XLV
Percy

Percy estaba harto de agua.

Si lo dijera en voz alta, probablemente lo echarían de los Boy Scouts Marinos de Poseidón, pero le daba igual.

Después de haber sobrevivido por los pelos a la inundación del ninfeo, quería volver a la superficie. Quería estar seco y sentarse al sol un buen rato, preferiblemente con Annabeth.

Lamentablemente, no sabía dónde estaba Annabeth. Frank, Hazel y Leo estaban desaparecidos en combate. Todavía tenía que salvar a Nico di Angelo, suponiendo que no estuviera ya muerto. Y todavía quedaba el asuntillo pendiente de los gigantes que querían destruir Roma, despertar a Gaia y conquistar el mundo.

Aquellos monstruos y dioses tenían miles de años de antigüedad. ¿No podían tomarse unas cuantas décadas de descanso y dejar que Percy viviera su vida? Por lo visto no.

Percy tomó la delantera mientras avanzaban a gatas por la tubería que hacía de alcantarilla. A los diez metros, la tubería se juntó con un túnel más ancho. A su izquierda, en algún lugar a lo lejos, Percy oyó ruidos y chirridos, como si hubiera una enorme máquina que necesitara ser lubricada. No tenía el más mínimo deseo de averiguar qué emitía ese sonido, de modo que se figuró que ese era el camino que debían seguir.

Varios cientos de metros más adelante, llegaron a una curva del túnel. Percy levantó la mano e indicó a Jason y a Piper que esperasen. Se asomó a la esquina.

El pasillo se comunicaba con una inmensa sala con techos de seis metros de altura e hileras de columnas de apoyo. Recordaba la zona como un aparcamiento que Percy había visto en sueños, pero estaba mucho más llena de cosas.

Los chirridos y los ruidos provenían de unos enormes engranajes y sistemas de poleas que subían y bajaban secciones de suelo sin motivo aparente. El agua corría por unas zanjas abiertas (genial, más agua) e impulsaba unas ruedas hidráulicas que hacían girar algunas máquinas. Otras máquinas estaban conectadas con enormes ruedas de hámster que tenían sabuesos infernales en el interior. Percy no pudo evitar pensar en la Señora O’Leary y en lo mucho que detestaría estar atrapada en una de ellas.

Del techo colgaban jaulas con animales vivos: un león, varias cebras, una manada entera de hienas e incluso una hidra con ocho cabezas. Cintas transportadoras de bronce y cuero con aspecto antiguo avanzaban con gran estruendo cargadas de montones de armas y armaduras, como en el almacén de las amazonas en Seattle, pero era evidente que ese sitio era mucho más antiguo y no estaba tan bien organizado.

A Leo le encantaría, pensó Percy. Toda la sala era como una máquina enorme, temible y poco fiable.

—¿Qué pasa? —susurró Piper.

Percy no sabía qué contestar. No veía a los gigantes, de modo que indicó a sus amigos con la mano que avanzaran y echaran un vistazo.

A unos seis metros más allá de la entrada, la figura de madera de un gladiador a tamaño natural salió inesperadamente del suelo. Avanzó por la cinta transportadora emitiendo chasquidos y chirridos, se enganchó en una cuerda y ascendió a través de una ranura del techo.

—Pero ¿qué demonios…? —murmuró Jason.

Entraron. Percy escudriñó la sala. Había varios miles de objetos que mirar, la mayoría de ellos en movimiento, pero una de las ventajas de ser un semidiós con déficit de atención e hiperactividad era que a Percy no le incomodaba el caos. A unos cien metros de distancia, vio un estrado elevado con dos descomunales sillas de pretor vacías. Entre ellas había una vasija de bronce lo bastante grande para albergar a una persona.

—Mirad.

Señaló el recipiente a sus amigos.

Piper frunció el entrecejo.

—Demasiado fácil.

—Desde luego —dijo Percy.

—Pero no tenemos alternativa —dijo Jason—. Tenemos que salvar a Nico.

—Sí.

Percy empezó a atravesar la sala, abriéndose camino cuidadosamente entre cintas transportadoras y plataformas móviles.

