CÓMO SER SABIO SIN CICUTA

 

 

A menudo cuando encuentran a un sabio

tan agradable como Sócrates o Platón

le ofrecen cicuta como salario

¡o se lo comen como si fuera un melón!

 

DON MARQUIS, Taking the Longer View

 

 

 

A pesar de todo lo que se ha hablado y estudiado sobre los años venideros, y también de todas las silenciosas consideraciones sobre qué les espera a nuestros hijos [¿Y por qué solo a nuestros hijos? En realidad, desde que escribí esto he tenido dos hijas y ellas también encajan en las piezas del esquema y en la textura de mis creencias], parece claro que muchas de las cosas erróneas del presente pueden, deben, cambiarse. La textura de nuestras creencias presenta importantes agujeros. A nuestro esquema le faltan piezas.

Una de las falacias más evidentes es la de qué debemos comer. Los sabios siempre han sabido que un país vive tanto de lo que su cuerpo asimila como de lo que su mente adquiere en forma de conocimientos. Ahora, cuando la espantosa máquina de la guerra se alimenta de acero, algodón y humanidad, nuestro propio mecanismo secreto personal debe ser más fuerte, por nuestro bienestar egoísta y también por el bien de los ideales en los que creemos que creemos.

Una de las mayores estupideces de la concienzuda y al tiempo estúpida escuela del pensamiento culinario es la que marca que cada una de las tres comidas diarias debe ser «equilibrada». [Algo que, aunque sigue vigente en la publicidad de las grandes revistas, va perdiendo protagonismo en la vida real: pediatras e incluso ginecólogos admiten que la mayoría de los cuerpos humanos escogen sus propias satisfacciones, en el campo dietético o en cualquier otro.]

De entrada, no todo el mundo necesita o desea ingerir tres comidas al día. Hay mucha gente que se siente mejor comiendo dos, una y media o cinco veces.

En segundo lugar, y tal vez más importante, el «equilibrio» es algo que depende totalmente de la persona. Uno, por su sistema químico, puede necesitar muchas proteínas. Otro, quizá más nervioso [o incluso más flemático], puede considerar que la carne, los huevos y los quesos constituyen un veneno activo y tendrá que vivir como pueda a base de ensaladas y cremas de calabaza.

En realidad, cuando se reúne una ingente cantidad de seres humanos, como en el caso de los campamentos militares, las escuelas o las cárceles, hay que optar por lo que se denomina el término medio. En este caso, se elige el método que mata menos y resulta más práctico.

Actualmente, en la mayoría de los casos, el término medio en el ámbito gastronómico se conoce como la dieta equilibrada.

Para casi todas las instituciones sanitarias, una dieta equilibrada es una planificación alimenticia que implica que, en cada una de las tres comidas diarias, se administre al paciente una cantidad determinada de hidratos de carbono, proteínas y féculas, así como otra específica de unidades internacionales y cierto número de vitaminas en proporción correcta a un volumen también determinado de minerales, etcétera.

Al final, todo se reduce [a propósito, uno de los problemas de todo guiso es que tras hervirlo se reduce su sustancia gastronómica] al hecho de que para desayunar tomamos una pieza de fruta o un zumo de fruta, cereales calientes o fríos, huevos, cerdo curado en cualquiera de sus cuatro formas, pan o tostadas y café (o té o leche). Al mediodía tomamos sopa, patatas, carne, dos tipos de verdura o uno y una ensalada, un flan o pastel de algún tipo y té o café o leche. Para cenar, siguiendo con la conocida cantilena, lo más seguro es que volvamos a comer sopa, huevos, verduras y fruta hervida... y té, café o leche.

Ni que decir tiene que esta rutina varía un poco según la institución, pero puede considerarse o bien una prueba de democracia o una escandalosa ceguera humana, que intrínsecamente es idéntica en el Biltmore de Arizona y en el hospital de la demarcación del lector. [Evidentemente, con unas ostras o caviar antes de la sopa (consommé double); solomillo a la parrilla con pâté de foie gras, en lugar de huevos, unos calabacines Florentine en lugar de los respetables guisantes con zanahoria de Old Watanooga..., y compote de fruits en lugar de ciruelas hervidas..., ¡obtenemos una comida de un equilibrio espectacular!]

En teoría, lo que ha salvado a los más menesterosos del mundo ha sido siempre que se han visto obligados a comer alimentos menos adulterados, menos manipulados que los ricachones. Empieza a parecer probable que esto sea mentira. En nuestros furibundos esfuerzos por demostrar que todos fuimos creados iguales, animamos a nuestras emisoras de radio, a nuestras películas y, sobre todo, a nuestras revistas semanales y mensuales a crear un ideal fantástico en las mentes de las cocineras de la familia a fin de que en todas partes nuestras concienzudas y entusiastas mujeres se devanen los sesos y el presupuesto para proporcionar a sus maridos e hijos tres comidas «equilibradas» al día.

