LA MEDIDA DE MI CAPACIDAD

1929-1930

 

 

 

 

I

 

A finales de septiembre, cuando visitamos París por primera vez, vi que todo era como había soñado. Una ciudad que siempre hay que descubrir con los ojos de la niñez o del amor. Yo tenía casi veintiún años, pero creo que era más joven de lo que son las muchachas de hoy en día. Además, me envolvía una nube de pasión.

Al y yo nos instalamos en el Quai Voltaire. Era antes de que cortaran los árboles de allí y, por la mañana, salía al balcón a contemplar a Al, que se paseaba lentamente por los puestos de libros, y lo saludaba con la mano cuando levantaba la vista hacia mí. Luego me volvía a la cama.

Lo más delicioso que he comido en mi vida es el chocolate caliente con los sabrosos croissants allí, en la cama, con el Sena que iba discurriendo delante de mí y las palomas volando en círculos alrededor de las grises mansardas del Palacio. Realmente aquello fue lo primero que saboreé desde mi boda..., un sabor para recordar. Formaba parte de la calidez y de la emoción de aquella habitación de hotel, con París esperándonos.

Pero en París había demasiada gente que conocíamos.

Los amigos de Al, la mayoría de vacaciones de sus estudios en universidades inglesas, no hablaban más que de El amante de lady Chatterley, intercalando direcciones de pequeños restaurantes pintorescos, donde todo el mundo hablaba con un acento británico entrecortado, a menudo adquirido recientemente, y tomaba borgoña burbujeante.

Mis amigas, la mayoría de mediana edad, vivían en París gracias a las asignaciones de sus maridos americanos «por lo del cambio», eran mujeres con un tren de vida alto, generosas y tontas y necesitaban unos cuantos cócteles en el bar del Ritz después de las compras del día; se esforzaban en mejorar su francés leyendo una página a la semana de Ariel de Maurois. Al y yo nos retiramos de aquel ambiente en cuanto la cortesía nos lo permitió, o un poco antes, sin que nos supiera mal, ya que sabíamos que volveríamos.

De vuelta a Dijon, comimos en el patio de un antiguo hotel de postas en Avallon. Descendimos en coche con dos señoras de Chicago, robustas y amables, que se dirigían hacia Italia, porque, al parecer, les resultaba imposible permanecer cinco minutos en un restaurante en Roma sin que las asaltara sutilmente un oficial del ejército perdidamente enamorado de ellas. «Los italianos valoran mucho a las mujeres maduras», decían, agitando sus castos pechos en una especie de inocente lascivia que a menudo he visto en las americanas de su condición social.

Recuerdo que durante el trayecto el chófer salió del coche para revisar una rueda y, al inclinarse hacia delante, se le abrió la chaqueta. Las dos empezaron a chillar ante lo que vieron y salieron precipitadamente del coche. Le hicieron una pregunta en un italiano espantoso, mientras daban la vuelta a las solapas de sus trajes chaqueta. Entonces, aquel hombre gordo con aire de no ser trigo limpio y las dos señoras elegantes y entradas en años se plantaron en el arcén con los ojos fijos en las mágicas insignias esmaltadas del partido fascista que lucían los tres y habían disimulado con tanto cuidado e hicieron el saludo solemne con la barbilla levantada, igual que Mussolini en los noticiarios.

Al y yo nos sentimos curiosamente violentos y ni nos dirigimos la mirada.

El hotel de Avallon, por su antiguo emplazamiento en la ruta de postas entre París y Lyon, había sido inevitablemente tomado por un importante jefe, con todo lo que esto implicaba de afectación. Durante los años que siguieron volví allí unas cuantas veces porque el hotel me parecía adecuado y sus habitaciones, pintadas de nuevo, eran muy cómodas. Recuerdo que habían derrumbado la pared de la cocina que daba al patio y la habían sustituido por un enorme ventanal, y los conductores de postín que paraban allí a comer y a utilizar los modernos lavabos podían contemplar al gran cocinero y a sus subalternos moviéndose tras el cristal como blancuzcos peces.

