Leo
Leo seguía en estado de shock.
Todo había pasado muy rápido. Habían atado la Atenea Partenos con cuerdas justo antes de que el suelo cediera y las últimas columnas de tela de araña se partieran. Jason y Frank se habían lanzado en picado a salvar a los demás, pero solo habían encontrado a Nico y a Hazel colgados de la escalera de cuerda. Percy y Annabeth habían desaparecido. El foso del Tártaro había quedado enterrado bajo varias toneladas de escombros. Leo sacó el Argo II de la caverna segundos antes de que todo el lugar se desplomara hacia dentro y se llevara consigo el resto del aparcamiento.
El Argo II estaba ya aparcado sobre una colina que dominaba la ciudad. Jason, Hazel y Frank habían regresado al lugar de la catástrofe con la esperanza de encontrar entre los escombros una forma de salvar a Percy y Annabeth, pero habían vuelto desmoralizados. La caverna había desaparecido. El lugar estaba plagado de policías y socorristas. Ningún mortal había resultado herido, pero los italianos se rascarían la cabeza durante meses, preguntándose cómo se había abierto un inmenso sumidero en medio de un aparcamiento y había engullido una docena de coches.
Aturdidos por el dolor, Leo y los demás cargaron con cuidado la Atenea Partenos en la bodega, usando los tornos hidráulicos del barco con la ayuda de Frank Zhang, elefante a tiempo parcial. La estatua entró perfectamente, aunque Leo no tenía ni idea de lo que iban a hacer con ella.
El entrenador Hedge estaba demasiado abatido para ayudar. No hacía más que pasearse por la cubierta con lágrimas en los ojos, tirándose de su barba de chivo y dándose manotazos en un lado de la cabeza mientras murmuraba:
—¡Debería haberlos salvado! ¡Debería haberme cargado más cosas!
Al final Leo le dijo que bajara a asegurarlo todo para zarpar. Castigarse no le estaba sirviendo de nada.
Los seis semidioses se reunieron en el alcázar y contemplaron la columna de polvo lejana que todavía se elevaba del lugar de la implosión.
Leo posó la mano en la esfera de Arquímedes, que había colocado en el timón, lista para ser instalada. Debería haber estado entusiasmado. Era el descubrimiento más importante que había hecho en su vida; más importante todavía que el búnker 9. Si conseguía descifrar los manuscritos de Arquímedes, podría hacer cosas increíbles. Apenas se atrevía a hacerse ilusiones, pero quizá hasta podría construir un nuevo disco de control para cierto dragón amigo suyo.
Aun así, el precio había sido demasiado elevado.
Casi podía oír a Némesis riéndose. «Te dije que podíamos hacer negocios, Leo Valdez.»
Había abierto la galleta de la suerte. Había obtenido el código de acceso de la esfera y había salvado a Frank y a Hazel, pero Percy y Annabeth habían sido el sacrificio. Leo estaba seguro.
—Yo tengo la culpa —dijo tristemente.
Los otros se lo quedaron mirando. Solo Hazel pareció entenderlo. Ella lo había acompañado en el Great Salt Lake.
—No —repuso la chica—. Gaia tiene la culpa. No ha tenido nada que ver contigo.
Leo quería creerlo, pero no podía. Habían empezado el viaje con su metedura de pata al disparar sobre la Nueva Roma. Y habían acabado en la antigua Roma, donde Leo había abierto una galleta y había pagado un precio mucho peor que un ojo.
—Escúchame, Leo. —Hazel le cogió la mano—. No voy a permitir que te culpes de lo que ha pasado. No podría soportarlo después de… después de que Sammy…
Se atragantó, pero Leo sabía a lo que se refería. Su bisabuelo se había culpado de la desaparición de Hazel. A Sammy la vida lo había tratado bien y se había ido a la tumba creyendo que había gastado un diamante maldito y había condenado a la chica que amaba.
Leo no quería que Hazel se sintiera otra vez deprimida, pero eso era distinto. «El auténtico éxito requiere sacrificio.» Leo había elegido abrir la galleta. Percy y Annabeth habían caído en el Tártaro. No podía ser una casualidad.
Nico di Angelo se acercó arrastrando los pies, apoyado en su espada negra.
—Leo, no están muertos. Si lo estuvieran, yo lo percibiría.
—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Leo—. Si ese foso realmente llevaba al… ya sabes… ¿cómo podrías percibirlos a tanta distancia?
Nico y Hazel se cruzaron una mirada, intercambiando impresiones quizá sobre el radar de la muerte que habían heredado de Hades/Plutón. Leo se estremeció. Hazel nunca le había parecido una hija del inframundo, pero Nico di Angelo… ese chico daba repelús.
