Annabeth había llegado al límite del terror que era capaz de experimentar.
Había sido atacada por fantasmas chovinistas. Se había roto el tobillo. Un ejército de arañas la había perseguido a través de una sima. Ahora, embargada de un intenso dolor, con el tobillo envuelto en unas tablas y plástico de burbujas, y sin más arma que su daga, se enfrentaba a Aracne: un monstruo mitad araña, mitad mujer que quería matarla y hacer un tapiz conmemorativo del acontecimiento.
Durante las últimas horas, Annabeth había temblado, había sudado, había lloriqueado y había contenido tantas lágrimas que su cuerpo simplemente había dejado de tener miedo. Su mente había dicho: «Vale. No puedo estar más asustada de lo que ya estoy».
Así que Annabeth empezó a pensar.
La criatura monstruosa descendió cuidadosamente de la parte superior de una estatua cubierta de telarañas. Se movía de hilo en hilo, susurrando con placer, sus cuatro ojos brillando en la oscuridad. O no tenía prisa o era lenta.
Annabeth esperaba que fuera lenta.
Tampoco es que eso importara. Annabeth no se encontraba en condiciones de correr, y no le gustaban sus posibilidades en el combate. Probablemente Aracne pesaba varios cientos de kilos. Aquellas patas con púas eran perfectas para atrapar y matar presas. Además, seguramente Aracne tenía otros poderes horribles: una picadura venenosa o la capacidad de lanzar telarañas como un Spiderman de la antigua Grecia.
No. El combate no era la solución.
Eso le dejaba el engaño y la inteligencia.
Según las antiguas leyendas, Aracne se había buscado problemas por culpa de su orgullo. Había alardeado de que sus tapices eran mejores que los de Atenea, lo que había desembocado en el primer reality show punitivo de la historia: ¿Crees que sabes tejer mejor que una diosa? Aracne había perdido estrepitosamente.
Annabeth sabía algo sobre el orgullo. También era su gran defecto. A menudo tenía que acordarse de que no podía hacerlo todo sola. No siempre era la mejor en todo. A veces pecaba de estrecha de miras y se olvidaba de las necesidades de las demás personas, incluso de Percy. Y se distraía con facilidad hablando de sus proyectos favoritos.
Pero ¿podía usar ese punto débil contra la araña? Tal vez si ganara tiempo… aunque no sabía de qué podía servirle. Sus amigos no podrían alcanzarla, aunque supieran adónde tenían que ir. La caballería no llegaría. Aun así, ganar tiempo parecía mejor opción que morir.
Trató de mantener una expresión serena, lo que no era fácil teniendo un tobillo roto. Se dirigió cojeando al tapiz más cercano: un paisaje urbano de la antigua Roma.
—Maravilloso —dijo—. Háblame de este tapiz.
Los labios de Aracne se replegaron sobre sus mandíbulas.
—¿Qué más te da? Estás a punto de morir.
—Bueno, sí —dijo Annabeth—. Pero captaste la luz de una forma increíble. ¿Utilizaste hilo dorado de verdad para los rayos de sol?
El tejido era ciertamente asombroso. Annabeth no tuvo que hacerse la impresionada.
Aracne sonrió de satisfacción.
—No, niña. No es oro. Mezclé los colores, contrastando el amarillo intenso con tonos más oscuros. Es lo que le da un efecto tridimensional.
—Es precioso.
La mente de Annabeth se escindió en dos planos: uno que mantenía la conversación y otro que buscaba desesperadamente un plan para sobrevivir. Nada, no se le ocurría nada. Aracne había sido vencida una sola vez, por la mismísima Atenea, y había requerido la magia divina y una increíble destreza en una competición de tejedoras.
—Entonces… —dijo— ¿presenciaste la escena con tus propios ojos?
Aracne siseó, echando espuma por la boca de una forma no muy atractiva.
—Estás intentando aplazar tu muerte. No dará resultado.
—No, no —insistió Annabeth—. Solo me parece una lástima que estos preciosos tapices no puedan ser apreciados por todo el mundo. Deberían estar en un museo o…
—¿O qué? —preguntó Aracne.