La comida no estaba mala, pero tampoco era extraordinaria, sobre todo teniendo en cuenta cómo debía de haber sido antes bajo la batuta de un hombre tan famoso en su época. Pero aquel mediodía de septiembre de 1929, cuando Al y yo hubimos comido en el patio con aquellas dos mujeres amables y tontas y nos encontramos tan cerca de Dijon, ocurrió algo importante.

Teníamos hambre, todo estaba bueno, pero ahora no recuerdo lo que comimos, aparte de una especie de soufflé de patata. Estaba caliente y se notaba ligero bajo la dorada costra y sin duda llevaba cebollino y parmesano rallado. Lo curioso es que nos lo sirvieron solo, sin el menor acompañamiento.

Noté dentro de mí una secreta justificación de aquel detalle, un orgullo como pocas veces he sentido, pues tenía la impresión de que toda mi vida me había planteado preguntas rebeldes respecto a las patatas. No le había hecho nunca mucho caso, a excepción de un período de ansia solapada y casi siempre insatisfecha de puré de patata con ketchup, cuando tenía unos once años. Después de esto, casi me molestaban, en realidad..., o más bien me molestaba la tediosa falta de interés con la que las cocinaban. Tenía la impresión de que podían estar buenas si se preparaban con respeto.

En casa las comíamos como mínimo una vez al día, con carne. No decíamos hay carne, sino hay carne con patatas. Se preparaban en puré, al horno, hervidas, y cuando la abuela estaba fuera, en una cazuela con salsa de crema de leche y las llamábamos, con cierto optimismo, patatas O’Brien. Siempre pensaba que era una vergüenza, y también una estupidez, rebajar un alimento con tantas posibilidades a una categoría tan vulgar... y de invertir cada día, obstinadamente, un tiempo para cocinarlas con una obsesión de autómata.

Si pudiera decidir, pensaba yo, prepararía unos platos tan deliciosos con las patatas que las convertiría en toda una comida; nunca pensaría en ellas como la segunda parte del plato «carne con». Y en aquellos momentos, en el soleado patio del primer restaurante verdaderamente francés en el que había comido, vi que se había demostrado mi teoría. Fue un momento fantástico.

Pasamos unos días en La Cloche de Dijon, sobre todo porque era el mayor y más conocido hotel de la ciudad. Aún nos faltaba información para valorar su famosa bodega, y en aquel comedor tan grande y sombrío las comidas nos parecían algo insípidas. Más tarde nos enteramos de que una vez al año, en noviembre, durante la feria gastronómica, el hotel recuperaba por unos días todo su esplendor. Entonces se llenaba de gourmets venidos de todos los rincones de Francia, veías por allí famosos chefs entre cacerolas en sus cocinas, mientras los negociantes de vinos tomaban cajas enteras de Chambertin, de Corton y de Romanée-Conti.

Pero para nosotros aquel no era el lugar, y mientras Al se sumergía plácidamente en las aguas cálidas y seguras de la vida universitaria, rellenaba cuestionarios eruditos y escogía su rincón en la biblioteca para escribir (que pronto cambió por una mesa tranquila del Café de París), yo saltaba de simón en simón en busca de un lugar para vivir.

En el distrito de la facultad las calles eran estrechas y sinuosas, y en aquella época del año exhalaban el intenso olor afrutado de las bodegas, el de los excrementos de perro y el del sinnúmero de urinarios imprescindibles en una ciudad vinícola. En todas las placitas, las hojas amarillentas de los castaños caían lentamente y las fuentes manaban a borbotones. Cuando empecé mis gestiones me sentía muy feliz con el discreto y pequeño diccionario en la mano y en la otra una lista de casas de huéspedes recomendadas por la universidad. El caballo llevaba un sombrero de paja y una especie de guantes rojos le cubrían las orejas, que sobresalían de la cabeza. Se veían bares por todas partes, así que aunque solo fuera a echar un rápido vistazo a uno de los lugares de la lista, mi chófer tenía tiempo de tomarse un trago y así mantenía el buen humor.

Cuando recuerdo ahora lo cansada y desanimada que me sentía pienso que tenía que haberle acompañado al menos en uno de cada cuatro establecimientos por los que pasaba.

La casa en la que íbamos a vivir los dos años siguientes, y donde se quedaría para siempre una parte de mí, era la primera que había visto. Estaba cerca de la facultad..., era perfecta. Pero yo no lo supe hasta haber visto unas cuantas más de la lista.

