al entrenador Hedge cantar temas musicales de televisión.
Para colmo de males, Annabeth había estado distante desde que habían partido de Charleston. Se había pasado la mayor parte del tiempo en su camarote, estudiando el mapa de bronce que había rescatado en el fuerte Sumter o buscando información con el portátil de Dédalo.
Cada vez que Percy pasaba a verla, estaba tan absorta en sus pensamientos que la conversación acostumbraba ser más o menos como la siguiente:
Percy: Hola, ¿cómo te va?
Annabeth: Ah, no, gracias.
Percy: Vale… ¿Has comido algo hoy?
Annabeth: Creo que Leo está de guardia. Pregúntale a él.
Percy: Bueno, se me ha incendiado el pelo.
Annabeth: Vale. Dentro de un rato.
Ella a veces se volvía así. Era uno de los desafíos de salir con una hija de Atenea. Aun así, Percy se preguntaba qué tenía que hacer para llamarle la atención. Estaba preocupado por ella después de su encuentro con las arañas en el fuerte Sumter y no sabía cómo ayudarla, sobre todo si ella lo excluía.
Después de partir de las Columnas de Hércules —sin más daños que unos cuantos cocos alojados en el revestimiento de bronce del casco—, el barco recorrió por aire varios cientos de kilómetros.
Percy esperaba que las tierras antiguas no fueran tan peligrosas como había oído, pero era como un eslogan publicitario: «¡Dentro de poco notarás la diferencia!».
Cada hora el barco sufría varios ataques. Una bandada de aves carnívoras del Estínfalo se lanzaron en picado del cielo nocturno, y Festo les escupió fuego. Unos espíritus de la tormenta empezaron a dar vueltas alrededor del mástil, y Jason les lanzó un rayo. Mientras el entrenador Hedge estaba cenando en la cubierta de proa, un pegaso salvaje salió de la nada, pisoteó las enchiladas del entrenador y alzó el vuelo otra vez, dejando huellas de cascos con queso por toda la cubierta.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó el entrenador.
Al ver al pegaso, Percy deseó que Blackjack estuviera allí. Hacía días que no veía a su amigo. Tempestad y Arión tampoco se habían dejado ver. Tal vez no quisieran aventurarse a entrar en el Mediterráneo. De ser así, Percy no podía culparles.
Por fin, en torno a medianoche, después del noveno o décimo ataque aéreo, Jason se volvió hacia él.
—¿Qué tal si te acuestas? Yo seguiré lanzando rayos a todo lo que se mueva en el cielo. Luego viajaremos por mar un rato, y tú podrás ponerte al frente.
Percy no estaba seguro de si podría conciliar el sueño mientras el barco se balanceaba entre las nubes sacudido por furiosos espíritus del viento, pero la idea de Jason tenía lógica. Bajó y se durmió en su camastro.
Sus pesadillas, por supuesto, fueron de todo menos plácidas.
Percy soñó que estaba en una cueva oscura. Solo podía ver unos metros por delante de él, pero el espacio debía de ser inmenso. En algún lugar cercano goteaba agua, y el sonido resonaba en las lejanas paredes. A juzgar por la forma en que se movía el aire, Percy sospechaba que el techo de la cueva estaba muy por encima de su cabeza.
Oyó unos pasos pesados, y los gigantes gemelos Efialtes y Oto salieron de la penumbra arrastrando los pies. Percy solo podía distinguirlos por su pelo: Efialtes era el de los rizos verdes trenzados con monedas de plata y de oro; Oto era el de la cola de caballo morada trenzada con… ¿petardos?
Por lo demás, iban vestidos igual, y desde luego sus conjuntos eran dignos de una pesadilla. Llevaban unos pantalones blancos idénticos y unas camisas de bucanero doradas con el cuello de pico que enseñaban demasiado vello del pecho. Una docena de dagas envainadas cubrían sus cinturones con diamantes de imitación. Iban calzados con unas sandalias que demostraban que —sí, en efecto— tenían serpientes por pies. Las tiras rodeaban el pescuezo de las serpientes. Sus cabezas se curvaban en la zona donde deberían estar los dedos de los pies. Las serpientes metían y sacaban la lengua con excitación y volvían la vista en todas direcciones, como perros asomados a la ventanilla de un coche. Tal vez hacía mucho tiempo que no tenían zapatos con vistas.
