I

... de Inocencia

 

 

 

 

Y, gastronómicamente hablando, las extrañas recompensas que da el caos de la inocencia.

Porque desde el punto de vista del gourmet la inocencia, creo, es muy diferente de la ignorancia. Una presupone a la otra; sin embargo, el cocinero o anfitrión de veras inocente nunca incurre en pecado de pretensión, odioso desvío que amenaza a muchos ignorantes.

Casi cualquiera que sea capaz de embaucar a sus invitados será incapaz de ser sincero consigo mismo y, por ejemplo, echará un vistazo a la guía de vinos antes de fingir que sabe de sobra que con carne roja se sirve vino tinto o alguna otra perogrullada. La mentira delatará su inseguridad fundamental.

El inocente, por otro lado, no se molestará en simular conocimiento alguno. Con tierna alegría de niño hará al cocinar las cosas más terribles, pero cierta alquimia de tibieza y entendimiento le permitirá que todo gourmet honrado se sienta en su mesa cómodo y satisfecho.

El mejor ejemplo de esto es algo que me pasó hace unos meses.

Conozco a un hombre enorme, voraz y básicamente irreflexivo que se pasó la mitad de la vida en un pueblo, trabajando como un burro y comiendo en hamburgueserías, y de vez en cuando atiborrándose en casas de amigos para las fiestas. Maduro ya, se casó con una mujer enorme, voraz e irreflexiva que lo introdujo en las dudosas dichas de todo lo que había aprendido de la radio: delicias de bizcocho «Milagro», sorpresas de queso batido y todo tipo de productos homogeneizados, pasteurizados, vitaminados y deshidratados intrínsecos a la preparación de delicias y sorpresas. Mi amigo estaba feliz.

Él se esforzaba en la tienda y la mujer en la cocina, el transistor siempre al máximo para no perderse un solo consejo culinario. Cada noche se acomodaban en su bar-cocina-comedor a mover sostenidamente los carrillos. Siempre se proponían salir a dar un paseo, pero los atacaba el sueño. Hace un año más o menos, él llevó a la casa un juego de dominó, pensando que no estaría mal echar unas partidas antes de que ella fregase. Ella le clavó la mirada, soltó un eructo grave y se murió.

Se sintió desesperadamente solo. Todos pensamos que se iría a vivir de nuevo a la pensión de enfrente de la tienda, o se daría al whisky, o se pondría a criar peces tropicales.

Pero lo que hizo fue quedarse cada vez más en la casa, sentado enfrente de la inapropiada silla de cromo en donde había muerto la mujer, zampándose una comida casi interminable. Se la preparaba él, con el mayor cuidado. Escuchaba sin cesar la radio, que literalmente estaba encendida desde que ella había muerto. Copiaba todas las recetas que oía y «adjuntaba veinticinco centavos para sellos» en pedidos incontables de paquetes de cereales, gelatinas y batidos. Cubierto de delantales como tiendas de campaña, trajinaba entre el horno, el fregadero y la mesa solitaria, y los amigos me dijeron que nunca, nunca, nunca dejase que me invitara a comer.

Pero a mí me caía bien. Y, cuando un día que nos encontramos en el supermercado Pep Brothers —de vez en cuando yo controlaba la conservo-claustrofobia lo suficiente para comprar la mejor fruta congelada de la ciudad— me invitó simpática y llanamente a cenar a su casa, le dije que iría encantada. Se alejó bamboleándose, con una brisa de determinación alegre aliviándole la tristeza de la cara; fue como un rayo de sol entre nubarrones. Yo sentí un defensivo escalofrío de preocupación que me avergonzó.

Llegó la noche, e hice algo que raras veces hago cuando me invitan: me arreé un buen vaso de vermut seco con ginebra que, imaginé por experiencia, me daría un apetito inmune a cualquier shock gastronómico. Cuando me senté frente a mi melancólico, cohibido y enorme amigo y lo oí acomodarse con el alarmante puff de los muy gordos, me sentí agradablemente flácida y despreocupada.

Noté que estaba más gordo que nunca. Se ve que le gusta lo que se cocina, bromeé. Grave, me respondió que la gastronomía le había salvado la vida y el juicio y, sin darme tiempo a asimilar el impacto de oír eso en una boca sin grandes recursos, se puso en pie con la ligereza que solo tienen los gordos y empezó a abrir las puertas del horno.

Tomamos macedonia de fruta, consistente sobre todo en grosellas, obvio consejo saludable de la Cadena del Ama de Casa. Una vez liquidada esa pieza de medicina arcana, nos sumergimos alegremente en una de las cenas más espantosas que he comido en mi vida. O, pensándolo bien, la más espantosa. Describirla no tiene sentido y, para ser franca, una piadosa bruma ha velado sus puntos culminantes. Tenía demasiadas especias y no habría debido de tener ninguna; lo que hubiera tenido que ser crujiente era húmedo y blanduzco; y, aunque el postre estaba muy de más, hubo una especie de batido empalagoso.

Y con todos los platos bebimos, en el comedor angosto y saturado, un moscatel de gusano que las licorerías del lugar vendían en garrafa, rebajado con gaseosa de limón y servido en copas con restos de queso. Increíble pero cierto.