Era una auténtica casa de ciudad borgoñesa, que constaba de dos partes, una que daba a la calle y otra atrás, al fondo de un patio estrecho y profundo. Una escalera cubierta subía zigzagueando desde un extremo del patio y conectaba las dos partes del edificio; las habitaciones que vi estaban arriba y daban al patio. Había una, estrecha y larga, con una cama grande y un armario, y otra, más estrecha, con un canapé, un escritorio y estantes. Cerca de la escalera había un cuartito con un lavabo, de cuyo grifo solo salía agua fría, y un hornillo con un solo quemador. Cada habitación tenía una gran ventana que daba al pequeño patio, gris y algo triste, y calefacción a vapor. Las paredes del dormitorio estaban cubiertas con un papel a rayas de color mostaza y negro, de unos veinte centímetros, y una amplia franja con rosas muy grandes alrededor del techo; la más pequeña lucía unos tonos de color violáceo y lavanda con algún punto marrón... Una decoración más femenina, apuntó la dueña.

En el cuartito había todos los objetos necesarios: un bacín, un recipiente en forma de riñón, montado sobre unas patas..., pero en el patio había un auténtico váter, con una jarra de agua y un ordenado montón de papel de periódico al lado. Había que accionar un tirador, que bajaba la parte del fondo de la taza, y allí podían verse las aguas burbujeantes de las antiguas alcantarillas de Dijon. (Eso, naturalmente, lo aprendí más tarde.)

También tenían un cuarto de baño en la planta baja, y la señora me aseguró que por siete francos, o seis si utilizábamos nuestro propio jabón, nos podían preparar un baño si avisábamos con unas horas de antelación.

Se entraba a la casa por una puerta de tamaño normal abierta en el gran portalón doble que en otra época habían permitido el paso de los carruajes al patio, pasando por la mitad frontal de la casa; a un lado se encontraba el baño y al otro, en lo que probablemente había sido la vivienda del portero, estaba el comedor. Allí, me dijo la dueña, podíamos comer tres veces al día, con su marido, su hijastro, uno o dos estudiantes escogidos con gran cuidado y ella misma.

Con una inclinación de cabeza, me metí en el simón sin darme cuenta del valor de la joya con la que estaba jugando.

Al cabo de tres o cuatro horas, después de ver una docena de viviendas sin agua, sin calefacción, evidentemente sin baño, todas con un olor a humedad que no había percibido en la casa de la calle de Petit-Potet, volví a la primera tan deprisa como pudo llevarme el caballo, ya cansado. Era el inicio del nuevo curso en la facultad... Dijon sería un hormiguero de estudiantes mucho más razonables que yo..., que estaba atontada. Calefacción central, váter de verdad, olor agradable...

Anochecía cuando bajé por última vez del simón. Llamé a la portezuela del gran portal y alguien chilló con aspereza qué pasaba. Madame Biarnet salió disparada de la cocina, que se encontraba más allá del comedor, bajo el primer tramo de la escalera. Llevaba un delantal sucio, y desde allí oí ruidos de cacharros de cocina y de alguien que cortaba o picaba algo allí dentro.

La señora apartó de su frente un mechón de cabello teñido con henna, me comentó que se me veía cansada y dijo que las habitaciones seguían libres. Casi solté un grito. Le entregué todo el dinero que llevaba, sin esperar la opinión de Al, y le dije, a tropezones, que estaríamos allí al día siguiente al mediodía.

—¿Estaremos? —dijo ella en un tono incisivo, de guasa, que más tarde conocería muy bien, y también apreciaría.

—Sí... mi marido... estoy casada.

Soltó una carcajada.

—Está bien, está bien, traiga a su amigo —respondió, sin la mínima malicia en el tono—. Voir, ‘tite ‘zelle —soltó deprisa y desapareció en la cocina mientras yo cerraba la puerta y subía con penas y fatigas al simón. Pero antes de arrancar, salió gritando hacia la estrecha acera, blandiendo un papel garabateado, que era un recibo de lo que acababa de pagarle.