Los sabuesos del infierno encerrados en las ruedas no se fijaron en ellos. Estaban demasiado ocupados corriendo y jadeando, con sus ojos rojos brillantes como faros de coche. Los animales de las otras jaulas los miraron con aburrimiento, como diciendo: «Os mataría, pero necesitaría demasiada energía».

Percy trató de estar al acecho por si había trampas, pero allí todo parecía una trampa. Se acordó de las numerosas ocasiones en las que había estado a punto de morir en el laberinto hacía unos años. Ojalá Hazel estuviera allí para ayudarle con sus dotes subterráneas (y, por supuesto, para reunirse con su hermano).

Saltaron por encima de una zanja con agua y se agacharon por debajo de una hilera de lobos enjaulados. Habían recorrido aproximadamente la mitad de distancia que los separaba de la vasija cuando el techo se abrió encima de ellos. Una plataforma descendió. De pie sobre ella, como un actor, con una mano levantada y la cabeza erguida, estaba el gigante Efialtes con su cabello morado.

Como Percy había advertido en sueños, el Gran F era pequeño desde el punto de vista de un gigante —unos tres metros y medio de estatura—, pero intentaba compensarlo con su llamativo conjunto. Se había quitado la armadura de gladiador y en ese momento lucía una camisa hawaiana que incluso a Dioniso le habría parecido de mal gusto. Tenía un estampado chillón hecho de héroes moribundos, horribles torturas y leones comiendo esclavos en el Coliseo. El pelo del gigante estaba trenzado con monedas de oro y de plata. Tenía una lanza de tres metros sujeta a la espalda con una correa, que no combinaba muy bien con la camisa. Llevaba unos tejanos de intenso color blanco y unas sandalias de piel en sus… No eran pies, sino cabezas de serpiente curvadas. Las serpientes metían y sacaban la lengua y se retorcían como si no les hiciera gracia soportar el peso de un gigante.

Efialtes sonrió a los semidioses como si estuviera encantado de verlos.

—¡Por fin! —rugió—. ¡Me alegro mucho! Sinceramente, pensaba que no pasaríais de las ninfas, pero es mucho mejor que lo hayáis conseguido. Mucho más divertido. ¡Llegáis justo a tiempo para el número principal!

Jason y Piper cerraron filas a cada lado de Percy. Tenerlos allí le hizo sentirse un poco mejor. El gigante era más pequeño que muchos de los monstruos a los que Percy se había enfrentado, pero había algo en él que le ponía la carne de gallina. En los ojos de Efialtes brillaba una luz demencial.

—Aquí estamos —dijo Percy, lo que le pareció bastante obvio una vez que lo hubo dicho—. Suelta a nuestro amigo.

—¡Desde luego! —dijo Efialtes—. Aunque me temo que ha sobrepasado ligeramente su fecha de expiración. Oto, ¿dónde estás?

A un tiro de piedra de allí, el suelo se abrió, y el otro gigante se elevó en una plataforma.

—¡Por fin, Oto! —gritó su hermano con regocijo—. ¡No vas vestido igual que yo! Llevas… —Efialtes adoptó una expresión de horror—. ¿Qué llevas puesto?

Oto parecía el bailarín de ballet más grande y malhumorado del mundo. Llevaba unos leotardos azul celeste muy ajustados, y Percy deseó que dejaran más margen a la imaginación. Las punteras de sus enormes zapatillas de baile estaban cortadas para que sus serpientes pudieran sobresalir. Una diadema de diamantes (Percy decidió ser generoso y pensar que era la corona de un rey) reposaba sobre su cabello verde trenzado con petardos. Parecía hosco y muy incómodo, pero consiguió inclinarse como un bailarín, lo que no debió de resultarle fácil con los pies de serpientes y la lanza en la espalda.

—¡Dioses y titanes! —gritó Efialtes—. ¡Es la hora del espectáculo! ¿En qué estás pensando?

