XXXI
Percy

Nada como un rotundo fracaso para generar grandes ideas.

Mientras Percy permanecía desarmado y vencido, el plan cobró forma en su mente. Estaba tan acostumbrado a que Annabeth le proporcionara información sobre leyendas griegas que se sorprendió bastante de recordar algo útil, pero tenía que actuar con rapidez. No podía permitir que a sus amigos les pasara algo. No iba a perder a Annabeth… otra vez, no.

Crisaor era invencible. Al menos en un duelo. Pero sin su tripulación… tal vez fuera posible derrotarlo si bastantes semidioses le atacaban al mismo tiempo.

¿Cómo ocuparse de la tripulación de Crisaor? Percy unió las piezas: los piratas habían sido convertidos en hombres delfín hacía milenios al secuestrar a la persona equivocada. Percy conocía esa historia. De hecho, la persona en cuestión había amenazado con convertirlo a él también en delfín. Y cuando Crisaor había dicho que su tripulación no le temía a nada, uno de los delfines le había corregido con nerviosismo. «Sí —había dicho Crisaor—. Pero él no está aquí.»

Percy miró hacia popa y vio a Frank, con forma humana, asomado detrás de una ballesta, esperando. Percy resistió el impulso de sonreír. El grandullón decía que era torpe e inútil, pero siempre estaba en el sitio adecuado cuando lo necesitaba.

Las chicas… Frank… La nevera portátil.

Era una idea absurda. Pero, como siempre, era lo único con lo que contaba.

—¡Está bien! —gritó lo bastante alto para llamar la atención de todos—. Llévanos, si nuestro capitán te lo permite.

Crisaor giró su máscara dorada.

—¿Qué capitán? Mis hombres han registrado el barco. No hay nadie más a bordo.

Percy levantó las manos de forma teatral.

—El dios aparece solo cuando quiere, pero es nuestro líder. Dirige nuestro campamento para semidioses. ¿Verdad que sí, Annabeth?

Annabeth reaccionó rápido.

—¡Sí! —Asintió con la cabeza con entusiasmo—. ¡El señor D! ¡El gran Dioniso!

Una oleada de inquietud recorrió a los hombres delfín. Uno soltó su espada.

—¡Manteneos firmes! —rugió Crisaor—. En este barco no hay ningún dios. Están intentando asustaros.

—¡Deberíais estar asustados! —Percy miró a la tripulación pirata con compasión—. Dioniso se pondrá como un energúmeno con vosotros por haber retrasado nuestro viaje. Nos castigará a todos. ¿No os habéis fijado en que las chicas han caído en la locura del dios del vino?

Hazel y Piper habían interrumpido sus ataques de convulsiones. Estaban sentadas en la cubierta, mirando fijamente a Percy, pero cuando él les lanzó una mirada cargada de intención, empezaron a aporrearla otra vez, temblando y sacudiéndose de un lado al otro como peces. Los hombres delfín tropezaron unos con otros tratando de escapar de sus prisioneras.

—¡Impostoras! —rugió Crisaor—. Cállate, Percy Jackson. El director de tu campamento no está aquí. Fue llamado al Olimpo. Es de dominio público.

—¡Así que reconoces que Dioniso es nuestro director! —dijo Percy.

—Lo era —lo corrigió Crisaor—. Todo el mundo lo sabe.

Percy señaló al guerrero dorado como si acabara de delatarse.

—¿Lo veis? Estamos condenados. ¡Si no me creéis, mirad la nevera!

Percy se acercó como un huracán a la nevera mágica. Nadie intentó detenerlo. Levantó la tapa y hurgó entre el hielo. Tenía que haber alguna. Por favor. Se vio obsequiado con una lata de refresco roja y plateada. La blandió hacia los guerreros delfín como si fuera a rociarlos con repelente para bichos.

—¡Mirad! —gritó Percy—. El brebaje preferido del dios. ¡Temblad ante el horror de la Coca-Cola Light!

El pánico empezó a cundir entre los hombres delfín. Estaban a punto de retirarse. Percy podía notarlo.

—El dios se apoderará de vuestro barco —advirtió Percy—. ¡Completará vuestra transformación en delfines, os volverá locos o puede que os convierta en delfines locos! ¡Vuestra única esperanza es marcharos nadando, rápido!

—¡Es ridículo!

La voz de Crisaor se volvió aguda. No parecía saber adónde apuntar con la espada: a Percy o a su tripulación.

