Piper trató de aprovechar la situación.
Cuando ella y Jason se cansaron de pasearse por la cubierta, escuchando al entrenador Hedge cantar «En la granja de mi tío» (con armas en lugar de animales), decidieron comer en el parque.
Hedge accedió a regañadientes.
—Quedaos donde pueda veros.
—¿Qué somos, unos niños? —preguntó Jason.
Hedge resopló.
—Los niños son como crías de cabra. Son monos y tienen un valor que compensa sus aspectos negativos. Desde luego vosotros no sois niños.
Extendieron su manta debajo de un sauce al lado de un estanque. Piper volcó la cornucopia y sirvió todo un banquete: sándwiches perfectamente envueltos, latas de refresco, fruta fresca y, por algún motivo, una tarta de cumpleaños con un glaseado morado y velas encendidas.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Hoy es el cumpleaños de alguien?
Jason hizo una mueca.
—No pensaba decir nada.
—¡Jason!
—Tenemos demasiadas cosas por las que preocuparnos —dijo—. Y sinceramente, antes del mes pasado ni siquiera sabía cuándo era mi cumpleaños. Thalia me lo dijo la última vez que estuvo en el campamento.
Piper se preguntó cómo debía de ser no saber ni siquiera el día que habías nacido. Jason había sido entregado a Lupa la loba cuando solo tenía dos años. No había llegado a conocer a su madre mortal. Y no se había reunido con su hermana hasta el invierno pasado.
—El 1 de julio —dijo Piper—. Las calendas de julio.
—Sí. —Jason sonrió burlonamente—. A los romanos les parecería un buen augurio: el primer día del mes con el nombre de Julio César. El día sagrado de Juno. Yupi.
Piper no quería insistir, ni celebrar su aniversario si a él no le apetecía.
—¿Dieciséis? —preguntó.
Él asintió con la cabeza.
—Vaya, ya puedo sacarme el carnet de conducir.
Piper se rió. Jason había matado a tantos monstruos y había salvado el mundo tantas veces que la idea de que sudara tinta para pasar un examen de conducción parecía ridícula. Se lo imaginó al volante de un viejo Lincoln con la señal de prácticas arriba y un profesor gruñón en el asiento del pasajero con un pedal de freno de emergencia.
—¿A qué esperas? —lo instó Piper—. Apaga las velas.
Jason las apagó. Piper se preguntó si habría pedido un deseo; con suerte, que él y Piper sobrevivieran a la misión y siguieran juntos para siempre. Decidió no preguntarle. No quería gafar su deseo y desde luego no quería enterarse de que había pedido otra cosa.
Desde que habían partido de las Columnas de Hércules el día anterior por la noche, Jason había parecido distraído. Piper lo entendía perfectamente. Hércules había resultado todo un chasco como hermano mayor, y el viejo dios del río Aqueloo había dicho cosas poco halagüeñas sobre los hijos de Júpiter.
Piper se quedó mirando la cornucopia. Se preguntaba si Aqueloo estaría acostumbrándose a no tener ningún cuerno. Esperaba que sí. Sí, él había intentado matarlos, pero Piper lo lamentaba por el viejo dios. No entendía cómo a un espíritu tan solitario y deprimido podía crecerle un cuerno de la abundancia que arrojaba piñas y tartas de cumpleaños. ¿Era posible que la cornucopia hubiera agotado toda la bondad que había en él? Tal vez ahora que había perdido el cuerno, Aqueloo pudiera colmarse de felicidad y quedársela para él.
Tampoco podía dejar de pensar en el consejo de Aqueloo: «Si hubierais ido a Roma, la historia del diluvio os habría sido más útil». Ella conocía la historia a la que se refería, pero no entendía en qué sentido podía ayudarles.
Jason sacó la vela apagada de la tarta.
—He estado pensando.
Las palabras devolvieron a Piper al presente. Viniendo de tu novio, «He estado pensando» era una frase que daba un poco de miedo.
—¿En qué? —preguntó.
—En el Campamento Júpiter —contestó él—. Todos los años que pasé allí formándome. Siempre hacíamos las cosas en equipo, trabajando como una unidad. Creía que entendía lo que eso significaba. Pero, si te digo la verdad, yo siempre era el líder. Incluso cuando era más pequeño…
—El hijo de Júpiter —dijo Piper—. El chico más poderoso de la legión. Eras la estrella.
Jason pareció incomodarse, pero no lo negó.