—No quería llevar el traje de gladiador —se quejó Oto—. Sigo pensando que un ballet quedaría perfecto mientras se desata el fin del mundo. —Miró esperanzado a los semidioses arqueando las cejas—. Tengo disfraces de sobra…

—¡No! —espetó Efialtes, y por una vez Percy estuvo de acuerdo con él.

El gigante del cabello morado se situó de cara a Percy. Sonrió con tal expresión de dolor que pareció que lo estuvieran electrocutando.

—Por favor, disculpa a mi hermano —dijo—. Su presencia escénica es espantosa, y no tiene estilo.

—Está bien. —Percy decidió no hacer comentarios sobre la camisa hawaiana—. En cuanto a nuestro amigo…

—Ah, él —dijo Efialtes sonriendo burlonamente—. Íbamos a dejar que acabara de morir en público, pero no tiene ningún interés como espectáculo. Se ha pasado días durmiendo acurrucado. ¿Qué clase de espectáculo es ese? Oto, vuelca la vasija.

Oto se acercó penosamente al estrado, deteniéndose de vez en cuando a hacer un plié. Tiró la vasija, la tapa se levantó, y Nico di Angelo salió. A Percy se le paró el corazón al ver su rostro pálido y cadavérico, y su cuerpo extremadamente delgado. No sabía si estaba vivo o muerto. Quería acercarse corriendo a comprobarlo, pero Efialtes se interponía en su camino.

—Ahora tenemos que darnos prisa —dijo el Gran F—. Debemos repasar vuestras acotaciones. ¡El hipogeo está listo!

Percy estaba dispuesto a cortar a ese gigante por la mitad y a largarse de allí, pero Oto estaba al lado de Nico. Si estallaba un combate, Nico no estaba en condiciones de defenderse. Percy necesitaba hacer tiempo para que se recuperara.

Jason levantó su gladius de oro.

—No vamos a participar en ningún espectáculo —dijo—. ¿Y qué es el hipo… como se llame?

—¡Hipogeo! —exclamó Efialtes—. Eres un semidiós romano, ¿no? ¡Deberías saberlo! Aunque supongo que si hacemos nuestro trabajo aquí abajo, no sabrás que el hipogeo existe.

—Yo conozco esa palabra —dijo Piper—. Es la zona de debajo del coliseo. Allí se guardaban todas las piezas de atrezo y la maquinaria que se usaba para crear efectos especiales.

Efialtes se puso a aplaudir entusiasmado.

—¡Exacto! ¿Eres estudiante de arte dramático, muchacha?

—Ejem… mi padre es actor.

—¡Maravilloso! —Efialtes se volvió hacia su hermano—. ¿Has oído eso, Oto?

—Actor —murmuró Oto—. Todo el mundo es actor. Nadie sabe bailar.

—¡Pórtate bien! —lo regañó Efialtes—. Tienes toda la razón, muchacha, pero este hipogeo es mucho más que la tramoya de un coliseo. ¿Sabes que en la Antigüedad algunos gigantes fueron encarcelados bajo tierra, y de vez en cuando provocaban terremotos cuando intentaban liberarse? ¡Otro gallo nos habría cantado! Oto y yo hemos estado encerrados debajo de Roma una eternidad, pero hemos estado ocupados construyendo nuestro propio hipogeo. Y ahora estamos listos para ofrecer el mejor espectáculo que Roma ha presenciado jamás… ¡y el último!

Nico se estremeció a los pies de Oto. Percy se sintió como si una rueda de hámster alojada en su pecho se hubiera puesto otra vez en movimiento. Por lo menos Nico estaba vivo. Ahora solo tenían que vencer a los gigantes, preferiblemente sin destruir la ciudad de Roma, y largarse de allí para buscar a sus amigos.

—¡Bueno! —dijo Percy, con la esperanza de mantener la atención de los gigantes centrada en él—. ¿Has dicho algo de unas acotaciones?

—¡Sí! —dijo Efialtes—. Ya sé que las condiciones de la recompensa estipulan que tú y la chica sigáis con vida si es posible, pero, sinceramente, la chica ya está condenada, así que espero que no te importe que nos desviemos del plan.