Es cierto, claro está, que como personas estamos mucho más informadas sobre la nutrición humana correcta que unos años atrás. De todas formas, también nos confunden un poco con tantos nombres fascinantes [riboflavina, glutamato monosódico, arsofinibarborundum..., sustancias estupendas si se utilizan con una pizca de antihisteria] y más aún con las solemnes exhortaciones de los «responsables de alimentación» de todas las revistas de moda que leemos para estar cada día mejor.

Lo que queremos, y no solo porque nos lo digan, sino porque instintivamente sabemos que es lo correcto, es proporcionar a nuestro Mortimer III en la línea de sucesión doméstica las vitaminas y minerales que debe absorber para convertirse en un estupendo y robusto pequeño Mortimer. ¡Pero en qué febril carrera nos hemos metido!: fórmulas, listas, montones de platos, toques de esto y lo otro tres veces en cada aburridísimo día... Y Mortimer III se rebela de vez en cuando («¿Otra vez huevo escalfado? ¡Ya comí ayer!»), igual que, a veces, su barriga, pues, ¿cómo podemos saber que el zumo de tomate y la tostada serán una mala combinación para determinados estómagos?

Esta pesadilla de equilibrar la comida no solo abruma las voluntades y deseos de la gran familia americana sino que se convierte en un azote para el bolsillo. Todos los meses encontramos un sinfín de páginas de aspecto serio en las «revistas del hogar», con unas veintiocho casillas que incluyen un menú para cada comida de la semana, además de un plato supuestamente tentador para preparar todos los días. El titular suele anunciar: «¡Madres, hay que ahorrar! ¡He aquí lo que puede prepararse con tan solo treinta y nueve centavos por persona! Probadlo y ayudad al Tío Sam!». [¡Hoy en día es imposible! No puede ahorrarse siguiendo el plan de alimentación equilibrada. Ni siquiera comprando al por mayor y cocinando para cincuenta, es imposible, lo sé por experiencia propia. He ido a subastas de patatas de desecho, de latas abolladas... Y lo único que he conseguido han sido más números rojos y más canas.]

Y luego una empieza a leer la vieja cantinela familiar: DESAYUNO: zumo de fruta, cereales calientes o fríos, huevos revueltos con panceta, tostadas con mantequilla, café o té o leche; COMIDA: sopa de tomate, empanadillas de ternera, puré de patata, alubias blancas, ensalada Wald... Pero ¿por qué seguir? Es el pan nuestro de cada día.

Además resulta desalentador. Sobre todo ahora, en esta época de nuestra historia tendríamos que utilizar tanto la cabeza como el corazón para sobrevivir... Para vivir con dignidad si es que conseguimos vivir. Y aquellos que tendrían que saber de qué hablan insisten en que sigamos con lo que hicieron nuestras madres, cuando hasta el más chalado ve claro que algo no funciona en aquel plan, como mínimo en el plano gastronómico, si no en algún otro. [Tal vez por entonces no parecía tan malo. Ahora padecemos la polio, es cierto. Pero hace cincuenta años los niños morían de diarrea. Estamos avanzando.]

No. Tenemos que cambiar. Si los expertos no pueden echarnos una mano nos tocará resolverlo a nosotros solos. Tendremos que establecer nuestro propio equilibrio partiendo de lo que hemos aprendido, y además, para variar, siguiendo nuestras propias ideas.

Dado que Mortimer tiene que comer fruta, verdura, fécula y tal vez carne u otra proteína todos los días. (Prácticamente cualquier buen dietista nos dirá que un programa alimentario normal «compensado» incluye todas las vitaminas necesarias sin tener que recurrir a pastillas y elixires.) Y en el caso también que Mortimer se encuentre en una condición física normal. (De no ser así, habría que acudir al médico, que tal vez desaconsejaría la ingesta de fruta, o incluso de leche, por un tiempo...)

Luego, en lugar de combinar un montón de alimentos sosos y a menudo directamente desagradables en una comida de rutina tras otra tres veces al día, todos los días, año tras año, con la gran esperanza de convertirnos en los mejores suministradores, vamos a probar un plan más sencillo: equilibrar el día y no cada una de las comidas del día. [Esta es una nota muy seria y si pudiera, de aquí a ciento ocho años, redactaría otra nota para esta nota con la misma seriedad y certidumbre. Es cierto, y lo que es cierto vale la pena repetirlo incluso hasta la saciedad, pues toda verdad puede sonar petulante, pero nunca hasta el punto de la ridiculez.]

