Annabeth pensaba que podría haber sido peor. Si tenía que emprender una horripilante misión en solitario, por lo menos antes había tenido oportunidad de comer con Percy a orillas del Tíber. Y en ese momento tenía oportunidad de dar un paseo en moto con Gregory Peck.
Sabía de la existencia de esa vieja película gracias a su padre. Durante los últimos años, desde que los dos habían hecho las paces, habían pasado más tiempo juntos, y ella había descubierto que su padre tenía un lado cursi. Sí, le encantaba la historia militar, las armas y los biplanos, pero también le encantaba el cine clásico, sobre todo las comedias románticas de los cuarenta y los cincuenta. Vacaciones en Roma era una de sus favoritas. Él había obligado a Annabeth a verla.
La trama le parecía ridícula —una princesa escapa de sus escoltas y se enamora de un periodista estadounidense en Roma—, pero sospechaba que a su padre le gustaba porque le recordaba su romance con la diosa Atenea: otra pareja imposible que no podía acabar con final feliz. Su padre no se parecía en nada a Gregory Peck. Atenea desde luego no tenía nada que ver con Audrey Hepburn. Pero Annabeth sabía que la gente veía lo que quería ver. No necesitaban que la Niebla distorsionara sus percepciones.
Mientras la moto azul celeste recorría zumbando las calles de Roma, la diosa Rea Silvia comentaba a cada paso a Annabeth lo mucho que la ciudad había cambiado a lo largo de los siglos.
—El puente Sublicio estaba allí —dijo señalando un recodo del Tíber—. Ya sabes, donde Horacio y sus dos amigos defendieron la ciudad de un ejército invasor. ¡Eso sí que era un romano valiente!
—Mira, querida —añadió Tiberino—, ese es el sitio donde Rómulo y Remo fueron arrastrados a la orilla.
Parecía que estuviera hablando de un lugar en la ribera donde unos patos estuvieran haciendo un nido con bolsas de plástico y envoltorios de caramelos.
—Ah, sí —dijo Rea Silvia suspirando alegremente—. Fuiste muy amable arrastrando a los bebés a la orilla para que los lobos los encontraran.
—No fue nada —dijo Tiberino.
Annabeth se sentía mareada. El dios del río estaba hablando de algo que había sucedido hacía miles de años, cuando en aquella zona no había más que pantanos y puede que algunas chozas. Tiberino salvó a dos bebés, uno de los cuales pasó a fundar el mayor imperio del mundo. «No fue nada.»
Rea Silvia señaló un bloque de pisos grande y moderno.
—Eso era un templo de Venus. Luego fue una iglesia. Luego un palacio. Luego un bloque de pisos. Se incendió tres veces. Ahora vuelve a ser un bloque de pisos. Y ese sitio de allí…
—Por favor —dijo Annabeth—. Me está mareando.
Rea Silvia se rió.
—Lo siento, querida. Aquí se amontonan capas y más capas de historia, pero no es nada comparado con Grecia. Atenas ya era antigua cuando Roma solo era una serie de chozas de barro. Ya lo verás, si sobrevives.
—No me está ayudando mucho —murmuró Annabeth.
—Ya hemos llegado —anunció Tiberino.
Detuvo la moto delante de un gran edificio de mármol que tenía una hermosa fachada, a pesar de la capa de suciedad que la cubría. Tallas ornamentadas de dioses romanos decoraban el contorno del tejado. La enorme entrada tenía unas puertas de hierro llenas de candados.
—¿Tengo que entrar ahí?
Annabeth deseó haber llevado a Leo, o como mínimo haber cogido prestada una cizalla de su cinturón.
Rea Silvia se tapó la boca y se rió entre dientes.
—No, querida. No tienes que entrar. Tienes que ir por debajo.
Tiberino señaló una serie de escalones de piedra en un lado del edificio: el tipo de escalera que habría bajado a un sótano si el edificio hubiera estado en Manhattan.
—Roma es caótica sobre el suelo —dijo Tiberino—, pero eso no es nada comparado con su estado por debajo del suelo. Debes descender a la ciudad enterrada, Annabeth Chase. Encuentra el altar del dios extranjero. Los fracasos de tus predecesores te servirán de guía. Después… no lo sé.
A Annabeth le empezó a pesar la mochila sobre los hombros. Había estado estudiando el mapa de bronce durante días, buscando información por todas partes con el portátil de Dédalo. Lamentablemente, lo poco que había descubierto hacía que su misión pareciera todavía más imposible.
—Mis hermanos… ninguno llegó al templo, ¿verdad?
Tiberino negó con la cabeza.
—Pero ya sabes el premio que te espera si consigues liberarla.
—Sí —dijo Annabeth.
—Podría traer la paz a los hijos de Grecia y de Roma —dijo Rea Silvia—. Podría cambiar el curso de la inminente guerra.
