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... de Química y reglas

 

 

 

 

Y el caso de los huevos a la hindú, así como de ciertas personas, algunas tan gastronómicas como humanas, que creen sinceramente que si una receta demanda dos tazas de mantequilla, usando cuatro saldrá el doble de buena.

Si Escoffier, la señora Mazza o Henry Low piden una cucharadilla de té con bechamel, laurel picado o salsa de soja, estos equivocados buscadores de la gema perfecta duplicarán la dosis, y con ese acto se hundirán. Los que persistan en atacar de este modo los paladares de sus íntimos merecerán, más que piedad, una inflexible lección sobre el placer de la mesa en tanto lo opuesto a las heridas de una lengua furiosa; y si no basta, habrá que tacharlos de la lista gastronómica.

No hay esperanza para el cocinero que no aprenda cuáles son sus límites y los de los demás gourmets, y aquel que a fuerza de rutina haya hecho una buena bechamel, un buen minestrone o un buen Yat Gai Mein, y luego los siga haciendo indigeribles por falta de equilibrio, perspectiva y simple sentido común, será, para ser tajante una vez más, indefectiblemente olvidado.

Hay que agregar, por supuesto, que muchos aficionados torpes que al principio creían que ninguna cantidad de algo bueno puede ser excesiva han llegado a ser chefs sutiles y excelentes, así como muchos que con el tiempo aprendieron a juzgar los valores de un setter, alguna vez eligieron un cachorro macho simplemente porque era grande o una hembrita porque tenía bonitos ojos. A cierta gente le lleva tiempo comprender que hay reglas que entran en nuestras pautas de vida en estado casi perfecto, del mismo modo que a otra le corresponde actuar como fermento, cuestionar permanentemente esas reglas, y muchas más, en valioso gesto de rebeldía. Acaso los preceptos gastronómicos estén entre los más delicados de las artes modernas. Antes de transgredirlos, en general, hay que acatarlos. Es decir, que con cinco ingredientes dados puedo hacer algo que Escoffier no hubiera siquiera soñado, pero para hacerlo bien debo seguir las reglas básicas para el caldo blanco, la gelatina y el escalfado, que él y sus pares perfeccionaron con agotadora entrega a su métier.

Una réplica a esta obstinada teoría podría ser que a menudo los accidentes gastronómicos dan a luz nuevas bellezas: un chef olvida las patatas fritas, las saca y luego vuelve a echarlas en grasa, y obtiene patatas soufflé; otro cocinero añade rápidamente una yema cruda a una porción de huevos revueltos porque se da cuenta de que debe ser para dos personas y no para una, y añade a su conciencia y su reputación un sabor como de nuez. Existen innumerables anécdotas de estos descubrimientos fortuitos. Básicamente no tienen nada que ver con el hecho de que, en la química sublime de la comida, para obtener ciertos resultados hay que seguir ciertas reglas. Como observó Brillat-Savarin en su lección casi solemne sobre el arte de freír, esos resultados deben derivar del conocimiento de las leyes naturales.

Mi duro sometimiento a la escuela de la obediencia ocurrió, quizá para mi propio bien y sin duda para suerte de mis íntimos, cuando contaba con nueve años.

Ya había aprendido a seguir recetas y sabía, lo digo ahora con asombro no exento de orgullo, hacer salsa de carne, pudin de sémola, brazo gitano de jalea y otros componentes de la dieta de mi abuela materna, y unas cuantas delicadezas prohibidas, como la mayonesa, que comíamos vorazmente cuando ella se iba a convenciones religiosas. En la cocina me sentía a mis anchas, al menos cuando la cocinera tenía descanso, y subiéndome a un taburete alcanzaba los hornillos y podía freír los mejores huevos que hubiera. Pero, como siempre, sobrevino una saludable reprimenda. Sucedió un domingo que mis padres salieron y se me encargó hacer una cena bonita para mi hermana y yo. En un bloc birlado de la cocina leí una receta. «Huevos a la Hindú», decía, y lo que me decidió no fue el título exótico sino el hecho de que entre los ingredientes figurara el curry. El procedimiento era simple, muy al alcance de mi habilidad, y mientras hervía los huevos y hacía una salsa de nata, pensaba con ilusión en la media cucharada de curry y en todos los corderos y otras cosas al curry que comíamos siempre que mi abuela estaba, como aquel preciso día, en Long Beach o Ashbury Park.