—¡Salvaos! —advirtió Percy—. ¡Para nosotros ya es demasiado tarde!

A continuación se quedó boquiabierto y señaló al lugar donde se ocultaba Frank.

—¡Oh, no! ¡Frank se está convirtiendo en un delfín chiflado!

No pasó nada.

—¡He dicho —repitió— que Frank se está convirtiendo en un delfín chiflado!

Frank salió de la nada dando traspiés, haciendo ver que se agarraba el cuello.

—Oh, no —dijo, como si estuviera leyendo de un teleprompter—. Me estoy convirtiendo en un delfín chiflado.

Empezó a transformarse. Su nariz se alargó hasta convertirse en un hocico, y su piel se volvió gris y lustrosa. Cayó sobre la cubierta transformado en delfín, golpeando las tablas con la cola.

La tripulación pirata huyó en desbandada presa del terror, parloteando y emitiendo chasquidos mientras soltaban sus armas, se olvidaban de los prisioneros, hacían caso omiso de las órdenes de Crisaor y saltaban por la borda. En medio de la confusión, Annabeth se movió con rapidez para cortar las ataduras de Hazel, Piper y el entrenador Hedge.

A los pocos segundos, Crisaor estaba solo y rodeado. Percy y sus amigos no tenían más armas que la daga de Annabeth y las pezuñas de Hedge, pero las expresiones asesinas de sus rostros convencieron al guerrero dorado de que estaba acabado.

Retrocedió hasta el borde del pasamanos.

—Esto no ha terminado, Jackson —gruñó Crisaor—. Me vengaré…

Sus palabras se vieron interrumpidas por Frank, que había vuelto a cambiar de forma. Sin duda, un oso pardo de trescientos cincuenta kilos es capaz de detener una conversación al instante. El animal golpeó de refilón a Crisaor y le quitó la máscara dorada del yelmo. Crisaor gritó, se tapó enseguida la cara con los brazos y cayó al agua.

Corrieron al pasamanos. Crisaor había desaparecido. Percy pensó en perseguirlo, pero no conocía esas aguas y no quería volver a enfrentarse a él solo.

—¡Ha sido una idea genial!

Annabeth le dio un beso, cosa que le hizo sentirse un poco mejor.

—Ha sido una idea desesperada —la corrigió Percy—. Y tenemos que deshacernos de ese trirreme pirata.

—¿Lo quemamos? —preguntó Annabeth.

Percy miró la Coca-Cola Light que tenía en la mano.

—No. Tengo una idea mejor.

Les llevó más tiempo de lo que Percy deseaba. Mientras trabajaban, no hacía más que mirar al mar, esperando que Crisaor y sus delfines pirata volvieran, pero no fue así.

Leo se recuperó gracias a un poco de néctar. Piper curó las heridas de Jason, pero no estaba tan gravemente herido como parecía. Sobre todo estaba avergonzado por haber sido vencido otra vez, un sentimiento con el que Percy podía identificarse.

Devolvieron las provisiones a los lugares adecuados y ordenaron el caos de la invasión mientras el entrenador Hedge disfrutaba de lo lindo en el barco enemigo, rompiendo todo lo que encontraba con su bate de béisbol.

Cuando hubo acabado, Percy cargó de nuevo las armas en el barco pirata. El pañol estaba lleno de tesoros, pero Percy insistió en que no tocaran nada.

—Percibo que hay oro por valor de unos seis millones de dólares a bordo —dijo Hazel—. Además de diamantes, rubíes…

—¿Seis mi-millones? —dijo Frank tartamudeando—. ¿En dólares canadienses o estadounidenses?

—Déjalo —dijo Percy—. Es parte del tributo.

—¿Tributo? —preguntó Hazel.

—Ah. —Piper asintió con la cabeza—. Kansas.

Jason sonrió. Él también había estado allí cuando habían conocido al dios del vino.

—Es una locura. Pero me gusta.

Finalmente Percy subió a bordo del barco pirata y abrió las válvulas de inundación. Pidió a Leo que hiciera unos cuantos agujeros más en el fondo del casco con sus herramientas eléctricas, y Leo le complació encantado.

La tripulación del Argo II se reunió ante la barandilla y cortó las amarras de abordaje. Piper sacó el nuevo cuerno de la abundancia y, apuntando en dirección a Percy, formuló un deseo: que arrojara Coca-Cola Light. La bebida salió con la fuerza de una manguera de incendios y mojó la cubierta enemiga. Percy pensaba que les llevaría horas, pero el barco se hundió extraordinariamente rápido, lleno de Coca-Cola Light y de agua marina.