Percy notó en la boca un sabor a agua de ninfa perversa.

—¿Condenada? ¿Quieres decir que está…?

—¿Muerta? —preguntó el gigante—. No. Todavía no. ¡Pero no te preocupes! Tenemos a tus otros amigos encerrados, ¿sabes?

Piper emitió un sonido estrangulado.

—¿Leo? ¿Hazel y Frank?

—Esos mismos —convino Efialtes—. Así que podemos utilizarlos a ellos para el sacrificio. Podemos dejar que la hija de Atenea muera, cosa que agradará a su señoría. ¡Y podemos utilizaros a vosotros tres para el espectáculo! Gaia se llevará una pequeña decepción, pero todos salimos ganando. Vuestras muertes serán mucho más divertidas.

Jason gruñó.

—¿Quieres diversión? Yo te daré diversión.

Piper dio un paso adelante. Consiguió esbozar una sonrisa dulce.

—Tengo una idea mejor —les dijo a los gigantes—. ¿Por qué no nos dejáis libres? Sería un giro increíble. Le daría mucha emoción al espectáculo y demostraría al mundo lo fantásticos que sois.

Nico se movió. Oto lo miró. Sus pies de serpientes sacaron la lengua hacia la cabeza de Nico.

—¡Además.! —dijo Piper rápidamente—. Además, podríamos hacer unos pasos de baile mientras escapamos. ¡Por ejemplo, un número de ballet!

Oto se olvidó de Nico. Se acercó pesadamente y apuntó a Efialtes agitando el dedo.

—¿Lo ves? ¡Es lo que yo te decía! ¡Sería increíble!

Por un instante, Percy pensó que iba a lograrlo. Oto miró a su hermano de modo suplicante. Efialtes se tocó la barbilla como si estuviera considerando la idea.

Finalmente, negó con la cabeza.

—No… no, me temo que no. Verás, muchacha, yo soy la antítesis de Dioniso. Tengo una reputación que mantener. ¿Dioniso cree que entiende de fiestas? ¡Pues se equivoca! Sus juergas son de lo más sosas comparadas con lo que yo hago. Por ejemplo, el número que hicimos cuando apilamos montañas para llegar al Olimpo…

—Te dije que no daría resultado —murmuró Oto.

—Y la vez que mi hermano se cubrió de carne y corrió por una pista de obstáculos de drakones…

—Dijiste que lo emitirían por Hefesto TV en horario de máxima audiencia —dijo Oto—. Pero nadie me vio.

—Este espectáculo será todavía mejor —prometió Efialtes—. Los romanos siempre han querido pan y circo: ¡comida y entretenimiento! Con la destrucción de la ciudad, les ofreceré las dos cosas. ¡Contemplad una muestra!

Algo descendió del techo y cayó a los pies de Percy: un pan de sándwich envuelto en una bolsa de plástico con puntos rojos y amarillos.

Percy lo recogió.

—¿Pan de molde?

—Magnífico, ¿verdad? —Los ojos de Efialtes brillaban con un entusiasmo demencial—. Puedes quedártelo. Pienso distribuir millones a la gente de Roma cuando los destruya.

—El pan de molde está bien —reconoció Oto—. Pero los romanos deberían bailar para recibirlo.

Percy miró a Nico, que estaba empezando a moverse. Percy quería que estuviera lo bastante consciente para apartarse cuando empezara la pelea. Y necesitaba que los gigantes le dieran más información sobre Annabeth y sobre el lugar donde estaban retenidos sus otros amigos.

—Tal vez deberíais traer a nuestros amigos —osó proponer Percy—. Ya sabéis, unas muertes espectaculares… cuantas más mejor, ¿no?

—Hum. —Efialtes se puso a toquetear un botón de su camisa hawaiana—. No. Es demasiado tarde para cambiar la coreografía. Pero no temas. ¡El circo será maravilloso! Ah… no es el tipo de circo moderno, eso sí. Harían falta payasos, y yo odio los payasos.

—Todo el mundo odia a los payasos —dijo Oto—. Hasta los payasos odian a los payasos.