Me volví para sonreírle mientras nos alejábamos. La mujer seguía de pie en el alto umbral de la puerta, con las manos envueltas en el delantal, observándome con una mezcla de afecto y de desdén instintivo, que sentía, eso lo vi al cabo de poco, hacia todos los seres vivos, pero sobre todo hacia los seres humanos.

 

 

II

 

La noche siguiente, después de habernos trasladado y haber dispuesto que nos mandaran desde la estación todos los baúles de libros que Al tenía en la consigna, busqué en el diccionario la palabra «aniversario» y dije a madame que era nuestro primer aniversario.

—Imposible —exclamó, echándome una mala mirada; luego soltó una risa estridente cuando añadí:

—Un mes, no un año. Nos gustaría ir a celebrarlo a un buen restaurante —apunté.

Cortó un pedazo de papel de un paquete colocado sobre el mantel manchado de vino, hizo unos garabatos con un pedazo de lápiz que al parecer siempre llevaba encima y dijo:

—Tome... ¿Sabe dónde está el Palacio Ducal? ¿La place d’Armes? Allí verá el letrero, Aux Trois Faisans. Dele esto a monsieur Ribaudot.

Se echó a reír de nuevo, como si conmigo le entrara la risa tonta. Me daba igual.

Nos cambiamos en las habitaciones con las que aún no nos habíamos familiarizado. Las lámparas estaban montadas sobre unas poleas con un peso, de forma que podíamos hacerlas deslizar hacia abajo y hacia arriba para ajustar la distancia del techo, también llevaban una especie de cadena que atravesaba la abrazadera de cada una de ellas y servía para regular la intensidad de la luz. Las pantallas eran de cristal acanalado, tenían forma de molde de tarta con unos cuadrados de satén marrón y violeta por encima y una lágrima de cristal en cada esquina. Las sombras que proyectaban nuestros rostros en aquellos rincones tan desconocidos eran algo que daba miedo en aquellas habitaciones en tonos malva y mostaza.

Aun así, nosotros nos sentíamos atractivos. Nos pusimos nuestras mejores galas, bajamos de puntillas la amplia escalera de piedra y pasamos por el iluminado comedor con la enorme llave en el bolsillo de Al y el corazón latiendo fuerte... Nuestra primera cena juntos en un restaurante francés.

Primero subimos por la rue Chabot-Charny hasta el Café de París, junto al teatro. Este iba a convertirse en el primer amor de Al, un amor fiel. Trabajó allí prácticamente todos los días que vivimos en Dijon, y llegó a conocer a todos sus camareros, a las prostitutas que tomaban el café por la mañana y jugaban a las cartas, a los dueños y a la población fluctuante de compañías de actores y de cantantes que actuaban en el teatro del otro lado de la calle. Se estaba calentito en invierno y en verano el ambiente era fresco como en cualquier café de provincias. Me gustó desde el primer instante en que puse tímidamente los pies en el local, aquella primera noche.

No sabíamos nada sobre los aperitivos franceses, así que Al leyó un cartel situado encima de la caja.

—Un cóctel Montana, por favor —dijo cuando apareció el camarero.

El hombre pareció encantado y se fue rápidamente a la barra. Al cabo de poco llegó con un gran vaso con azúcar en sus bordes, lleno de un líquido entre rosado y dorado. Habían colocado ingeniosamente dos cañitas junto al ribete de azúcar, una en el lado de Al y otra en el mío.

Al se sintió un poco violento de no haber sabido pedir un cóctel para cada uno, pero se demostró que con unas gotas de más aquello podría haberse convertido en un desastre: el cóctel Montana, preparado por el Café de París, era una de las bebidas más copiosas, fuertes y cabezonas que he tomado en mi vida.

Más tarde supimos que un vaquero itinerante, abandonado por un pequeño circo del norte de Estados Unidos, se ofreció, a cambio de unas cervezas, a contar al dueño del café su preciado secreto, asegurándole que los americanos de muchos kilómetros a la redonda acudirían como moscas a aquel establecimiento a degustarlo... por nueve francos la copa, en lugar de tomar la bebida ordinaria del lugar a un franco cincuenta. El caso es que no había aparecido ningún americano por allí, y los pocos que pasaban por Dijon tomaban, admirados, los vinos poco corrientes que servían en Aux Trois Faisans o La Cloche, y se habrían estremecido tanto estética como intelectualmente ante lo que nos tomábamos nosotros por turnos aquella noche.

