XXXIV
Annabeth

Colgada en el aire, bajando con una mano detrás de la otra mientras la escalera se balanceaba violentamente, Annabeth dio gracias a Quirón por todos los años de entrenamiento en el curso de escalada que impartía en el Campamento Mestizo. En repetidas ocasiones, se había quejado enérgicamente alegando que trepar por una cuerda no le ayudaría a vencer a un monstruo. Quirón se limitaba a sonreír, como si supiera que ese día llegaría.

Finalmente Annabeth llegó al fondo. Se le escapó el borde de los ladrillos y cayó en el canal, pero resultó que solo tenía unos centímetros de profundidad. El agua helada penetró en sus zapatillas de deporte.

Levantó su daga brillante. El canal poco profundo avanzaba por el centro de un túnel de ladrillo. Cada pocos metros, unas tuberías de cerámica sobresalían de las paredes. Supuso que las tuberías eran desagües, parte de la antigua instalación de cañerías de Roma, aunque le pareció asombroso que un túnel como aquel hubiera sobrevivido, apretujado bajo tierra con todas las tuberías, sótanos y alcantarillas de otros siglos.

Una idea repentina la heló todavía más que el agua. Hacía unos años, Percy y ella habían participado en una misión en el laberinto de Dédalo: una red secreta de túneles y estancias, llena de hechizos y de trampas, que avanzaba por debajo de todas las ciudades de Estados Unidos.

Cuando Dédalo murió en la batalla del Laberinto, todo el laberinto se había desplomado… o eso creía Annabeth. Pero ¿y si eso era solo en Estados Unidos? ¿Y si la que tenía delante era una versión más antigua del laberinto? Dédalo le había dicho en una ocasión que su laberinto tenía vida propia. Estaba creciendo y cambiando continuamente. Tal vez el laberinto pudiera regenerarse, como los monstruos. Tendría sentido. Era una fuerza arquetípica, como diría Quirón: algo que en realidad no podía morir.

Si eso era parte del laberinto…

Annabeth decidió no dar vueltas al tema, pero también decidió no dar por sentado que sus señas fueran exactas. El laberinto hacía que las distancias carecieran de sentido. Si no se andaba con cuidado, podía caminar seis metros en la dirección equivocada y acabar en Polonia.

Por si acaso, ató un nuevo rollo de cuerda al extremo de su escalera improvisada. Así podría desenredarla detrás de ella a medida que exploraba. Un truco viejo pero bueno.

Reflexionó sobre qué camino seguir. El túnel parecía igual en las dos direcciones. Entonces, a unos quince metros a su izquierda, la Marca de Atenea se encendió contra la pared. Annabeth habría jurado que la miraba con sus grandes ojos llameantes, como diciendo: «Pero ¿qué te pasa? ¡Date prisa!».

Estaba empezando a odiar a esa lechuza.

Cuando llegó al lugar, la imagen se había desvanecido, y se había quedado sin la cuerda del primer rollo.

Mientras ataba una nueva, miró al otro lado del túnel. Había una sección de ladrillos rota, como si una almádena hubiera abierto un agujero en la pared. Se acercó a echar un vistazo. Introdujo la daga por la abertura para iluminar y vio una cámara inferior larga y estrecha, con el suelo de mosaico, paredes pintadas y bancos dispuestos a cada lado. Tenía una forma parecida a un vagón de metro.

Asomó la cabeza por el agujero, con la esperanza de que nada le mordiera. En el extremo más cercano de la estancia había una puerta tapada con ladrillos. En el otro extremo había una mesa de piedra o tal vez un altar.

Hum… El túnel de agua se prolongaba adelante, pero Annabeth estaba segura de que esa era la dirección. Recordó lo que Tiberino había dicho: «Encuentra el altar del dios extranjero». No parecía que hubiera ninguna salida de la sala del altar, pero la caída al banco de abajo era breve. Debería poder volver a salir sin problemas trepando.

Descendió sin soltar la cuerda.

El techo de la sala tenía forma de barril y arcos de ladrillo, pero a Annabeth no le gustaba el aspecto de los soportes. Justo encima de su cabeza, sobre el arco más próximo a la puerta tapada con ladrillos, el coronamiento estaba agrietado por la mitad. Las fracturas de la presión recorrían el techo. Probablemente el lugar se había mantenido intacto durante dos mil años, pero Annabeth prefirió no pasar demasiado tiempo allí. Con la suerte que ella tenía, se desplomaría en los próximos dos minutos.

