XXXIX
Leo

Leo estaba de acuerdo con Némesis en una cosa: la buena suerte era una farsa. Por lo menos cuando se trataba de la suerte de Leo.

El invierno anterior había presenciado horrorizado como una familia de cíclopes se preparaba para asar a Jason y a Piper con salsa picante. Él había conseguido escapar gracias a su ingenio y había salvado a sus amigos sin ayuda de nadie, pero por lo menos entonces había tenido tiempo para pensar.

En ese momento no disponía de él. Los tentáculos de una bola poseída habían dejado fuera de combate a Hazel y a Frank. Y dos armaduras cabreadas estaban a punto de matarlo a él.

Leo no podía lanzarles fuego. Las armaduras no sufrirían ningún daño. Además, Hazel y Frank estaban demasiado cerca. No quería quemarlos ni alcanzar sin querer el palo del que dependía la vida de Frank.

A la derecha de Leo, la armadura con el yelmo en forma de cabeza de león hizo chirriar su cuello tieso y observó a Hazel y a Frank, que seguían inconscientes.

—Un semidiós y una semidiosa —dijo Cabeza de León—. Estos servirán si los otros mueren. —Su protector facial se volvió de nuevo hacia Leo—. No te necesitamos, Leo Valdez.

—¡Eh! —Leo intentó esbozar una sonrisa irresistible—. ¡Leo Valdez siempre es necesario!

Extendió las manos y confió en mostrarse eficiente y seguro de sí mismo, y no desesperado ni asustado. Se preguntaba si era demasiado tarde para escribir LEO, CAMPEÓN en su camiseta.

Desgraciadamente, las armaduras no eran tan fáciles de convencer como el Club de Fans de Narciso.

El del casco con cabeza de lobo gruñó:

—He estado en tu mente, Leo. Yo te ayudé a iniciar la guerra.

La sonrisa de Leo se desvaneció. Dio un paso atrás.

—¿Fuiste tú?

Entonces entendió por qué los turistas le habían incomodado enseguida y por qué la voz de ese ser le sonaba tanto. La había oído en su mente.

—¿Tú me hiciste disparar la ballesta? —preguntó Leo—. ¿Llamas a eso ayudar?

—Conozco tu forma de pensar —dijo Cabeza de Lobo—. Conozco tus limitaciones. Eres pequeño y estás solo. Necesitas amigos que te protejan. Sin ellos, eres incapaz de resistirte a mí. Juré que no volvería a poseerte, pero todavía puedo matarte.

Los maniquíes con armadura avanzaron. Las puntas de sus espadas se situaron a pocos centímetros de la cara de Leo.

De repente, el miedo de Leo dio paso a una ira desmesurada. El eidolon del yelmo de lobo lo había humillado, lo había controlado y lo había obligado a atacar la Nueva Roma. Había puesto en peligro a sus amigos y había echado a perder su misión.

Leo echó un vistazo a las esferas inactivas que reposaban sobre las mesas. Consideró usar su cinturón. Y pensó en el desván que había detrás de él: la zona parecida a una cabina insonorizada. Voilà: había nacido la Operación Montón de Chatarra.

—Primero, tú no me conoces —le dijo a Cabeza de Lobo—. Y segundo, adiós.

Se lanzó hacia la escalera y subió dando saltos. Las armaduras daban miedo, pero no eran rápidas. Como Leo sospechaba, el desván tenía puertas a los dos lados: unas verjas metálicas de fuelle. Los operarios habrían querido protegerse en caso de que sus creaciones se volvieran locas… como entonces. Leo cerró la verja de un portazo, invocó el fuego con las manos y fundió los cerrojos.

Las armaduras se acercaron por cada lado. Sacudieron las verjas, asestándoles tajos con sus espadas.

—Esto es absurdo —dijo Cabeza de León—. No haces más que postergar tu muerte.

—Postergar la muerte es una de mis aficiones favoritas.

Leo echó un vistazo a su nuevo hogar. El taller estaba dominado por una sola mesa que parecía un tablero de mandos. Estaba lleno de chatarra, pero Leo descartó enseguida la mayor parte: un diagrama de una catapulta humana que no funcionaría nunca; una extraña espada negra (a Leo no se le daban bien las espadas); un gran espejo de bronce (el reflejo de Leo era terrible); y un juego de herramientas que alguien había destrozado, ya fuese por frustración o por torpeza.