Lo disfrutamos muchísimo (incluso volvimos un par de veces a degustarlo en aquellos dos años, empujados por una especie de lealtad sentimental) y nos fuimos al Palacio Ducal con una sensación de gran felicidad.

Vimos las grandes letras doradas, Aux Trois Faisans encima de un pequeño bar oscuro. No tenía nada que ver con lo esperado, pero entramos y mostramos al hombre que estaba detrás de la barra la nota que nos había dado madame Biarnet. Soltó una risita, nos miró con curiosidad y cogió a Al del brazo como si fuéramos sordomudos. Nos llevó, solícito, a una gran plaza semicircular, donde cruzamos un arco franqueado por dos laureles que crecían en unas cubas. Nos encontramos en un patio precioso. Una lámpara redonda brillaba por encima de una puerta.

El hombre soltó otra risita, nos dio un pequeño empujón a cada uno en dirección a la luz y desapareció. No volvimos a verlo, y recuerdo lo feliz que lo vi al haberle dado nosotros la excusa de salir un poco del bar para indicar a dos inocentes medio perdidos la escalera que llevaba al Ribaudot. Probablemente nunca se le había ocurrido, como buen borgoñés, que alguien en el mundo sería incapaz de llegar hasta su célebre puerta. Lo primero que comimos allí fue algo muy poco audaz y bastante soso, pero aunque no hubiéramos vuelto a aquel lugar y no hubiéramos aprendido poco a poco a pedir la comida y el vino, seguiría constando entre los establecimientos más importantes de mi vida.

Realmente éramos muy tímidos. El crujido y la oscuridad de la escalera; la gran vitrina de cristal repleta de pescado, bogavantes, setas y uvas, con montones de hielo; el lavabo con su puerta de vaivén y los hombres riendo, abrochándose el pantalón y hurgándose los dientes; la larga sala más allá de las cocinas, los comedores reservados y el despacho de Ribaudot; el comedor grande... llegué a conocerlo tan bien como mi casa actual, pero entonces era muy distinto de los demás restaurantes en los que habíamos comido. Antes siempre habíamos entrado en un local desde la calle, habíamos ido directos a una mesa y habíamos dado por supuesto que en algún lugar estaban, discretamente escondidos, las cocinas, los despachos y los almacenes. Allí era al revés: cuando llegabas al comedor propiamente dicho, la raison d’être de toda aquella luz, todo el ajetreo, el aroma y la planificación, su gran sencillez casi decepcionaba.

Había allí entre nueve y once mesas para cuatro y una redonda en la esquina para seis u ocho. En las paredes, un par de nebulosas pinturas, de aquellas a las que nadie siente la necesidad de mirar, paisajes de otoño o tal vez de primavera. Y también tres grandes espejos.

En el que estaba al fondo del comedor, frente a la puerta, se veían un par de carteles, uno que cantaba las excelencias de un cóctel que nosotros no habíamos tomado nunca, ni visto a nadie que lo pidiera, y el otro que indicaba el precio de la jarra y la media jarra del vin du maison tinto y blanco. Que yo sepa, nosotros debíamos de ser los únicos que lo pedimos: los borgoñas de la bodega de Ribaudot eran tan famosos que todo el mundo que iba al restaurante sabía qué vino extraordinario iba a pedir, aunque para ello tuviera que ahorrar durante unas semanas. Nosotros aún no sabíamos de la misa la mitad.

Entramos en el comedor un poco cohibidos y por suerte nos asignaron la cuarta mesa, al fondo, en un rincón, así como los servicios de un hombre bajito, con ojos brillantes y pelo ralo engominado que formaba una filigrana en la frente.

Se llamaba Charles, lo descubrimos más tarde, lo tratamos durante tiempo y aprendimos mucho con él. Aquella primera noche se mostró más que amable con nosotros, pero vio claro que poco podía hacer por nosotros a excepción de servirnos sin que nos sintiéramos excesivamente ignorantes. Tenía un gran tacto, era realmente conmovedor. Nos puso en las manos las grandes cartas y nos señaló dos opciones, el menú de veintidós francos o el diner de luxe au prix fixe, de veinticinco.

