«EL ARTE DE COMER»: ESTAMOS DE CELEBRACIÓN*

 

 

 

 

Durante su vida, M. F. K. Fisher se prodigó en introducciones. Las redactó para reputados autores, para libros de cocina de ámbito local, para amigos y admiradores e incluso escribió alguna a toda prisa porque el tema del libro le interesaba. En sus períodos de inactividad, aceptó de buen grado las peticiones recibidas para prologar libros sobre té, vino, cocina japonesa o cocina de restaurantes de carretera simplemente para mantener su nombre en el candelero de las publicaciones gastronómicas. Fisher prologó incluso sus propios libros con introducciones esclarecedoras, aunque no siempre veía con buenos ojos las que redactaban otros. En una carta a Arnold Gingrich de Esquire precisaba: «El pequeño ensayo que [W. H.] Auden dedica a El arte de comer me ha parecido muy disperso y confuso». Incluso revisaba sus propias introducciones, y en su afán de supervisar reintrodujo las «introducciones, conclusiones, prólogos y epílogos» de sus principales obras en el reducido volumen que se publicó bajo el título de Dubious Honors.

Así pues, ¿hace falta otra introducción a la obra de M. F. K. Fisher? Pues sí, ya que la celebración del 50.º aniversario de la publicación de El arte de comer exige que se sitúe esta obra fundamental en el contexto de la gastronomía del siglo XXI.

El volumen que apareció en 1954 con el título de Collected Gastronomical Works of M. F. K. Fisher no solo se ha reeditado ininterrumpidamente durante cincuenta años, sino que se ha convertido en un punto de referencia para todo lo que puede considerarse original y digno de mención en la literatura culinaria de Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX. Fisher aportó una nueva perspectiva al panorama culinario, por entonces orientado a la nutrición y centrado en la vertiente comercial, pues se hallaba en una posición ideal para ello. Familiarizada con los vinos y la cocina francesa, arropada en la noble tradición de la literatura gastronómica del continente mientras cursaba sus estudios en Dijon a principios de la década de 1930, criada en la tradición californiana de utilizar ingredientes frescos y del tiempo, teniendo la influencia de una serie de cocineros hábiles en distintas especialidades en la cocina de su propia casa, y siempre intrigada por el lenguaje y la tradición de la historia culinaria, Fisher encontró el medio ideal para desplegar sus dotes periodísticas, heredadas de su padre y de su abuelo, además de, como afirmó James Beard, el fruto «de sus profundos pensamientos y experiencias personales que repercuten en las emociones de los demás». Y en cada uno de sus libros, empezando por Sírvase de inmediato en 1937, Fisher fue adquiriendo destreza a la hora de crear su espléndida mezcla de subjetividad e historia, leyenda y tradición.

Sobre su primer libro, Sírvase de inmediato, Fisher afirmó: «Tratará del acto de comer, de qué comer y de las personas que comen. Y tendré que hacer malabares para caer entre los tres fuegos, o para sortearlos todos». La obra abarca desde Egipto, Oriente y Grecia (3000 a. C.-100 d. C.) hasta los Estados Unidos del siglo XX en una serie de estampas que destacan acontecimientos festivos y formales de la historia de los alimentos. Entrelazadas en medio de los ensayos históricos encontramos narraciones personales sobre secretas complacencias, visitas a restaurantes, dos simpáticas recetas y las ideas de Fisher acerca de la cocina ideal. La comida constituye el centro de cada una de las partes: unas mandarinas que se asan sobre un radiador, un camarero perfecto que derrama la sopa, el olor a col que indica distinción de clase, el filete como prerrogativa masculina y el diplomate au kirsch de una celebración familiar en domingo. Recubiertos con múltiples connotaciones, los alimentos se convierten en una metáfora de nuestras ansias humanas básicas.