Una idea disparatada acabó de cobrar forma y saltó en la mente de Annabeth, como su madre al salir del coco de Zeus.
—Nada. —Suspiró tristemente—. Es una idea absurda. Lástima.
Aracne descendió correteando por la estatua hasta posarse en el escudo de la diosa. A pesar de la distancia, Annabeth podía percibir el hedor de la araña, como si todos los pasteles de una panadería llevaran podridos más de un mes.
—¿Qué? —insistió la araña—. ¿Qué idea absurda?
Annabeth tuvo que obligarse a no dar marcha atrás. Con el tobillo roto o sin él, hasta el último nervio de su cuerpo palpitaba de miedo, aconsejándole que escapara de la enorme araña que se cernía sobre ella.
—Oh… es solo que me han encargado que rediseñe el monte Olimpo —dijo—. Ya sabes, la guerra de los titanes. He terminado la mayor parte del trabajo, pero necesitamos muchas obras de arte de calidad. La sala del trono de los dioses, por ejemplo… Estaba pensando que tu obra sería perfecta para exponerla allí. Los dioses del Olimpo por fin podrían apreciar tu talento. Ya he dicho que era una idea absurda.
El abdomen peludo de Aracne tembló. Sus cuatro ojos relucían como si detrás de cada uno hubiera una idea distinta y ella estuviera intentando entretejerlas en una red coherente.
—Estás rediseñando el monte Olimpo —dijo—. Mi obra… en la sala del trono.
—Bueno, también se puede exponer en otros sitios —dijo Annabeth, pensativa—. En el pabellón principal no vendrían mal varios de esos. El del paisaje griego… a las nueve musas les encantaría. Y estoy segura de que los demás dioses también se pelearían por tu obra. Se pelearían para tener tus tapices colgados en sus palacios. Supongo que, aparte de Atenea, ningún dios ha visto lo que sabes hacer.
—Qué va. En el pasado, Atenea hizo pedazos mis mejores obras. Mis tapices representaban a los dioses de forma poco favorecedora, ¿sabes? Tu madre no lo comprendía.
—Un comportamiento bastante hipócrita —dijo Annabeth—, considerando que los dioses se burlan unos de otros continuamente. Creo que el truco sería enfrentar a un dios con otro. A Ares, por ejemplo, le encantaría un tapiz que se burlase de mi madre. Siempre ha guardado rencor a Atenea.
La cabeza de Aracne se inclinó en un ángulo poco natural.
—¿Trabajarías contra tu madre?
—Solo estoy diciendo que a Ares le gustaría —dijo Annabeth—. Y a Zeus le encantaría algo que se burlase de Poseidón. Seguro que si los dioses del Olimpo vieran tu obra, se darían cuenta de lo increíble que es, y yo tendría que negociar una guerra de ofertas. Respecto a lo de trabajar contra mi madre, ¿por qué no iba a hacerlo? Me ha mandado aquí a morir, ¿no? La última vez que la vi en Nueva York básicamente me repudió.
Annabeth le contó la historia. Compartía la amargura y el dolor de aquella criatura, y su relato debió de sonar sincero. La araña no se movió.
—Así es Atenea —susurró Aracne—. Da de lado a su propia hija. La diosa no permitió que mis tapices se mostraran en los palacios de los dioses. Tenía envidia de mí.
—Pero imagínate que por fin pudieras vengarte.
—¡Matándote!
—Supongo que sí. —Annabeth se rascó la cabeza—. O… dejando que sea tu agente. Yo podría conseguir que tu obra entrara en el monte Olimpo. Podría organizar una exposición para los demás dioses. Cuando mi madre lo descubriera, sería demasiado tarde. Los dioses del Olimpo por fin verían que tu obra es mejor.
—¡Entonces lo reconoces! —gritó Aracne—. ¡Una hija de Atenea reconoce que soy mejor! Oh, es música para mis oídos.