—Exacto —convino su hermano—. ¡Pero tenemos preparado un entretenimiento mucho mejor! Los tres moriréis sufriendo unos dolores horrorosos, arriba, donde todos los dioses y mortales puedan mirar. ¡Y eso solo será la ceremonia de apertura! Antiguamente, los juegos duraban días o semanas. Nuestro espectáculo (la destrucción de Roma) durará un mes entero hasta que Gaia despierte.

—Un momento —dijo Jason—. ¿Gaia despertará dentro de un mes?

Efialtes descartó la pregunta con un gesto de la mano.

—Sí, sí. Al parecer el 1 de agosto es la mejor fecha para destruir a la humanidad. ¡Nada importante! En su infinita sabiduría, la Madre Tierra ha accedido a que Roma se destruya primero, de forma lenta y espectacular. ¡Es lo propio!

—Entonces… —Percy no podía creer que estuviera hablando del fin del mundo con un pan de molde en la mano—. Sois los teloneros de Gaia.

El rostro de Efialtes se ensombreció.

—¡Esto no es un número de telonero, semidiós! Soltaremos animales salvajes y monstruos en las calles. Nuestro departamento de efectos especiales creará incendios y terremotos. ¡Sumideros y volcanes aparecerán de repente! Los fantasmas correrán desbocados.

—Lo de los fantasmas no funcionará —dijo Oto—. Los grupos de prueba dicen que no atraerá a la audiencia.

—¡Escépticos! —dijo Efialtes—. ¡Este hipogeo puede hacer que cualquier cosa funcione!

Efialtes se acercó echando pestes a una gran mesa cubierta con una sábana. Apartó la sábana y descubrió una serie de palancas y botones de aspecto tan complejo como el tablero de control de Leo en el Argo II.

—¿Este botón? —dijo Efialtes—. Este expulsará una docena de lobos rabiosos en el foro. Y este hará que unos gladiadores autómatas luchen contra los turistas en la Fontana de Trevi. ¡Este hará que el Tíber se desborde para que podamos reconstruir una batalla naval en la Piazza Navona! ¡Percy Jackson, tú deberías saber apreciarlo, como hijo de Poseidón!

—Ejem… sigo pensando que la idea de liberarnos es mejor —dijo Percy.

—Tiene razón —dijo Piper de nuevo—. De lo contrario, nos veremos todos envueltos en un enfrentamiento. Nosotros luchamos contra vosotros. Vosotros lucháis contra nosotros. Nosotros echamos por tierra vuestros planes. Hemos vencido a muchos gigantes últimamente, ¿sabes? No soportaría que las cosas se descontrolaran.

Efialtes asintió con la cabeza, pensativamente.

—Tienes razón.

Piper parpadeó.

—Ah, ¿sí?

—No podemos permitir que las cosas se descontrolen —convino el gigante—. Todo ha sido sincronizado a la perfección. Pero no te preocupes. He coreografiado vuestras muertes. Os encantará.

Nico empezó a alejarse a rastras, gimiendo. A Percy le habría gustado que se hubiera movido más rápido y hubiera gemido menos. Consideró lanzarle el pan de molde.

Jason cambió de mano la espada.

—¿Y si nos negamos a colaborar en tu espectáculo?

—Bueno, no podéis matarnos. —Efialtes se rió como si la idea fuera ridícula—. No contáis con ningún dios, y esa es la única forma de que podáis aspirar al triunfo. Sería mucho más lógico morir de forma dolorosa. Lo siento, pero el espectáculo debe continuar.

Percy advirtió que ese gigante era todavía peor que el dios del mar Forcis. Efialtes no era tanto la antítesis de Dioniso. Era un Dioniso desquiciado a la enésima potencia. Sí, Dioniso era el dios de las juergas y las fiestas desmadradas, pero a Efialtes le gustaba el caos y la destrucción por puro placer.

Percy miró a sus amigos.

—Me estoy cansando de la camisa de este tío.

—¿Hora de pelear?

Piper cogió el cuerno de la abundancia.

—Odio el pan de molde —dijo Jason.

Y atacaron juntos.