CONCLUSIÓN

 

 

 

 

[Este libro llegó a su conclusión hace unos años y yo misma, tras releerlo, he llegado a algunas más. Sin embargo, él y yo estamos de acuerdo en un punto establecido mucho antes de 1942, y este es que ya que tenemos que comer para vivir, lo mejor es hacerlo con elegancia y buen gusto.

Los pocos que viven para comer no son tan repulsivos como aburridos, y a día de hoy debo decir con toda sinceridad que solo conozco a dos almas perdidas de este tipo, individuos gordos, hinchados, a quienes exhiben como harían con cualquier otra curiosidad monstruosa sus amigos bien alimentados pero todavía equilibrados.

Por otra parte, conozco a un sinfín de buenas personas que considero que lo serían mucho más si reflexionaran sobre sus propias ansias. Entre nosotros hay también muchos, en general centrados, que se impacientan con lo que les pide el cuerpo y que se pasan la vida entera intentando, con poco éxito, hacer oídos sordos a las voces de los distintos apetitos. Algunos hunden la cera del consuelo religioso en sus orejas. Otros practican un desinterés espartano, si bien algo pretencioso, respecto a los placeres de la carne, o bien fingen que si no se admite el propio deleite sensual que procura una nectarina madura no se es culpable... ¡ni tan solo de este insignificante acto de concupiscencia!

Creo que una de las formas más dignas que tenemos de afirmar y luego reafirmar nuestra dignidad ante la pobreza y los temores y sufrimientos de la guerra, es la de nutrirnos con toda la habilidad posible, con delicadeza y con un placer siempre en aumento. Y con la maduración gastronómica llegará, inevitablemente, el conocimiento y la percepción de cien cosas más, pero sobre todo de nosotros mismos. Entonces, el destino, aunque esté enmarañado como hoy en medio de guerras frías y calientes, no podrá hacernos ningún daño.]