—¡Dioniso! —gritó Percy, levantando en el aire la máscara dorada de Crisaor—. O Baco, lo que sea. Usted ha hecho posible esta victoria, aunque no haya estado presente. Sus enemigos han tembiado al oír su nombre… o el de la Coca-Cola Light, o algo. Así que gracias.

Eran unas palabras difíciles de pronunciar, pero Percy consiguió no atragantarse.

—Le ofrecemos este barco como tributo. Esperamos que le guste.

—Seis millones en oro —murmuró Leo—. Ya le puede gustar.

—Chis —lo reprendió Hazel—. El metal precioso no es tan maravilloso. Créeme.

Percy lanzó la máscara dorada a bordo de la embarcación, que se estaba hundiendo todavía más rápido. Por las ranuras de los remos salía líquido gaseoso y marrón procedente de la bodega que teñía el mar de un marrón espumoso.

Percy invocó una ola, y el barco enemigo se hundió. Leo desvió el Argo II mientras el barco pirata desaparecía bajo el agua.

—¿No será contaminante? —preguntó Piper.

—Yo no me preocuparía —le dijo Jason—. Si a Baco le gusta, el barco debería desaparecer.

Percy no sabía si eso ocurriría, pero sentía que había hecho todo lo que estaba en su mano. No tenía ninguna confianza en que Dioniso les oyera o se interesara por ellos, y mucho menos en que les ayudara en su batalla contra los gigantes gemelos, pero tenía que intentarlo.

Mientras el Argo II se internaba en la niebla con rumbo al oeste, Percy concluyó que al menos había sacado algo bueno de su duelo con Crisaor. Se sentía humilde, lo bastante para rendir tributo al tío del vino.

Después de su encontronazo con los piratas, decidieron volar el resto del trayecto a Roma. Jason insistió en que se encontraba lo bastante bien para hacer la guardia con el entrenador Hedge, que seguía tan lleno de adrenalina que cada vez que el barco entraba en una zona de turbulencias, blandía su bate y chillaba:

—¡Muerte!

Faltaban un par de horas hasta que amaneciera, de modo que Jason propuso a Percy que intentara dormir unas horas.

—Tranquilo, tío —dijo Jason—. Dale a otro la oportunidad de salvar el barco, ¿vale?

Percy accedió, aunque una vez en su compartimento tuvo problemas para dormir.

Se quedó mirando la lámpara de bronce que se balanceaba en el techo y pensó en la facilidad con la que Crisaor le había vencido en el manejo de la espada. El guerrero dorado podría haberlo matado sin inmutarse. Si había mantenido a Percy con vida había sido porque otra persona estaba dispuesta a pagar a cambio del privilegio de matarlo más tarde.

Percy se sentía como si una flecha se hubiera colado por una rendija de su armadura, como si todavía gozara de la bendición de Aquiles, y alguien hubiera encontrado su punto débil. Cuanto más mayor se hacía y más tiempo sobrevivía como mestizo, más lo respetaban sus amigos. Dependían de él y confiaban en sus poderes. Hasta los romanos lo habían alzado sobre un escudo y lo habían hecho pretor, y solo había pasado con ellos un par de semanas.

Sin embargo, Percy no se sentía poderoso. Cuantas más hazañas heroicas vivía, más se daba cuenta de sus limitaciones. Se sentía como un farsante. «No soy tan bueno como creéis», quería avisar a sus amigos. Sus fracasos, como el de esa noche, parecían corroborarlo. Tal vez por ese motivo le había cogido miedo a ahogarse. No era tanto el hecho de asfixiarse en la tierra o en el mar, sino la sensación de estar hundiéndose en un exceso de expectativas, unas honduras de las que no podía salir.

Vaya… cuando empezaba a pensar cosas así, sabía que había pasado demasiado tiempo con Annabeth.

Atenea le había revelado en una ocasión su gran defecto: supuestamente era demasiado leal a sus amigos. No tenía una visión global de las cosas. Salvaría a un amigo aunque supusiera la destrucción del mundo.

En su día, Percy le había quitado importancia. ¿Cómo podía ser la lealtad algo malo? Además, el enfrentamiento con los titanes había tenido un final feliz. Había salvado a sus amigos y había vencido a Cronos.

