L

... de Literatura

 

 

 

 

Y los banquetes que pueden inspirar, de la espléndida fotografía del bocadillo de ternera «a la Cuatro de Julio» del anuncio de hoy en día, a la elegancia fosforescente de las memorias de una cortesana en cuya mesa, al menos según la leyenda, cada plato poseía especial importancia fálica.

No cabe duda de que el festín de segunda mano puede alimentar, satisfacer y complacer a su modo. Más de un prisionero de guerra fugado me habló de la extraña placidez a que pueden llegar unos hombres famélicos a fuerza de hablar interminablemente de los buenos platos que recuerdan y les gustaría comer. Murmuran y murmuran, en las celdas o en el patio, y rememoran las empanadas que les hacían las hermanas, y cómo asaba Domingo, el de Tijuana, las perdices que cazaba ilegalmente, y la pasta que antes de la guerra comían en el Boeucc de Milán. Tragan sin dolor el agusanado pan y la sopa aguada de los prisioneros con el paladar del espíritu anegado por un torrente de sabores, tibieza y densidad recordados.

Si tuvieran libros, el banquete sería leído. A falta de ellos los inventan hablando, voluptuosamente reiterativos, en lucha inconsciente contra la muerte de unos sentidos sin los cuales, por cierto, serían muertos en potencia.

Los que estamos en libertad no sufrimos una amenaza tan inmediata pero, en nuestras prisiones privadas, muchos hemos encontrado parecido alivio sensual en la literatura gastronómica.

Dado el hecho de que casi todo gastrónomo tiene algún tipo de predilección literaria, es divertido e interesante especular sobre las razones y ocasiones de ese amor. Conozco un hombre, por ejemplo, que por causas harto evidentes solo colecciona menús políticos, desde los de Julio César hasta los de Harry Truman; y otro que por razones no menos obvias siente poca curiosidad por cualquier comida que no se haya servido en un burdel, a nadie que no sea prostituta o cliente.

Por mi parte, a veces pienso con nostalgia que sería agradable limitarme un poco: tengo demasiado que leer.

Poseo una pila altísima de menús, algunos reales que datan de 1929 en adelante, otros de libros de los últimos quinientos años. Entre ellos se cuentan la última cena servida chez Foyot, con la tinta ya desteñida, y un luminoso pergamino dibujado por George Holl en San Francisco, con el dorado todavía brillante aunque el redondo e ingenioso gourmet ya se ha ido, y una carta mangada en un Bierstube nazi de México, y otra de un café leal de Zurich en el que bebimos de botellas como ubres, a chorros salidos de los pezones de vidrio, como en un cuento de Hemingway.

¡Y hay tantos libros!

¿Por qué no puedo limitarme a las novelas gastronómicas, a Hotel Imperial de Arnold Bennett y Obra de arte de Sinclair Lewis y a las historias de hotel de Ludwig Bemelmans; o a Huysmans y Salto y Petronio y todos los muchachos nuevos y viejos que escribieron sobre el exceso; o... o... a Virginia Woolf, quizá la occidental que mejor escribió sobre la sensación de estar un poco borracho, o de ser invitado, en libros como Las olas y Alfaro? ¿Por qué no simplificar?

O en todo caso, ¿por qué no centrarme en libros de cocina? ¿Por qué no tener solo los manuales que me parezcan mejores y leerlos con cuidado cuando me hace falta (lo cual es casi siempre)? No: lo tengo todo, desde The Settlement Cook Book («Libro de cocina del colono») de la señora Simon Kander hasta las obras completas de Sheila Hibben y los últimos folletos de fabricantes de polvo de hornear y refrigeradores, con sus satinados logros culinarios en explosivo Kodachrome. Los tengo en hileras y montones. Por suerte también tengo el sentido común de limitar los manuales de trabajo a un máximo de veinticinco centímetros de estante. ¡Pero el resto! Ocupan cantidades de metros: volúmenes europeos, hawaianos, regionales, tratados de Suzanne Roukhomovsky, Trader Vic y André Simon, algunos buenos y otros absolutamente falsos excepto por algún dato o receta de gran valor.

¡Y después los otros libros, los que guardo porque están encuadernados en piel o mustios por los años o manchados por la baba adolescente del internado! Todos tienen algún significado gastronómico; algunos, para ningún otro ser humano que no sea yo. Pueden ser símbolos de exotismo, de respeto, de gula. Tal vez haya que desprenderse de ellos periódicamente, como de la piel. Pero siguen a salvo en mis estantes, rara compañía aureolada de nostalgia, curiosos sin duda, pista mortal para cualquiera igualmente curioso por conocer a su dueña.