Los gigantes estaban delante de Percy, pero no le prestaban atención. En lugar de ello, contemplaban la oscuridad.
—Estamos aquí —anunció Efialtes.
A pesar de su voz resonante, las palabras se disiparon en la cueva, resonando hasta que sonaron tenues e insignificantes.
Muy por encima, algo contestó:
—Sí. Ya lo veo. Esos conjuntos no pasan desapercibidos.
La voz hizo que a Percy se le revolviera el estómago. Sonaba vagamente femenina, pero en absoluto humana. Cada palabra era un siseo confuso con múltiples tonos, como si un enjambre de abejas asesinas africanas hubiera aprendido a hablar al unísono.
No era Gaia. Percy estaba seguro de eso. Pero lo que quiera que fuese, ponía nerviosos a los gigantes. Los gemelos cambiaron el peso de unas serpientes a otras e inclinaron la cabeza respetuosamente.
—Desde luego, su señoría —dijo Efialtes—. Traemos noticias de…
—¿Por qué vais vestidos así? —preguntó el ser de la oscuridad.
No parecía que se estuviera acercando, cosa que a Percy le parecía bien.
Efialtes lanzó una mirada de irritación a su hermano.
—Se suponía que mi hermano tenía que llevar otra ropa. Lamentablemente…
—Dijiste que hoy yo sería el lanzacuchillos —protestó Oto.
—¡Dije que yo sería el lanzacuchillos! ¡Tú tenías que ser el mago! Ah, discúlpeme, su señoría. No querrá oírnos discutir. Hemos venido a traerle noticias, como solicitó. El barco se acerca.
Su señoría, fuera lo que fuese, emitió una serie de violentos siseos, como si un neumático estuviera siendo rajado repetidamente. Percy se estremeció al darse cuenta de que estaba riéndose.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó.
—Deberían aterrizar en Roma poco después del amanecer, creo —dijo Efialtes—. Por supuesto, tendrán que vérselas con el chico de oro.
Sonrió burlonamente, como si el «chico de oro» no fuera santo de su devoción.
—Espero que lleguen sanos y salvos —dijo su señoría—. Sería una lástima que los atraparan demasiado pronto. ¿Habéis hecho los preparativos?
—Sí, su señoría.
Oto dio un paso adelante, y la cueva tembló. Una grieta apareció bajo la serpiente izquierda del gigante.
—¡Ten cuidado, imbécil! —gruñó su señoría—. ¿Quieres volver al Tártaro por las malas?
Oto retrocedió, con el rostro descompuesto de terror. Percy se fijó en que el suelo, que parecía de piedra sólida, se asemejaba más al glaciar sobre el que habían andado en Alaska: en algunas zonas era sólido; en otras, no tanto. Se alegró de no pesar nada en sueños.
—Quedan pocas cosas que mantengan en pie este sitio —advirtió su señoría—. Salvo, claro está, mi destreza. Los siglos de la ira de Atenea son difíciles de contener, y la gran Madre Tierra se revuelve debajo de nosotros en su sueño. Entre esas dos fuerzas, mi guarida se ha socavado por completo. Debemos confiar en que la hija de Atenea sea una víctima digna. Puede que ella sea mi último juguete.
Efialtes tragó saliva. Mantuvo la vista en la grieta del suelo.
—Dentro de poco dará igual, su señoría. Gaia se alzará, y todos seremos recompensados. Usted ya no tendrá que vigilar este sitio ni mantener sus obras ocultas.
—Tal vez —dijo la voz de la oscuridad—. Pero echaré de menos la dulzura de mi venganza. Hemos trabajado bien codo con codo a lo largo de los siglos, ¿verdad?
Los gemelos hicieron una reverencia. Las monedas del pelo de Efialtes relucieron, y Percy advirtió asqueado que algunas eran dracmas de plata, idénticas a la que Annabeth había recibido de su madre.
