Annabeth perdió la noción del tiempo.
Notó que la ambrosía que había comido empezaba a curarle la pierna, pero todavía le hacía tanto daño que el dolor le subía hasta el cuello. A lo largo de las paredes, pequeñas arañas correteaban en la oscuridad, como si estuvieran esperando las órdenes de su ama. Miles de ellas susurraban detrás de los tapices, haciendo que las escenas tejidas se movieran como el viento.
Annabeth se sentó en el suelo en ruinas y trató de conservar las fuerzas. Mientras Aracne no miraba, intentó conseguir algún tipo de señal con el portátil de Dédalo para ponerse en contacto con sus amigos, pero no tuvo suerte. No tenía nada que hacer salvo observar asombrada y horrorizada cómo trabajaba Aracne, moviendo sus ocho patas a una velocidad hipnótica, desenredando los hilos de seda alrededor de la estatua.
Con su ropa dorada y su luminoso rostro de marfil, la Atenea Partenos era todavía más espeluznante que Aracne. Miraba severamente hacia abajo como diciendo: «Traedme un bocado sabroso o si no, veréis». Annabeth se imaginó en la antigua Grecia, entrando en el Partenón y viendo esa enorme diosa con su escudo, su lanza y su pitón, la mano libre sosteniendo a Niké, el espíritu alado de la victoria. Algo así habría bastado para arrugar el chiton de cualquier mortal.
Además, la estatua irradiaba poder. Cuando Atenea estuvo desenvuelta, el aire se caldeó a su alrededor. Su piel de marfil brillaba rebosante de vida. Las arañas más pequeñas se agitaron por toda la sala y empezaron a retirarse al pasillo.
Annabeth supuso que las telarañas de Aracne habían ocultado y atenuado de algún modo la magia de la estatua. Una vez libre, la Atenea Partenos llenaba la estancia de energía mágica. Siglos de plegarias y de holocaustos de mortales habían sido llevados a cabo en su presencia. La estatua estaba imbuida del poder absoluto de Atenea.
Aracne no parecía percatarse. No dejaba de murmurar para sí, contando los metros de seda y calculando el número de hilos que requeriría su labor. Cada vez que vacilaba, Annabeth la animaba y le recordaba lo maravillosamente que quedarían sus tapices en el Olimpo.
La estatua adquirió tal calor y tal brillo que Annabeth pudo apreciar más detalles del templo: la mampostería romana que en su día debía de haber sido de reluciente color blanco, los huesos oscuros de las anteriores víctimas de Aracne y la comida colgada en la telaraña, y los enormes cables de seda que conectaban el suelo con el techo. Annabeth vio lo frágiles que eran las baldosas de mármol bajo sus pies. Estaban cubiertas de una fina capa de tela, como una malla que sostuviera un espejo hecho añicos. Cada vez que la Atenea Partenos se movía ligerísimamente, se extendían más grietas por el suelo. En algunas zonas había agujeros del tamaño de tapas de alcantarilla. Annabeth casi prefería que todo estuviera otra vez a oscuras. Aunque su plan tuviera éxito y venciera a Aracne, no estaba segura de cómo saldría de esa sala con vida.
—Hay mucha seda —murmuró Aracne—. Podría hacer veinte tapices.
—¡No pares! —gritó Annabeth—. Lo estás haciendo de maravilla.
La araña siguió trabajando. Después de lo que pareció una eternidad, tuvo una montaña de seda reluciente amontonada a los pies de la estatua. Las paredes de la estancia seguían cubiertas de telas. Los cables de refuerzo que mantenían en pie la sala no habían sido tocados. Pero la Atenea Partenos estaba libre.
«Por favor, despierta —rogó Annabeth a la estatua—. Ayúdame, madre.»
No pasó nada, pero las grietas parecían estar propagándose por el suelo más rápidamente. Según Aracne, los pensamientos maliciosos de los monstruos habían corroído los cimientos del templo durante siglos. Si eso era cierto, ahora que la Atenea Partenos estaba libre, podría llamar todavía más la atención de los monstruos del Tártaro.
—El diseño —dijo Annabeth—. Debes darte prisa.
Levantó la pantalla del ordenador para que Aracne lo viera, pero la araña le espetó:
—Lo he memorizado, niña. Tengo un ojo de artista para los detalles.
—Claro. Pero debemos darnos prisa.
—¿Por qué?
—Pues… ¡para poder presentar tu obra al mundo!
—Hum. Muy bien.
Aracne empezó a tejer. Convertir los hilos de seda en largas tiras de tela era una labor lenta. La sala retumbaba. Las grietas que había a los pies de Annabeth se ensanchaban.
