En otras circunstancias, pasear por Roma con Annabeth habría sido increíble. Recorrieron las sinuosas calles cogidos de la mano, esquivando coches y temerarios motociclistas de Vespa, abriéndose camino entre las multitudes de turistas y andando entre mares de palomas. El día se caldeó rápido. Cuando se alejaron de los gases de escape que expulsaban los coches en las calles principales, el aire olía a pan horneado y flores recién cortadas.
Se fijaron como objetivo el Coliseo porque era un punto de referencia fácil, pero llegar resultó más complicado de lo que Percy preveía. Si la ciudad parecía grande y confusa desde arriba, lo era todavía más a ras del suelo. Varias veces se perdieron en calles sin salida. Encontraron preciosas fuentes y enormes monumentos por casualidad.
Annabeth hacía comentarios sobre la arquitectura, pero Percy estaba pendiente de otras cosas. En una ocasión vio un brillante fantasma morado —un lar— mirándolos airadamente desde un bloque de pisos. Otra vez vio a una mujer vestida de blanco —tal vez una ninfa o una diosa— que sostenía un cuchillo de aspecto peligroso deslizándose entre unas columnas en ruinas en un parque público. No sufrieron ningún ataque, pero Percy tenía la sensación de que los estaban observando y de que los observadores no eran amistosos.
Por fin llegaron al Coliseo, donde una docena de hombres vestidos con disfraces baratos de gladiador estaban teniendo una refriega con la policía: espadas de plástico contra porras. Percy ignoraba el motivo de la riña, pero él y Annabeth siguieron andando. A veces los mortales eran todavía más raros que los monstruos.
Se dirigieron al oeste, deteniéndose de vez en cuando para preguntar cómo podían llegar al río. El muy tonto de Percy no se había planteado que en Italia la gente hablaba italiano, mientras que él no lo hablaba. Sin embargo, aquello no resultó un problema. Las pocas veces que alguien los abordó en la calle y les hizo una pregunta, Percy se limitó a mirarlos confundido, y los extraños cambiaron de idioma.
Siguiente descubrimiento: los italianos usaban euros, y Percy no tenía ninguno. Lo lamentó en cuanto encontraron una tienda de artículos turísticos en la que vendían refrescos. Para entonces era casi mediodía, hacía mucho calor, y Percy estaba empezando a desear tener un trirreme lleno de Coca-Cola Light.
Annabeth solucionó el problema. Rebuscó en su mochila, sacó el portátil de Dédalo e introdujo unos comandos. Una tarjeta de plástico salió expulsada de una ranura en el lateral.
Annabeth la agitó triunfalmente.
—Una tarjeta de crédito internacional. Para emergencias.
Percy se la quedó mirando asombrado.
—¿Cómo has…? Da igual. No quiero saberlo. Sigue sorprendiéndome.
Los refrescos les ayudaron, pero todavía tenían calor y estaban cansados cuando llegaron al río Tíber. En la orilla había un dique. Una mezcla caótica de almacenes, pisos, tiendas y cafés se apiñaban en el puerto.
El Tíber era ancho, lento y de color caramelo. Unos cuantos cipreses altos pendían sobre las orillas. El puente más cercano parecía bastante nuevo, construido con vigas de madera, pero justo al lado había una hilera derruida de arcos de piedra que se detenía a mitad de camino a través del río: unas ruinas que podían remontarse a la época de los césares.
—Hemos llegado. —Annabeth señaló el viejo puente de piedra—. Lo reconozco por el mapa. Pero ¿qué hacemos ahora?
Percy se alegró de que hubiera hablado en plural. No quería dejarla todavía. De hecho, no estaba seguro de que pudiera hacerlo cuando llegara el momento. Las palabras de Gaia acudieron de nuevo a él: «¿Caerás solo?».
Se quedó mirando el río, preguntándose cómo se pondrían en contacto con el dios Tiberino. Lo cierto era que no tenía ganas de tirarse. El Tíber no parecía mucho más limpio que el East River, donde se había enfrentado demasiadas veces con malhumorados espíritus del río.
