LA COMIDA EN LA INFANCIA

 

 

 

 

Al niño la comida le encanta y le repugna con una ferocidad que no tarda en apagarse. A los seis años se le revuelven las tripas cada vez que le ponen delante platos tales como zanahorias a la crema o tapioca fría. La garganta se le cierra y manchas de náusea y de rabia le nublan la vista. Más tarde es difícil recordar a qué se debía, pero a esa edad no hay en el disgusto la menor pose. El chico no puede comer. «¡Vaya porquería!», dice.

Del mismo modo, ciertos platos son verdaderamente deliciosos, y piensa en ellos y los saborea con una pasión sensual que a menudo desaparece del todo con el correr de los años.

Puede que el plato especial del día sean unos pastelitos de chocolate, dos para cada uno. El chico se come los que le tocan con una avidez intensa pero delicada. Su hermana menor Judy, la muy creída, se guarda uno de los de ella en el bolsillo. Pero la tía Gwen da un mordisco a cada uno de sus pastelitos y le regala lo que queda de uno a Judy y lo que queda del otro a él. Y no parece inmutarse.

Él la mira con horrorizado asombro. ¿Cómo puede soportarlo? Él no podría, no podría haberle dado a nadie más que una miga de su pastelito. Acaso hasta una miga habría sido demasiado. Pero la tía Gwen es maravillosa; es valiente, más que humana. Mirando el pastelito mordido que tiene en la mano, se siente un poco aturdido. ¿Cómo ha sido tía Gwen capaz de hacer eso?

Cuando cumple diez o doce años, el hombre ha olvidado la mayor parte de sus pasiones infantiles. Tiene hambre y quiere saciarse. Así de simple.

Unos años más y ya alcanza la cumbre energética de su vida. El cuerpo le hierve de músculos jóvenes, sangre joven, virilidad flamante y mente alerta. Por extraño que parezca, es ahora cuando se atosiga a mayor velocidad. Bebe toscos licores fuertes e incontables tazas de café negro y caliente. Devora leves afrodisíacos como chile, tamales y sospechosas carnes anegadas en salsas de botella. Derrama sal y pimienta sobre cualquier cosa menos los postres.

A esta edad, dieciocho o diecinueve años, la percepción gastronómica no existe o es enormemente ingenua. Recuerdo que cuando era novata en el college mi aproximación más íntima a la gourmandise era alguna visita de medianoche al Henry’s, el viejo Henry’s de Hollywood Boulevard cuyo dueño secreto, decía todo el mundo, era Charlie Chaplin.

Allí llamaba al maître, lo cual quizá dejara a mi acompañante tan atónito como yo había esperado. El maître, un espíritu amable salvo los sábados por la noche, me hacía hermosamente el juego y juntos pedíamos un gran tazón de café y un crêpe alemán con puré de manzanas y mantequilla fresca. («La mantequilla salada estropea el sabor», le comentaba yo por lo bajo, indiferente, a mi Tommy o Jimmy.)

Cuando aparecía el crêpe, tras una espera impresionante, era grande como la mesa y con el borde rizado. Sobre él se afanaban dos camareras, mientras la gente nos miraba y yo me aseguraba de que el puré de manzanas fuera esparcido después que la mantequilla, y de que el conjunto se rociara con canela y zumo de limón en abundancia.

Siempre apartaba la vista cuando enrollaban el monstruoso objeto: las camareras se ponían demasiado nerviosas y sacaban la lengua. Y no logro recordar una sola vez en que, después de que me sirvieran el crêpe cortado y espolvoreado, pudiera comerme más de la mitad. Tampoco puedo imaginarme pidiendo uno ahora.

No obstante, son estos inocentes experimentos con la comida, por impregnados que estén de esnobismo y fanfarronería, los que indican qué clase de adulto puede llegar a ser un joven. Y las elecciones son dos: las muy citadas y remanidas alternativas de comer para vivir o vivir para comer.

Cualquier hombre normal tiene que alimentar su cuerpo introduciéndole comida por la boca. Este proceso requiere tiempo, con total independencia de los prolongados preparativos y digestiones que lo acompañan.

Entre los veinte y los cincuenta años, ese hombre se pasa unas veinte mil horas masticando y tragando alimentos: más de ochocientos días y noches de sostenido yantar. ¡La mera contemplación de este hecho es desalentadora!

Para muchos es francamente repugnante. Idean medios de llevar a cabo la requerida alimentación de sus cuerpos mediante píldoras de vituallas condensadas y sorbos fácilmente tragables cuyo valor nutritivo, les han dicho, es igual al de un filete o un potaje de verduras.

Otros aceptan más filosóficamente el abrumador descubrimiento de la cantidad de tiempo que emplean en alimentarse. Concuerdan con el aforismo de La Rochefoucauld: «Comer es una necesidad, pero comer con inteligencia es un arte».

Los críticos del sistema de vida resultante de esta máxima tienden en exceso a acusar a sus adeptos de sustituir por «inteligencia» una palabra menos agradable. Y hay que aceptar que muchos lo hacemos. Con demasiada facilidad caemos en una sensualidad estúpida y sobrealimentada, de modo que nuestros cuerpos engordan más deprisa que nuestras mentes. Aguzamos un sentido al precio de perder muchos otros, y nos llamamos epicúreos olvidando que Epicuro empleó el mismo adjetivo que La Rochefoucauld cuando nos alentó a encontrar un uso agradable de nuestras facultades en el «goce inteligente de los placeres de la mesa».