Si Aracne reparó en ello, no pareció darle importancia. Annabeth consideró la posibilidad de lanzar la araña al pozo de un empujón, pero descartó la idea. El agujero no era lo bastante grande y, además, si el suelo cedía, probablemente Aracne se quedaría colgada de la seda y escaparía, mientras que Annabeth y la antigua estatua se caerían al Tártaro.
Poco a poco, Aracne terminó las largas tiras de seda y las entretejió. Tenía una técnica perfecta. Annabeth no pudo evitar quedar impresionada. Tuvo otra sombra de duda con respecto a su madre. ¿Y si Aracne era mejor tejedora que Atenea?
Sin embargo, la técnica de Aracne no era lo importante. Ella había sido castigada por orgullosa y descortés. Por muy buena que fueses, no podías ir por ahí insultando a los dioses. Los dioses del Olimpo te recordaban que siempre había alguien mejor que tú, así que no debías ser testaruda. Aun así, que te convirtieran en una monstruosa araña inmortal parecía un castigo muy severo solo por alardear.
Aracne empezó a trabajar más deprisa uniendo los hilos. Pronto la estructura estuvo terminada. A los pies de la estatua yacía un cilindro trenzado de tiras de seda de un metro y medio de diámetro y diez metros de largo. La superficie relucía como la concha de una oreja marina, pero a Annabeth no le pareció bonita. Era puramente funcional: una trampa. Solo sería bonita si funcionaba.
Aracne se volvió hacia ella sonriendo ávidamente.
—¡Ya está! ¡Venga, mi premio! Demuéstrame que cumples tus promesas.
Annabeth examinó la trampa. Frunció el entrecejo y la rodeó andando, inspeccionándola desde todos los ángulos. A continuación, teniendo cuidado con el tobillo malo, se puso a cuatro patas y se metió a gatas. Había tomado las medidas mentalmente. Si se había equivocado, su plan estaba condenado al fracaso. Pero pasó por el túnel de seda sin tocar los lados. La telaraña era pegajosa, pero no hasta extremos insoportables. Salió por el otro lado y sacudió la cabeza.
—Hay un fallo —dijo.
—¡¿Qué?! —gritó Aracne—. ¡Imposible! He seguido tus instrucciones…
—Dentro —dijo Annabeth—. Entra y míralo tú misma. Está justo en medio… un fallo en el tejido.
Aracne empezó a echar espuma por la boca. Annabeth temía haberla presionado demasiado, y que la araña la atrapara de repente. Se convertiría en otro montón de huesos entre las telarañas.
En cambio, Aracne pataleó malhumorada con sus ocho patas.
—Yo no cometo errores.
—Oh, es pequeño —dijo Annabeth—. Seguro que puedes arreglarlo. Quiero enseñarles a los dioses tu mejor creación. Mira, entra y compruébalo. Si puedes arreglarlo, se lo enseñaremos a los dioses del Olimpo. Serás la artista más famosa de todos los tiempos. Probablemente despedirán a las nueve musas y te contratarán a ti para que supervises todas las obras de arte. La diosa Aracne… sí, no me sorprendería.
—La diosa… —Aracne empezó a respirar de forma entrecortada—. Sí, sí. Lo arreglaré.
Asomó la cabeza en el túnel.
—¿Dónde está?
—Justo en el medio —la apremió Annabeth—. Adelante. Puede que quepas un poco justita.
—¡No hay problema! —soltó ella, y entró serpenteando.
Tal como Annabeth esperaba, el abdomen de la araña cabía, pero por poco. Entró abriéndose paso, y las tiras de seda se ensancharon para darle cabida. Aracne introdujo todo el cuerpo hasta las glándulas hiladoras.
—¡No veo ningún fallo! —anunció.
—¿De verdad? —preguntó Annabeth—. Vaya, qué raro. Sal y echaré otro vistazo.
El momento de la verdad. Aracne se retorció, tratando de retroceder. El túnel de tela se contrajo a su alrededor y se aferró a ella. La araña trató de avanzar retorciéndose, pero la trampa ya se había pegado a su abdomen. Tampoco podía pasar en esa dirección. Annabeth había temido que las patas con púas de la araña perforaran la seda, pero estaban oprimidas con tanta fuerza contra su cuerpo que apenas podía moverlas.
—¡¿Qué… qué es esto?! —gritó—. ¡Estoy atrapada!
—Ah —dijo Annabeth—. Me olvidé de decírtelo. Esta obra de arte se llama «las esposas chinas». O, al menos, es una versión ampliada de ese concepto. Yo la llamo las aracnoesposas chinas.
—¡Traición!
Aracne se agitó, se revolcó y se retorció, pero la trampa la sujetaba firmemente.
—Era cuestión de supervivencia —la corrigió Annabeth—. Ibas a matarme de todas formas, tanto si te ayudaba como si no, ¿verdad?
—¡Pues claro! Eres hija de Atenea. —La trampa se quedó inmóvil—. Quiero decir… ¡claro que no! Yo cumplo mis promesas.