Señaló un café cercano con mesas que daba al agua.
—Debe de ser la hora de comer. ¿Qué tal si volvemos a probar tu tarjeta de crédito?
A pesar de ser mediodía, el establecimiento estaba vacío. Escogieron una mesa del exterior situada junto al río, y un camarero se acercó a toda prisa. Parecía un poco sorprendido de verlos, sobre todo cuando dijeron que querían comer.
—¿Estadounidenses? —preguntó, sonriendo apenado.
—Sí —dijo Annabeth.
—A mí me encantaría una pizza —dijo Percy.
El camarero puso una cara como si estuviera intentando tragarse una moneda de un euro.
—Desde luego que sí, signor. Y, a ver si lo adivino, ¿una Coca-Cola? ¿Con hielo?
—Increíble —dijo Percy.
No entendía por qué aquel tío le ponía una cara tan avinagrada. Ni que Percy hubiera pedido una Coca-Cola azul.
Annabeth pidió panini y agua con gas. Cuando el camarero se hubo marchado, sonrió a Percy.
—Creo que los italianos comen mucho más tarde. No les echan hielo a las bebidas. Y solo preparan pizzas para los turistas.
—Ah. —Percy se encogió de hombros—. Es la mejor comida italiana que existe, ¿y no la comen?
—Yo no lo diría delante del camarero.
Se cogieron las manos por encima de la mesa. Percy se contentó con mirar a Annabeth a la luz del sol. Siempre le daba a su cabello un aspecto radiante y cálido. Sus ojos adquirieron el color del cielo y de los adoquines, a veces marrones y a veces azules.
Se preguntaba si debía contarle a Annabeth el sueño en el que Gaia destruía el Campamento Mestizo. Decidió no hacerlo, considerando a lo que ella se enfrentaba.
Sin embargo, el asunto le daba que pensar… ¿Qué habría pasado si no hubieran ahuyentado a los piratas de Crisaor? Percy y Annabeth habrían sido encadenados y llevados con los secuaces de Gaia. Su sangre habría sido derramada sobre las piedras antiguas. Percy se figuraba que eso significaba que habrían sido llevados a Grecia para ser sometidos a un terrible sacrificio. Pero Annabeth y él habían estado juntos en muchas situaciones peligrosas. Podrían haber tramado un plan de huida, haber salido del apuro… y Annabeth no tendría que emprender su misión en solitario en Roma.
«No importa cuándo caigas», había dicho Gaia.
Percy sabía que era un deseo horrible, pero casi se arrepentía de que no los hubieran capturado en el mar. Por lo menos Annabeth y él habrían estado juntos.
—No deberías avergonzarte —dijo Annabeth—. Estás pensando en Crisaor, ¿verdad? Las espadas no pueden resolver todos los problemas. Al final nos salvaste.
Muy a su pesar, Percy sonrió.
—¿Cómo lo haces? Siempre sabes lo que estoy pensando.
—Te conozco —dijo ella.
«¿Y te gusto de todas formas?», quería preguntar Percy, pero se contuvo.
—Percy —dijo ella—, no puedes cargar con el peso de toda la misión. Es imposible. Por eso somos siete. Y tendrás que dejarme buscar la Atenea Partenos sola.
—Te he echado de menos —confesó él—. Durante meses. Nos han robado un trozo muy grande de nuestras vidas. Si te volviera a perder…
La comida llegó. El camarero parecía mucho más tranquilo. Después de haber aceptado que eran unos estadounidenses que no se enteraban de nada, parecía que hubiera decidido perdonarles y tratarlos educadamente.
—La vista es preciosa —dijo, señalando el río con la cabeza—. Que disfruten.
Una vez que se hubo marchado, comieron en silencio. La pizza era un cuadrado insípido y pastoso con muy poco queso. Tal vez por eso los romanos no la comieran, pensó Percy. Pobres romanos.
