El túnel avanzaba recto y uniforme, pero después de la caída, Annabeth decidió no correr riesgos. Usó la pared para apoyarse y dio golpecitos en el suelo con la muleta para asegurarse de que no había trampas.
A medida que andaba, el olor dulzón se intensificó y le puso los nervios de punta. El sonido de agua corriente se apagó detrás de ella. Lo sustituyó un coro seco de susurros semejantes a un millón de vocecillas. Parecía que estas procedieran del interior de las paredes, y cada vez sonaban más fuerte.
Annabeth trató de apretar el paso, pero no podía ir más rápido sin perder el equilibrio ni hacerse daño en el tobillo roto. Avanzó cojeando, convencida de que algo la seguía. Las voces se estaban concentrando, acercándose.
Tocó la pared, y cuando apartó la mano la tenía cubierta de telarañas.
Gritó y, acto seguido, se maldijo por hacer ruido.
Solo es una telaraña, se dijo. Pero eso interrumpió el estruendo de sus oídos.
Había contado con que encontraría arañas. Sabía lo que le esperaba: «La tejedora», «Su señoría», «La voz de la oscuridad». Pero las telarañas le hicieron percatarse de lo cerca que estaba.
Se limpió en las piedras con la mano temblorosa. ¿En qué había estado pensando? No podía llevar a cabo esa misión sola.
«Demasiado tarde —se dijo—. Sigue adelante.»
Avanzó por el pasillo con gran dolor, dando un paso detrás de otro. Los sonidos susurrantes aumentaron de volumen detrás de ella hasta que sonaron como millones de hojas secas arremolinándose en el viento. Las telarañas fueron volviéndose más densas y llenaron el túnel. Al poco rato tenía que quitárselas de la cara mientras pugnaba por abrirse paso entre cortinas vaporosas que la cubrían como espuma en aerosol.
Parecía que el corazón le fuera a salir del pecho. Avanzó dando traspiés más imprudentemente, tratando de hacer caso omiso del dolor del tobillo.
Finalmente el pasillo terminó en una puerta llena de maderos hasta la altura de la cintura. Parecía como si alguien hubiera intentado bloquear la abertura con una barricada. Aquello no auguraba nada bueno, pero Annabeth usó la muleta para apartar las tablas lo mejor que pudo. Se arrastró por encima del montón que quedaba y se clavó varias docenas de astillas en la mano libre.
Al otro lado de la barricada había una cámara del tamaño de una cancha de baloncesto. El suelo estaba embaldosado con mosaicos romanos. Restos de tapices colgaban de las paredes. Dos antorchas apagadas colocadas en unos candelabros de pared flanqueaban la puerta, las dos estaban cubiertas de telerañas.
En el otro extremo de la estancia, la Marca de Atenea ardía sobre otra puerta. Lamentablemente, entre Annabeth y esa salida el suelo estaba dividido en dos por una sima de quince metros de ancho. Dos vigas de madera paralelas cruzaban el foso, demasiado separadas para apoyar los dos pies, pero demasiado estrechas para andar sobre ellas a menos que fueras acróbata, cosa que Annabeth no era, y no tuvieras el tobillo roto, cosa que sí tenía.
En el pasillo por el que había venido resonaban unos ruidos susurrantes. Las telarañas temblaron y se movieron cuando aparecieron las primeras arañas. Eran del tamaño de gominolas, pero gordas y negras, y correteaban por las paredes y el suelo.
¿Qué tipo de arañas eran? Annabeth no tenía ni idea. Solo sabía que venían a por ella, y solo disponía de unos segundos para idear un plan.
Annabeth quería echarse a llorar. Quería que alguien, quien fuera, estuviera allí para ayudarla. Quería tener a Leo con sus aptitudes para el fuego, o a Jason con sus rayos, o a Hazel para que derrumbara el túnel. Pero sobre todo quería tener a Percy. Siempre se sentía más valiente cuando Percy estaba con ella.