—En este grupo de siete semidioses… no sé qué hacer. No estoy acostumbrado a ser uno entre tantos… ejem… iguales. Me siento como si estuviera fallando.
Piper le cogió la mano.
—Eso no es verdad.
—Pues es lo que pareció cuando Crisaor atacó —dijo Jason—. Me he pasado la mayor parte de este viaje inconsciente y sin poder hacer nada.
—Venga ya —lo regañó ella—. Ser un héroe no significa que seas invencible. Simplemente significa que tienes el valor de mantenerte firme y hacer lo que hay que hacer.
—¿Y si no sé lo que hay que hacer?
—Para eso están tus amigos. Todos tenemos distintos puntos fuertes. Ya lo averiguaremos juntos.
Jason la observó. Piper no estaba segura de que él creyera lo que le estaba diciendo, pero se alegraba de que confiara en ella. Le gustaba que tuviera dudas sobre sí mismo. Él no triunfaba siempre. No creía que el universo le debiera una disculpa cada vez que algo iba mal, a diferencia de otro hijo del dios del cielo que había conocido recientemente.
—Hércules es un capullo —dijo, como si le hubiera leído el pensamiento—. Yo no quiero ser así. Pero no hubiera tenido el valor de plantarle cara si tú no hubieras tomado la iniciativa. Tú fuiste la heroína esa vez.
—Podemos turnarnos —propuso ella.
—No te merezco.
—No te permito que digas eso.
—¿Por qué no?
—Es una frase que se dice para romper. A menos que estés rompiendo conmigo…
Jason se inclinó y la besó. Los colores de la tarde romana parecieron súbitamente más intensos, como si el mundo hubiera pasado a verse en alta definición.
—Nada de romper —prometió—. Puede que me haya pegado en la cabeza varias veces, pero no soy tan tonto.
—Bien —dijo ella—. Respecto a la tarta…
Le tembló la voz. Percy Jackson corría hacia ellos, y Piper supo por su expresión que traía malas noticias.
Se reunieron en el barco para que el entrenador Hedge pudiera oír la historia. Cuando Percy acabó, Piper seguía sin dar crédito.
—Así que Annabeth ha sido secuestrada en una moto por Gregory Peck y Audrey Hepburn —resumió.
—No exactamente secuestrada —dijo Percy—. Pero tengo un mal presentimiento… —Respiró hondo, como si estuviera intentando no perder los papeles—. Ha… ha desaparecido. Tal vez yo no debería haber dejado que lo hiciera, pero…
—Tenías que hacerlo —dijo Piper—. Sabías que tenía que ir sola. Además, Annabeth es dura y lista. No le pasará nada.
Piper infundió poder de persuasión a su voz, lo que tal vez no estuviera bien, pero Percy tenía que lograr concentrarse. Si entraban en combate, Annabeth no querría que resultara herido porque estaba distraído pensando en ella.
Los hombros del chico se relajaron un poco.
—Puede que tengas razón. En fin, Gregory… digo, Tiberino… dijo que tenemos menos tiempo para rescatar a Nico de lo que pensábamos. ¿Todavía no han vuelto Hazel y los chicos?
Piper consultó la hora en el tablero de control. No se había dado cuenta de lo tarde que se estaba haciendo.
—Son las dos de la tarde. Dijimos que nos reuniríamos aquí a las tres.
—Como muy tarde —dijo Jason.
Percy señaló la daga de Piper.
—Tiberino dijo que podías dar con la situación de Nico… ya sabes, usando eso.
Piper se mordió el labio. Lo último que quería era consultar a Katoptris para que le mostrara más imágenes terribles.
—Ya lo he intentado —dijo—. La daga no siempre me enseña lo que quiero ver. De hecho, casi nunca lo hace.
—Por favor —dijo Percy—. Inténtalo otra vez.
Se lo rogó con aquellos ojos verde mar, como una adorable cría de foca necesitada de ayuda. Piper se preguntaba cómo ganaba Annabeth una discusión con aquel chico.
—Está bien —dijo suspirando, y sacó la daga.
—De paso —intervino el entrenador Hedge—, a ver si puedes conseguir los últimos resultados de béisbol. Los italianos no dan información de béisbol que valga un pimiento.
—Chist.
Piper observó la hoja de bronce. La luz brilló. Vio un loft lleno de semidioses romanos. Una docena de ellos se encontraban alrededor de una mesa mientras Octavio hablaba y señalaba con el dedo un gran mapa. Reyna se paseaba junto a las ventanas, contemplando Central Park.