—Tendrás que confiar en mí —dijo Annabeth. Percy casi pensó que estaba hablando con su sándwich, porque no lo miró a los ojos—. Tienes que creer en que vuelva.
Él tragó otro bocado.
—Creo en ti. Ese no es el problema. Pero ¿volver de dónde?
El sonido de una Vespa les interrumpió. Percy echó un vistazo a lo largo del puerto y tuvo que mirar dos veces. La moto era un modelo anticuado grande de color azul celeste. El conductor era un tipo con un traje gris de seda. Detrás de él iba sentada una joven con un pañuelo en la cabeza que rodeaba la cintura del hombre con las manos. Zigzaguearon entre las mesas del café y pararon petardeando cerca de Percy y Annabeth.
—Hola —dijo el hombre.
Su voz era grave, casi ronca, como la de un actor de cine. Tenía el pelo corto engominado y apartado hacia atrás de su cara hosca. Poseía el atractivo de los padres que salían en televisión en los años cincuenta. Hasta su ropa parecía anticuada. Cuando se bajó de la moto, la cintura de los pantalones le quedaba mucho más alta de lo normal, pero aun así conseguía parecer viril y elegante, y no un pringado. A Percy le costaba calcular su edad: tal vez treinta y tantos, aunque el estilo y la actitud del hombre parecían dignos de un abuelo.
La mujer se deslizó de la moto.
—Hemos pasado una mañana maravillosa —dijo con voz entrecortada.
Aparentaba veintiún años más o menos y también vestía con un estilo pasado de moda. Su falda anaranjada hasta los tobillos y su blusa blanca estaban ceñidas con un gran cinturón de cuero, que le formaba la cintura más estrecha que Percy había visto en su vida. Cuando se quitó el pañuelo, su cabello negro corto y ondulado rebotó y adquirió una forma perfecta. Tenía unos ojos oscuros y traviesos y una sonrisa radiante. Percy había visto náyades con menos cara de duende que aquella mujer.
A Annabeth se le cayó el sándwich de las manos.
—Oh, dioses. ¿Cómo…? ¿Cómo…?
Parecía tan anonadada que Percy pensó que debía de conocer a aquellos dos.
—Me sonáis de algo —concluyó.
Pensó que debía de haber visto sus caras por televisión. Parecía que fueran de un antiguo programa, pero no podía ser. No habían envejecido en lo más mínimo. De todas formas, señaló al hombre con el dedo e intentó adivinar quién era.
—¿Es usted el tío de Mad Men?
—¡Percy!
Annabeth se quedó horrorizada.
—¿Qué? —protestó él—. No veo mucho la tele.
—¡Es Gregory Peck! —Annabeth tenía los ojos como platos, y su boca no paraba de abrirse—. Y… ¡oh, dioses! ¡Audrey Hepburn! He visto la película. Vacaciones en Roma. Pero es de los años cincuenta. ¿Cómo…?
—¡Oh, querida! —La mujer empezó a dar vueltas como un espíritu del aire y se sentó a su mesa—. ¡Me temo que me has confundido con otra! Me llamo Rea Silvia. Fui la madre de Rómulo y Remo hace miles de años. Pero eres muy amable quitándome años al pensar que soy de los años cincuenta. Este es mi marido…
—Tiberino —dijo Gregory Peck, tendiéndole la mano a Percy de forma varonil—. Dios del río Tíber.
Percy le estrechó la mano. El hombre olía a loción para después del afeitado. Claro que si Percy fuera el río Tíber, probablemente también querría disimiular el olor con colonia.
—Hola —dijo Percy—. ¿Siempre parecen estrellas de cine estadounidenses?
—¿Lo parecemos? —Tiberino frunció la frente y observó su ropa—. La verdad es que no estoy seguro. La migración de la cultura occidental funciona en los dos sentidos. Roma influyó en el mundo, pero el mundo también influye en Roma. Últimamente parece que Estados Unidos ejerce mucha influencia. He perdido la noción de los siglos.