El suelo era un largo y estrecho mosaico con siete dibujos en fila, como una línea cronológica. A los pies de Annabeth había un cuervo. Después, un león. Otros parecían guerreros romanos con diversas armas. El resto estaba demasiado deteriorado o cubierto de polvo para que Annabeth distinguiera los detalles. Los bancos situados a cada lado estaban cubiertos de cerámica rota. Las paredes estaban pintadas con escenas de un banquete: un hombre con túnica tocado con un gorro curvado como una cuchara para helado, sentado al lado de un hombre más grande que irradiaba rayos de sol. Alrededor de ellos había portadores de antorchas y sirvientes, y varios animales, como cuervos y leones, se paseaban al fondo. Annabeth no estaba segura de lo que representaba el dibujo, pero no le recordaba ninguna de las leyendas griegas que conocía.

Al fondo de la sala, el altar estaba minuciosamente labrado con un fresco en el que aparecía el hombre con el gorro con forma de cuchara para helado sosteniendo un cuchillo contra el pescuezo de un toro. Sobre el altar había una figura de piedra de un hombre hundido hasta las rodillas en una roca, con una daga y una antorcha en sus manos extendidas. Una vez más, Annabeth no tenía ni idea de lo que esas imágenes significaban.

Dio un paso hacia el altar. Su pie hizo CRAC. Miró abajo y se dio cuenta de que había atravesado con la zapatilla de deporte una caja torácica humana.

Reprimió un grito. ¿De dónde había salido? Había mirado al suelo un momento antes y no había visto ningún hueso. En ese momento estaba lleno. Saltaba a la vista que la caja torácica era antigua. Se convirtió en polvo cuando ella sacó el pie. Al lado había una daga de bronce corroída muy parecida a la suya. O el muerto había llevado el arma o el cuchillo lo había matado.

Alargó su daga para ver por delante de ella. Un poco más adelante, siguiendo el sendero de mosaico, yacía un esqueleto más completo entre los restos de un jubón rojo bordado como el de un hombre del Renacimiento. Su cuello con volantes y su cráneo habían sufrido graves quemaduras, como si hubiera decidido lavarse el pelo con un soplete.

Estupendo, pensó Annabeth. Alzó la vista a la estatua del altar, que sostenía una daga y una antorcha.

Una especie de prueba, concluyó Annabeth. Aquellos dos habían fracasado. Perdón: no había solo dos. Más huesos y retales de ropa se hallaban esparcidos hasta el altar. No sabía cuántos esqueletos había, pero estaba dispuesta a apostar que todos eran semidioses del pasado, hijos de Atenea embarcados en la misma misión.

—¡Yo no seré otro esqueleto en tu suelo! —gritó a la estatua, esperando sonar valiente.

«Una chica —dijo una voz líquida, resonando por la sala—. No se permite entrar a chicas.»

«Una semidiosa —dijo una segunda voz—. Imperdonable.»

La cámara retumbó. Del techo agrietado cayó polvo. Annabeth echó a correr hacia el agujero por el que había entrado, pero había desaparecido. La cuerda había sido cortada. Se subió al banco y aporreó la pared donde había estado el agujero, esperando que la ausencia del hueco fuera solo una ilusión, pero la pared estaba sólida.

Estaba atrapada.

A lo largo de los bancos aparecieron una docena de fantasmas relucientes: brillantes hombres de color morado vestidos con togas romanas, como los lares que había visto en el Campamento Júpiter. La miraban furiosamente como si hubiera interrumpido su reunión.

Ella hizo lo único que podía. Bajó del banco y apoyó la espalda contra la puerta tapiada con ladrillos. Trató de mostrarse segura de sí misma, aunque los ceñudos fantasmas morados y los esqueletos de semidioses que yacían a sus pies hacían que le entraran ganas de encogerse en su camiseta y gritar.

—Soy hija de Atenea —dijo, con el mayor atrevimiento del que pudo hacer acopio.

—Una griega —dijo un fantasma con repugnancia—. Todavía peor.

