XL
Leo

Leo desenrolló la pequeña tira de papel. Rezaba lo siguiente:

¿ESA ES TU PETICIÓN? ¿DE VERDAD? (DALE LA VUELTA.)

En el dorso del papel ponía:

TUS NÚMEROS DE LA SUERTE SON: DOCE, JÚPITER, ORIÓN, DELTA, TRES, ZETA, OMEGA. (VÉNGATE DE GAIA, LEO VALDEZ.)

Leo giró los aros con los dedos temblorosos.

Al otro lado de la verja, Cabeza de Lobo gruñó frustrado.

—Si tus amigos no te importan, tal vez necesites otro incentivo. Tal vez deba destruir estos manuscritos: ¡las inestimables obras de Arquímedes!

El último aro encajó. La esfera empezó a zumbar de la energía. Leo deslizó las manos a lo largo de la superficie y percibió que los pequeños botones y palancas aguardaban sus órdenes.

Impulsos mágicos y eléctricos corrían por los cables de bronce celestial y atravesaban toda la sala.

Leo nunca había tocado un instrumento musical, pero se imaginó que debía de ser algo parecido: conocer tan bien cada tecla o cada nota que no tenías que pensar lo que hacían tus manos. Simplemente te concentrabas en el sonido que querías crear.

Empezó a pequeña escala. Se centró en una esfera de oro razonablemente intacta que había en la sala principal. La esfera de oro vibró. Le salieron unas patas en forma de trípode y se acercó haciendo ruido a la bola inmobilizadora. Una diminuta sierra circular brotó de la cabeza de la esfera de oro y empezó a cortar el cerebro de la bola paralizadora.

Leo trató de activar otra esfera, pero estalló en un pequeño hongo de polvo de bronce y humo.

—Uy —murmuró—. Lo siento, Arquímedes.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Cabeza de Lobo—. ¡Pon fin a esta insensatez y ríndete!

—¡Oh, sí, me rindo! —dijo Leo—. ¡Me estoy rindiendo!

Intentó controlar una tercera esfera, pero también se destruyó. A Leo le pesaba destrozar todos esos antiguos inventos, pero era una cuestión de vida o muerte. Frank lo había acusado de preocuparse más por las máquinas que por las personas, pero entre salvar unas viejas esferas o salvar a sus amigos, la elección estaba clara.

El cuarto intento fue mejor. Una esfera con rubíes incrustados hizo saltar su parte superior, y unas paletas de helicóptero se desplegaron. Leo se alegró de que Buford la mesa no estuviera allí, porque se habría enamorado. La esfera de rubíes empezó a girar en el aire y fue directa hacia las casillas. Unos finos brazos dorados se extendieron de su parte central y recogieron las preciadas fundas de los pergaminos.

—¡Se acabó! —gritó Cabeza de Lobo—. Acabaré con los…

Se volvió a tiempo para ver cómo la esfera de rubíes despegaba con los pergaminos. Atravesó zumbando la sala y planeó en la esquina opuesta.

—¡¿Qué?! —gritó Cabeza de Lobo—. ¡Mata a los prisioneros!

Debió de dirigirse a la bola paralizadora. Lamentablemente, la bola paralizadora no estaba en condiciones de obedecer. La esfera de oro de Leo estaba posada sobre su cabeza serrada, hurgando entre sus engranajes y cables como si estuviera vaciando una calabaza.

Gracias a los dioses, Hazel y Frank empezaron a moverse.

—¡Bah! —Cabeza de Lobo hizo un gesto con la mano a Cabeza de León, que estaba en la otra verja—. ¡Ven! Acabaremos con los semidioses nosotros.

—Va a ser que no, chicos.

Leo se volvió hacia Cabeza de León. Manejó la esfera de control, y percibió una descarga que se desplazó a través del suelo.

Cabeza de León se estremeció y bajó la espada.

Leo sonrió.

—Bienvenido al mundo de Leo.

Cabeza de León se volvió y bajó la escalera como un huracán. En lugar de avanzar contra Hazel y Leo, subió con paso resuelto la otra escalera y se enfrentó a su compañero.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Cabeza de Lobo—. Tenemos que…

¡CLONC!

Cabeza de León golpeó a Cabeza de Lobo en el pecho con su escudo. Aplastó el yelmo de su compañero con el pomo de su espada, y Cabeza de Lobo quedó aplastado, deforme y no muy contento.

—¡Basta! —ordenó Cabeza de Lobo.

