ME LEVANTO RESIGNADA

 

 

Aunque se lo suela comer, se cree que
el conejo asado produce melancolía.

 

El libro de la cocina isabelina

 

 

 

I

 

Sabri, el nostálgico abogado turco, nos invitó a tomar el té. Bebimos grandes cantidades y, según nuestras nacionalidades, comimos voraz o discretamente de un pastel enorme hecho con fideos. Lo había preparado el mismo Sabri, y nos contó cómo.

—Coced vermichelis de la mejor calidad hasta que estén bien blandos —nos instruyó, con una fría sonrisa cortés en la boca y los ojos ardientes de melancolía—. Cuando estén hechos, esparcidlos en una fuente de hornear grande y chata, y echad miel y aceite suave hasta el borde. Rociad todo con la cantidad de pistachos que queráis... A mí me gusta poner muchos. Y luego horneadlo todo lentamente. Se irá consumiendo hasta formar un pastel crujiente por fuera y húmedo por dentro como este, del cual, por cierto, no habéis comido mucho.

—Pero Sabri, es que nosotros...

—Lo sé... Os parece demasiado dulce, ¿no, Al?

—Sí. Me hace temblar los dientes como conejos asustados.

Sabri estuvo a punto de sonreír.

—Pues para mí casi no es dulce —comentó, distante—. ¡Hay que ver los helados y bombones que coméis vosotros! Para un turco son más insulsos que el polvo. Claro que en mi mundo, el Próximo Oriente, también comemos cualquier cosa que tenga almidón. Y hay un buen motivo.

Me miró sombría y acaso un tanto maliciosamente.

—Sí, hay un buen motivo... Para nosotros, claro. ¡Los orientales comemos cosas viscosas, pegajosas, para ser más viriles! Quizá sea eso lo que nos preocupa —añadió con tono austero. Luego, sonriendo, partió el último trozo de pastel en sus manos gordas y susceptibles—. Los jóvenes tratan de aumentar lo que tienen. Los viejos se preocupan por lo que van perdiendo... Me pregunto si solo ocurrirá en Turquía.

 

 

II

 

No. Ya antes de Antipo los cocineros fraguaban trucos para excitar el cuerpo. Así se jactaba de tal habilidad una voz de la antigua Atenas:

 

Como el paladar del viejo es insensible

y más difícil que el labio suave del joven,

pongo, para conmoverlo, mucha mostaza en su plato;

con acuciantes salsas sacudo su estupor

y atizo la ociosa sangre que le corre por dentro.

 

Fue no obstante Luis XIV, cansado y nostálgico del placer perdido, el primero cuya garganta senil se vio animada por el calor pungente de un cordial. Tomó lentos sorbos del nuevo licor, destilado para él por orden de algún cortesano obsequioso, y desde aquel día exhibió un carácter menos agrio y un cuerpo menos claramente dañado. Los cordiales lo reconfortaban. Tanto en su tierra, desde entonces, como en todo el planeta a lo largo de los siglos, los dulces licores y el agudo sabor de los vinagres especiados han calentado a viejos y jóvenes, lo mismo en el sillón orejero que en la cama matrimonial. En los banquetes de boda de algunas lejanas aldeas de Europa aún siguen sirviéndose cuencos de carne largamente macerada en cordiales y hierbas picantes. (¡El budín frío atempera el amor, dice un proverbio inglés!)

Y luego están las trufas, esas misteriosas apariciones que, sin raíz ni semilla, surgen de los suelos duros, que pueden o no ser tan ricas como raras y apreciadas, y que incluso Brillat-Savarin consideraba afrodisíacas.

Me han dicho que solo las vírgenes tienen verdadero olfato para encontrar trufas: las cerdas vírgenes, las perras vírgenes. Yo no puedo asegurarlo porque nunca he buscado trufas; pero conozco a un hombre que una vez vio a la última buscadora humana de toda la región de Périgord.

El hombre es Franz Mayen. Tiene los ondulantes labios de Napoleón, el amaneramiento vagamente genuino de un agent provocateur y un amigo llamado Buô Dinh Ngo, hijo de un oficial anamita.