En ¡Ostras! (1941), Fisher se mueve con más libertad e incorpora al relato de los fascinantes hábitos marinos y la información científica del bisexual bivalvo a la tradición afrodisíaca y los famosos personajes que crearon leyendas en torno a la ostra. Desde el Antoine’s de Nueva Orleans a una taberna de Connecticut, Fisher recopiló las recetas que habían atraído desde siempre a los amantes de estas preparaciones tanto crudas como más elaboradas. También recurre a unos entrañables recuerdos de su infancia, unas cenas de domingo por la noche a base de un reconfortante guiso con ostras, así como a las evocaciones que hacía su madre del pan de ostras que solía comer en el internado. El resultado de este trabajo no mereció tanto estudio como su primera obra y la interesante mezcla de sucesos concretos y experiencias personales. El hecho de que lo escribiera para distraer a su segundo marido, Dillwyn Parrish, del acuciante dolor que le provocaba la enfermedad de Buerger, explica el tono ingenioso y desenfadado que impregna el libro; sin embargo, compartió también recuerdos e historias que le habían contado, del mismo modo que habría repartido una sopera de guisado de ostras, sirviendo «un espléndido y nutritivo bocado a cada cual».

El avance de la Segunda Guerra Mundial en Europa, la tragedia de la enfermedad y la muerte de Dillwyn Parrish, así como la implicación de Estados Unidos en la guerra contra las fuerzas del Eje, exigieron que su tercer libro llevara el acertado título de Cómo cocinar un lobo. Después de haber vivido con la amenaza de los bombardeos aéreos y haber sufrido la escasez de alimentos y los toques de queda en Suiza, se encontraba en una posición privilegiada para recomendar estrategias a los americanos empeñados en vivir a solaz en un mundo de restricciones. Se publicó en 1942, cuando abundaban las privaciones y el racionamiento, y ella utilizó la grave aunque temporal situación para cuestionar las falacias del momento sobre lo que había que comer, dirigiendo sus críticas en especial a los «alimentos equilibrados» que promocionaban las revistas de hogar y jardinería. Cada capítulo de este libro es una guía práctica. «Cómo dar la bienvenida a la primavera», «Cómo ser sabio sin cicuta», «Cómo mantenerse vivo», «Cómo subir como la masa del pan», «Cómo mantener la alegría aunque estemos hambrientos» y «Cómo sentirse satisfecho con un amor vegetal». También encontramos unos cuantos capítulos con el «Cómo no...». Nos propone desayunos con un montón de tostadas, comidas con sopa o ensaladas estrictamente vegetales, cenas con un filete o un soufflé de queso, y zumos o piezas de fruta para picar entre horas. Siempre que el día en su conjunto, y no necesariamente cada una de las comidas, esté equilibrado en el ámbito nutritivo, la cosa funciona. Lo importante es despertar el paladar a los placeres que estén al alcance, ya sean hidratos de carbono o proteínas. Rememora el pan de especias de su madre, la comida francesa y los alimentos enlatados, y dispone las setenta y tres recetas en las categorías de siempre, a saber: entrantes, platos con huevos, aves, carne y postres, añadiendo, con un guiño y un gesto cómplice, trucos para asegurar la supervivencia del perro Butch y del gato Blackberry en las épocas de escasez de la guerra.

El núcleo de El arte de comer, y el libro más sinuoso de la colección, es Mi yo gastronómico (1943), autobiográfico. Lo escribió durante su primer embarazo y se sirvió de comidas memorables y experiencias culinarias para contar su propia historia y evaluar su carrera antes de asumir el papel de madre soltera. Habla de las personas diciendo: «Estaban conmigo entonces, [con] sus otras profundas necesidades de amor y felicidad». Habla de su abuela Holbrook, que elaboraba mermelada en la cocina de Whittier; de su padre, Rex, y su hermana, Anne, que cenaban tarta de melocotón y nata, recién salida del horno, junto a un arroyo cuando volvían a casa los tres después de haber pasado la tarde en el rancho de su tía; también habla de su primer marido, Al Fisher, y ella, Mary Frances, cuando celebraron su primer mes juntos en el restaurante Aux Trois Faison de Dijon; de Dillwyn y ella de vuelta en Estados Unidos en el Normandie, el último viaje transatlántico que hicieron juntos; así como de la extraña fascinación de su hermano David por el grupo de mariachis de Juanito en el lago Chapala. Los felices días de la juventud de Fisher y los románticos momentos de la luna de miel con su primer marido se complicaron en el ménage à trois en Vevey, Suiza, donde Al Fisher desapareció de la escena, y Dillwyn Parrish y Mary Frances vivieron su corto idilio en Le Pâquis. Están también presentes en sus historias las travesías oceánicas, la nueva instalación en California, la tragedia, la muerte y las medidas que adoptó sobre su influencia personal y profesional frente a las experiencias vividas en Europa, Hollywood y México. Mediante las nuevas vivencias de las secuencias compartidas en cuanto a comidas y acontecimientos, Fisher sitúa cuál es «su lugar en el mundo».