«No pienso morir aquí —se dijo—. Voy a volver a ver a Percy.»
Las primeras arañas habían llegado casi a la puerta. Detrás de ellas venía el grueso del ejército: un mar negro de bichos.
Annabeth se dirigió cojeando a uno de los candelabros de pared y cogió la antorcha. El extremo estaba cubierto de brea para encenderse fácilmente. Tenía los dedos entumecidos, pero rebuscó en su mochila y encontró las cerillas. Encendió una y prendió fuego a la antorcha.
La llevó hasta la barricada. La madera vieja y seca prendió inmediatamente. Las llamas saltaron a las telarañas, avanzaron rugiendo por el pasillo en una repentina llamarada y asaron a las arañas por miles.
Annabeth se apartó de la hoguera. Había ganado tiempo, pero dudaba que hubiera matado a todas las arañas. En cuanto el fuego se apagase, se reagruparían y volverían a apiñarse.
Se acercó al borde de la sima.
Acercó la luz al foso, pero no veía el fondo. Saltar sería un suicidio. Podía intentar cruzar por una de las vigas agarrándose con una mano detrás de otra, pero no se fiaba de la fuerza de su brazo ni veía cómo podría levantarse con la mochila llena y el tobillo roto cuando llegara al otro lado.
Se agachó y examinó minuciosamente las vigas. Cada una tenía una serie de cáncamos de hierro a lo largo de la cara interior, fijados a intervalos de treinta centímetros. Tal vez las barras habían sido los lados de un puente y las tablas centrales habían sido extraídas o destrozadas. ¿Y los cáncamos? No servían para sujetar tablones. Más bien…
Miró las paredes. El mismo tipo de ganchos habían sido usados para colgar los tapices hechos jirones.
Se dio cuenta de que las tablas no estaban destinadas a ser usadas como puente. Eran una especie de telar.
Lanzó la antorcha encendida al otro lado de la sima. No tenía ninguna fe en que su plan diera resultado, pero sacó toda la cuerda de la mochila y empezó a trenzarla entre las vigas, tejiendo un patrón enmarañado de un cáncamo a otro, doblando y triplicando la cuerda.
Sus manos se movían a una velocidad vertiginosa. Dejó de pensar en la tarea y simplemente la hizo, pasando las cuerdas y amarrándolas, extendiendo poco a poco su red tejida sobre el foso.
Se olvidó del dolor de la pierna y de la barricada en llamas que se estaba consumiendo detrás de ella. Se situó muy lentamente sobre la sima. El tejido soportó su peso. Antes de que se diera cuenta, estaba en mitad del abismo.
¿Cómo había aprendido a hacer eso?
Es Atenea, se dijo. La destreza de mi madre con las artesanías útiles. Tejer nunca le había parecido especialmente útil… hasta ese momento.
Echó un vistazo detrás de ella. El fuego de la barricada se estaba apagando. Unas cuantas arañas se asomaban a los bordes de la puerta.
Siguió tejiendo desesperadamente, y por fin llegó al otro lado de la sima. Recogió la antorcha y la acercó a su puente tejido. Las llamas corrieron a lo largo de la cuerda. Hasta las vigas se incendiaron como si las hubiera remojado con gasolina.
Por un instante, el puente ardió formando un claro dibujo: una hilera llameante de lechuzas idénticas. ¿Las había tejido Annabeth en la cuerda o se habían formado por arte de magia? No lo sabía, pero cuando las arañas empezaron a cruzar el abismo, las vigas se desmoronaron y cayeron al foso.
Annabeth contuvo la respiración. No veía ningún motivo por el que las arañas no pudieran alcanzarla trepando por las paredes o por el techo. Si empezaban a hacerlo, tendría que echar a correr, y estaba convencida de que no podría moverse lo bastante rápido.
Por algún motivo, las arañas no la siguieron. Se concentraron en el borde del foso; un furioso manto negro de insectos. A continuación se dispersaron y regresaron en tropel al pasillo quemado, como si Annabeth ya no les interesara.
