XXXVIII
Leo

Un problema resuelto: la compuerta situada encima de ellos se cerró automáticamente y bloqueó a sus perseguidores. También bloqueó toda la luz, pero Leo y Frank podían lidiar con eso. Leo solo esperaba que no tuvieran que salir por donde habían entrado. No estaba muy seguro de que pudiera abrir la baldosa desde abajo.

Por lo menos los manatíes poseídos estaban al otro lado. El suelo de mármol tembló sobre la cabeza de Leo, como si unos gruesos pies de turista lo estuvieran pateando.

Frank debía de haber recuperado la forma humana. Leo le oía resollar en la oscuridad.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Frank.

—Vale, no te asustes —dijo Leo—. Voy a invocar un poco de fuego, solo para que podamos ver.

—Gracias por avisar.

El dedo índice de Leo se encendió como una vela de cumpleaños. Delante de ellos se extendía un túnel de piedra con el techo bajo. Como Hazel había anunciado, el túnel descendía oblicuamente y luego se nivelaba y se dirigía al sur.

—Bueno —dijo Leo—. Solo va en una dirección.

—Encontremos a Hazel —dijo Frank.

Leo no se opuso a la propuesta. Avanzaron lentamente por el pasillo; Leo iba delante con el fuego. Se alegraba de tener detrás a Frank, un chico grande, fuerte y capaz de transformarse en animales espeluznantes en caso de que los turistas poseídos atravesaran la compuerta, entraran y los siguieran. Se preguntaba si los eidolon podrían dejar atrás esos cuerpos, colarse bajo tierra y poseer a uno de ellos.

«¡Mi ocurrencia del día!», se regañó Leo a sí mismo.

Después de recorrer treinta metros aproximadamente, doblaron una esquina y encontraron a Hazel. Estaba examinando una puerta a la luz de su espada dorada de la caballería. Estaba tan absorta que no reparó en su presencia hasta que Leo dijo:

—Hola.

Hazel se dio la vuelta, tratando de blandir su spatha. Afortunadamente para la cara de Leo, la hoja era demasiado larga para manejarla en el pasillo.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Hazel.

Leo tragó saliva.

—Lo siento. Nos hemos topado con unos turistas enfadados.

Le contó lo que había sucedido.

Ella lanzó un susurro de decepción.

—Odio a los eidolon. Creía que Piper les había hecho prometer que no se acercarían.

—Oh… —dijo Frank, como si acabara de tener su propia ocurrencia del día—. Piper les hizo prometer que no se acercarían al barco y que no nos poseerían a ninguno de nosotros. Pero si nos han seguido y han usado otros cuerpos para atacarnos, técnicamente no han roto su promesa.

—Genial —murmuró Leo—. Eidolon que también son abogados. Ahora sí que tengo ganas de matarlos.

—Olvidaos de ellos por ahora —dijo Hazel—. Esta puerta me está poniendo histérica. Leo, ¿puedes probar tu técnica con la cerradura?

Leo hizo crujir los nudillos.

—Haz sitio al maestro, por favor.

La puerta era interesante, mucho más complicada que la cerradura de combinación de números romanos de arriba. Toda la puerta estaba cubierta de oro imperial. Una esfera mecánica del tamaño de una bola para jugar a los bolos se hallaba incrustada en el centro. La esfera estaba elaborada con cinco aros concéntricos, grabados con símbolos del zodíaco —el toro, el escorpión…— y números y letras aparentemente aleatorios.

—Estas letras son griegas —comentó Leo, sorprendido.

—Bueno, muchos romanos hablaban griego —dijo Hazel.

—Supongo —dijo Leo—. Pero este acabado…, sin ánimo de ofenderos a los del Campamento Júpiter, es demasiado complejo para ser romano.

Frank resopló.

—A los griegos, en cambio, os encanta complicar las cosas.

—Oye —protestó Leo—. Lo único que digo es que este mecanismo es delicado y sofisticado. Me recuerda… —Leo se quedó mirando la esfera, tratando de recordar dónde había leído u oído hablar de una máquina antigua parecida—. Es un tipo de cerradura más avanzada —concluyó—. Se alinean los símbolos de los distintos aros en el orden correcto, y la puerta se abre.

—Pero ¿cuál es el orden correcto? —preguntó Hazel.

—Buena pregunta. Esferas griegas… astronomía, geometría… —Leo notó una sensación agradable por dentro—. No puede ser… ¿Cuánto vale pi?

Frank frunció el entrecejo.

—¿Cuánto vale el pis?

—Se refiere al número —dedujo Hazel—. Lo aprendí en clase de mates, pero…

—Se usa para medir círculos —dijo Leo—. Esta esfera, si está hecha por quien yo creo…

Hazel y Frank se miraron sin comprender.