—Ajá. —Annabeth retrocedió cuando el cilindro entretejido empezó a agitarse de nuevo—. Normalmente estas trampas se hacen con bambú trenzado, pero la seda de araña es mejor. Te inmovilizará, y es demasiado resistente para romperla… incluso para ti.
—¡Ahhh!
Aracne empezó a revolcarse y a retorcerse, pero Annabeth se apartó. Pese a tener el tobillo roto, consiguió evitar la gigantesca trampa para dedos.
—¡Acabaré contigo! —prometió Aracne—. Quiero decir… no, me portaré muy bien contigo si me dejas salir.
—Yo de ti reservaría mis energías. —Annabeth respiró hondo y se relajó por primera vez desde hacía horas—. Voy a llamar a mis amigos.
—¿Vas… a llamarlos para hablarles de mi obra? —preguntó Aracne esperanzada.
Annabeth escudriñó la habitación. Tenía que haber una forma de enviar un mensaje de Iris al Argo II. Todavía le quedaba agua en la botella, pero ¿cómo podía conseguir suficiente luz y niebla para formar un arcoíris en una caverna oscura?
Aracne empezó a revolcarse otra vez.
—¡Vas a llamar a tus amigos para matarme! —chilló—. ¡No moriré! ¡No de esa forma!
—Tranquilízate —dijo Annabeth—. Te prometo que vivirás. Solo queremos la estatua.
—¿La estatua?
—Sí. —Annabeth debería haber dejado el asunto en ese instante, pero su miedo se estaba convirtiendo en ira y rencor—. ¿Sabes cuál es la obra que expondré más a la vista en el monte Olimpo? No será tuya. El sitio de la Atenea Partenos está allí, en la plaza central de los dioses.
—¡No! ¡No, eso es terrible!
—Oh, no será inmediato —dijo Annabeth—. Primero nos llevaremos la estatua a Grecia. Según una profecía, tiene el poder de vencer a los gigantes. Después… no podemos devolverla al Partenón sin más. Eso plantearía demasiadas preguntas. Estará más segura en el monte Olimpo. Unirá a los hijos de Atenea y pondrá paz entre romanos y griegos. Gracias por guardarla todos estos siglos. Has prestado un gran servicio a Atenea.
Aracne gritó y se agitó. Un hilo de seda salió disparado de las glándulas hiladoras del monstruo y se pegó a un tapiz que había en la pared del fondo. Aracne contrajo su abdomen y arrancó a ciegas la tela. Siguió revolcándose al mismo tiempo que disparaba seda al azar, volcaba braseros con fuego mágico y arrancaba baldosas del suelo. La estancia se sacudió. Los tapices empezaron a arder.
—¡Basta! —Annabeth trató de esquivar cojeando la seda de la araña—. ¡Derribarás toda la cueva y nos matarás a las dos!
—¡Es mejor que verte ganar! —gritó Aracne—. ¡Hijas mías! ¡Ayudadme!
Genial. Annabeth había confiado en que el aura mágica de la estatua mantuviera alejadas a las arañas pequeñas, pero Aracne siguió chillando, suplicándoles que la ayudaran. Annabeth consideró matar a la mujer araña para que se callara. Resultaría fácil usar su daga en ese momento. Pero tenía reparos en matar a un monstruo que estaba tan indefenso, incluso a Aracne. Además, si atravesaba con el puñal la seda trenzada, la trampa podría desenredarse. Era posible que Aracne se liberara antes de que Annabeth acabase con ella.
Todos esos pensamientos llegaron demasiado tarde. Las arañas empezaron a entrar en tropel en la estancia. La estatua de Atenea brillaba más intensamente. Estaba claro que las arañas no querían acercarse, pero avanzaban muy lentamente, como si se estuvieran armando de valor. Su madre estaba pidiendo ayuda a gritos. Acabarían entrando y aplastarían a Annabeth.
—¡Para, Aracne! —gritó—. Yo…
Aracne se retorció en su prisión, apuntando con su abdomen al sonido de la voz de Annabeth. Un hilo de seda la impactó en el pecho como el guante de un boxeador de peso pesado.
Annabeth se cayó agitando las piernas de dolor. Empezó a lanzar tajos como loca a la tela con la daga mientras Aracne la atraía hacia sus glándulas secretoras de seda.
Annabeth consiguió cortar el hilo y apartarse a rastras, pero las arañas pequeñas la estaban rodeando.
Se dio cuenta de que todos sus esfuerzos no habían sido suficientes. No saldría de allí. Las hijas de Aracne la matarían a los pies de la estatua de su madre.
«Percy —pensó—. Lo siento.»
En ese momento la sala crujió, y el techo de la caverna estalló en un fogonazo de luz abrasadora.