Me alegro de que así fuera. Hoy conozco algo a lo cual antes solo me hubiera sometido teóricamente. No hay duda de que existe una inocencia gastronómica, más admirable y envidiable que cualquier conocimiento astuto de menús, cosechas y sutilezas culinarias. Mi grueso amigo, no necesitado de alardes, me presentó una comida que a mí me enorgulleció compartir. Si por momentos me sentí un cordero sacrificial en el altar de la devoción, cumplí contenta el papel, pues ninguna diosa recibió jamás un néctar vertido con dicha más inocente y confiada que la que mezclaba en mi copa ácido cítrico, dióxido de carbono y puro infierno vinoso. Yo miraba los ojitos grises de mi amigo, bebía un buen trago y cada vez me sentía mejor.

No había actuado ni tratado de impresionarme. Sabía que me gustaba comer, y me había preparado lo que más le gustaba a él. En alguna parte había oído que yo comía con vino y, porque quería verme cómoda y alegre y confiada, en la silla de su mujer y con la radio encendida, había comprado «la mezcla», como la llamaba. Se lo agradecí con toda el alma y me sentí, yo también, inocente.

 

 

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Mi padre, que nació a tiro de piedra de la redacción del diario de sus padres, que a los nueve años grababa noticias en una lápida y por sesenta años ha sido periodista de pueblo, sostiene que es el hombre vivo a quien se le han servido más macedonias de fruta en el mundo.

Quizá tiene razón: ha ido a innumerables comidas anuales de cámaras de comercio, cenas de reencuentro, banquetes anuales de la Asociación de Vecinos, por no mencionar almuerzos de padres e hijos y asambleas gastronómicas de la Semana del Capón, la Cosecha de la Nuez y el Año de la Mantequilla. Y probablemente en nueve de cada diez de estos festines le han presentado, en frío (salvo que antes se hubiera calentado chez lui con un discreto trago de jarabe) con una ancha copa de cristal llena de una mezcla patentada e inmutable de frutitas confitadas, siempre con arroyuelos de jerez corriendo entre el lugar apropiado y el fondo acuoso.

Papá exhibe este dudoso honor —campeón mundial de los contempladores de macedonias— con un orgullo sereno y fatalista. Si lo aprietan, dice que la larga experiencia no le ha hecho daño, y que prefiere infinitamente esa prueba gastronómica a cualquier otra de las habituales en banquetes de pueblo.

Las sopas son imposibles. Las hermandades de mujeres y organismos así, que con gran frecuencia acuerdan servir a los comerciantes locales por una tarifa semanal, son incapaces, por falta de habilidad o de equipamiento, de presentar un caldo caliente y sabroso a sus contraídos comensales, cuyo número puede oscilar entre veinte y quinientos, siempre con el proporcional diez por ciento de delegados imprevistos de pueblos vecinos.

Las ensaladas sufren veto universal: a las mujeres no les gustan porque se agostan y no quedan bonitas, y a los comensales tampoco porque las mujeres no saben cómo hacerlas tragables.

Todo aperitivo inopinado y foráneo como un estimulante canapé barato es objeto de suspicacia política, religiosa y cultural, por lo que ni se lo toma en cuenta.

Está pues la macedonia. Es posible ponerla en la mesa desde media hora hasta un día antes de la comida; depende del clima. Queda «bonita», dicen las mujeres, por mucho que haya esperado, y las mejores cocineras locales saben al dedillo cuánto líquido enlatado hay que verter en cada copa para que esté jugosa pero no ensopada. Viene en latas de cinco kilos, y es mucho más barata, más elogiada y menos trabajosa que cualquier mezcla de frutas del lugar. Encima, las amas de casa cuyos maridos se hayan acostumbrado a consumirla en el trabajo pueden ofrecérsela en el hogar, de una lata con alguna leve variante de lo que sigue: «Dados de pera Barlett, dados de melocotón amarillo, trocitos de piña, las mejores grosellas, colorante artificial, aromatizante artificial, cerezas modificadas en almíbar».

Casi todos los comestibles mencionados (si se pueden llamar comestibles: con las grosellas la cosa es problemática) merecen un interrogante, pero creo que las cerezas modificadas se llevan la medalla. ¿Qué las ha modificado? ¿Y cómo?

Para ser franca, la fruta no me entusiasma mucho como aperitivo, como preludio a sabores más altos (a menos que consideremos fruta al tomate, que técnicamente lo es). En Europa y California he comido, en verano, rodajas finas de melón frío, que eran deliciosas pero no tentaban a seguir comiendo, como era el objetivo. Yo más bien me habría parado allí y bebido vino blanco durante una hora sin más sabor que aquel, tan delicado, en la lengua. En Italia he comido no solo melón sino también higos con prosciutto, higos maduros y llenos de semillas, poderosos higos en guerra con el salado desafío del jamón, y me gustaron mucho. Y Escoffier da como aperitivo una receta de higos fríos y pelados en un lecho de hojas verdes y hielo.

No obstante me sigo rebelando.

Quizá sea una protesta hereditaria latente, heredada de un padre educadísimo e increíblemente tolerante. Quizá, si se tendiera en un diván de psicoanalista, mi padre babearía macedonias, grosellas verdes como el alcalde, piñas ácidas como el anunciante que la semana pasada retiró un anuncio porque el diario informó que su hijo conducía borracho, melocotones y peras en almíbar tan blandos como la diplomacia que él ha practicado tantos años; y todo servido y comido en un clima de compasión común, las buenas mujeres en la cocina, los buenos hombres inclinados sobre las flores del banquete, charlando sobre el control de las inundaciones, el control de la renta, el control de las plagas... y la macedonia de fruta.