—Da igual —dijo Leo—. Estoy seguro de que pi es 3,1415, bla, bla, bla. El número sigue eternamente, pero la esfera solo tiene cinco aros, así que debería bastar con eso, si estoy en lo cierto.

—¿Y si no lo estás? —preguntó Frank.

—Entonces Leo se caerá o explotará. ¡Vamos a averiguarlo!

Giró los aros, empezando por el exterior y avanzando hacia dentro. Hizo caso omiso de los signos del zodíaco y las letras, y alineó los números para que formaran el valor de pi. No pasó nada.

—Soy tonto —masculló Leo—. Pi se desarrollaría hacia fuera porque es infinito.

Invirtió el orden de los números, empezando por el centro y avanzando hacia el borde. Cuando hubo alineado el último aro, algo hizo clic dentro de la esfera. La puerta se abrió.

Leo sonrió a sus amigos.

—Así se hacen las cosas en el mundo de Leo, amigos míos. ¡Pasad!

—Odio el mundo de Leo —murmuró Frank.

Hazel se rió.

Dentro había suficientes cosas interesantes para mantener ocupado a Leo durante años. La estancia era aproximadamente del tamaño de la fragua del Campamento Mestizo, con mesas de trabajo con la superficie de bronce distribuidas a lo largo de las paredes y cestos llenos de antiguas herramientas para trabajar el metal. Docenas de esferas de bronce y de oro como balones de baloncesto en versión steampunk se hallaban en distintas fases de desmontaje. El suelo estaba lleno de engranajes sueltos y cables. Gruesos cables metálicos partían de cada mesa hacia el fondo de la estancia, donde había un desván revestido como la cabina insonorizada de un teatro. Unas escaleras subían al desván a cada lado. Todos los cables parecían ir hasta allí. Al lado de la escalera de la izquierda había una hilera de casillas llenas de cilindros de piel: probablemente, fundas de antiguos pergaminos.

Leo estaba a punto de dirigirse a las mesas cuando miró a su izquierda y se llevó un susto de muerte. Flanqueando la puerta había dos maniquíes blindados, como espantapájaros esqueléticos hechos de tuberías de bronce y equipados con armaduras romanas completas, escudos y espadas.

—Vaya, colega —Leo se acercó a uno—. Serían increíbles si funcionaran.

Frank se apartó muy despacio de los maniquíes.

—Esas cosas van a cobrar vida y a atacarnos, ¿verdad?

Leo se rió.

—Ni de coña. No están completos. —Dio unos golpecitos en el cuello del maniquí más cercano, de debajo de cuya coraza sobresalían unos cables de cobre sueltos—. Mira, los cables de la cabeza están desconectados. Y aquí, en el codo, el sistema de poleas de la articulación no está alineado. ¿Quieres que te diga lo que creo? Los romanos estaban intentando imitar un diseño griego, pero no tenían la habilidad suficiente.

Hazel arqueó las cejas.

—Supongo que a los romanos no se les daba bien ser complicados.

—Ni delicados —añadió Frank—. Ni sofisticados.

—Eh, yo solo llamo las cosas por su nombre. —Leo sacudió la cabeza del maniquí y le hizo asentir como si estuviera de acuerdo con él—. Aun así, es bastante impresionante. He oído leyendas que dicen que los romanos confiscaron los escritos de Arquímedes, pero…

—¿Arquímedes? —Hazel se quedó desconcertada—. ¿No fue un antiguo matemático o algo así?

Leo se rió.

—Fue mucho más que eso. Solo fue el hijo de Hefesto más famoso de la historia.

Frank se rascó la oreja.

—He oído ese nombre antes, pero ¿cómo puedes estar seguro de que este maniquí es un diseño suyo?

—¡Tiene que serlo! —contestó Leo—. Mira, lo he leído todo sobre Arquímedes. En la cabana nueve es un héroe. Era griego, ¿vale? Vivió en una de las colonias griegas en el sur de Italia, antes de que Roma se convirtiera en un imperio y tomara el poder. Al final, los romanos entraron y destruyeron su ciudad. El general romano quería perdonar la vida a Arquímedes porque era muy valioso (una especie de Einstein de la Antigüedad), pero un estúpido soldado romano lo mató.

—Otra vez —murmuró Hazel—. Las palabras «estúpido» y «romano» no siempre van juntas, Leo.

Frank asintió, gruñendo.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó—. ¿Hay algún guía turístico español por aquí?

—No, tío —dijo Leo—. No puedes ser un semidiós que se dedica a construir cosas y no saber de Arquímedes. Ese hombre se adelantó a su tiempo. Calculó el valor de pi. Hizo un montón de descubrimientos matemáticos que todavía usamos en la ingeniería. Inventó un tornillo hidráulico que podía mover el agua a través de tuberías.