Una de nuestras muchas noches en Estrasburgo, Mayen, Buô Dinh y yo estábamos cómodamente sentados, hartos de buena comida. Entre otras cosas habíamos cenado un maravilloso pâté de foie gras en brioche (que me había hecho pensar en la sentencia de Carême: «Para ser un perfecto cocinero, primero hay que ser un pastelero excelente»; el plato de marras, con todo, es más un tour de force que una verdadera delicadeza, pues el untuoso emplasto de un buen pâté de Estrasburgo no se deja complementar bien por el breve y dulce sabor del brioche. Sin duda, el mejor soporte para un pâté moldeado en gelatina de vino es una tostada; pero...), y ahora, complacidos, conversábamos a gusto.

Agazapado detrás de un gran cigarro, Buô Dinh acariciaba la cuenta de jade que llevaba en el bolsillo. Al y yo compartíamos un vaso de quetsch-wasser alsaciana, áspera y clara. Sardónico y divertido, Franz Mayen nos escrutaba mientras, como siempre, hablaba sin cesar.

—Pues sí —iba diciendo—. ¡He visto a la última virgen buscadora de trufas que queda en toda Francia! Probablemente, no, sin duda, soy un ejemplar único, porque solo tenía cinco o seis años cuando vi a la mujer, y era el único niño entre un montón de viejos. Era una partida secreta...

—Supongo que a la luz de la luna, ¿verdad? —preguntó en voz baja alguno de nosotros.

—¡Ah, no! —respondió Mayen, más impávido que un tazón de nata—. La cosa se hacía, como es natural, a la blanca luz del sol del sur... Un sol de Van Gogh; un sol del Mediodía francés. Y nos habíamos reunido en secreto porque la Iglesia estaba en contra de las buscadoras de trufas. Para la Iglesia, la idea de una anciana virgen olisqueando el aire por las colinas, con una pandilla de hombres jadeantes siguiéndole los pasos, es sumamente desagradable. No sé si me comprendéis... ¡Es algo pagano!

»De modo que aquella iba a ser la última partida; una partida con la única mujer con olfato para las trufas que quedaba en Francia. Era vieja, muy vieja. Y era... ¡Sí, sin lugar a dudas era virgen! Y qué nariz, mon Dieu. Larga, puntiaguda, con la punta roja. Temblaba.

»Empezamos subiendo una colina, lejos de la iglesia. Yo, lleno de curiosidad, iba detrás moviendo a toda prisa las piernas cortas. Caminamos tanto que me quedé sin aliento.

»La vieja doncella iba en cabeza. Por fin se paró. Alzó la formidable nariz, roja y estremecida, y husmeó el aire caliente. Todos mirábamos.

»Luego reanudó la marcha, y puedo aseguraros que se hizo difícil seguirla. Corría como una demente a través de los arbustos, cruzando zanjas, hasta que llegó a una ladera empinada. Allí volvió a detenerse, en un claro desnudo con un roble en el centro.

»Señaló la tierra, a sus pies. Los hombres cavaron con toscas horquillas. ¡Y vaya si había trufas! La mujer siguió andando. Una vez más se detuvo bruscamente y señaló el suelo. ¡Más trufas! Y ni un momento había dejado de temblar y olisquear como un perro enfermo.

»Por fin se quedó quieta, y la nariz le empezó a palidecer. Seguía estremeciéndose, y parecía muy vieja y muy cansada. La recogida había acabado.

»Cuando llegamos a casa, las mejores trufas fueron enviadas a Lyon, y el resto las picamos y las freímos con huevos, en una especie de tortilla.

Mayen chupó el cigarrillo y, disgustado, añadió:

—¡Un verdadero desastre! Mi única oportunidad de comer suficientes trufas para descubrir si realmente son excitantes, ¡y resulta que tengo seis años!

—Oye Franz, ¿todo esto es verdad? ¿No te lo has inventado? ¿Tú qué dices, Buô Dinh?

Pero Franz estaba pidiendo más quetsch y el menudo indochino, ocupado en volver a encender su cigarro, canturreaba uno o dos versos de La Marsellesa.

 

 

III

 

—Para cenar podéis prepararme dos pichones asados —dijo el viejo mariscal De Mouchy al volver del funeral de su mejor amigo—. He notado que después de comer un par de pichones me levanto mucho más resignado.