Annabeth le había dicho que, en cada generación, varios hijos de Atenea eran enviados a recuperar la estatua del Partenón desaparecida. Ninguno había tenido éxito.
«Hemos trabajado bien codo con codo a lo largo de los siglos…»
El gigante Efialtes tenía en sus trenzas varios siglos de monedas: cientos de trofeos. Percy se imaginó a Annabeth sola en aquel lugar oscuro. Se imaginó al gigante quitándole la moneda que llevaba y añadiéndola a su colección. Percy quiso desenvainar su espada y cortarle el pelo al gigante empezando por el cuello, pero no podía actuar. Solo podía observar.
—Ejem, su señoría —dijo Efialtes con nerviosismo—. Le recuerdo que Gaia desea que la chica sea atrapada con vida. Puede torturarla. Puede volverla loca. Lo que le plazca, por supuesto. Pero su sangre debe derramarse sobre las piedras antiguas.
Su señoría siseó.
—Se podría usar a otros con ese fin.
—S-sí —dijo Efialtes—. Pero esa chica es la elegida. Y el chico, el hijo de Poseidón. Usted misma puede apreciar que esos dos serían muy apropiados para la tarea.
Percy no estaba seguro de lo que eso significaba, pero le entraron ganas de agrietar el suelo y de mandar a la porra a esos estúpidos gemelos con camisas doradas. No permitiría que Gaia derramara su sangre para ninguna tarea… y de ninguna manera permitiría que nadie hiciera daño a Annabeth.
—Ya veremos —farfulló su señoría—. Y ahora dejadme. Ocupaos de los preparativos. Tendréis vuestro espectáculo. Y yo… yo trabajaré en la oscuridad.
El sueño se disolvió, y Percy se despertó sobresaltado.
Jason estaba llamando a su puerta abierta.
—Nos hemos posado en el agua —dijo, con cara de profundo agotamiento—. Te toca.
Percy no quería hacerlo, pero despertó a Annabeth. Supuso que al entrenador Hedge no le importaría que hablaran después del toque de queda si era para proporcionarle a la chica una información que podría salvarle la vida.
Se quedaron en la cubierta, sin más compañía que Leo, que seguía manejando el timón. Debía de estar hecho polvo, pero se negaba a acostarse.
—No quiero más sorpresas como la de Gambazilla —insistía.
Todos habían intentado convencerlo de que el ataque de la escolopendra no había sido del todo culpa suya, pero no les hacía caso. Percy sabía cómo se sentía. No perdonarse por sus errores era una de las cosas que mejor hacía Percy.
Eran aproximadamente las cuatro de la madrugada. Hacía un tiempo horrible. La niebla era tan densa que Percy no podía ver a Festo al final de la proa, y una cálida llovizna flotaba en el aire como una cortina de cuentas. Mientras surcaban olas de seis metros, con el mar ascendiendo y descendiendo debajo de ellos, Percy podía oír a la pobre Hazel en su camarote, con el pecho palpitante.
A pesar de todo, Percy daba gracias por estar otra vez en el agua. Lo prefería a volar a través de nubarrones y ser atacado por pájaros que comían humanos y pegasos que pisoteaban enchiladas.
Se quedó con Annabeth en el pasamanos de proa mientras le relataba su sueño.
Percy no estaba seguro de cómo se tomaría ella la noticia. Su reacción fue todavía más inquietante de lo que había previsto: no pareció sorprendida.
Miró a la niebla entornando los ojos.
—Percy, tienes que prometerme una cosa. No les cuentes a los demás el sueño.
—¿Que no haga qué? Annabeth…
—Lo que has visto está relacionado con la Marca de Atenea —dijo ella—. A los demás no les servirá de nada saberlo. Solo conseguirá que se preocupen, y a mí me costará más partir sola.
—¿Estás de coña, Annabeth? Esa cosa de la oscuridad, la gran cueva con el suelo quebradizo…
—Lo sé. —Su cara estaba extrañamente pálida, y Percy sospechaba que no se debía solo a la niebla—. Pero tengo que hacerlo sola.