Hazel frunció el entrecejo.

—Un tornillo hidráulico. Discúlpame por no saber nada de tan espectacular descubrimiento.

—También construyó un rayo mortífero hecho con espejos que podía incendiar barcos enemigos —dijo Leo—. ¿Te parece lo bastante espectacular?

—Yo vi algo sobre eso por la tele —reconoció Frank—. Demostraron que no funcionaba.

—Ah, eso es porque los mortales modernos no saben usar el bronce celestial —dijo Leo—. Esa es la clave. Arquímedes también inventó una enorme garra que podía balancearse en una grúa y sacar barcos enemigos del agua.

—Eso sí que mola —admitió Frank—. Me encantan las máquinas con brazos que agarran cosas.

—¿Lo ves? —dijo Leo—. En fin, no bastó con todos sus inventos. Los romanos destruyeron su ciudad. Arquímedes fue ejecutado. Según las leyendas, el general romano era un gran admirador de su obra, así que asaltó el taller de Arquímedes y se llevó un montón de recuerdos a Roma. Todos desaparecieron de la historia, pero… —Leo señaló con las manos los objetos que había sobre las mesas—. Aquí están.

—¿Balones de baloncesto metálicos? —preguntó Hazel.

Leo no podía creer que no supieran apreciar lo que estaban mirando, pero trató de contener su irritación.

—Chicos, Arquímedes construyó esferas. Los romanos no sabían cómo funcionaban. Creían que eran para dar la hora o seguir las constelaciones, porque estaban llenas de dibujos de estrellas y planetas. Pero eso es como encontrar un rifle y creer que es un bastón.

—Leo, los romanos eran ingenieros de primera —le recordó Hazel—. Construyeron acueductos, carreteras.

—Armas de asedio —añadió Frank—. La sanidad pública.

—Sí, de acuerdo —dijo Leo—. Pero Arquímedes no tenía igual. Sus esferas podían hacer todo tipo de cosas, solo que nadie tiene la seguridad…

De repente a Leo se le ocurrió una idea tan increíble que su nariz estalló en llamas. Las apagó lo más rápidamente posible. Cuando le pasaba eso era un corte.

Corrió hacia la hilera de casillas y examinó las marcas que había en las fundas de los pergaminos.

—¡Oh, dioses! ¡Eso es!

Extrajo con cuidado un manuscrito. No era un especialista en la Grecia antigua, pero sabía que en la inscripción de la funda ponía «Sobre la construcción de esferas».

—¡Chicos, este es el libro perdido! —Le temblaban las manos—. Arquímedes lo escribió. Describía sus métodos de construcción, pero todos los ejemplares se perdieron en la Antigüedad. Si puedo traducirlo…

Las posibilidades eran infinitas. Para Leo, la misión había adquirido una dimensión totalmente nueva. Tenía que sacar las esferas y los manuscritos de allí sin que sufrieran ningún percance. Tenía que proteger esas cosas hasta que pudiera llevarlas al búnker 9 y estudiarlas.

—Los secretos de Arquímedes —murmuró—. Chicos, esto es más importante que el portátil de Dédalo. Si los romanos atacan el Campamento Mestizo, estos secretos podrían salvarlo. ¡Incluso podrían darnos ventaja sobre Gaia y los gigantes!

Hazel y Frank se miraron con escepticismo.

—Vale —dijo Hazel—. No hemos venido aquí a por un manuscrito, pero supongo que podemos llevárnoslo.

—Suponiendo que no te importe compartir sus secretos con nosotros —añadió Frank—, unos romanos estúpidos y simplones.

—¿Qué? —Leo se lo quedó mirando sin comprender—. No. Oye, no pretendía insultaros… Ah, da igual. ¡El caso es que es una buena noticia!

Por primera vez desde hacía días, Leo se sentía muy optimista.

Naturalmente, entonces todo se torció.

En la mesa que había al lado de Hazel y Frank, una de las esferas emitió un chasquido y empezó a zumbar. Una hilera de patas largas y delgadas se extendieron desde su ecuador. La esfera se levantó, y dos cables de bronce salieron de la parte superior e impactaron a Hazel y Frank como los proyectiles de una pistola paralizante. Los dos amigos de Leo se desplomaron al suelo.

Leo se lanzó a ayudarles, pero los dos maniquíes que no se podían mover se movieron. Desenvainaron sus espadas y avanzaron hacia Leo.

El de la izquierda giró su yelmo torcido, que tenía la forma de la cabeza de un lobo. Pese a carecer de rostro o de boca, una familiar voz cavernosa habló desde detrás de la visera.

—No puedes escapar de nosotros, Leo Valdez —dijo—. No nos gusta poseer máquinas, pero son preferibles a los turistas. No saldrás de aquí con vida.