—¡No puedo! —dijo gimiendo Cabeza de León.

Leo le estaba cogiendo el tranquillo. Ordenó que las dos armaduras soltaran sus espadas y sus escudos y se abofetearan repetidamente.

—¡Valdez! —gritó Cabeza de Lobo con voz gorjeante—. ¡Morirás por esto!

—¡Sí! —chilló Leo—. ¿Quién posee ahora a quién, Casper?

Los hombres máquina rodaron escaleras abajo, y Leo los obligó a danzar como bailarines de swing. Las otras esferas de la sala empezaron a estallar. Por la antigua instalación estaba circulando demasiada energía. La esfera de control que Leo tenía en la mano se calentó de forma preocupante.

—¡Frank, Hazel! —gritó Leo—. ¡Poneos a cubierto!

Sus amigos todavía estaban aturdidos y miraban asombrados a los bailarines metálicos, pero captaron su advertencia. Frank tiró de Hazel, la metió debajo de la mesa más cercana y la protegió con su cuerpo.

Con un último giro de la esfera, Leo provocó una enorme sacudida en la instalación. Los guerreros acorazados volaron en pedazos. Barras, pistones y esquirlas de bronce salieron por los aires. En todas las mesas, las esferas estallaron como latas de refresco calientes. La esfera de oro de Leo se paró. Su esfera de rubíes voladora cayó al suelo con las fundas de los pergaminos.

De repente la sala se quedó en silencio, interrumpido únicamente por unas cuantas chispas y chisporroteos. En el aire olía a motor de coche quemado. Leo bajó la escalera corriendo y encontró a Frank y Hazel a salvo bajo la mesa. Nunca se había alegrado tanto de ver a esos dos abrazándose.

—¡Estáis vivos! —dijo.

Hazel tenía un tic en el ojo izquierdo, seguramente debido a la descarga eléctrica. Por lo demás, parecía encontrarse bien.

—¿Qué ha pasado exactamente?

—¡Arquímedes no me ha fallado! —dijo Leo—. En esas viejas máquinas quedaba suficiente energía para una última función. Cuando tuve el código de acceso, fue fácil.

Dio unos golpecitos en la esfera de control, que echaba mucho humo. Leo no sabía si se podría arreglar, pero en ese momento estaba demasiado aliviado para preocuparse.

—¿Han desaparecido los eidolon? —preguntó Frank.

Leo sonrió.

—Mi última orden sobrecargó su sistema de emergencia. Básicamente bloqueó todos sus circuitos y fundió sus núcleos.

—¿En nuestro idioma? —preguntó Frank.

—Atrapé a los eidolon dentro de la instalación eléctrica —explicó Leo—. Luego los fundí. Ya no volverán a molestar a nadie.

Leo ayudó a sus amigos a levantarse.

—Nos has salvado —dijo Frank.

—No te hagas el sorprendido. —Leo echó un vistazo al taller destruido—. Es una lástima que todas estas cosas se hayan destrozado, pero por lo menos he salvado los manuscritos. Si los llevo al Campamento Mestizo, tal vez aprenda a recrear los inventos de Arquímedes.

Hazel se frotó un lado de la cabeza.

—Pero no lo entiendo. ¿Dónde está Nico? Se suponía que ese túnel nos llevaría hasta él.

Leo casi se había olvidado del motivo por el que habían bajado allí. Era evidente que Nico no estaba allí. Aquel sitio era un callejón sin salida. Entonces ¿por qué…?

—Oh. —De pronto se sintió como si él también tuviera una esfera con sierra circular en la cabeza, sacándole los cables y los engranajes—. Hazel, ¿cómo estabas siguiendo exactamente la pista a Nico? Quiero decir, ¿podías percibir su presencia porque es tu hermano?

Ella frunció el entrecejo, un tanto aturdida todavía debido al tratamiento de electrochoque.

—No… no del todo. A veces sé cuándo está cerca, pero, como dije, Roma es tan confusa, hay tantas interferencias con todos los túneles y cuevas…

—Le seguiste la pista con tu capacidad para detectar metales —aventuró Leo—. ¿Su espada?

Ella parpadeó.

—¿Cómo lo has sabido?

—Será mejor que vengáis aquí.

Llevó a Hazel y Frank a la sala de control y señaló la espada negra.

—Oh. Oh, no. —Hazel se habría desplomado si Frank no la hubiera agarrado—. ¡Es imposible! La espada de Nico estaba con él en la vasija de bronce. ¡Percy la vio en el sueño!