Los huevos, pelados, quedaron milagrosamente suaves. La salsa era un blando sueño de terciopelo. La fuente estaba enmantecada. Entonces me incliné por la destrucción: en un voluptuoso laberinto de deseo de ver una vez más la expresión de placer que le provocaba el curry a mi hermana, y en mi propia necesidad sensual de más condimento, de más excitación que la que la abuela nos permitía cotidianamente, eché varias cucharadas del bonito polvo amarillo-marrón.

Cualquier cocinero, por aficionado que sea, conoce el final de la historia; lo cierto es que al menos dos gastrónomas potenciales quedaron desde entonces condicionadas para exclamar «¡Huevos a la Hindú!» cada vez que el aderezo de un plato evidencia ignorancia o estupidez.

Es una suerte que en los buenos cocineros la obediencia a las leyes de la naturaleza sea muy a menudo algo inherente. Conozco por lo menos uno, una mujer, que no sabría decir por qué añade a sus superlativos pasteles agua helada y no del grifo; no sabe leer ni escribir, y por cierto que habla muy mal, y cuando una le pregunta, refunfuña un «así sale mejor». Sabe qué hacen los buenos cocineros, pero no por qué lo hacen.

No obstante, quien quiera hacer buenos pasteles u otra gratificación del sibaritismo debe consolarse con la certeza de que, si no ha nacido con tal conocimiento inarticulado, siempre le es posible adquirirlo. Puede leer, probar, observar, pensar. Puede, después de un período de inevitables experimentos y errores, como cuando se aprende a patinar, producir pasteles tan buenos como los de mi amiga, y acaso mejores. Puede hacer como otro chef que conozco, un dentista, que por mero placer ha traducido sus recetas más celestiales a términos y fórmulas puramente químicas, un capricho no accesible a todo el mundo; o conformarse, como yo, con dejarlo en «15 dl leche, 180 g harina», y así. Pero si es honrado, no alterará ninguna regla básica.

Por mi parte, en los últimos treinta años he leído tantas recetas, por amor y por hambre, que en general puedo discernir las buenas de las malas a primera vista. Más aún, he seguido tal número, tanto en la realidad como en la mente, que inconscientemente las reescribo y reorganizo y la menor torpeza me provoca rechazo y despierta sospechas. Pienso, por ejemplo, que toda buena receta da la lista de ingredientes en el orden de uso; y como esta hay docenas de normas.

Y algo que hago siempre, siempre, ante una nueva receta es reflexionar sobre la cantidad de pimienta. A mí la pimienta me gusta. Sé que toda prescripción profesional, digamos de El colono o El Boston, pone más o menos la mitad de lo que necesito yo. Al contrario, casi todas las recetas amateurs piden demasiada. Cada vez, todas las veces, pues, mi conciencia (¿o paladar?) pimientil cuestiona la cantidad de condimento y, con un ojo en lo que sé de cocina y otro en lo que creo saber de quienes comerán la comida, corrijo las proporciones indicadas; es decir, en cuanto a pimienta se refiere.

De lo demás no altero casi nada, al menos en las indicaciones básicas de grasas y harina, harina y líquido, líquido y temperaturas. En mi laborioso taller he aprendido las leyes culinarias de la naturaleza, y a estas alturas puedo adaptarlas bastante bien al horno del caso, el clima y las pasiones a mi mando.

Sé lo suficiente, en otras palabras, como para no doblar la medida de zumo de limón en una salsa holandesa: quedará demasiado agria, probablemente se corte y, en suma, no ligará bien. Sé que no tiene sentido hacer natillas con nata en vez de leche: quedarán flojas. Sé que una ensalada no será el doble de buena si en vez de una lata de anchoas pongo dos; el exceso de sal asesinará la lechuga y el conjunto será un fiasco.

En cambio puedo duplicar, y duplico, la cantidad de mantequilla o grasa de pollo en la preparación del kasha, triplicar el vino en la de un áspic y reducir a la mitad el tiempo de cocción de casi todos los pescados: son trucos personales verificados por mi gusto con el tiempo, no sin antes haber admitido, como bien sabe el Cielo, que primero he de obedecer lo que descubrieron los grandes cocineros.

Lo que Brillat-Savarin dijo en 1825 sobre la fritura sigue siendo cierto, porque se basa en leyes naturales; y lo mismo vale para un maestro como Escoffier y sus prescripciones sobre salsas y asados, y para cualquier cocinero reflexivo, imitador o no, que se avenga a la ley y no diga, delirante, que el doble de mantequilla, ajo o nuez moscada tiene que ser doblemente sabroso.