En 1945, Fisher se había casado en terceras nupcias con Donald Friede, ex editor, agente literario y escritor, quien no tardó en organizarle la carrera, en presentarle a Henry Volkening, su agente hasta 1978, y a su ex pareja Pat Covici, editora en Viking. En una década que se convirtió en la más productiva de su larga carrera, Fisher escribió una novela, tradujo Fisiología del gusto, obra de Brillat-Savarin que los críticos aclamaron como la versión del rey Jacobo de la Biblia Savarin, recopiló una antología de artículos literarios sobre comida y bebida y redactó artículos para un sinfín de revistas de prestigio. En 1948 concluyó una serie de veintiséis artículos estructurados a modo de alfabeto, con la idea de que aparecieran de forma consecutiva en la revista Gourmet. Revisados y ampliados, dichos artículos se publicaron en un libro titulado Un alfabeto para gourmets. La secuencia constituye una imagen caleidoscópica de la vida de Fisher durante los años cuarenta. Partiendo de «A... de cenar A solas», un reflexivo ensayo sobre la vida en un apartamento y la preparación de comida de calidad, aunque limitada, hasta «Z... de Zakuski», artículo basado en las memorias de la infancia de Donald Friede en San Petersburgo. Fisher vuelve a los manjares que se saborean, se inspira en los sabios consejos de Brillat-Savarin y considera la comida como un afrodisíaco, todo con un suave toque. Nos ofrece, tal como precisó un crítico: «Una exultante defensa, en ocasiones mordaz, casi siempre apasionada, de cómo aborda el amante los alimentos, sean del tipo que sean».

Si bien por aquel entonces ya se había divorciado de Fisher, Donald Friede propuso en 1953 lo que él denominó una antología de las cinco primeras obras gastronómicas de su ex esposa y consiguió para ello un generoso adelanto de World Books, donde trabajaba con la que sucedió a Mary France en el matrimonio, Eleanor Kask, pues se casó con ella en 1951. Juntos publicaron un volumen con ilustraciones (llamadas «adornos» en el libro) a cargo de Leo Manso y una introducción del prestigioso autor Clifton Fadiman. A pesar de que en un principio Fisher se resistió a la idea, alegando, en una carta dirigida a su amigo Larry Bachman, que la recopilación le haría sentir algo así como «una Somerset Maughan de Sulphur Springs Avenue de segunda fila... o una Colette de California... del tamaño de un mosquito, por supuesto», pronto se dio cuenta de las ventajas de mantener el nombre y la fama en la palestra en una época en que se había implicado activamente en la educación de sus hijas, Anna y Mary, y en la que no escribía tanto como hubiera deseado. La crítica demostró que tenía razón y aclamó su antología, calificándola como «una refrescante brisa procedente de un doble origen: el sentido y la sensibilidad. Escribe, en definitiva, de adulto inteligente a adulto inteligente, de una forma práctica, a menudo profunda y de una gran belleza». Esas fueron las palabras del San Francisco Chronical. Al reunir sus cinco primeras obras en un volumen, aumentó espectacularmente su fama culinaria, pues, como comentó Fadiman: «Es la obra del filósofo más interesante del campo de la alimentación en activo hoy en nuestro país».