Probémoslo. Es fácil, sencillo, divertido y —puede que lo más importante— a la gente le gusta.

De entrada, los más mayores, que se han visto condicionados por muchos años de irreflexión, se preguntarán adónde han ido a parar las cuatro o cinco partes de cada comida y, después de comer un plato de carne, levantarán la cabeza, cual simios adiestrados, preguntando de forma automática aunque poco entusiasta qué tipo de flan habrá por la noche.

La mejor respuesta es disponer de una comida tan rica, de unas cazuelas, unos cuencos y unas fuentes tan abundantes que no quede apetito, ni siquiera condicionado, para tomar nada más una vez satisfecho el apetito real, sensual, humano.

El plan, pongamos por caso, para Mortimer, así como para todos los demás que dependen de nosotros en cuanto a alimentación, engloba una comida a base de fécula, otra con verdura o fruta y otra de carne. Por supuesto, pueden hacerse ampliaciones y mejoras en cada uno [En efecto, muchas: algunos se empapuzan con un exceso de carne o de fécula, por ejemplo. Son peculiaridades que debe ir anotando el afable proveedor.], pero básicamente pueden simplificarse como sigue.

Así, el desayuno puede reducirse a las tostadas. Un montón de tostadas untadas pródigamente con mantequilla y un cuenco de miel o mermelada, y leche para Mortimer y café para nosotros. Podemos ser espléndidos, pues se trata de una comida económica. Además resulta agradable, al no tener que ir de un lado a otro con huevos fritos, platos untados y grasa en la sartén, que despide un olor desagradable.

O bien, en las mañanas frías, podemos tomar la cantidad de cereales calientes que nos apetezca..., no un mazacote blanquecino y blandengue hecho con trigo, sino unas sabrosas gachas de color tostado con sabor a frutos secos. Vale la pena probarlas de vez en cuando con jarabe de arce y mantequilla derretida en lugar de leche y azúcar. Otra opción es la de añadirles pasas o dátiles troceados. Se trata de un plato sólido y mucho mejor que cualquier mezcla convencional de zumo de tomate, tostadas y esto y lo otro, que nos ayuda tanto interior como exteriormente.

Si queremos que Mortimer tome un zumo de fruta [Me sigue sorprendiendo el número de personas que se echan al cuerpo un vaso de zumo de fruta recién exprimido, sobre todo antes del inevitable pelotazo del café matutino. Estoy convencida de que la combinación es puro veneno teniendo en cuenta el equilibrio químico de la persona que, al igual que varios millones de semejantes, considera que esto es lo más saludable.], siempre podemos dárselo a media mañana o a media tarde, cuando no entre en conflicto con la fécula ingerida y le proporcione un impulso no adulterado ni recargado.

A la hora de la comida prepararemos una gran ensalada en verano, una cazuela de verduras o bien una sopa abundante, que le dé energía [... con té caliente para los mayores y leche a discreción para todos..., además de cantidad de tostadas con mantequilla]. Es todo lo que nos hace falta, siempre que contemos con reservas, claro.

Y para cenar, si queremos mantenernos fieles al «día equilibrado», un soufflé de queso y una ensalada ligera, o bien, si el bolsillo nos lo permite, un filete a la parrilla poco hecho y una espléndida fuente de tomate maduro en rodajas aliñado con hierbas aromáticas.

Todo esto, con una copa de vino tinto o una cerveza si se prefiere [y pan auténtico, con o sin mantequilla, normal o tostado] y un buen café para terminar, constituirá una comida que de entrada sorprenderá a nuestros comensales por su simplicidad, pero que satisfará su apetito y su idea de alimentación sana equilibrada. [Un acicate digestivo innecesario, aunque muy agradable de vez en cuando, es un buen queso suave, de olor intenso, un camembert o un liederkranz, con lo que haya quedado de pan, de vino... de hambre.]

Y más adelante, cuando empiecen a pensar en la auténtica extravagancia de la mayoría de nuestros menús, y sobre todo en su repugnante y estúpida monotonía, también ellos abandonarán muchos de sus hábitos y empezarán, como nosotros, a comer como ellos quieren y no como les enseñaron sus padres y abuelos. Serán más prósperos, gozarán de una mejor salud y tal vez, y esto es lo mejor, sus paladares despertarán a nuevos placeres, o recordarán algunos antiguos. Algo que hay que desear fervientemente sobre todo en los tiempos que corren.