Los que hemos de comer tan bienintencionadas meteduras de pata no podemos sino rechazarlas, exhortando al cocinero descarriado a que se pare y medite, pondere las razones y los resultados, y decida, por su bien y el de nuestros estómagos, seguir unas normas basadas en el sentido común y la experiencia, las reglas establecidas por los grandes cocineros de cualquiera de los dos sexos y los dos últimos siglos.

Debemos acercar la luz a nuestros amigos de gusto calloso y prometerles que, con el tiempo, también ellos podrán aplicar alguna invención gastronómica propia, si no todas; que también ellos, una vez que hayan aprendido a moverse entre las ollas —una vez que conozcan bien el sabor del azafrán y la textura de un soufflé—, podrán poner azafrán donde Escoffier ponía tomillo, o añadirle kirsch a un soufflé en vez de maraschino.

 

 

I

 

El siguiente resultado accidental de la vehemente asunción de que el zumo de un limón entero debía de ser mejor que la mera cucharadilla exigida por la receta es, a mi parecer, una típica delicia de soltero, de esas que las manos de su descubridor pueden convertir en dramas psicológicos de batir-solo-lo-preciso, en lacrimógenas ordalías de melindres, pero que manos más despreocupadas y encallecidas, culinariamente hablando, encuentran tan fáciles de hacer como lo que Common Sense in the Household: A Manual of Practical Housewifery llama «Salsa sencilla».

La regla, extraída con maña a un recién casado de gran éxito, es en verdad una de esas monstruosidades gastronómicas que suelo llamar «casualidad acertada»; dada la cantidad de harina, debería ser asquerosa; considerando la cantidad de zumo de limón, y servida sobre la correspondiente pechuga de pollo con arroz, debería ser incomestible; no es salsa holandesa, ni salsa de nata, ni nada identificable. Y sin embargo es buena.

 

 

SALSA «CASUALIDAD ACERTADA»

 

½ taza de mantequilla

½ taza de harina

2 tazas de consomé fuerte de pollo

Sal, pimienta blanca, cayena

Una yema de huevo

El zumo de un limón

 

 

Mezclar suavemente la mantequilla y la harina en una cacerola puesta al baño María.

Calentar el consomé colado, añadirlo lentamente, mezclar y remover durante media hora en agua hirviendo. Sazonar al gusto.

Cinco minutos antes de servir, remover el zumo de limón en la yema de huevo, echarlo en la salsa a través de un colador fino y mezclar con cuidado.

 

 

Esto tendría que saber muy bien con algo así como filetes de lenguado o perca a la plancha, pero yo no lo he probado. Sé que con pollo bien hervido resulta fresco y sorprendente. Mi único reparo es que es demasiado punzante para el vino blanco con que me gusta acompañar el pollo hervido.

 

 

II

 

Quizá parezca extraño que vuelva a la escena del crimen, pero desde aquel día lejano y horrible, desde aquel día en el fondo bendito, he hecho varias versiones más conscientes de este plato. Entonces no consistió sino en mitades de huevos duros cubiertos con una espesa salsa de nata (¡eso decía la receta!) y sabrosamente sazonados con curry. He aquí la adaptación de la madurez, agradable en verano —la estación natural del curry— con ensalada y un vaso de cerveza.

 

 

HUEVOS A LA HINDÚ, 1949

 

12 huevos duros pelados

½ taza de mayonesa

1 cucharada sopera de curry en polvo

Sal, pimienta de cayena

1 cucharada sopera de salsa de soja

1 cucharada sopera de cebolla bien picada

1 cucharada sopera de perejil bien picado

3 a 4 tazas de salsa de nata espesa

 

 

Cortar los huevos por la mitad y mezclar bien las yemas con todos los demás ingredientes salvo la salsa de crema; o sea, preparar unos huevos rellenos como los de cualquier picnic, pero añadiendo curry.

Rellenar las claras, unirlas apropiadamente y dejar que reposen una noche para que el curry haga efecto.

Colocarlas en una fuente baja, cubrirlas con salsa caliente y ponerlas al horno a temperatura media. Cuando la salsa empiece a burbujear, retirar y servir.

Para servir con arroz, emplear más salsa de nata.

Los huevos deben tener un fuerte gusto a curry, en contraste con la suavidad de la salsa, de modo que cada cual debe experimentar con su marca habitual.

 

 

 

III

 

El patriotismo gastronómico siempre ha originado terremotos emocionales, y en verdad no sé si la afirmación de que el kasha ruso me parece uno de los mejores platos del mundo no les causará problemas a mis hijos. Mi devoción a esta comida es más asunto de satisfacción animal que de vínculos políticos, y me siento a salvo al decir que, mientras consiga comprar granos de trigo sarraceno enteros y no adulterados, no solo lo haré sino que los prepararé de un modo predominantemente eslavo, aunque por razones de seguridad familiar acaso lo apode griego o lituano (¿o japonés?).