Sin embargo, ahora empezaba a dudar. Se abalanzaría de buena gana sobre cualquier monstruo, dios o gigante para impedir que sus amigos resultaran heridos. Pero ¿y si no estaba a la altura de la tarea? ¿Y si tenía que hacerlo otra persona? Para él era muy duro reconocerlo. Ya le costaba hacer cosas sencillas como dejar que Jason se turnase con él para hacer la guardia. No quería que su protección dependiera de otra persona, alguien que podía resultar herido por su culpa.

La madre de Percy había hecho eso por él. Había mantenido una relación nociva con un mortal vulgar porque pensaba que salvaría a Percy de los monstruos. Grover, su mejor amigo, había protegido a Percy durante casi un año antes de que Percy supiera que era un semidiós, y Grover casi había acabado muerto a manos del Minotauro.

Percy ya no era un crío. No quería que ninguno de sus seres queridos se arriesgara por él. Tenía que ser lo bastante fuerte para asumir el papel de protector. Y ahora tenía que dejar marchar sola a Annabeth para que siguiera la Marca de Atenea, sabiendo que podía morir. Si tuviera que elegir —salvar a Annabeth o dejar que la misión tuviera éxito—, ¿podría elegir Percy la misión?

Por fin el agotamiento se apoderó de él. Se durmió y, en su pesadilla, el estruendo de los truenos se convirtió en la risa de la diosa de la tierra Gaia.

Percy soñó que estaba en el porche de la Casa Grande, en el Campamento Mestizo. La cara dormida de Gaia apareció en la ladera de la Colina mestiza; sus facciones estaban formadas con las sombras de las pendientes herbosas. Sus labios no se movían, pero su voz resonaba a través del valle.

«Así que este es tu hogar —murmuró Gaia—. Echa un último vistazo, Percy Jackson. Deberías haber vuelto aquí. Por lo menos así podrías morir con tus compañeros cuando los romanos lo invadan. Ahora tu sangre se derramará lejos de tu hogar, sobre las piedras antiguas, y yo me alzaré.»

El suelo tembló. En la cima de la Colina mestiza, el pino de Thalia estalló en llamas. La desolación recorrió el valle: la hierba se convirtió en tierra, y el bosque se deshizo en polvo. El río y el lago de las canoas se secaron. Las cabañas y la Casa Grande quedaron reducidas a cenizas. Cuando el temblor cesó, el Campamento Mestizo parecía un yermo después de una explosión atómica. Lo único que quedaba era el porche en el que Percy estaba.

A su lado, el polvo se arremolinó y se solidificó hasta formar la figura de una mujer. Tenía los ojos cerrados, como si fuera sonámbula. Su túnica era de color verde bosque, salpicada de tonos dorados y blancos como la luz del sol al moverse entre las ramas. Tenía el cabello negro como la tierra labrada. Su rostro era precioso, pero la sonrisa distraída que lucía en los labios le confería un aire frío y distante. A Percy le daba la sensación de que podría ver morir a semidioses y arder ciudades sin que esa sonrisa se alterara.

—Cuando reclame la tierra —dijo Gaia—, dejaré este sitio yermo para siempre para acordarme de vuestra especie y de que no pudisteis hacer absolutamente nada para detenerme. No importa cuándo caigas, mi precioso peón: ante Forcis, ante Crisaor o ante mis queridos gemelos. Caerás, y yo estaré allí para devorarte. Solo te queda una cosa que elegir: ¿caerás solo? Ven conmigo voluntariamente; trae a la chica. Tal vez salve este sitio que tanto amas. De lo contrario…

Gaia abrió los ojos. Formaban un remolino verde y negro, profundos como la corteza de la tierra. Gaia lo veía todo. Su paciencia era infinita. Tardaba en despertarse, pero una vez despierta, su poder era imparable.

Percy notó un hormigueo en la piel. Las manos se le durmieron. Miró abajo y se dio cuenta de que se estaba convirtiendo en polvo, como todos los monstruos que había derrotado.

—Que disfrutes del Tártaro, mi pequeño peón —susurró Gaia.

Un metálico CLANC, CLANC, CLANC arrancó a Percy de su sueño. Abrió los ojos de golpe. Se dio cuenta de que acababa de oír el tren de aterrizaje al bajarse.

Llamaron a la puerta, y Jason asomó la cabeza. Los cardenales de su cara se habían borrado. Sus ojos azules brillaban de emoción.

—Eh, tío —dijo—. Estamos descendiendo sobre Roma. Tienes que ver esto.