—No podemos estar del todo seguros —reconoció Hazel—. Pero creo que Nico tiene razón. Percy y Annabeth siguen vivos… por lo menos, de momento.
Jason golpeó el pasamanos con el puño.
—Yo debería haber estado más atento. Podría haber bajado volando y haberlos salvado.
—Yo también —dijo Frank gimiendo.
El grandullón parecía al borde de las lágrimas.
Piper posó la mano en la espalda de Jason.
—Tampoco es culpa vuestra. Estabais intentando poner a salvo la estatua.
—Ella tiene razón —dijo Nico—. Aunque el foso no hubiera quedado enterrado, no podríais haber entrado volando sin ser arrastrados. Yo soy el único que ha estado en el Tártaro. Es imposible describir el poder de ese sitio. En cuanto te acercas, te absorbe. Yo no pude hacer nada.
Frank resopló.
—Entonces ¿Percy y Annabeth tampoco pueden hacer nada?
Nico giró su anillo de plata con una calavera.
—Percy es el semidiós más poderoso que he conocido en mi vida. Sin ánimo de ofenderos, chicos. Si alguien puede sobrevivir, es él, sobre todo con Annabeth a su lado. Encontrarán un camino de salida en el Tártaro.
Jason se volvió.
—Querrás decir un camino a las Puertas de la Muerte. Pero nos dijiste que están protegidas por las fuerzas más poderosas de Gaia. ¿Cómo pueden dos semidioses…?
—No lo sé —reconoció Nico—. Pero Percy me dijo que os llevara a Epiro, al lado mortal de la puerta. Piensa reunirse allí con nosotros. Si sobrevivimos a la Casa de Hades y nos abrimos paso entre las fuerzas de Gaia, tal vez podamos ayudar a Percy y Annabeth y cerrar las Puertas de la Muerte por los dos lados.
—¿Y traer a Percy y a Annabeth sanos y salvos? —preguntó Leo.
—Tal vez.
A Leo no le gustó la forma en que Nico dijo eso, como si no estuviera compartiendo con ellos todas sus dudas. Además, Leo sabía algo sobre cerraduras y puertas. Si había que cerrar las Puertas de la Muerte por los dos lados, ¿cómo podrían hacerlo sin que alguien quedara atrapado en el inframundo?
Nico respiró hondo.
—No sé cómo lo conseguirán, pero Percy y Annabeth encontrarán un camino. Viajarán por el Tártaro y encontrarán las Puertas de la Muerte. Cuando ese momento llegue, debemos estar preparados.
—No será fácil —dijo Hazel—. Gaia utilizará contra nosotros todo lo que tenga para impedir que lleguemos a Epiro.
—¿Qué tiene eso de nuevo? —dijo Jason suspirando.
Piper asintió con la cabeza.
—No tenemos alternativa. Tenemos que cerrar las Puertas de la Muerte para impedir que los gigantes despierten a Gaia. De lo contrario, sus ejércitos no morirán. Y tenemos que darnos prisa. Los romanos están en Nueva York. Dentro de poco marcharán sobre el Campamento Mestizo.
—Disponemos de un mes como mucho —añadió Jason—. Efialtes dijo que Gaia despertaría exactamente dentro de un mes.
Leo se enderezó.
—Podemos conseguirlo.
Todo el mundo lo miró fijamente.
—La esfera de Arquímedes puede mejorar el barco —dijo, esperando estar en lo cierto—. Voy a estudiar los antiguos pergaminos que tenemos. Tiene que haber toda clase de armas nuevas que pueda construir. Atacaremos a los ejércitos de Gaia con un arsenal totalmente nuevo.
En la proa del barco, Festo hizo chirriar su mandíbula y escupió fuego en actitud desafiante.
Jason consiguió sonreír y dio una palmada a Leo en el hombro.
—Me parece un buen plan, almirante. ¿Quiere poner rumbo?
Le tomaron el pelo llamándolo «almirante», pero, por una vez, Leo aceptó el título. Aquel era su barco. No había llegado tan lejos para que le pararan los pies.
Encontrarían la Casa de Hades. Tomarían las Puertas de la Muerte. Y, por los dioses, si Leo tenía que diseñar un brazo agarrador lo bastante largo para sacar a Percy y a Annabeth del Tártaro, eso haría.
¿Némesis quería que él se vengara de Gaia? Leo lo haría con mucho gusto. Iba a hacer que Gaia se arrepintiera de haberse metido con Leo Valdez.
—Sí. —Echó un último vistazo al paisaje urbano de Roma, que se estaba tiñendo de rojo sangre a la luz del atardecer—. Festo, iza las velas. Tenemos que salvar a unos amigos.