—Y menudo provecho te ha traído —señaló Annabeth—. Si yo muero aquí abajo, seguirás viviendo en la oscuridad. Gaia destruirá a los dioses, y nunca descubrirán que eras mejor tejedora que Atenea.
La araña siseó.
Annabeth temía que su madre apareciera de repente y la maldijera con una terrible desgracia. La primera lección que aprendía todo hijo de Atenea era que su madre era la mejor en todo y que nunca jamás debías insinuar lo contrario.
Sin embargo, no pasó nada malo. Tal vez Atenea era consciente de que Annabeth solo estaba diciendo esas cosas para salvar su vida. O tal vez Atenea se encontraba en tan mal estado, debatiéndose entre su personalidad griega y su personalidad romana, que ni siquiera estaba prestando atención.
—No puede ser —masculló Annabeth—. No puedo permitirlo.
—Bueno…
Annabeth se movió, procurando no apoyar el peso en el tobillo herido. Una nueva grieta apareció en el suelo, y retrocedió cojeando.
—¡Cuidado! —soltó Aracne—. ¡Los cimientos de este templo se han corroído a lo largo de los siglos!
A Annabeth le dio un vuelco el corazón.
—¿Corroído?
—No tienes ni idea del odio que bulle debajo de nosotras —dijo la araña—. Los pensamientos rencorosos de tantos y tantos monstruos que intentan alcanzar la Atenea Partenos y destruirla… ¡Mis telas son lo único que mantiene la sala en pie, muchacha! Si das un paso en falso, caerás en el Tártaro… y, créeme, a diferencia de las Puertas de la Muerte, será un viaje solo de ida, ¡una caída muy dura! No quiero que mueras sin contarme tu plan para mis obras de arte.
Annabeth notaba un sabor a óxido en la boca. «¿En el Tártaro?» Trató de mantenerse concentrada, pero no era fácil escuchando cómo el suelo crujía y se resquebrajaba, desprendiendo escombros en el vacío que se extendía debajo.
—De acuerdo, el plan —dijo Annabeth—. Esto… como he dicho, me encantaría llevar tus tapices al Olimpo y colgarlos por todas partes. Podrías restregarle a Atenea en la cara tu habilidad durante toda la eternidad. Pero la única forma de que pudiera hacerlo… No, es demasiado difícil. Adelante, mátame.
—¡No! —gritó Aracne—. Es inaceptable. Ya no disfruto contemplando la idea. ¡Debo conseguir que mi obra llegue al monte Olimpo! ¿Qué debo hacer?
Annabeth movió la cabeza con gesto de disgusto.
—Lo siento, no debería haber dicho nada. Lánzame al Tártaro o haz lo que quieras.
—¡Me niego!
—No seas ridícula. Mátame.
—¡A mí tú no me das órdenes! ¡Dime lo que tengo que hacer! O… o…
—¿O me matarás?
—¡Sí! ¡No! —La araña se presionó la cabeza con las patas delanteras—. Debo exponer mi obra en el monte Olimpo.
Annabeth trató de contener la emoción. Su plan podía dar resultado… pero todavía tenía que convencer a Aracne de que hiciera algo imposible. Entonces se acordó de un buen consejo que le había dado Frank Zhang: «No te compliques».
—Supongo que podría mover algunos hilos —concedió.
—¡Yo muevo los hilos como nadie! —dijo Aracne—. ¡Soy una araña!
—Sí, pero para exponer tu obra en el monte Olimpo, necesitaríamos una audiencia en condiciones. Yo tendría que presentar la idea, hacer una propuesta, preparar una carpeta. Hum… ¿Tienes fotos?
—¿Fotos?
—En blanco y negro brillante… Da igual. La audiencia es lo más importante. Estos tapices son magníficos, pero los dioses necesitarían algo muy especial: algo que te permita lucir tu talento al máximo.
Aracne gruñó.
—¿Estás insinuando que estas no son mis mejores obras? ¿Me estás desafiando a una competición?
—¡Oh, no! —Annabeth se rió—. ¿Contra mí? Cielos, no. Eres demasiado buena. Competirías contigo misma para ver si tienes lo que hace falta para exponer tu obra en el monte Olimpo.