El cielo era de un azul radiante, como si no hubiera hecho un tiempo de perros. El sol estaba saliendo sobre las lejanas colinas, de modo que todo lo que quedaba por debajo de ellos brillaba y relucía como si la ciudad entera de Roma acabara de salir de un túnel de lavado.

Percy había visto grandes ciudades antes. Después de todo, él era de Nueva York. Pero la inmensidad de Roma le impresionó y le dejó sin aliento. La ciudad parecía no tener ningún respeto por los límites geográficos. Se extendía a través de montañas y valles, saltaba por encima del Tíber con docenas de puentes y seguía ensanchándose hasta el horizonte. Calles y callejones serpenteaban sin ton ni son a través de tapices de barrios. Había edificios de oficinas de cristal al lado de terrenos de excavación. Una catedral se levantaba al lado de una hilera de columnas romanas, que a su vez se levantaban al lado de un moderno estadio de fútbol. En algunos barrios, las calles de adoquines estaban atestadas de viejas casas de estuco con tejados de tejas rojas, de forma que si Percy se concentraba solo en esas zonas, podía imaginarse que estaba en la Antigüedad. Allí donde miraba había amplias piazzas y calles con atascos de tráfico. Los parques atravesaban la ciudad con una exagerada colección de palmeras, pinos, enebros y olivos, como si Roma fuera incapaz de decidir a qué parte del mundo pertenecía o creyera que todo el mundo seguía perteneciendo a Roma.

Era como si la ciudad estuviera al tanto del sueño de Percy protagonizado por Gaia. Como si supiera que la diosa de la tierra tenía intención de arrasar toda la civilización humana, y esa ciudad, que había estado en pie durante miles de años, estuviera diciéndole: «¿Quieres destruir esta ciudad, Cara de Tierra? Inténtalo».

En otras palabras, era el entrenador Hedge de las ciudades de los mortales… solo que más alta.

—Vamos a aterrizar en ese parque —anunció Leo, señalando un amplio espacio verde salpicado de palmeras—. Esperemos que la Niebla haga que parezcamos palomas grandes o algo por el estilo.

Percy deseó que Thalia, la hermana de Jason, estuviera allí. Ella siempre sabía alterar la Niebla para que la gente viera lo que ella quería. A Percy nunca se le había dado bien. Él simplemente pensó «No me miréis» y confió en que los romanos no se fijaran en el gigantesco trirreme de bronce que descendía sobre su ciudad en plena hora punta de la mañana.

Pareció que dio resultado. Percy no vio que ningún coche se desviara de la carretera ni que ningún romano señalara al cielo y gritara: «¡Extraterrestres!». El Argo II se posó en el campo cubierto de hierba, y los remos se replegaron.

El ruido del tráfico era omnipresente, pero el parque estaba tranquilo y desierto. A su izquierda, el césped verde descendía en pendiente hacia una hilera de árboles. Una vieja casa de campo se hallaba abrigada a la sombra de unos pinos de extraño aspecto, con finos troncos curvados que se elevaban diez metros y luego retoñaban en abultados mantos de hojas. A Percy le recordaron los árboles de los libros del doctor Seuss que su madre solía leerle cuando era pequeño.

A su derecha, serpenteando a lo largo de la cima de una colina, había un largo muro de ladrillo con ranuras en lo alto para los arqueros; tal vez fuera una barrera defensiva medieval o tal vez perteneciera a la antigua Roma. Percy no estaba seguro.

Al norte, aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia entre los pliegues de la ciudad, la parte superior del Coliseo se alzaba por encima de los tejados, exactamente igual que en las fotos turísticas. Entonces a Percy le empezaron a temblar las piernas. Estaba realmente allí. El viaje a Alaska le había parecido muy exótico, pero en ese momento estaba en el centro del antiguo Imperio romano, territorio enemigo para un semidiós griego. En cierto modo, aquel sitio había determinado su vida tanto como Nueva York.

Jason señaló con el dedo la base de la muralla de los arqueros, donde había unos escalones que bajaban a una especie de túnel.

—Creo que sé dónde estamos —dijo—. Esa es la tumba de los Escipiones.

Percy frunció el entrecejo.

—Escipión… ¿El pegaso de Reyna?

—No —intervino Annabeth—. Eran una familia noble romana y… Uau, este sitio es increíble.

Jason asintió con la cabeza.

—He estudiado mapas de Roma. Siempre he querido venir aquí, pero…

Nadie se molestó en terminar la frase. Al mirar las caras de sus amigos, Percy pudo apreciar que estaban tan asombrados como él. Lo habían conseguido. Habían aterrizado en Roma, la Roma original.