—Si sobrevivo —dijo Annabeth.
Tiberino asintió tristemente.
—Porque también eres consciente de que debes enfrentarte a la guardiana, ¿verdad?
Annabeth se acordó de las arañas del fuerte Sumter y del sueño que Percy le había relatado: la voz susurrante en la oscuridad.
—Sí.
Rea Silvia miró a su marido.
—Es valiente. Tal vez sea más fuerte que los demás.
—Eso espero —dijo el dios del río—. Adiós, Annabeth Chase. Y buena suerte.
Rea Silvia sonrió.
—¡Nos espera una tarde maravillosa! ¡Nos vamos de compras!
Gregory Peck y Audrey Hepburn se fueron a toda velocidad en su motocicleta azul celeste. Entonces Annabeth se volvió y descendió los escalones sola.
Había estado bajo tierra muchas veces.
Pero en mitad del descenso se dio cuenta de lo mucho que hacía que no se aventuraba sola. Se quedó paralizada.
Dioses, no había hecho algo parecido desde que era una cría. Después de escapar de casa, había pasado unas semanas sobreviviendo por sí misma, viviendo en callejones y escondiéndose de monstruos hasta que Thalia y Luke la habían tomado bajo su protección. Luego había vivido hasta los doce años en el Campamento Mestizo. Después, en todas sus misiones, había estado acompañada de Percy y de sus otros amigos.
La última vez que se había sentido tan asustada y sola tenía siete años. Se acordó del día que Thalia, Luke y ella habían entrado en la guarida de unos cíclopes en Brooklyn. Thalia y Luke habían sido capturados, y Annabeth había tenido que liberarlos. Todavía recordaba estar temblando en un oscuro rincón de aquella ruinosa mansión, escuchando cómo los cíclopes imitaban las voces de sus amigos, tratando de engañarla para que saliera.
¿Y si eso era una artimaña también?, se preguntaba. ¿Y si los otros hijos de Atenea habían muerto porque Tiberino y Rea Silvia los habían hecho caer en una trampa? ¿Serían capaces de algo así Gregory Peck y Audrey Hepburn?
Se obligó a seguir adelante. No tenía alternativa. Si la Atenea Partenos estaba allí realmente, podía decidir la suerte de la guerra. Y lo que era más importante, podía ayudar a su madre. Atenea la necesitaba.
Al pie de los escalones llegó a una vieja puerta de madera con una anilla de hierro. Encima de la anilla había una placa metálica con un ojo de cerradura. Annabeth empezó a pensar en formas de forzar la cerradura, pero en cuanto tocó la anilla, una silueta llameante apareció en medio de la puerta: la silueta de la lechuza de Atenea. Del ojo de la cerradura salió un hilo de humo. La puerta se abrió hacia dentro.
Annabeth miró arriba por última vez. En lo alto de la escalera, el cielo era un cuadrado de color azul radiante. Los mortales estarían disfrutando de la cálida tarde. Las parejas estarían haciendo manitas en los cafés. Los turistas estarían recorriendo apresuradamente tiendas y museos. Los romanos estarían ocupándose de sus asuntos, probablemente sin plantearse los miles de años de historia que había bajo sus pies, y sin duda ajenos a los espíritus, los dioses y los monstruos que todavía moraban allí, o al hecho de que su ciudad pudiera ser destruida ese mismo día a menos que determinado grupo de semidioses consiguiera detener a los gigantes.
Annabeth cruzó la puerta.
Se encontró en un sótano que era un cíborg arquitectónico. Antiguas paredes de ladrillo se hallaban surcadas por modernos cables eléctricos y tuberías. El techo se sostenía con una combinación de andamios de acero y viejas columnas romanas de granito.
En la parte delantera del sótano había montones de cajas de cartón. Annabeth abrió unas cuantas por curiosidad. Algunas estaban repletas de rollos de cuerda multicolor, como la que se usaba para las cometas o para los trabajos de artesanía. Otras cajas estaban llenas de espadas de gladiador de plástico baratas. Tal vez en otra época la estancia había servido de almacén de una tienda de artículos turísticos.
Al fondo del sótano, el suelo había sido excavado y se podía ver otra escalera —era de piedra blanca— que descendía todavía más bajo tierra.
Annabeth se acercó muy despacio al borde. Abajo estaba tan oscuro que ni siquiera se podía ver con el brillo que emitía su daga. Posó la mano en la pared y encontró un interruptor de la luz.
Lo encendió. Unas deslumbrantes bombillas fluorescentes iluminaron la escalera. Debajo, vio un suelo de mosaico decorado con ciervos y faunos: posiblemente una estancia de una antigua casa de campo, escondida debajo de aquel sótano moderno junto con las cajas de cuerda y las espadas de plástico.