Elegimos, qué duda cabe, el último, a pesar de que el otro también estaba muy bien... Una serie de palabras míticas poco claras: pâté truffé Charles le Téméraire, poulet en cocotte aux Trois Faisans, civet à la mode bourguignonne... En total, unos ocho o nueve platos...

Nos sentíamos perdidos, por supuesto, aunque no especialmente preocupados. La sala era tan íntima y al tiempo tan impersonal que nos tranquilizaba; además, el resto de los comensales estaban absortos en sus cosas, en sus propios platos, y el camarero era muy simpático.

Volvió a la mesa. Ahora lo conozco más y puedo decir que le caímos bien y que no quería ponernos en una situación embarazosa, de modo que, en lugar de traernos la increíble carta de vinos del restaurante, dijo:

—Creo que, hoy, monsieur querrá tomar una jarra de tinto de la casa. Es sencillo pero tiene su interés. Y si me lo permiten, les aconsejaría media jarra de blanco para el aperitivo. Monsieur estará de acuerdo conmigo en que no está mal para los entrantes...

Aquella fue la única vez que Charles hizo aquello, pero yo se lo he agradecido siempre. Habría sido una lástima pedir uno de los grandes vinos que yo había visto servir a gente esnob o tímida, que entendían tanto de estos como nosotros. Charles nos inició de la mejor manera, y con los meses asistió, con su diestra tutela, a nuestro aprendizaje en este campo, pues poco a poco supimos qué vino queríamos y por qué.

Aquella primera noche, vista en retrospectiva, fue realmente asombrosa. Sobrevivimos porque éramos jóvenes... y tal vez por el viejo dicho de que ojos que no ven, corazón que no siente. Bebimos, aparte del inconcebible cóctel Montana, casi dos litros de vino y, después del café, un licor dulce cuyo nombre ya conocíamos, no sé si era Grand Marnier o cointreau. Y fue la cena más copiosa y también la más fascinante que nos habían servido nunca.

Por lo que recuerdo, no nos costó nada ir siguiendo el guión marcado por la ávida curiosidad que nos embargaba. Cada cosa que nos iban presentando era tan nueva, cocinada de una forma tan maravillosa que lo que para unos paladares saciados habría sido un desenfreno de voracidad, gracias a nuestra ingenua ignorancia se convirtió en un refrescante surtido. Desde aquel día, nunca he comido tanto en una cena, La sola idea de un prix fixe, en Francia o donde sea, aún hoy me hace estremecer, pero aquella noche, los benéficos fantasmas de Lúculo y de Brillat-Savarin, así como el de Rabelais y de otros cientos, intervinieron para preparar nuestras aventureras barrigas y para aliviar nuestras lenguas. Estábamos inmunizados, no podía ocurrirnos nada en aquel círculo gastronómico mágico.

Aprendimos con rapidez y nunca más nos arriesgamos a tales excesos..., pero aquella noche todo salió de primera.

No sé exactamente lo que comimos, pero era ese tipo de cocina contundente, aromática, con el vino como ingrediente básico, típica de la Borgoña, con una serie de salsas oscuras, carnes de sabor intenso y, como colofón, me imagino, un soufflé al kirsch y fruta glaseada o alguna etérea nimiedad.

Comimos lentamente, felices, observados por Charles, y el vino impidió que tanta comida nos sentara mal.

Cuando llegamos por fin a la casa, abrimos la pequeña puerta por primera vez y subimos la zigzagueante escalera que llevaba a nuestra habitación, tal vez nuestro paso no fuera de lo más estable. Pero nos sentíamos como si hubiéramos avistado las orillas de otro mundo, ebrios de la brisa que soplaba allí de tierra adentro, convencidos de que el mundo aquel nos estaba esperando.

 

 

III

 

En el comedor de los Biarnet cabía justo la mesa redonda, seis u ocho sillas y una especie de armario con una cabeza de ciervo encima y dos obuses vacíos sobre los que se podía leer «Souvenir de Verdun». Era una estancia poco agraciada, más bien sucia y atestada de objetos, con un montón de pequeños botes de mostaza y de especias en el manchado mantel a cuadros. Pero cuando madame estaba allí resultaba agradable. Su maravillosa y franca vulgaridad nos infundía vida, y después de las comidas, cuando por fin dejaba de dar la lata a la cocinera y extendía sus cansadas manos de profesora de piano sobre el mantel, tenía una conversación de lo más agradable.