—¿Planes? —preguntó Hazel—. Nico tiene hasta el anochecer, en el mejor de los casos. Y supuestamente esta ciudad va a ser destruida hoy.

Percy se sacudió el estupor.

—Tienes razón. Annabeth… ¿has localizado el sitio del mapa de bronce?

Los ojos grises de ella se volvieron oscuros como una tormenta, un detalle que Percy supo interpretar a la perfección: «Acuérdate de lo que te dije, colega. No le cuentes a nadie el sueño».

—Sí —dijo ella con cautela—. Está en el río Tíber. Creo que puedo encontrarlo, pero debería…

—Llevarme contigo —concluyó Percy—. Sí, tienes razón.

Annabeth lo fulminó con la mirada.

—Eso es…

—Peligroso —terció él—. Una semidiosa recorriendo Roma sola. Iré contigo hasta el Tíber. Podemos usar la carta de presentación. Con suerte, conoceremos al dios del río Tiberino. Tal vez él pueda ofrecernos ayuda o consejo. A partir de allí podrás ir sola.

Mantuvieron un silencioso duelo de miradas, pero Percy no se echó atrás. Cuando él y Annabeth habían empezado a salir, su madre se lo había metido en la cabeza: «Es de buena educación acompañar a tu pareja a la puerta de su casa». Si eso era cierto, tenía que ser de buena educación acompañarla al punto inicial de su épica misión en solitario.

—Está bien —murmuró Annabeth—. Hazel, ahora que estamos en Roma, ¿crees que podrás localizar la situación de Nico?

Hazel parpadeó, como si estuviera saliendo de un trance después de presenciar el enfrentamiento entre Percy y Annabeth.

—Eh…, con suerte, si me acerco lo suficiente. Tendré que andar por la ciudad. Frank, ¿me acompañas?

Frank sonrió.

—Por supuesto.

—Y, ejem… Leo —añadió Hazel—. Sería buena idea que tú también vinieras. Los centauros pez dijeron que necesitaríamos que nos ayudaras con algo mecánico.

—Sí, no hay problema —dijo Leo.

La sonrisa de Frank se convirtió en algo más parecido a la máscara de Crisaor.

Percy no era ninguna lumbrera en materia de relaciones, pero hasta él percibía la tensión que había entre esos tres. Desde que habían llegado al Atlántico, se habían comportado de forma distinta. No se trataba solo de que los dos chicos compitieran por Hazel. Era como si los tres estuvieran enredados, representando un misterioso crimen, pero todavía no hubieran descubierto cuál de ellos era la víctima.

Piper sacó la daga y la apoyó sobre el pasamanos.

—Jason y yo podemos vigilar el barco por ahora. Veré lo que me muestra Katoptris. Pero si localizáis a Nico, no vayáis solos, Hazel. Volved a por nosotros. Haremos falta todos para luchar contra los gigantes.

No dijo lo que era evidente: que a menos que contaran con un dios de su parte, ni siquiera todos ellos juntos bastarían. Percy decidió no sacar el tema a colación.

—Buena idea —dijo—. ¿Qué os parece si quedamos aquí a…? ¿Qué hora?

—¿Las tres de la tarde? —propuso Jason—. Será lo más tarde que podamos reunirnos si todavía queremos luchar contra los gigantes y salvar a Nico. Si por casualidad hay un cambio de planes, intentad enviar un mensaje de Iris.

Los otros asintieron con la cabeza, pero Percy se fijó en que varios miraban a Annabeth. Otro detalle que nadie quería mencionar: Annabeth tendría un horario distinto. Ella podría estar de vuelta a las tres o mucho más tarde o nunca. Pero estaría sola, buscando la Atenea Partenos.

El entrenador Hedge gruñó.

—Me dará tiempo a comer los cocos… digo, a sacar los cocos del casco del barco. Percy, Annabeth, no me gusta que vayáis los dos solos. Recordad: portaos bien. Si me entero de que ha pasado algo raro, os castigaré sin salir hasta que la laguna Estigia se hiele.

La idea de ser castigados cuando estaban a punto de arriesgar la vida era tan ridícula que Percy no pudo evitar sonreír.

—Volveremos pronto —prometió. Miró a sus amigos, procurando no pensar que era la última vez que estarían juntos—. Buena suerte a todos.

Leo bajó la plancha, y Percy y Annabeth fueron los primeros en desembarcar.