COMER SOLO

 

 

 

 

Un día Lúculo, el anfitrión romano cuyos banquetes se siguen mentando por sus elaborados menús y sus fabulosos costos, se cansó de comer con otros hombres.

Ordenó una comida para uno. Cuando se la sirvieron, advirtió cierta relajación: el vino estaba un pelín frío y a la salsa de la carpa, que por cierto era menos suculenta que de costumbre, le faltaba ese dejo que había hecho célebre a su cocinero.

Lúculo frunció el ceño y llamó al mayordomo.

—Es posible, es posible —aceptó el fámulo tras el torrente de saludos respetuosos—. Pero pensamos que no hacía falta preparar un banquete espléndido solo para el señor...

—Precisamente cuando estoy solo —respondió glacialmente el gran sibarita— es cuando debéis prestar más atención a la comida. En estas ocasiones, recordadlo bien, Lúculo come con Lúculo.

Pocos hombres se dan cuenta de que en esas ocasiones están comiendo consigo mismos. Lo que hacen, de hecho, es olvidar una verdad que los asusta. Leen el periódico o, si están en casa, encienden la radio. La mayoría de las veces van corriendo a clubes repletos de amigos o al restaurante más próximo y ruidoso, donde otros humanos solitarios comen apiñados en una turba fea y hambrienta, y entre los apresurados platos tragan píldoras digestivas.

Es una lástima. No le vendría mal al ciudadano medio comer de vez en cuando consigo mismo. La oportunidad le da tiempo para mirar alrededor; tranquilidad para saborear los bocados; la opción de hacerse el bistec de una forma nueva o probar con ese plato que la mujer no soporta.

Y tampoco hace falta que se lo tome muy en serio. El viejo Thomas Walker, el Original, cuya preocupación por los puntos delicados de la comida rayaba a veces en la pomposidad, se pronunció sobre la cuestión del modo siguiente:

 

Cuando se come solo es preciso que la mente se halle dispuesta al bienestar, mediante un previo intervalo de distracción de lo que hasta entonces la haya ocupado, y mediante la concentración en un objeto agradable.

 

El «intervalo de distracción» bien puede emplearse en hacer un filete tierno a la plancha, aunque dudo que fuera exactamente esto lo que el señor Walker sugería. Y no existe objeto más «agradable» al cual volver la atención que una buena botella de tinto de la Costa Dorada. Añadiendo a esto una o dos hojas de lechuga y unas tostadas de pan agrio, Lúculo tendrá una comida digna del propio Lúculo.

No obstante, cierto inglés, caballero en estas lides, delineó una vez un menú algo más complicado:

 

Una buena sopa, un rodaballo pequeño, un cuello de venado, pato con guisantes o pollo con espárragos y tarta de albaricoque; he aquí una cena de emperador.

 

Tal vez tuviera razón. Luis XIV de Francia, que siempre comía solo a la una en punto, tomaba varias sopas, tres platos sólidos y un postre.

Comía en una mesa cuadrada y se hacía servir por nobles de la corte, detalles ambos que en cierta medida influirían en la digestión. (Hay gente que solo disfruta la buena comida con música suave de fondo, o en salones de paredes negras. Mi madre es incapaz de tragar si tiene un gato cerca. De estas ecuaciones, he observado, no forma parte el hambre.)

He conocido dos personas que comprendían, y probablemente sin haberlo pensado, por qué Lúculo comía a veces con Lúculo. Una era un viejo, la otra una chica de dieciséis años, por lo general casi muda.

Biddy era alta y callada, con unos magníficos ojos castaños y una rígida torpeza de mariposa recién salida del capullo. Vivía en una especie de somnolencia, a todas luces plácida, letárgica, dócilmente terca.

Un día cogió su asignación semanal y, sin prisa y sin pausa, se puso en marcha hacia la parada del tranvía murmurando algo sobre recados, cumpleaños y cosas así. A su madre, que la interrogaba confundida, la tranquilizó con una sonrisa vaga pero firme.

Regresó mucho más tarde.

No volvió con regalos de cumpleaños ni con signo alguno de haber hecho recados, sino con una manchada bolsa de papel de la cual sacó una rebanada marrón de Apfelstrudel para su madre. Fue aún más imprecisa que de costumbre, pero al parecer estaba ilesa, y el Strudel era delicioso.