Fisher vivía en la casa de huéspedes de madame Lane en Aix-en-Provence con sus dos hijas cuando vio la luz El arte de comer en otoño de 1954. En unas cartas a amigos y familiares comentó que se sentía más bien distante de las elogiosas críticas. Como respuesta, algunos le respondieron que confiaban en que la publicación de la recopilación de sus primeros trabajos gastronómicos la liberara de los plazos de entrega de las revistas de cocina y de «estar atada a la cocina de la literatura culinaria». Mary Frances tenía en la cabeza otras cosas sobre las que escribir cuando el tiempo se lo permitía: remedios populares y vejez; otros lugares: Aix y Marsella, y otras personas: camareros, médicos simpáticos y taxistas.

Sin embargo, El arte de comer había dejado su huella en el creciente número de obras sobre los placeres de la mesa y el público de Fisher se multiplicaba. La popularidad del libro impulsó una impresionante publicación de su obra tanto en Estados Unidos como fuera. En 1963, Faber & Faber sacó al mercado la edición británica de El arte de comer sin incluir Cómo cocinar un lobo, al parecer debido a que Duell, Sloan and Pearce, la editorial que poseía los derechos del libro, negó su permiso. W. H. Auden escribió el prólogo, en el que se leía la ya famosa afirmación: «Fisher posee tanto talento escribiendo como cocinando. En efecto, no conozco a nadie más que escriba mejor prosa hoy en día en Estados Unidos. El lector que quiera ponerlo a prueba puede leer las tres primeras páginas del apartado Un alfabeto para gourmets titulado «I de Inocencia». Auden difundió también una elaborada teoría sobre las mujeres que sentían pasión por la cocina, apuntando que su espíritu, o parte masculina inconsciente, poseía más fuerza de lo normal. Si bien no aplicó directamente sus conclusiones a Fisher, sí sugirió que la obsesión de la autora por el vino y la comida era algo tan cerebral como creativo. Veinte años después, la editorial británica Pan Books reeditó El arte de comer, incluyendo en el volumen Cómo cocinar un lobo, con el mismo prólogo de W. H. Auden.

Al otro lado del Atlántico, Macmillan adquirió los derechos de World y reeditó El arte de comer en 1971 con las ilustraciones originales de Leo Manso en toda la obra y la introducción de Fadiman. La publicación incluía asimismo un «Reconocimento» escrito por James Beard en el que ponía de relieve: «Fisher ha sido alguien fuera de lo común en la gastronomía americana». Mientras este país cuenta con innumerables autores de recetarios, mantenía Beard, poquísimos son los que han seguido la tradición de Brillat-Savarin, Maurice des Ombiaux o George Saintsbury. Fisher ha unido la memoria y la palabra de forma satisfactoria y sin igual. «Escribe sobre sabores fugaces y sobre festines con intensidad, emoción, sensualidad, exquisitez. Uno vive una sensación casi perversa al seguir su desinhibido camino a través de la magnificencia de la buena vida. Qué placer aguarda al lector que no conoce los cinco volúmenes que configuran El arte de comer.» En 1990, Macmillan publicó una edición en rústica de la obra añadiéndole una introducción de M. F. K. Fisher, «como única carta recibida de una admiradora». En ediciones en rústica o con tapa dura, durante los últimos cincuenta años, la antología no ha perdido ni un ápice de su impacto o relevancia como contribución al arte de escribir.

Existen libros pensados para que se lean y circulen; otros, en cambio, exigen un lugar permanente en nuestra biblioteca personal para saborearlos con frecuencia, para que nos deleitemos en aquello que «a menudo se pensó, pero nunca estuvo tan bien expresado». El arte de comer contiene esos íntimos momentos recordados con tranquilidad cuando la comida, la bebida y la conversación llegan al súmmum; cuando unos simples guisantes recién recogidos del huerto, preparados con sencillez y degustados en armonía simbolizan la satisfacción de nuestras más íntimas necesidades; y cuando un padre y sus dos jóvenes hijas descubren la profundidad de su relación en una merienda campestre a base de tarta de melocotón recién hecha coronada con la nata más deliciosa. «He aquí el genio especial de M. F. K. Fisher.» [Texto de contra de la edición de 1954.]

 

JOAN REARDON