La verdad, pienso que una biblioteca gastronómica más rigurosamente limitada que la mía siempre será más significativa. Es decir, pienso que una colección de menús servidos en un lugar de provincias como Dijon o Seine-et-Oise entre el período de la Regencia y el de la Primera República, o viceversa, puede ser sumamente interesante para gourmets de todo el mundo. Yo incluso le construiría un edificio, proveyendo de agusanado alimento a una dotación de cuidadores dispépticos. En cuanto a mi locuaz colección, no puedo hacer otra cosa que mirarla con perplejidad.

Muy pocos aparte de mí sabrán —si es que les importa— por qué esa raída edición de Plats du Jour de Paul Reboux significa placer y aventura en Borgoña en 1930. Quizá nadie pueda decir con sinceridad que sabe de dónde salió mi ejemplar de un chelín de Labores de la granja. ¿Y qué decir de los motivos por los que conservo la nueva y vulgar edición de Notas de una libreta de alacena en vez de la primera, que de hecho regalé? George Saintsbury lo sabría. Estoy segura. Pero nada importa que no lo sepa nadie más; al menos no me importa a mí.

Contemplo los estantes atestados y me regodeo en diestros reflejos, porque ninguna comida es buena si no puede reflejarse con placer. Me consuela saber que, gracias a mi abigarrada biblioteca, yo podría estar bien alimentada aun entre los prisioneros más desdichados de este mundo de desdichas.

 

 

I

 

Cada vez que algo me obliga a leer demasiadas recetas modernas, casi prácticas y puramente mullidas, no encuentro mejor antídoto que echar una tranquila mirada atrás.

Las recetas inglesas y estadounidenses de hace cien años, las de los manuales de la señora Beeton o Marion Harland, están apenas más distantes de los criterios actuales que las fórmulas isabelinas. En libros de clase media como esos, no menos que en compendios como The Gastronomic Regenerator de Soyer o System of Cookery de Simpson —destinados a las cocinas aristocráticas pero sin duda consultados por muchas modestas amas de casa decimonónicas— hasta el orden correcto de los platos nos parece extraño.

El salto atrás de Victoria a Jacobo I se da con facilidad si antes se ha dado el salto más grande entre los manuales de hoy y los del siglo pasado. Allí, accidente afortunado, se abre The Closet of Sir Kenelm Digby («La alacena de sir Kenelm Digby»), uno de los libros más torturantes, robustos y en cierto modo misteriosos que se hayan escrito, exceptuando quizá El Deipnosofista de Ateneo.

Digby fue un archirromántico, el «amigo especial de las reinas», un experimentador pionero del vínculo entre lo que la gente come y aquello de lo que muere, desde las pestes hasta el veneno. Y las recetas —que empiezan con «Tomad una medida de miel» para el hidromiel y terminan con «es un licor bello y agradable» para la conserva de rosas— están llenas de delicias imprevisibles.

Son innumerables. La que está más al alcance de la mano se titula:

 

 

PASTEL DE ARENQUE

 

 

Poner una ingente cantidad de rodajas de cebolla, con grosellas y uvas pasas, tanto debajo como encima de los arenques.

Añadir abundante mantequilla y hornearlo.

 

 

Leo esta prescripción culinaria y me reclino en la silla, intentando saborear su fantástico producto con el paladar mental (visto desde nuestra época es fantástico): un plato al horno con cebolla, pasas de uva, mantequilla y pescado. No puedo. Y entonces retrocedo todavía atrás, hasta la laureada decadencia de Roma, remota del vigor isabelino ejemplificado por sir Kenelm Digby pero igualmente ruda.

Leo páginas que hablan de salsas y empanadas de pájaros, de las complejidades aromáticas de las pechugas de oropéndola asadas, del paté de ganso cebado con almendras o del

 

 

GARUM (400 a. C.)

 

 

Colocar en un recipiente vísceras de varios pescados, tanto grandes como pequeños.

Salarlas muy bien.

Exponerlas al aire hasta que estén totalmente podridas. Colarlas.

El líquido que se obtiene es la salsa garum.

 

 

Esta receta, simple y fea, obra a su modo como terapia contra las devastadoras ensaladas de gelatina-de-verduras-al-caramelo y otros productos semejantes que me sonríen desde los multicolores anuncios de las revistas. Puede servir, y sirve, como una especie de purgante gastronómico, y debo confesar que, por lo que a mí se refiere, me vuelvo hacia las recetas del pasado, las gachas y jarabes y pastas de cocineros que ya están más allá del hambre, más a menudo de lo necesario y, tal vez, con mucho más alivio del justificable.