Percy se tragó su ira. No sabía si estaba cabreado con Annabeth, o con su sueño, o con todo el mundo greco-romano que había resistido y conformado la historia de la humanidad durante cinco mil años con un solo objetivo: hacer que la vida de Percy Jackson fuera lo más asquerosa posible.
—Sabes lo que hay en esa cueva —supuso—. ¿Tiene algo que ver con arañas?
—Sí —dijo ella con una vocecilla.
—Entonces ¿cómo puedes…?
Se interrumpió.
Una vez que Annabeth había tomado una decisión, discutir con ella no servía de nada. Se acordó de la noche que habían salvado a Nico y Bianca di Angelo en Maine hacía tres años y medio. Annabeth había sido capturada por el titán Atlas. Durante un tiempo, Percy no supo si estaba viva o muerta. Había viajado a través del país para salvarla del titán. Habían sido los días más duros de su vida, no solo por los monstruos y las peleas, sino también por la preocupación.
¿Cómo podía dejarla ir entonces, sabiendo que le esperaba algo todavía más peligroso?
Entonces cayó en la cuenta: como él se había sentido en aquel entonces, durante unos pocos días, probablemente era como Annabeth se había sentido durante los seis meses que él había estado desaparecido bajo los efectos de la amnesia.
Eso le hizo sentirse culpable y un poco egoísta por estar allí discutiendo con ella. Annabeth tenía que emprender esa misión. El destino del mundo podía depender de ello. Pero una parte de él deseaba decirle: «Olvídate del mundo». No quería estar sin ella.
Percy se quedó mirando la niebla. No veía nada a su alrededor, pero se orientaba perfectamente en el mar. Sabía su latitud y su longitud exactas. Sabía la profundidad del mar y en qué dirección se movían las corrientes. Sabía la velocidad del barco, y no detectaba rocas ni bancos de arena ni otros peligros naturales en su camino. Aun así, estar ciego era inquietante.
No habían sufrido ningún ataque desde que se habían posado en el agua, pero el mar parecía distinto. Percy había estado en el Atlántico, en el Pacífico, incluso en el golfo de Alaska, pero ese mar parecía más antiguo y más poderoso. Percy percibía sus distintas capas arremolinándose debajo de él. Todos los héroes griegos y romanos habían navegado por esas aguas, de Hércules a Eneas. En sus profundidades todavía moraban monstruos, tan bien envueltos en la Niebla que dormían la mayor parte del tiempo; pero Percy podía percibir que se movían, reaccionando al casco de bronce celestial de un trirreme griego y a la presencia de sangre de semidioses.
«Han vuelto —parecían decir los monstruos—. Por fin, sangre fresca.»
—No estamos lejos de la costa de Italia —informó Percy, principalmente para romper el silencio—. A unas cien millas náuticas de la desembocadura del Tíber.
—Bien —dijo Annabeth—. Para el amanecer deberíamos…
—Parar. —Percy notó que tenía la piel bañada de hielo—. Tenemos que parar.
—¿Por qué? —preguntó Annabeth.
—¡Leo, para! —gritó.
Demasiado tarde. El otro barco salió de la niebla y los embistió de frente con el espolón. En esa fracción de segundo, Percy captó varios detalles al azar: otro trirreme; unas velas negras con una cabeza de gorgona pintada; unos guerreros gigantescos, no del todo humanos, apiñados en la parte delantera del barco con armaduras griegas, las espadas y las lanzas en ristre, y un ariete de bronce al nivel del agua que chocó contra el casco del Argo II.
Annabeth y Percy estuvieron a punto de ser arrojados por la borda.
Festo escupió fuego e hizo gritar y lanzarse al mar a una docena de sorprendidos guerreros. Sin embargo, más combatientes subieron en tropel a bordo del Argo II, agarrando cuerdas enrolladas alrededor de las barandillas y el mástil, y clavando garfios de hierro en las tablas del casco.
Cuando Percy se hubo recuperado, el enemigo estaba por todas partes. No podía ver bien a través de la niebla y la oscuridad, pero los invasores parecían delfines con forma humana, o humanos con forma de delfín. Algunos tenían hocicos grises. Otros sostenían sus espadas con aletas mal desarrolladas. Algunos andaban como patos, con unas piernas parcialmente fundidas, mientras que otros tenían aletas por pies, que a Percy le recordaban unos zapatos de payaso.