Siempre llegaba tarde a comer; en general tenía alumnos jóvenes o tontos y ella se aplicaba tanto, incluso en los menos dotados, que era incapaz de mandarlos a casa a la hora en punto. Al contrario, seguía aporreando los do-re-mi en el gran piano situado bajo nuestras habitaciones tanto tiempo y con una violencia tal que los niños, por puro agotamiento, acababan por aprender la rítmica monotonía antes de que los dejara salir. Entonces bajaba corriendo al comedor, con las arrugas más marcadas en su enrojecido rostro.

Normalmente le llevábamos dos platos de ventaja, pero como nosotros comíamos con cierta lentitud, antes de que pudiéramos secarnos los labios o tomar un sorbo del vino que su marido, siguiendo instrucciones de ella, nos había bautizado de antemano, ya nos había alcanzado. Comía como una loca, las migas resbalaban de sus labios, mientras mantenía las mejillas abultadas, los ojos brillantes de un lado a otro, de los platos a las copas, y las manos ocupadas en desmenuzar trozos de carne y cortezas de pan. Muy de vez en cuando paraba un momento para poner un minúsculo bocado entre los delicados y húmedos labios de Tango, su pequeño terrier, que permanecía en silencio sobre sus rodillas durante todas las comidas.

Por debajo, alrededor y por encima de la comida que tenía a punto de tragar, nos llegaba su voz alta, con una entonación deliberadamente vulgar, que se burlaba de las remilgadas afectaciones parisinas de su marido. Contaba chistes y su propia risa sensual sonaba en aquella atmósfera cargada antes que la nuestra, o bien nos demostraba que Beethoven y Bach eran en realidad franceses secuestrados en el momento de su nacimiento y criados por los kartofen. Se emocionaba hablando de la última guerra o del parto de una de sus hijastras, fruto de uno de sus otros tres matrimonios. Otro tema era el aumento de los precios, del que empezaba a hablar con una frenética cascada de palabras que rozaban la histeria y a nosotros nos dejaba paralizados, presas de un terror que tenía un punto de delectación.

Estábamos hipnotizados, yo y los otros huéspedes pasajeros, cuyos francos siempre le resultaban irresistibles. Madame nos lanzaba miradas al rostro como si fuéramos sus marionetas, unas marionetas estúpidas pero rentables. Sus ojos, admirablemente desdeñosos, nos iban evaluando, calculaban el material de nuestra ropa, sopesaban el oro de nuestros anillos y ella en todo momento velaba por ofrecernos una mesa mejor que la de cualquier otra pensión de la ciudad, aunque, claro está, sacaba más dinero de nosotros que cualquier otra patrona.

Tenía una curiosa fama y todo Dijon sabía que era la clienta que más regateaba, la más dura de pelar de todas las que habían puesto alguna vez los pies en el mercado. Uno de sus maridos había sido prestamista... pero, según contaban, todo lo que sabía se lo había enseñado ella. Todo el mundo suponía que era rica, naturalmente, y creo que tenían razón.

Trabajaba como una esclava y se la veía más joven que muchas mujeres que tenían la mitad de su edad, si uno no se fijaba en la dureza de su boca, tan bien perfilada, cuando estaba en reposo. Revisaba la comida, daba clases de música, tocaba el piano en el foso orquestal cuando actuaban compañías en gira por la zona, y cuando el protagonista le caía bien, se acostaba con él..., o al menos eso circulaba..., y era ella quien llevaba toda la gestión comercial.

Unos años más tarde me enteré de que para reunir comida suficiente aunque solo fuera para dos personas en una ciudad del tamaño de Dijon había que pasar dos o tres días corriendo de un lado a otro cargado como una mula, del mercado a la charcuterie, en la calle siguiente, de allí a la tienda de primeurs y luego a la lechería. Y el sistema de madame se complicaba encima por su pasión por ahorrar.

