Annabeth creía que sabía lo que era el dolor. Se había caído del muro de lava en el Campamento Mestizo. Había sido apuñalada en un brazo con un cuchillo envenenado en el puente de Williamsburg. Incluso había cargado con el peso del cielo sobre sus hombros.
Pero eso no era nada comparado con caer de lleno sobre el tobillo.
Enseguida supo que se lo había roto. El dolor le subió por la pierna hasta la cadera como un cable de acero ardiente. El mundo se redujo a ella, su tobillo y el tormento.
Estuvo a punto de desmayarse. La cabeza le daba vueltas. Respiraba de forma entrecortada.
«No —se dijo—. No puedes entrar en estado de shock.»
Trató de respirar más despacio. Permaneció lo más quieta posible hasta que el dolor disminuyó y dejó de ser una tortura insoportable para convertirse en unas punzadas horribles.
Una parte de ella quería gritarle al mundo por ser tan injusto. ¿Había llegado hasta allí para que algo tan vulgar como un tobillo roto le parara los pies?
Contuvo sus emociones haciendo un gran esfuerzo. En el campamento la habían adiestrado para sobrevivir en toda clase de situaciones, incluidas las lesiones como esa.
Miró a su alrededor. Su daga se había deslizado a cierta distancia. A la tenue luz, distinguió las características de la estancia. Estaba tumbada en un frío suelo de bloques de piedra arenisca. El techo tenía una altura de dos pisos. La puerta por la que había caído estaba a tres metros del suelo, totalmente bloqueada con los escombros que habían caído en la sala y habían formado un alud. A su alrededor había esparcidos viejos trozos de madera: algunos agrietados y resecos, y otros hechos astillas.
«Tonta», se regañó a sí misma. Se había lanzado a través de la puerta, dando por sentado que habría un pasillo u otra habitación nivelada. No se le había pasado por la cabeza que caería por los aires. Probablemente los maderos habían pertenecido a una escalera que se había hundido hacía mucho.
Examinó su tobillo. El pie no parecía demasiado torcido. Tenía sensibilidad en los dedos de los pies. No veía sangre. Eso era bueno.
Alargó la mano para coger un madero. Incluso ese pequeño movimiento le hizo gritar.
La tabla se deshizo en su mano. La madera podía tener siglos o incluso milenios de antigüedad. No había forma de saber si aquella habitación era más antigua que el templo de Mitra o si —como el laberinto— las habitaciones eran una mezcolanza de múltiples épocas juntadas al azar.
—Está bien —dijo en voz alta, para oír su voz—. Piensa, Annabeth. Establece prioridades.
Se acordó de un ridículo curso de supervivencia en la naturaleza que le había impartido Grover en el campamento. En su día, como mínimo, le había parecido ridículo. Primer paso: busca amenazas inmediatas en tu entorno.
Aquella estancia no parecía correr el peligro de desplomarse. El desprendimiento se había interrumpido. Las paredes eran sólidos bloques de piedra sin grietas de importancia a la vista. El techo no se estaba combando. Bien.
La única salida era la pared del fondo: una puerta con forma de arco que daba a la oscuridad. Entre ella y la puerta, una pequeña zanja de ladrillo atravesaba el suelo y permitía que el agua corriera por la habitación de izquierda a derecha. ¿Tuberías de la época de los antiguos romanos? Si el agua era potable, eso también estaría bien.
En un rincón había amontonadas vasijas de cerámica rotas de las que salían racimos marchitos de color marrón que en el pasado podrían haber sido frutas. Puaj. En otro rincón había unas cajas de madera que parecían intactas y unas cajas de mimbre sujetas con correas de cuero.
—Bueno, no hay ningún peligro inmediato —dijo para sí—. A menos que algo salga corriendo de ese túnel oscuro.
Echó un vistazo a la puerta, arriesgándose a que su suerte empeorara. No pasó nada.
—Vale —dijo—. Siguiente paso: hacer inventario.
¿Qué podía utilizar? Tenía una botella de agua y más agua en la zanja si conseguía llegar hasta ella. Tenía su cuchillo. En su mochila había un montón de cuerda de colores (¡yupi!), el ordenador portátil, el mapa de bronce, cerillas y ambrosía para emergencias.
Ah, sí. Eso se podía considerar una emergencia. Sacó la comida divina de la mochila y la engulló. Como siempre, su sabor le trajo reconfortantes recuerdos. Esta vez, palomitas de maíz con mantequilla: sesión de cine nocturna con su padre en su casa de San Francisco, sin su madrastra ni sus hermanastros, los dos solos acurrucados en el sofá viendo viejas y cursis comedias románticas.
La ambrosía le calentó todo el cuerpo. El dolor de la pierna se convirtió en unas punzadas sordas. Annabeth sabía que todavía corría un gran peligro. Ni siquiera la ambrosía podía curar en el acto los huesos rotos. Podía acelerar el proceso, pero en el mejor de los casos, no podría apoyar ningún peso sobre el pie herido durante un día o más.
Trató de alcanzar la daga, pero estaba demasiado lejos. Se deslizó en esa dirección. Volvió a notar un ardiente dolor, como si unas uñas le estuvieran perforando el pie. La cara se le perló de sudor, pero tras deslizarse otro poco, consiguió llegar a la daga.