—O el sueño no era exacto —dijo Leo— o los gigantes han traído la espada como señuelo.

—Así que era una trampa —dijo Frank—. Nos han atraído hasta aquí.

—¡Pero ¿por qué?! —gritó Hazel—. ¿Dónde está mi hermano?

Un sonido susurrante resonó en la cabina de control. Al principio Leo pensó que los eidolon habían vuelto. Entonces reparó en que el espejo de la mesa estaba echando humo.

«Mis pobres semidioses.» El rostro dormido de Gaia apareció en el espejo. Como siempre, hablaba sin mover la boca, un detalle que solo habría dado más repelús si hubiera tenido un muñeco de ventrílocuo. Leo odiaba esas cosas.

«Elegisteis libremente», dijo Gaia. Su voz reverberó por la sala. Parecía que no solo procediera del espejo, sino también de las paredes de piedra.

Leo se dio cuenta de que estaba por todas partes. Claro. Estaban en la tierra. Se habían tomado las molestias de construir el Argo II para poder viajar por mar y por aire, y aun así habían acabado en la tierra.

«Os ofrecí la salvación a todos —dijo Gaia—. Podríais haber vuelto atrás. Ahora ya es demasiado tarde. Habéis venido a las tierras antiguas donde soy más fuerte… donde despertaré.»

Leo sacó un martillo de su cinturón. Golpeó el espejo. Como era de metal, simplemente vibró como una bandeja de té, pero fue agradable pegar un porrazo a Gaia en la nariz.

—Por si no te has enterado, Cara de Tierra —dijo—, tu emboscada ha sido un fracaso. Tus tres eidolon se han fundido en bronce, y estamos vivitos y coleando.

Gaia se rió en voz baja. «Oh, mi querido Leo. Los tres os habéis separado de vuestros amigos. De eso se trataba.»

La puerta del taller se cerró de un portazo.

«Estáis en mis garras —dijo Gaia—. Mientras tanto, Annabeth Chase se enfrenta a la muerte sola, asustada y lisiada, a manos de la mayor enemiga de su madre.»

La imagen del espejo varió. Leo vio a Annabeth tumbada en el suelo de una oscura caverna, sujetando en alto su daga de bronce como si estuviera protegiéndose de un monstruo. Tenía el rostro demacrado. Su pierna estaba envuelta en una especie de tablilla. Leo no podía ver lo que estaba mirando, pero estaba claro que era algo horrible. Quería creer que la imagen era falsa, pero tenía el mal presentimiento de que era auténtica y de que estaba teniendo lugar en ese mismo momento.

«Los otros —dijo Gaia—, Jason Grace, Piper McLean y mi querido amigo Percy Jackson, perecerán en unos minutos.»

La escena volvió a cambiar. Percy sostenía a Contracorriente y bajaba por una escalera de caracol, que se internaba en la oscuridad, por delante de Jason y de Piper.

«Sus poderes les traicionarán —dijo Gaia—. Morirán en su propio elemento. Tenía la esperanza de que sobrevivieran. Ellos habrían sido un sacrificio mejor. Pero, desgraciadamente, tendré que conformarme con vosotros, Hazel y Frank. Mis seguidores os recogerán dentro de poco y os llevarán al antiguo palacio. Vuestra sangre me despertará por fin. Hasta entonces, os permitiré ver cómo vuestros amigos perecen. Por favor, disfrutad de este último atisbo de vuestra misión fallida.»

Leo no podía soportarlo. Su mano emitió un fulgor candente. Hazel y Frank retrocedieron cuando pegó la palma al espejo y lo derritió en un charco de bronce viscoso.

La voz de Gaia dejó de hablar. Leo solo oía el martilleo de la sangre en sus oídos. Respiró de forma entrecortada.

—Lo siento —les dijo a sus amigos—. Se estaba poniendo muy pesada.

—¿Qué hacemos? —preguntó Frank—. Tenemos que salir y ayudar a los demás.

Leo echó un vistazo al taller, lleno de piezas humeantes de las esferas rotas. Sus amigos todavía lo necesitaban. Allí todavía mandaba él. Mientras tuviera su cinturón, Leo Valdez no iba a quedarse de brazos cruzados viendo el canal Muerte de Semidioses.

—Tengo una idea —dijo—. Pero vamos a hacer falta los tres.

Empezó a explicarles el plan.