Al final de la cámara, un fantasma con aspecto de anciano se levantó con dificultad (¿tenían artritis los fantasmas?) y se situó junto al altar, clavando sus ojos oscuros en Annabeth. Lo primero que a ella le pasó por la cabeza es que se parecía al Papa. Llevaba una túnica reluciente, un gorro de punta y un cayado de pastor.

—Esta es la cueva de Mitra —dijo el viejo fantasma—. Has interrumpido nuestros rituales sagrados. No puedes presenciar nuestros misterios y seguir con vida.

—No quiero presenciar vuestros misterios —le aseguró Annabeth—. Estoy siguiendo la Marca de Atenea. Si me decís dónde está la salida, me marcharé.

Su voz sonaba serena, cosa que la sorprendió. No tenía ni idea de cómo salir de allí, pero sabía que debía tener éxito donde sus hermanos habían fracasado. Su camino llevaba más adelante: hasta las profundidades subterráneas de Roma.

«Los fracasos de tus predecesores te servirán de guía —había dicho Tiberino—. Después… no lo sé.»

Los fantasmas susurraron entre ellos en latín. Annabeth captó unas cuantas palabras desagradables sobre las semidiosas y sobre Atenea.

Finalmente, el fantasma con gorro de papa golpeó el suelo con su cayado. Los otros lares se quedaron en silencio.

—Tu diosa griega no tiene ningún poder aquí —dijo el Papa—. ¡Mitra es el dios de los guerreros romanos! ¡Es el dios de la legión, el dios del imperio!

—Pero si ni siquiera era romano —protestó Annabeth—. ¿No era persa o algo así?

—¡Sacrilegio! —gritó el anciano, aporreando el suelo con su bastón varias veces más—. ¡Mitra nos protege! Yo soy el pater de esta hermandad…

—El padre —tradujo Annabeth.

—¡No me interrumpas! Como pater, debo proteger nuestros misterios.

—¿Qué misterios? —preguntó Annabeth—. ¿Una docena de tíos muertos sentados por ahí en una cueva?

Los fantasmas murmuraron y se quejaron hasta que el pater consiguió dominarlos silbando como si estuviera parando un taxi. El viejo tenía buenos pulmones.

—Está claro que eres una incrédula. Debes morir, como los otros.

«Los otros.» Annabeth hizo un esfuerzo por no mirar los esqueletos.

Su mente empezó a trabajar furiosamente, tratando de aferrarse a cualquier dato sobre Mitra en su poder. El dios tenía un culto secreto para guerreros. Era famoso en la legión. Era uno de los dioses que había suplantado a Atenea como deidad de la guerra. Afrodita había mencionado su nombre durante la charla que habían mantenido mientras tomaban té en Charleston. Aparte de eso, Annabeth no sabía nada más. Mitra no era uno de los dioses de los que hablaban en el Campamento Mestizo. Dudaba que los fantasmas estuvieran dispuestos a esperar mientras ella sacaba el portátil de Dédalo y buscaba información.

Escudriñó el mosaico del suelo: siete dibujos en fila. Examinó los fantasmas y se fijó en que todos llevaban una especie de insignia sobre la toga: un cuervo, una antorcha o un arco.

—Tenéis ritos de paso —soltó de repente—. Los miembros se dividen en siete niveles. Y el nivel superior es el de pater.

Los fantasmas dejaron escapar un grito ahogado colectivo. A continuación, todos empezaron a gritar al unísono.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó uno.

—¡La chica ha descubierto nuestros secretos!

—¡Silencio! —ordenó el pater.

—¡Y también podría estar al tanto de las pruebas! —gritó otro.

—¡Las pruebas! —dijo Annabeth—. ¡Estoy al tanto!

Otra ronda de gritos ahogados de incredulidad.

—¡Es ridículo! —chilló el pater—. ¡La chica miente! Hija de Atenea, elige la forma en que deseas morir. ¡Si no la eliges tú, el dios la elegirá por ti!

—Fuego o daga —aventuró Annabeth.

Hasta el pater se quedó pasmado. Al parecer, no se acordaba de que hubiera víctimas de antiguos castigos tiradas en el suelo.

—¿Cómo… cómo lo has…? —Tragó saliva—. ¿Quién eres?