—¡Claro que lo tengo!
—Desde luego yo creo que sí. Pero la audiencia, ya sabes… es una formalidad. Me temo que sería muy difícil. ¿Seguro que no quieres matarme?
—¡Deja de decir eso! —chilló Aracne—. ¿Qué debo hacer?
—Te lo enseñaré.
Annabeth se descolgó la mochila. Sacó el portátil de Dédalo y lo abrió. El logotipo de la letra delta brilló en la oscuridad.
—¿Qué es eso? —preguntó Aracne—. ¿Una especie de telar?
—En cierto modo —contestó Annabeth—. Es para entretejer ideas. Contiene un diagrama de la obra que crearías.
Le temblaban los dedos sobre el teclado. Aracne descendió para mirar justo por encima del hombro de ella. Annabeth no pudo evitar pensar en la facilidad con la que aquellos dientes como agujas se clavarían en su cuello.
Abrió su programa de visualización tridimensional. Su último diseño seguía visible, la clave del plan de Annabeth, inspirado por la musa más improbable de la historia: Frank Zhang.
Annabeth hizo unos cálculos rápidos. Aumentó las dimensiones del modelo y a continuación le enseñó a Aracne cómo se podía crear: hilos de tela tejidos en tiras y luego trenzados en un largo cilindro.
La luz dorada de la pantalla iluminaba la cara de la araña.
—¿Quieres que haga eso? ¡Pero si no es nada! ¡Es muy pequeño y simple!
—El tamaño real sería mucho más grande —advirtió Annabeth—. ¿Ves estas medidas? Naturalmente, sería lo bastante grande para impresionar a los dioses. Puede parecer simple, pero la estructura tiene unas propiedades increíbles. Tu seda de araña sería la tela perfecta: suave y flexible, pero dura como el acero.
—Entiendo… —Aracne frunció el entrecejo—. Pero ni siquiera es un tapiz.
—Por eso es un reto. No es lo que estás habituada a hacer. Una obra así (una escultura abstracta) es lo que los dioses están buscando. Estaría en el vestíbulo de la sala del trono para que todos los visitantes la vieran. ¡Serías eternamente famosa!
Aracne emitió un zumbido de descontento con la garganta. Annabeth advirtió que no le hacía gracia la idea. Empezó a notar las manos frías y sudorosas.
—Haría falta mucha tela —se quejó la araña—. Más de la que puedo hacer en un año.
Annabeth había contado con eso. Había calculado la masa y el tamaño en consecuencia.
—Tendrías que desenredar la estatua —dijo—. Reutilizar la seda.
Aracne parecía a punto de protestar, pero Annabeth señaló la Atenea Partenos como si no fuera nada.
—¿Qué es más importante: cubrir esa vieja estatua o demostrar que tu arte es el mejor? Por supuesto, deberías tener muchísimo cuidado. Tendrías que dejar suficiente tela para que la sala se mantuviera en pie. Pero si te parece demasiado difícil…
—¡Yo no he dicho eso!
—De acuerdo. Es solo que… Atenea dijo que crear esta estructura trenzada sería imposible para cualquier tejedora, incluso para ella. Así que si crees que no puedes…
—Sí.
—¡Es ridículo! ¡Yo puedo hacerlo!
—¡Genial! Pero tendrías que empezar enseguida, antes de que los dioses del Olimpo elijan a otra artista para sus instalaciones.
Aracne gruñó.
—Si me estás engañando, muchacha…
—Me tendrás aquí mismo como rehén —le recordó Annabeth—. No puedo ir a ninguna parte. Cuando esta escultura esté terminada, coincidirás en que es la obra más increíble que has creado. Si no es así, moriré con mucho gusto.
Aracne vaciló. Sus patas con púas estaban tan cerca que podrían haber empalado a Annabeth de un rápido golpe.
—Está bien —dijo la araña—. Un último reto… ¡contra mí misma!
Aracne trepó por su tela y empezó a desenredar la Atenea Partenos.