—Vale —dijo Percy—. Pero… ¿han venido a ayudarnos?
—Mis náyades me han dicho que estabais aquí. —Tiberino lanzó una mirada a Annabeth con sus ojos oscuros—. ¿Tienes el mapa, querida? ¿Y la carta de presentación?
—Ah…
Annabeth le dio la carta y el disco de bronce. Miraba tan fijamente al dios del río que Percy empezó a ponerse celoso.
—En-entonces… —dijo ella tartamudeando—, ¿han ayudado a otros hijos de Atenea en esta misión?
—¡Oh, querida! —La hermosa mujer, Rea Silvia, posó la mano en el hombro de Annabeth—. Tiberino es muy atento. Salvó a mis hijos Rómulo y Remo y los llevó con la diosa loba Lupa. Más tarde, cuando el vejestorio del dios Numitor intentó matarme, Tiberino se compadeció de mí y me convirtió en su esposa. Desde entonces he gobernado su reino fluvial a su lado. ¡Es un cielo!
—Gracias, querida —dijo Tiberino sonriendo irónicamente—. Y sí, Annabeth Chase, he ayudado a muchos de tus hermanos… como mínimo a emprender su viaje sin ningún percance. Lástima que todos sufrieran una muerte dolorosa más tarde. Bueno, tus documentos parecen en orden. Deberíamos ponernos en marcha. ¡La Marca de Atenea nos espera!
Percy agarró la mano de Annabeth, tal vez un pelín más fuerte de lo necesario.
—Tiberino, déjeme ir con ella. Solo un poco más.
Rea Silvia se rió con dulzura.
—No puedes, tontorrón. Debes regresar a vuestro barco y reunir a tus otros amigos. ¡Tenéis que enfrentaros a los gigantes! El camino aparecerá en la daga de tu amiga Piper. Annabeth debe seguir otro sendero. Ella debe andar sola.
—Ya lo creo —dijo Tiberino—. Annabeth debe enfrentarse a la mismísima guardiana del templo. Es la única forma. Además, Percy Jackson, tienes menos tiempo de lo que crees para rescatar a tu amigo de la vasija. Debes darte prisa.
A Percy le sentó la pizza como un pedazo de cemento en el estómago.
—Pero…
—Tranquilo, Percy. —Annabeth le apretó la mano—. Tengo que hacerlo.
Él empezó a protestar. La expresión de ella le detuvo. Estaba aterrada, pero estaba haciendo todo lo posible por ocultarlo… por él. Si Percy intentaba discutir, solo le pondría las cosas más difíciles. O, lo que era peor, podría convencerla para que se quedara. Entonces ella tendría que vivir sabiendo que se había echado atrás ante su mayor desafío… suponiendo que sobrevivieran, cuando Roma estaba a punto de ser arrasada y Gaia estaba a punto de alzarse y de destruir el mundo. La estatua de Atenea poseía la clave para vencer a los gigantes. Percy ignoraba el porqué o el cómo, pero Annabeth era la única que podía descubrirlo.
—Tienes razón —dijo, pronunciando las palabras con un enorme esfuerzo—. Ten cuidado.
Rea Silvia soltó una risita como si fuera un comentario ridículo.
—¿Cuidado? ¡Ya lo creo que lo necesitará! Pero así debe ser. Vamos, Annabeth, querida. Te enseñaremos dónde empieza tu camino. Después, estarás sola.
Annabeth besó a Percy. Vaciló, como si estuviera pensando qué más decir. A continuación se echó la mochila al hombro y subió a la parte de atrás de la moto.
Percy no podía soportarlo. Habría preferido luchar contra cualquier monstruo del mundo. Habría preferido una revancha con Crisaor. Pero se obligó a permanecer en su silla y a mirar cómo Annabeth se alejaba en moto por las calles de Roma con Gregory Peck y Audrey Hepburn.