—O eso o he pasado una prueba —dijo en voz alta.
La antorcha se apagó chisporroteando y la dejó solo con la luz de la daga. Se dio cuenta de que había dejado la muleta improvisada en el otro lado de la sima.
Se sentía agotada y sin ideas, pero tenía la mente despejada. El pánico parecía haberse consumido junto con el puente tejido.
«La tejedora», pensó. Debo de estar cerca. Por lo menos sé lo que me espera.
Avanzó por el siguiente pasillo, cojeando para evitar apoyar el peso en el pie herido.
No tuvo que andar muy lejos.
Después de recorrer seis metros, el túnel se juntó con una caverna del tamaño de una catedral, tan majestuosa que a Annabeth le costó asimilar todo lo que veía. Supuso que era la sala del sueño de Percy, pero no estaba oscura. Braseros de bronce con luz mágica, como los que usaban los dioses en el monte Olimpo, brillaban alrededor de la circunferencia de la sala, intercalados con espléndidos tapices. El suelo de piedra tenía fisuras en forma de red, como una capa de hielo. El techo era tan alto que se perdía entre la penumbra y capas y más capas de telarañas.
Hebras de seda gruesas como columnas descendían del techo por toda la sala, afianzando las paredes y el suelo como los cables de un puente colgante.
También había telarañas alrededor del elemento central del santuario, una pieza tan intimidante que a Annabeth le costó alzar la vista para mirarla. Por encima de ella se alzaba una estatua de Atenea de doce metros de altura, con una luminosa piel de marfil y un vestido de oro. En su mano extendida, Atenea sostenía una estatua de Niké, la diosa alada de la victoria: una estatua que parecía pequeña desde allí, pero que probablemente era tan alta como una persona. La otra mano de Atenea estaba posada sobre un escudo del tamaño de una valla publicitaria, con una serpiente esculpida asomando por detrás, como si Atenea la estuviera protegiendo.
El rostro de la diosa era sereno y afable… y se parecía al de Atenea. Annabeth había visto muchas estatuas que no guardaban ningún parecido con su madre, pero esa versión gigantesca, creada hacía miles de años, le hizo pensar que el artista debía de haber conocido a Atenea en persona. La había plasmado a la perfección.
—Atenea Partenos —murmuró Annabeth—. Está aquí de verdad…
Durante toda su vida había querido visitar el Partenón. Ahora estaba viendo la principal atracción que antes ocupaba el monumento, y era la primera hija de Atenea que lo hacía en milenios.
Se dio cuenta de que se había quedado con la boca abierta. Tragó saliva. Annabeth podría haber permanecido allí todo el día mirando la estatua, pero solo había llevado a cabo la mitad de la misión. Había encontrado la Atenea Partenos. Ahora, ¿cómo podía rescatarla de esa cueva?
Hebras de tela de araña cubrían la estatua como un pabellón de gasa. Annabeth sospechaba que sin esas telarañas, la estatua se habría caído hacía mucho a través del suelo debilitado. Al entrar en la sala, vio que las grietas eran tan anchas que podría haber perdido el pie dentro de ellas. Debajo de las grietas, no veía nada más que un vacío oscuro.
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. ¿Dónde estaba la guardiana? ¿Cómo podía liberar Annabeth la estatua sin hundir el suelo? No podría empujar a la Atenea Partenos por el pasillo por el que había venido.
Escudriñó la estancia, con la esperanza de ver algo que le resultara de ayuda. Paseó la vista por los tapices, que eran de una conmovedora belleza. En uno aparecía una escena pastoral representada de forma tan tridimensional que podría haber sido una ventana. En otro tapiz aparecían los dioses luchando contra los gigantes. Annabeth vio un paisaje del inframundo. A su lado se encontraba el contorno de la Roma moderna. Y en el tapiz de su izquierda…
Se le cortó la respiración. Era un retrato de dos semidioses besándose bajo el agua: Annabeth y Percy, el día que sus amigos los habían lanzado al lago de las canoas en el campamento. Era tan natural que se preguntó si la tejedora había estado allí, merodeando en el lago con una cámara sumergible.