Leo tocó la campana de alarma. Echó a correr hacia la ballesta más cercana, pero cayó bajo un montón de parloteantes guerreros delfín.
Annabeth y Percy se situaron espalda contra espalda, como habían hecho muchas veces antes, con las armas en ristre. Percy trató de invocar las olas, con la esperanza de que separaran los barcos o hicieran zozobrar la embarcación enemiga, pero no pasó nada. Parecía como si algo estuviera empujando contra su voluntad, arrebatándole el control del mar.
Levantó a Contracorriente, listo para luchar, pero los enemigos eran mucho más numerosos que ellos. Varias docenas de guerreros bajaron sus lanzas y formaron un corro alrededor de ellos, manteniéndose prudentemente fuera del alcance de la espada de Percy. Los hombres delfín abrieron sus hocicos y emitieron unos sonidos silbantes y explosivos. Percy nunca se había planteado lo terroríficos que resultaban los dientes de delfín.
Trató de pensar. Tal vez pudiera escapar del círculo y acabar con unos cuantos invasores, pero los demás los atravesarían a él y a Annabeth.
Por lo menos los guerreros no parecían interesados en matarlos enseguida. Mantuvieron a Percy y a Annabeth rodeados mientras más compañeros acudían bajo la cubierta y protegían el casco. Percy oyó cómo derribaban las puertas de los compartimentos y se peleaban con sus amigos. Aunque los otros semidioses no hubieran estado profundamente dormidos, no habrían tenido ninguna posibilidad contra tantos guerreros.
Leo fue arrastrado a través de la cubierta, semiconsciente y gimiendo, y fue lanzado sobre un montón de cuerdas. Debajo, los sonidos de pelea fueron disminuyendo. O los demás se habían sometido o… Percy se negaba a pensarlo.
En un lado del círculo de lanzas, los guerreros delfín se separaron para dejar pasar a alguien. Parecía enteramente humano, pero por la forma en que los delfines retrocedían ante él, era claramente el líder. Iba vestido con una armadura de combate griega —sandalias, falda y grebas, y una coraza decorada con complejos dibujos de monstruos marinos—, y todo lo que llevaba encima era de oro. Hasta su espada, una hoja griega como Contracorriente, estaba forjada en oro en lugar de bronce.
«El chico de oro —pensó Percy, recordando su sueño—. Tendrán que vérselas con el chico de oro.»
Lo que de verdad le ponía nervioso era el yelmo del tipo. Su visera era una máscara completa moldeada como la cabeza de una gorgona: colmillos curvados, horribles facciones arrugadas en un gruñido y un cabello rizado compuesto de serpientes de color dorado alrededor del rostro. Percy había visto gorgonas antes. Se parecía mucho; demasiado, para su gusto.
Annabeth se volvió hasta situarse codo con codo con Percy. Él quería rodearla con el brazo en actitud protectora, pero dudaba de que ella valorara el gesto y no quería dar al chico de oro la más mínima pista de que era su novia. No tenía sentido ofrecer más poder al enemigo del que ya tenía.
—¿Quién eres? —preguntó Percy—. ¿Qué quieres?
El guerrero dorado soltó una risita. Con un movimiento de su espada, tan rápido que Percy casi no pudo seguirlo, le arrebató a Contracorriente de la mano y la lanzó volando al mar.
Parecía que también hubiera arrojado los pulmones de Percy al mar, porque de repente se quedó sin respiración. Nunca lo habían desarmado tan fácilmente.
—Hola, hermano. —La voz del guerrero dorado era sonora y aterciopelada, con un acento exótico (de Oriente Medio, quizá) que le resultaba vagamente familiar—. Siempre es un placer robar a un hijo de Poseidón como yo. Soy Crisaor, la Espada de Oro. Respecto a lo que quiero… —Giró su máscara metálica hacia Annabeth—. Bueno, es sencillo. Quiero todo lo que tienes.