—Una hija de Atenea —repitió Annabeth—. Pero no una hija cualquiera. Soy… ejem, la mater de mi hermandad. La magna mater, en realidad. No hay misterios para mí. Mitra no puede ocultarme nada.

—¡La magna mater! —dijo gimiendo un fantasma, desesperado.

—¡Matadla!

Uno de los fantasmas la atacó, alargando las manos para estrangularla, pero pasó a través de Annabeth.

—Estás muerto —le recordó ella—. Siéntate.

El fantasma se quedó avergonzado y se sentó.

—No necesitamos matarte —gruñó el pater—. ¡Mitra lo hará por nosotros!

La estatua del altar empezó a brillar.

Annabeth pegó las manos a la puerta tapiada con ladrillos situada a su espalda. Esa tenía que ser la salida. El mortero se estaba desmoronando, pero no era lo bastante endeble para atravesarlo usando la fuerza bruta.

Miró desesperadamente alrededor de la estancia: el techo agrietado, el mosaico del suelo, las pinturas de las paredes y el altar labrado. Empezó a hablar, haciendo las primeras deducciones que le venían a la mente.

—Es inútil —dijo—. Lo sé todo. Ponéis a prueba a vuestros iniciados con el fuego porque la antorcha es el símbolo de Mitra. Su otro símbolo es la daga. Por eso también podéis ser puestos a prueba con el cuchillo. Queréis matarme como… como Mitra mató al toro sagrado.

Era una pura suposición, pero en el altar se veía a Mitra matando a un toro, de modo que Annabeth dedujo que debía de ser importante. Los fantasmas se pusieron a gemir y se taparon los oídos. Algunos se abofeteaban a sí mismos como si quisieran despertar de una pesadilla.

—¡La gran madre lo sabe! —dijo uno—. ¡Es imposible!

A menos que eches un vistazo a la habitación, pensó Annabeth, cada vez más segura de sí misma.

Lanzó una mirada fulminante al fantasma que acababa de hablar. Tenía una insignia de un cuervo en la toga: el mismo símbolo que había en el suelo a los pies de ella.

—Tú solo eres un cuervo —lo regañó—. Es la categoría más baja. Quédate calladito y déjame hablar con tu pater.

El fantasma se acobardó.

—¡Piedad! ¡Piedad!

En la parte delantera de la sala, el pater tembló; Annabeth no tenía claro si de ira o de miedo. El gorro de papa se había ladeado sobre su cabeza como un indicador del nivel de gasolina inclinándose hacia la posición de vacío.

—Verdaderamente sabes mucho, gran madre. Tu sabiduría es vasta, razón de más por la que no puedes marcharte. La tejedora nos advirtió de que vendrías.

—La tejedora…

Embargada por una abrumadora sensación de ansiedad, Annabeth comprendió a lo que se refería el pater: el ser que rondaba en la oscuridad en el sueño de Percy, la guardiana del templo. En ese momento deseó no conocer la respuesta, pero trató de mantener la calma.

—La tejedora me teme. No quiere que siga la Marca de Atenea. Pero vosotros me dejaréis pasar.

—¡Debes elegir una prueba! —insistió el pater—. ¡Fuego o daga! ¡Si sobrevives a una, tal vez lo consigas!

Annabeth miró los huesos de sus hermanos. «Los fracasos de tus predecesores te servirán de guía.»

Todos habían elegido una cosa u otra: fuego o daga. Quizá habían pensado que podían superar la prueba, pero todos habían muerto. Annabeth necesitaba una tercera opción.

Se quedó mirando la estatua del altar, que brillaba con más intensidad por momentos. Podía percibir su calor a través de la sala. Su instinto le dictaba que se centrara en la daga o en la antorcha, pero en lugar de ello se concentró en el pedestal de la estatua. Se preguntó por qué sus piernas estaban hundidas en la piedra. Entonces cayó en la cuenta: tal vez la pequeña estatua de Mitra no estaba hundida en la roca. Tal vez estaba saliendo de la roca.

—Ni antorcha ni daga —dijo Annabeth con firmeza—. Hay una tercera prueba, y esa será la que pase.

—¿Una tercera prueba? —preguntó el pater.