Bajó. La habitación medía aproximadamente dos metros cuadrados. Las paredes habían estado pintadas de vivos colores, pero la mayoría de los frescos se habían desconchado o se habían descolorido. La única salida era un agujero excavado en un rincón del suelo en el que el mosaico había sido arrancado. Annabeth se agachó junto a la abertura. Descendía hasta una cueva más grande, pero Annabeth no podía ver el fondo.
Oyó agua corriendo a unos diez o doce metros por debajo. El aire no olía a alcantarilla; solo a rancio y a humedad, y a algo ligeramente dulzón, como flores podridas. Tal vez fuera un antiguo conducto para el agua de los acueductos. No había forma de bajar.
—No pienso saltar —murmuró para sí.
Como en respuesta a sus palabras, algo brilló en la oscuridad. La Marca de Atenea se encendió al fondo de la cueva y dejó ver unos relucientes ladrillos a lo largo de un canal subterráneo doce metros más abajo. La lechuza en llamas parecía estar provocándola: «Este es el camino, muchacha. Más vale que se te ocurra algo».
Annabeth consideró sus opciones. Era demasiado peligroso para saltar. No había escaleras de mano ni cuerdas. Pensó coger prestado un andamio metálico de arriba y usarlo como barra de bomberos, pero todos estaban bien sujetos. Además, no quería que el edificio se desplomase encima de ella.
La frustración la invadió como un ejército de termitas. Se había pasado la vida viendo como otros semidioses adquirían poderes increíbles. Percy podía controlar el agua. Si él hubiera estado allí, habría podido subir el nivel del agua y bajar flotando. Por lo que Hazel había dicho, ella podía orientarse bajo tierra con una precisión absoluta e incluso crear o cambiar el recorrido de los túneles. Ella habría podido abrir fácilmente un nuevo camino. Leo habría sacado las herramientas adecuadas de su cinturón y habría construido algo para salir del paso. Frank habría podido convertirse en pájaro. Jason habría podido controlar el viento y descender flotando. Incluso Piper, con su poder de persuasión… podría haber convencido a Tiberino y a Rea Silvia para que la hubieran ayudado un poco más.
¿Y qué tenía Annabeth? Una daga de bronce que no hacía nada especial y una moneda de plata maldita. Tenía su mochila con el portátil de Dédalo, una botella de agua, unos cuantos pedazos de ambrosía para las emergencias y una caja de cerillas (probablemente inútil, pero su padre le había metido en la cabeza que siempre debía contar con una forma de encender fuego).
No tenía poderes increíbles. Incluso su único artículo mágico de verdad, la gorra de la invisibilidad de los Yankees de Nueva York, había dejado de funcionar y se había quedado en su camarote del Argo II.
«Tienes tu inteligencia», dijo una voz. Annabeth se preguntó si Atenea estaba hablando con ella, pero probablemente se estaba haciendo ilusiones.
Inteligencia… como el héroe favorito de Atenea, Odiseo. Él había ganado la guerra de Troya usando el ingenio, no la fuerza. Había vencido a toda clase de monstruos y adversidades con su astucia. Eso era lo que Atenea valoraba.
«La hija de la sabiduría anda sola.»
Eso no solo significaba sin otras personas, advirtió Annabeth. También significaba sin poderes especiales.
Vale, ¿cómo podía bajar sana y salva y asegurarse de que disponía de una forma de salir en caso necesario?
Volvió a subir al sótano y se quedó mirando las cajas abiertas. Cuerda para cometas y espadas de plástico. La idea que se le ocurrió era tan ridícula que le entraron ganas de reírse, pero era mejor que nada.
Se puso a trabajar. Sus manos parecían saber exactamente qué hacer. A veces le ocurría eso, como cuando estaba ayudando a Leo con la maquinaria del barco o dibujando planos arquitectónicos por ordenador. Nunca había hecho nada con cuerda para cometas y espadas de plástico, pero parecía sencillo, natural. A los pocos minutos había usado una docena de rollos de cuerda y una caja llena de espadas para fabricar una escalera de cuerda improvisada: una cuerda trenzada, entrelazada para que resistiera pero no demasiado gruesa, con espadas atadas a intervalos de seis centímetros para hacer las veces de asideros de manos y pies.
A modo de prueba, ató un extremo alrededor de una columna y se apoyó en la cuerda con todas sus fuerzas. Las espadas de plástico se doblaron bajo su peso, pero proporcionaron un volumen adicional a los nudos de la cuerda, de modo que por lo menos podía agarrarse mejor.
La escalera no ganaría ningún premio de diseño, pero podría llevarla hasta el fondo de la cueva sana y salva. Primero, llenó la mochila con los rollos de cuerda sobrantes. No sabía por qué, pero eran un recurso más, y no pesaban demasiado.
Se dirigió de nuevo al agujero del suelo de mosaico. Fijó un extremo de la escalera al andamio más cercano, dejó caer la cuerda en la caverna y descendió.