La mayoría de las delicatessen kosher de este país contienen alguna forma de kasha crudo. Gracias a la moda de la precocción y hasta predigestión que en los últimos años asoló a los cereales envasados, es cada vez más malo: una especie de pasta no apta para el fondo de la cacerola.

Si una no confía del todo en el súper o en la marca que tiene al alcance, lo mejor es ir a una tienda de «comida sana» («¡Dios mío!», exclamó una amiga mientras esperaba que yo comprase azúcar sin refinar para los niños, mirando las hileras de catárticos naturales, «¡no sabía que todo el mundo estaba tan estreñido!»). Cuando se consigue dejar atrás los caramelos sin azúcar y los azúcares sin sacarosa, estos establecimientos tienen cosas sumamente nobles como avena molida en piedra... o kasha. Tiene que ser entero, sin cocciones previas, sin vitaminas, etcétera.

Una vez conseguido, hay que prepararlo (y el trabajo valdrá la pena) más o menos según la siguiente receta, recordando que todos los que se parezcan a mí aceptarán los agregados que presentaré luego:

 

 

NORMA BÁSICA PARA EL KASHA

 

2 tazas de trigo sarraceno entero

1 huevo grande o dos pequeños

½ cucharadita de sal

2 a 4 tazas de agua caliente

2 cucharaditas de mantequilla o grasa de pollo

 

 

Poner el trigo en una cacerola pesada, fría y sin engrasar. Añadirle el huevo y remover hasta que los granos queden uniformemente impregnados.

Calentar a fuego suave, removiendo a menudo para que los granos queden brillantes, separados y fragantes. Sazonar.

Cuando la olla esté caliente, añadir agua hasta cubrir los granos, también la grasa y agitar. Colocar una tapa pesada y bajar el fuego al mínimo.

Cocer entre media hora y 45 minutos, vigilando de vez en cuando para añadir agua si está demasiado seco.

Se usa como si fuera arroz.

 

 

Este es el punto en donde yo me desvío, ¡como un viejo sabueso del kasha que el olfato arrastra por sendas individuales!

Para empezar, me gusta usar el kasha —hecho a mi modo, naturalmente— como relleno ligero para todo lo que vaya de gallina vieja a pavo salvaje: su sabor directo es más inesperado que el del habitual (y delicioso) arroz integral, y mucho más barato. Pero también me gusta tal como sale de la cacerola, con mantequilla o nata agria, y mi hija —que lo tiene por una de sus comidas favoritas— lo come frío, en tazón, con nata y azúcar moreno. Me gusta mezclado con champiñones calientes en rodajas, o debajo de champiñones a la crema. Me gusta al lado de cualquier carne fuerte, desde el ciervo hasta el sauerbraten, sin o casi sin ninguna salsa. Ya se ve que me gusta.

En cuanto a los astutos cambios, no me limito a secar los granos en huevo crudo: los tuesto considerablemente, con mucho cuidado, como si fueran almendras. Luego, en vez de agua, les añado buen caldo de carne (también sirve el consomé desgrasado) o el líquido de alguna verdura hervida. Lo añado caliente, con lentitud para que con el calor de la olla no salte, pongo el doble de mantequilla o grasa de pollo aconsejados y coloco la tapa. Dejo que se cueza a fuego muy lento para que no se pierda riqueza con el vapor. Si me parece agrego más líquido, y cada vez que lo hago echo una cucharada más de mantequilla y agito levemente la cacerola, pero sin remover. Es un poco como hacer un risotto.

Cuando el kasha está bien seco, cocido pero no blando, lo agito bien, lo pruebo, lo sazono apenas con sal, lo retiro del fuego y lo dejo reposar destapado una hora o más. Luego pongo lo que necesite en una fuente bien enmantecada y meto la fuente en el horno, a unos 150 °C, casi siempre con otro rizo de mantequilla. (Una vez usé restos de grasa de un faisán salvaje que había hecho la semana anterior, y el sabor que cobró el kasha fue memorable.)

Admito que acabo de dar un ejemplo flagrante de desviación de una receta fundamentalmente «pobre». Sé que puedo agradecer un simple puñado de ese cereal benévolo hervido en agua. Sé que acaso un día tenga una necesidad desesperada de comerlo así. Pero entretanto me gusta envuelto en una nube de fragancia y sabor, y no me da vergüenza decirlo. La verdad es que siempre será bueno, venga como venga.