—Mitra nació de una roca —dijo Annabeth, con la esperanza de estar en lo cierto—. Salió completamente desarrollado de una piedra, empuñando su daga y su antorcha.

Los gritos y gemidos le indicaron que su conjetura había sido correcta.

—¡La gran madre lo sabe todo! —gritó un fantasma—. ¡Es nuestro secreto mejor guardado!

«Entonces tal vez no deberíais colocar una estatua sobre el tema en vuestro altar», pensó Annabeth. Sin embargo, estaba agradecida a aquellos estúpidos fantasmas. Si hubieran permitido a las guerreras participar en su culto, habrían aprendido a tener sentido común.

Annabeth señaló teatralmente la pared por la que había venido.

—¡Yo también nací de la piedra, como Mitra! ¡Por lo tanto, he pasado la prueba!

—¡Bah! —le espetó el pater—. ¡Tú has salido de un agujero en la pared! No es lo mismo.

De acuerdo. Por lo visto el pater no era un tonto rematado, pero Annabeth no perdió la confianza. Echó un vistazo al techo, y se le ocurrió otra idea; todos los detalles encajaron.

—Controlo las piedras. —Levantó los brazos—. Os demostraré que mi poder es superior al de Mitra. Con un solo golpe, derribaré esta cueva.

Los fantasmas empezaron a gemir, a temblar y a mirar el techo, pero Annabeth sabía que no veían lo mismo que ella. Aquellos fantasmas eran guerreros, no ingenieros. Los hijos de Atenea tenían muchas aptitudes, no solo en el combate. Annabeth había estudiado arquitectura durante años. Sabía que esa antigua cámara estaba a punto de venirse abajo. Reconocía las fracturas de la presión, que emanaban de un único punto: la parte superior del arco de piedra situado justo encima de ella. El coronamiento estaba a punto de desmoronarse, y cuando eso ocurriera, suponiendo que pudiera calcular correctamente el momento…

—¡Imposible! —gritó el pater—. La tejedora nos ha ofrecido muchos tributos para que destruyamos a todo hijo de Atenea que ose entrar en nuestro templo. Y nunca la decepcionamos. No podemos dejarte pasar.

—¡Entonces temes mi poder! —dijo Annabeth—. ¡Reconoces que yo podría destuir vuestra cámara sagrada!

El pater frunció el entrecejo. Se puso derecho el gorro con inquietud. Annabeth sabía que lo había puesto en una situación imposible. No podía echarse atrás sin parecer un cobarde.

—Haz lo que quieras, hija de Atenea —decidió—. Nadie puede derribar la cueva de Mitra, y menos de un solo golpe. ¡Y menos aún una chica!

Annabeth levantó la daga. El techo era bajo. Podía llegar fácilmente al coronamiento, pero tendría que aprovechar su único golpe.

La puerta situada detrás de ella estaba bloqueada, pero en teoría, si la sala empezaba a desplomarse, los ladrillos se volverían endebles y se desmoronarían. Debería poder abrirse paso antes de que todo el techo se viniera abajo; suponiendo, claro está, que hubiera algo detrás de la pared de ladrillo, no solo tierra sólida; y suponiendo que Annabeth fuera lo bastante rápida y lo bastante fuerte y tuviera la suficiente suerte. De lo contrario, estaba a punto de convertirse en una tortita semidivina.

—Bueno, chicos —dijo—. Parece que habéis elegido al dios de la guerra equivocado.

Golpeó el coronamiento. La hoja de bronce celestial lo hizo añicos como si fuera un terrón de azúcar. Por un instante no pasó nada.

—¡Ja! —se regodeó el pater—. ¿Lo ves? ¡Atenea no tiene ningún poder aquí!

La sala tembló. Una fisura recorrió el techo a lo largo, y el otro extremo de la caverna se desplomó y sepultó el altar y al pater. Se abrieron más grietas. De los arcos cayeron ladrillos. Los fantasmas gritaban y huían, pero no podían atravesar las paredes. Al parecer, no podían salir de esa cámara ni siquiera muertos.

Annabeth se volvió. Embistió contra la entrada con todas sus fuerzas, y los ladrillos cedieron. Mientras la cueva de Mitra implosionaba detrás de ella, se lanzó a la oscuridad y se sorprendió cayendo.