Por extraño que parezca, hasta el siglo XVIII los europeos no tomaron conciencia de las sutiles relaciones que existen entre el alma, a cuya existencia dedicaban tanta reflexión, y el estómago humano, en cuya subsistencia invertían más tiempo todavía.

Entonces, y aunque al rey Luis XIV poco le preocupaba la comida mientras lo llenase sin provocarle muchas molestias, sus cortesanos decidieron seguir el ejemplo de caballeros tan fiables como De Mouchy, y empezaron a investigar en torno a los numerosos refinamientos seudomágicos de la comida.

Muchos de sus remedios para el mal de amor, la melancolía y morbos por el estilo eran fantasías sin fundamento. La mayor parte, rodeados de la usual aura científica de los descubrimientos, eran panaceas más antiguas que los altares de Grecia. La leche tibia calma los nervios crispados, y hace dormir a los insomnes: el remedio no tenía nada de nuevo, pero los satisfechos franceses se aferraban sorprendidos a su antigua sencillez, y a la de muchos otros similares.

Experimentaban con extrañas bebidas y, aunque la mayoría de las curas físicas puedan haberse debido más al poder de la sugestión que a las mezclas de hierbas silvestres, la fermentación no dejaba de ayudar a calentarles el cuerpo, y por consiguiente, de alegrarles el ánimo.

Desde los primeros días de lo que suele llamarse civilización, los hombres han bebido vinos hechos con zumo de uvas, manzanas o fresas; zumo que se «echa a perder», haciendo que, mediante un proceso natural, su azúcar se transforme en alcohol y dióxido de carbono.

Los vapores del vino han atontado, enviciado e incluso anulado a los hombres, pero más a menudo los han socorrido. Gracias al vino han parecido más accesibles la alegría y el amor; con él han fluido el ingenio de los varones y la belleza de las mujeres. Bajo el efecto del vino los hombres se resignan; la vida se vuelve aceptable.

Hasta la muerte es menos terrible si el hombre se enfrenta con ella caliente y sereno por la acción de una copa espirituosa. Y la verdad es que tantas almas agonizantes se han atrevido a asumir su destino con el socorro de un último trago, que cuando el médico prescribe champán al paciente se sabe que es hora de imprimir tarjetas de condolencia. El pobre tío ya está casi finado; ¡dejemos pues que muera feliz y por una vez en la vida beba hasta hartarse!

Con la misma piedad se acostumbra a tratar a los hombres que van a morir por crímenes que acaso hayan cometido, tanto para mitigar el miedo de la víctima como para salvar la conciencia del verdugo. En estos casos, sin embargo, se requiere un sedante más vigoroso: ron, por ejemplo, o coñac. En uno de los divertidos libros de cocina de Paul Reboux hay una receta que explica de un modo muy acertado la costumbre de la copa preletal. Reboux discute cómo hay que preparar un conejo para su ejecución:

 

Muchas personas de estómago exigente y corazón poco tierno crían conejos nada más que para comérselos.

Es este, en sí mismo, un acto de energía humana que yo no sabría llevar a cabo. Tras haber vivido en familia e intimidad con un conejo, tras haber mantenido con el animalito una relación cotidiana, sería tan incapaz de devorarlo asado como de comerme a un amigo.

No obstante, si posee usted un sentido de la realidad lo bastante acendrado, y quiere por añadidura que su conejo sepa mejor que el del vecino, cuídese de alimentarlo...

 

A continuación monsieur Reboux detalla cuidadosamente la dieta: leche caliente mientras la bestezuela sigue mamando de la madre, lechuga tierna y ensalada verde cuando crece, granos de maíz y algunas zanahorias suculentas. Y hierbas, por supuesto, para perfumarle la carne antes y no después de cocinarlo.

Al conejo le encantará la sopa de puerros, y el caldo de patatas con pan. ¡E incluso, los domingos, una tacita de café con leche!

 

El día de la ejecución, finalmente, dele a beber una copa de buen marc. Aunque tradicional en estas ocasiones, el ron lo hará más indiferente aún a su destino. Tras lo cual, sin escrúpulo alguno, podrá asestarle el golpe decisivo y final en el pescuezo. Su conejo estará tan anestesiado que nada podrá importarle en exceso.

¡Y usted estará seguro de haberle dado una hermosa vida y una hermosa muerte!