—Eso no pinta bien —murmuró Jason—. Ya han montado una base avanzada en Manhattan.
—Y en ese mapa aparece Long Island —dijo Percy.
—Están reconociendo el terreno —supuso Jason—. Discutiendo rutas de invasión.
Piper no quería ver eso. Se concentró más. La luz rieló a través de la hoja. Vio unas ruinas —unos cuantos muros desmoronados, una sola columna, un suelo de piedra cubierto de musgo y vides marchitas— amontonadas sobre una ladera herbosa salpicada de pinos.
—Yo acabo de estar ahí —dijo Percy—. Está en el antiguo foro.
La imagen se acercó. A un lado del suelo de piedra, habían sido excavados unos escalones que bajaban a una moderna verja de hierro con un candado. La imagen de la hoja atravesó la puerta y descendió por una escalera de caracol hasta una estancia oscura y cilíndrica como el interior de un silo para el grano.
Piper soltó la daga.
—¿Qué pasa? —preguntó Jason—. Nos estaba mostrando algo.
Piper se sintió como si el barco estuviera otra vez en el mar, balanceándose bajo sus pies.
—No podemos ir ahí.
Percy frunció el entrecejo.
—Piper, Nico se está muriendo. Tenemos que encontrarlo. Por no hablar de que Roma está a punto de ser destruida.
A Piper le fallaba la voz. Había mantenido en secreto la visión de la sala circular durante tanto tiempo que le resultaba imposible hablar de ella. Tenía la horrible sensación de que explicárselo a Percy y Jason no cambiaría nada. No podía impedir lo que estaba a punto de ocurrir.
Recogió su daga. La empuñadura parecía más fría de lo habitual.
Se obligó a mirar la hoja. Vio a dos gigantes con armaduras de gladiador sentados en unas descomunales sillas de pretor. Los gigantes brindaron con unas copas doradas como si acabaran de ganar una importante batalla. Entre ellos había una gran vasija de bronce.
La visión volvió a aproximarse. Dentro de la vasija, Nico di Angelo se hallaba hecho un ovillo, inmóvil, con todos los granos de granada comidos.
—Llegamos tarde —dijo Jason.
—No —dijo Percy—. No, no me lo creo. A lo mejor ha entrado en un trance más profundo para ganar tiempo. Tenemos que darnos prisa.
La superficie de la hoja se oscureció. Piper volvió a envainarla, tratando de impedir que las manos le temblaran. Esperaba que Percy tuviera razón y que Nico siguiera vivo. Por otra parte, no veía qué relación tenía esa imagen con la visión de la estancia inundada. Tal vez los gigantes estaban brindando porque ella, Percy y Jason estaban muertos.
—Deberíamos esperar a los demás —dijo—. Hazel, Frank y Leo deberían volver pronto.
—No podemos esperar —insistió Percy.
El entrenador Hedge gruñó.
—Solo son dos gigantes. Si queréis, yo me los puedo cargar.
—Ejem… entrenador —dijo Jason—, es una oferta generosa, pero necesitamos un hombre en el barco… o una cabra. Lo que sea.
Hedge frunció el ceño.
—¿Y dejar toda la diversión para vosotros tres?
Percy agarró el brazo del sátiro.
—Hazel y los demás le necesitan aquí. Cuando vuelvan, necesitarán su liderazgo. Usted es su pilar.
—Sí. —Jason consiguió mantener el rostro serio—. Leo siempre dice que usted es su pilar. Puede decirles que nos hemos ido y que den la vuelta al barco para reunirse con nosotros en el foro.
—Y tenga.
Piper quitó las correas de Katoptris y se la colocó al entrenador Hedge en las manos.
Los ojos del sátiro se abrieron mucho. Un semidiós jamás debía abandonar su arma, pero Piper estaba harta de visiones siniestras. Prefería enfrentarse a la muerte sin más anticipos.
—Vigílenos con la hoja de la daga —propuso—. También puede consultar los resultados de béisbol.
Eso zanjó el asunto. Hedge asintió seriamente, preparado para cumplir con su parte en la misión.
—Está bien —dijo—. Pero si algún gigante pasa por aquí…
—Tiene libertad para dispararle —dijo Jason.
—¿Y a los turistas pesados?
—No —dijeron los tres al unísono.
—Bah. De acuerdo. Pero no tardéis mucho, o iré a por vosotros descargando las ballestas.