—¿Cómo es posible? —murmuró.
Por encima de ella, en la penumbra, una voz habló.
—Durante siglos he sabido que vendrías, cielo.
Annabeth se estremeció. De repente tenía otra vez siete años, escondida debajo de las mantas, esperando a que las arañas la atacaran de noche. La voz sonaba tal como Percy la había descrito: un zumbido furioso con múltiples tonos, femenina pero no humana.
En las telarañas situadas por encima de la estatua, algo se movió: algo grande y oscuro.
—Te he visto en sueños —dijo la voz, empalagosa y siniestra, como el olor de los pasillos—. Tenía que asegurarme de que eras digna, la única hija de Atenea lo bastante lista para pasar mis pruebas y llegar a este sitio con vida. De hecho, eres su hija más dotada. Eso hará tu muerte mucho más dolorosa para mi vieja enemiga cuando fracases estrepitosamente.
El dolor del tobillo de Annabeth no era nada comparado con el ácido gélido que le corría por las venas. Quería huir. Quería suplicar clemencia. Pero no podía mostrar debilidad, en ese momento no.
—¡Eres Aracne! —gritó Annabeth—. La tejedora que fue convertida en araña.
La figura descendió y se volvió más clara y más horrible.
—Condenada por tu madre —dijo—. Despreciada por todos y transformada en una cosa espantosa… porque era la mejor tejedora.
—Pero tú perdiste la competición —dijo Annabeth.
—¡Esa es la historia escrita por la vencedora! —gritó Aracne—. ¡Fíjate en mi obra! ¡Mírala por ti misma!
A Annabeth no le hacía falta. Los tapices eran los mejores que había visto en su vida; mejores que la obra de la hechicera Circe y, sí, mejores incluso que algunos tejidos que había visto en el monte Olimpo. Se preguntaba si su madre habría perdido en realidad, si había escondido a Aracne y había reescrito la verdad. Pero en ese momento eso no importaba.
—Has estado protegiendo esta estatua desde la Antigüedad —aventuró Annabeth—. Pero su sitio ya no está aquí. Me la voy a llevar de vuelta.
—Ja —dijo Aracne.
Incluso Annabeth tuvo que reconocer que su amenaza resultaba ridícula. ¿Cómo podía una chica con el tobillo envuelto en plástico de burbujas sacar esa enorme estatua de su cámara subterránea?
—Me temo que tendrías que vencerme primero, cielo —dijo Aracne—. Y, desafortunadamente, eso es imposible.
La criatura salió de detrás de las cortinas de telaraña, y Annabeth comprendió que su misión era inútil. Estaba a punto de morir.
Aracne tenía el cuerpo de una viuda negra gigante, con una marca roja y peluda en forma de reloj de arena en la cara interior de su abdomen y un par de glándulas secretoras de seda. Sus ocho patas largas y delgadas estaban cubiertas de púas curvadas del tamaño de la daga de Annabeth. Si la araña seguía acercándose, solo su hedor dulzón bastaría para hacer desmayar a Annabeth. Pero lo más horrible era su cara deforme.
Puede que en el pasado hubiera sido una mujer hermosa, pero ahora unas mandíbulas negras sobresalían de su boca como unos colmillos. Sus otros dientes se habían convertido en delgadas agujas blancas. Unos finos bigotes oscuros salpicaban sus mejillas. Sus ojos eran grandes, desprovistos de párpados y de un negro puro, con dos ojos más pequeños que le sobresalían de las sienes.
La criatura emitió un violento «rip, rip, rip» que podría haber sido una risa.
—Ahora me daré un banquete contigo, cielo —dijo Aracne—. Pero no temas. Haré un tapiz precioso que represente tu muerte.