Se sintió mejor al tenerla en la mano, no solo por la luz y la protección que le ofrecía, sino también porque le resultaba muy familiar.
Y ahora, ¿qué? En el curso de supervivencia, Grover había dicho que había que permanecer quieto y esperar a ser rescatado, pero eso no iba a ocurrir. Aunque Percy consiguiera seguir sus pasos, la cueva de Mitra se había desplomado.
Podía tratar de contactar con alguien usando el portátil de Dédalo, pero dudaba que allí tuviera señal. Además, ¿a quién iba a acudir? No podía enviar un mensaje a nadie que estuviera lo bastante cerca para ayudarla. Los semidioses nunca llevaban teléfono móvil porque la señal llamaba demasiado la atención a los monstruos, y ninguno de sus amigos estaría sentado consultando su correo electrónico.
¿Un mensaje de Iris? Tenía agua, pero dudaba que pudiera disponer de suficiente luz para crear un arcoíris. La única moneda que tenía era el dracma de plata ateniense, y no constituía un gran tributo.
Había otro problema a la hora de pedir ayuda: se suponía que aquella era una misión en solitario. Si Annabeth era rescatada, estaría admitiendo su derrota. Algo le decía que la Marca de Atenea ya no la guiaría. Podría deambular allí abajo eternamente y no encontrar jamás la Atenea Partenos.
De modo que era inútil permanecer quieto y esperar ayuda. Eso significaba que tenía que encontrar una forma de seguir por su propia cuenta.
Abrió la botella de agua y bebió. No se había dado cuenta de la sed que tenía. Cuando la botella quedó vacía, se arrastró al arroyo y la rellenó.
El agua estaba fría y se movía rápido: señales de que se podía beber sin peligro. Llenó la botella y acto seguido recogió agua ahuecando las manos y se salpicó la cara. Enseguida se sintió más despierta. Se lavó los arañazos lo mejor que pudo.
Annabeth se incorporó y se miró el tobillo.
—¿Por qué tenías que romperte? —dijo con tono de reprimenda.
El tobillo no contestó.
Tendría que inmovilizarlo con algún tipo de fijación. Era el único modo de que pudiera moverse.
Levantó la daga e inspeccionó de nuevo la estancia a la luz del bronce. Ahora que estaba más cerca de la puerta abierta, le gustaba todavía menos. Daba a un pasillo oscuro y silencioso. El aire que salía tenía un olor dulzón y algo siniestro. Lamentablemente, Annabeth no veía otra forma de poder avanzar.
Sin dejar de jadear y de parpadear para contener las lágrimas, se acercó arrastrándose a los restos de la escalera. Encontró dos tablones que estaban en bastante buen estado y eran lo bastante largos para usarlos de tablillas. A continuación, se aproximó, reptando, a las cajas de mimbre y usó la daga para cortar las correas de cuero.
Mientras se mentalizaba para inmovilizarse el tobillo, se fijó en unas palabras desvaídas escritas en una de las cajas de madera: HERMES EXPRÉS.
Annabeth se deslizó entusiasmada hacia la caja.
No tenía ni idea de lo que hacía allí, pero Hermes enviaba toda clase de artículos útiles a los dioses, los espíritus y los semidioses. A lo mejor había dejado aquel paquete de atención sanitaria hacía años para ayudar a los semidioses como ella en su misión.
La abrió haciendo palanca y extrajo varias láminas de plástico de burbujas, pero lo que quiera que hubiese dentro había desaparecido.
—¡Hermes! —protestó.
Se quedó mirando tristemente el plástico de burbujas. Entonces se le encendió una bombilla y se dio cuenta de que el envoltorio era un regalo.
—Oh… ¡es perfecto!
Annabeth se cubrió el tobillo roto con un envoltorio de esas láminas de burbujas. Lo fijó con las tablillas de madera y lo ató todo con las correas de cuero.
En una ocasión, haciendo prácticas de primeros auxilios, había entablillado una falsa pierna rota a otro campista, pero nunca se había imaginado que tendría que entablillarse a sí misma.
Era una tarea dura y dolorosa, pero finalmente terminó. Registró los restos de la escalera hasta que encontró parte del pasamanos: una tabla estrecha de aproximadamente un metro y veinte centímetros de largo que podía servirle de muleta. Apoyó la espalda contra la pared, preparó la pierna buena y se levantó.
—Ay.
Los ojos le hicieron chiribitas, pero se mantuvo erguida.
—La próxima vez déjame luchar contra un monstruo —murmuró a la sala oscura—. Es mucho más fácil.
Sobre la puerta abierta, la Marca de Atenea se encendió contra el arco.
La lechuza llameante parecía estar mirándola con expectación, como diciendo: «Ya era hora. ¿Conque quieres monstruos? ¡Pues ven por aquí!».
Annabeth se preguntaba si la marca ardiente estaba inspirada en una lechuza sagrada de verdad. En caso afirmativo, si sobrevivía, iba a encontrar a esa lechuza y a darle un puñetazo en la cara.
La idea le levantó el ánimo. Llegó al otro lado de la zanja y entró despacio en el pasillo, cojeando.