Cualquiera que sea la escuela a la que se adhiera, la contestataria o la filosófica, en sus años maduros el hombre sigue comiendo con interés cada vez mayor. Y tanto más consciente se vuelve de su cuerpo cuanto menos tolerante se va haciendo este.

Ya no puede cenar cosas pesadas a horas extemporáneas, ni llenarse el estómago con la excitación adolescente de las salsas picantes y los dulces más suculentos; no puede, al menos impunemente. Ya no puede proclamar con visos de verdad: «Bah, yo puedo zamparme cualquier cosa. Bebo todo lo que quiera y no se me nota. Soy de hierro».

Lo desconciertan extraños malestares y ruiditos, y la posibilidad de que la vejez llegue a obligarlo a volver a las papillas de la infancia le da escalofríos.

Casi todos, lamentablemente, mantenemos nuestros escalofríos, dolores y borborigmos en el mayor secreto posible, como si un fenómeno típico de la vejez, el retardo general de los procesos físicos, fuera una desgracia personal. Nos pasamos años enteros haciendo caso omiso a las protestas del cuerpo, y precipitamos nuestro destino de dispepsia intentando comer y beber como cuando teníamos veinte años.

Después de los cincuenta, sobre todo si hemos conservado la patética actitud del glotón eternamente joven, empezamos a engordar. Es entonces cuando incluso los más ciegos debemos preocuparnos. Sin embargo, estamos desdichadamente muy acostumbrados a que la gente de más de cincuenta sea gorda: suponemos que la barriga y la papada son rasgos inevitables de la vejez.

Pero deberíamos comprender, en cambio, que esos síntomas son la protesta final de un sistema sobrecargado y aliviar los últimos años de nuestro cuerpo aligerando la carga. Deberíamos comer con sobriedad.

Es aquí donde la gastronomía o sus equivalentes pueden jugar su papel más consolador. Aun en la forma más cruda, el deseo de un sabor o sensación especial ha ayudado a los viejos más de lo que sus críticas familias son capaces de imaginar. Muchos llegan a pensar que ese hombre es un desalmado; pero tal vez solo se esté guiando por la lógica y el buen juicio, como aquel marinero de antaño cuyo hijo había muerto en alta mar. Cuando por fin alguien reunió coraje para darle la trágica noticia, el viejo lo miró fríamente durante un minuto, desvió los ojos hacia el mar y replicó: «Maldita sea, ¿dónde está la bandeja del té? ¡Quiero que me traigan el té!».

La comida es el único placer que a muchos viejos les queda, lo mismo que al anciano Ulises solo le quedaban sus «inacabables fuentes» e «incesantes copas de vino». Y entre tragar una masa indistinta de pan y carne grasosa, y saborear una trucha delicadamente asada o una gelatina plena de sutiles sabores vegetales, ¿quién preferirá el desdichado insomnio de la primera al fácil descanso que proporcionan las segundas?

Pero los hombres son insensatos y se dejan esclavizar por los hábitos. Durante años han comido carne y almidones: no ven razón alguna para cambiar en la vejez, aun cuando tengan suficiente cabeza para reconocer que sus cuerpos cumplen sus funciones más lentamente y con mayor esfuerzo que antes.

Siguen maltratándose la sangre con asados «muy hechos» que, sin obstáculos, atravesarán el sistema entero hasta la ruina colónica que es uno de los grandes azotes de la senectud: el estreñimiento.

Se deslizan hasta sus ataúdes entre ríos de «estimulantes» infusiones de hierro y extracto de carne subrepticiamente administradas, casi siempre, por hermanas de intención intachable.

Durante años y años ceban sus protuberantes barrigas con la hinchada riqueza de postres tan «alimenticios» como el típico dulce inglés que un amigo me describió de esta forma: «pastel borracho de oporto barato, ahogado en crema hervida y coloreada de castaño-púrpura con zumo de moras, que a su vez se cubre de clara de huevo tibia y mal batida repleta de guijarros de un marrón sucio que, según afirmamos los británicos más robustos, son picadura de almendras. Esta artera mescolanza recibe el nombre de... ¡“Budín a la reina”!».

¡No sorprende que los novelistas sentimentales consideren a los viejos «extrañamente tercos y avinagrados», y sus menos idealistas retoños clamen que «vivir con ellos es un infierno»!

Y sin embargo debemos envejecer, y no podemos dejar de comer. No parece para nada insensato, una vez aceptados estos hechos, que un hombre se imponga la agradable tarea de educarse el paladar para hacer lo primero sin refunfuñar y, lo segundo, fácil y placenteramente gracias a haberlo educado.

Talleyrand dijo que en la vida hay dos cosas esenciales: ofrecer buenas cenas y llevarse bien con las mujeres. Sin duda es importante, a medida que pasan los años y el fuego decae, mantenerse en buenos términos tanto con las mujeres como con todo congénere; pero un aprecio amplio y sensible de los buenos sabores aún nos procurará satisfacciones y nos calentará el corazón.