Unos días más tarde la vi. En un momento hablamos de restaurantes. Los ojos le relampaguearon cuando mencioné Spring Street, en Los Ángeles, donde, según decía un hombre, a lo largo de siete manzanas se encuentra la mejor y la peor comida de otros tantos estados.

—He oído que el sábado pasado fuiste a la ciudad —dije, sintiéndome Sherlock Holmes y Pedro el Fisgón al mismo tiempo—. ¿Qué hiciste?

Biddy me echó una mirada fugaz y enseguida sonrió tímidamente.

—Así que en Spring Street, ¿eh? ¿Y adónde fuiste?

—Bueno... Fui a Katie Levey’s. Oye, no me habías contado lo bueno que es. ¡Y qué gente!

—Montones de judíos austríacos, me imagino.

—¡Bastante lógico en un restaurante kosher dirigido por un vienés! Y bien —añadió, indiferente—, ya se sabe que donde hay judíos la comida es buena.

Asentí, reconociendo una de las sentencias favoritas de su madre, y pregunté:

—Pero ¿qué hiciste desde las once hasta las tres? Nadie se pasa cuatro horas comiendo.

Biddy me respondió con cierto desdén:

—Es que no fui a comer sino a almorzar, y te aseguro que estuve almorzando cuatro horas. En un restaurante decente pueden entenderlo. Bebí café con cantidad de leche, comí tartas vienesas y... otras cosas.

—¿Otras cosas quiere decir salami y encurtidos?

—Ajá.

Soñadores, los ojos miraron un punto lejano. No dije nada, y ella continuó:

—Me senté junto al mostrador de los pasteles y me puse a mirar a la gente por el espejo. Eran tan raros... Estaban tan plácidos allí, a las once de la mañana, cuando en la ciudad todo el mundo anda corriendo, y sobre todo en Spring. Hablaban en todos los idiomas y mojaban las tartas en los vasos de café. ¡Porque te sirven el café en vaso! —exclamó entonces Biddy—. ¡Fue maravilloso!

Se le había encendido la cara y en los ojos oscuros destellaba una serena certidumbre que yo nunca le había visto.

—Cuatro horas estuve sentada allí, pensando y mirándolos mojar las tartas en el café —concluyó, casi feroz—. ¡Y lo volveré a hacer! Era... Era exactamente lo que necesitaba.

Biddy había almorzado con Biddy, y por primera vez había visto claramente lo que le mostraba un espejo.

El otro que comprendía era un viejo. Nunca supe cómo se llamaba. Siempre que íbamos a Victor Hugo’s lo veíamos sentado en una mesa tranquila y apartada. Se vestía escrupulosamente, con ropa de cenar más bien anticuada y destellantes zapatitos de muñeco.

Comía poco, y acompañaba la carne con media botella de vino. De postre atacaba una fórmula invariable con la intensidad y la entrega de un alto sacerdote. Le llevaban un aguacate acunado en una servilleta. Él lo tocaba con delicadeza, lo olía y por lo general asentía con la cabeza. Se lo cortaban en dos con un cuchillo de plata. Luego pelaba él mismo la fruta, colocaba suavemente una mitad en el gran plato que tenía ante sí y devolvía la otra a la cocina.

Le llevaban azúcar molido y él llenaba el hueco del aguacate. En esto empleaba cierto tiempo, hasta conseguir que la superficie quedara lisa y apretada.

A continuación aparecía un sumiller con una botella con forma de pera de transparente kümmel ruso. Lo vertía sobre el aguacate, una copita generosa, esperaba el aprobatorio olisqueo del hombre y se retiraba. Gota a gota el kümmel iba desapareciendo en la luna blanca de azúcar, lenta, pacientemente. El anciano removía con infinita suavidad, apretaba y volvía a remover.

Por fin se llevaba a la boca una cucharadita de la suave y verdosa pulpa de la fruta, luego otra. A veces no se comía la mitad entera, a veces sí. Luego bebía un sorbo de café y se marchaba.

Todavía no he probado ese extraño plato. Tampoco he sido capaz de construir claramente sus sabores en mi paladar mental. Pero recuerdo perfectamente la expresión de aquel hombre. Era tan feliz como Biddy con su café en vaso y su espejo. Estaba en paz y era consciente... Consciente de que Lúculo tenía sus motivos para cenar con Lúculo.