Se centró en el proyecto principal. En el centro de la mesa, alguien había desmontado una esfera de Arquímedes. Engranajes, muelles, palancas y bielas se hallaban esparcidos por la superficie. Todos los cables de bronce de la sala de abajo estaban conectados a una placa metálica situada debajo de la esfera. Leo percibía que el bronce celestial recorría el taller como las arterias de un corazón: listo para conducir la energía mágica desde aquel punto.

—Un balón para gobernarlos todos —murmuró Leo.

Esa esfera era el regulador principal. Se encontraba en el centro de control de la antigua Roma.

—¡Leo Valdez! —gritó el espíritu—. ¡Abre esta puerta o te mataré!

—¡Una oferta razonable y generosa! —dijo Leo, sin apartar la vista de la esfera—. Déjame terminar esto. Una última petición, ¿vale?

Sus palabras debieron de confundir a los espíritus, porque dejaron de golpear momentáneamente las rejas con sus espadas.

Las manos de Leo empezaron a moverse a toda velocidad sobre la esfera, montando de nuevo las piezas que faltaban. ¿Por qué habían tenido que desarmar los estúpidos romanos una máquina tan bonita? Habían matado a Arquímedes, le habían robado sus cosas y habían trasteado con un instrumento que jamás comprenderían. Por otra parte, al menos habían tenido la sensatez de guardarlo durante dos mil años para que Leo pudiera recuperarlo.

Los eidolon empezaron a aporrear las verja otra vez.

—¡¿Quién es?! —gritó Leo.

—¡Valdez! —rugió Cabeza de Lobo.

—¿Valdez qué más? —preguntó Leo.

Los eidolon acabarían dándose cuenta de que no podían entrar. Entonces, si Cabeza de Lobo conocía de verdad la mente de Leo, decidiría que había otras formas de obligarlo a colaborar. Leo tenía que trabajar más rápido.

Conectó los engranajes, pero se equivocó con uno y tuvo que volver a empezar. ¡Por las granadas de Hefesto, qué difícil era!

Por fin colocó el último muelle. Los torpes romanos habían estado a punto de estropear el ajustador de tensión, pero Leo sacó un juego de herramientas de relojero de su cinturón y realizó unas calibraciones finales. Arquímedes era un genio… suponiendo que aquella cosa funcionara.

Dio cuerda a la bobina de arranque. Los engranajes empezaron a girar. Leo cerró la parte superior de la esfera y examinó sus círculos concéntricos, parecidos a los de la puerta del taller.

—¡Valdez! —Cabeza de Lobo golpeó la verja—. ¡Nuestro tercer compañero matará a tus amigos!

Leo maldijo entre dientes. «Nuestro tercer compañero.» Miró hacia abajo a la bola con patas que había dejado sin sentido a Hazel y Frank. Había supuesto que el tercer eidolon estaba escondido dentro de ese cacharro, pero todavía tenía que adivinar la secuencia correcta para activar la esfera de control.

—¡Vale! —gritó—. Soy todo vuestro. Solo… solo un momento.

—¡Se acabaron los momentos! —chilló Cabeza de Lobo—. Abre la puerta ahora mismo o ellos morirán.

La bola paralizante atacó con sus tentáculos y lanzó otra descarga a Hazel y Frank. Sus cuerpos inconscientes se estremecieron. Una cantidad de electricidad como esa podría haberles parado el corazón.

Leo contuvo las lágrimas. Aquello era demasiado difícil. No podía hacerlo.

Se quedó mirando la parte frontal de la esfera: siete anillos llenos de diminutas letras griegas, números y signos del zodíaco. La respuesta no sería pi. Arquímedes no haría lo mismo dos veces. Además, con solo posar la mano sobre la esfera, Leo percibió que la secuencia había sido generada al azar. Solo Arquímedes la sabría.

Supuestamente, las últimas palabras de Arquímedes habían sido: «No toquéis mis círculos».

Nadie sabía lo que significaban, pero Leo podía aplicarlas a la esfera. La cerradura era demasiado compleja. Tal vez si Leo hubiera dispuesto de unos años, hubiera podido descifrar las marcas y averiguar la combinación, pero ni siquiera disponía de unos segundos.

Se le había acabado el tiempo. Se le había acabado la suerte. Y sus amigos iban a morir.

«Un problema que no podrás resolver», dijo una voz en su mente.

Némesis… le había anunciado ese momento. Leo se metió la mano en el bolsillo y sacó la galleta de la suerte. La diosa le había advertido del elevado precio que le costaría su ayuda, tan elevado como perder un ojo. Pero si no lo intentaba, sus amigos morirían.

—Necesito el código de acceso de esta esfera —dijo.

Abrió la galleta rompiéndola.