Los tenderos bajaban automáticamente los precios cuando la veían llegar, pero aun así tocaba con gesto burlón los mejores plátanos, por ejemplo, y luego pedía que le enseñaran los que tenían escondidos. Cuando abrían la trampilla que daba al sótano, madame se hundía en aquellas profundidades y el pobre frutero tras ella. Pegaba unos toquecitos expertos a los racimos que colgaban en el fresco sótano, olisqueando su alrededor y luego, a cuatro patas, arrancaba los frutos más verdes y pequeños que crecían en la parte inferior de los grandes racimos.

Aquellos plátanos no tenían valor alguno: el tendero tenía que admitir que los daba a sus hijos para jugar. Pues pasaban rápidamente a la bolsa de malla de madame a cambio de unos magnánimos veinte céntimos o algo así... y al cabo de unos días aparecían en nuestros platos con un poco de crema de leche (a mitad de precio porque se estaba estropeando) y unas gotas de kirsch (rebajado porque no estaba correctamente etiquetado y porque madame estaba muy al corriente de la vida privada del vinatero). Cabe admitir que se convertían en un postre delicioso.

Además, cuando estaba en el sótano aprovechaba para llevarse unas cuantas naranjas macadas, un coco agrietado y alguna vez unas cuantas patatas algo grilladas.

El hombrecito de la fruta movía la cabeza, admirado y aturdido cuando por fin la mujer salía disparada de la tienda.

A veces lucía unos cuantos anillos de diamantes que le habían dejado sus difuntos maridos y, cuando tocaba el piano para las compañías de teatro, se teñía el pelo y se hacía la permanente. El resto del tiempo en la histeria de la rutina cotidiana, no daba la mínima importancia a su aspecto, pues un cambio representaba gastar dinero. Tenía un abrigo de pieles antiguo pero respetable, aunque prefería recorrer la ciudad con dos, tres o cuatro jerséis gordos antes que gastarlo, y cuando toda esta ropa no era suficiente para aguantar el frío húmedo de Dijon, se limitaba a añadir más capas de ropa interior.

—Eugénie —le dijo en una ocasión su marido, con aquella voz precisa y amanerada, poniendo graciosamente los ojos en blanco—, no me parece lo más adecuado que una mujer de tu edad circule por ahí como si estuviera a punto de dar a luz a unos mellizos.

Jo, su amable y afeminado hijo, se sonrojó ante aquella desagradable referencia a la reproducción humana. Estaba acostumbrado a soportar, callado como un palo, las vulgaridades de su madrastra, pero normalmente confiaba en que su padre se comportaría como un miembro de las clases altas, a las que ambos aspiraban vehementemente.

Madame les echó una rápida mirada. Dos hombres, parecieron decir sus ojos, pero ni entre los dos hacen uno...

Soltó una risotada.

—¡Gemelos! ¡Tranquilo, Paul! Los dijonenses jamás te acusarían de haberme hecho gemelos. Si la barriga se me hinchara por algo que no fueran gases, aquí mismo habría más cuernos que los de la cabeza del ciervo.

Los ojos se le encogieron hasta convertirse en dos puntitos, muy brillantes y azules, bajo la cabellera enmarañada. Era cruel, pero nos hizo reír, incluso monsieur Biarnet esbozó una sonrisa mientras se acariciaba el pequeño bigote.

El hombre aceptaba a regañadientes el paso de los años e iba de un cumpleaños no confesado al siguiente a base de cantidades industriales de carísimos tónicos para la «virilidad». Por supuesto, en las etiquetas se veía «reumatismo», «gripe» o «gota», pero todos entreveíamos en él un aura de miedo: Eugénie se mantenía tan joven... Y a pesar de su tendencia monárquica y del bochorno que le provocaban las vulgaridades de su mujer, era consciente de que había más vida en una de las pestañas de ella que en toda su persona de tímido esnob. Se refugiaba en las muecas frente al acento borgoñés de ella y también en la educación de su elegante hijo con la esperanza de que se convirtiera en todo un caballero.

A madame le costaba mantener las cocineras en la casa. A las muchachas les resultaba muy difícil trabajar con ella; mejor dicho, les parecía imposible. Ella era incapaz de confiar en la inteligencia de otros y no tenía pelos en la lengua a la hora de comentar, con el tono más estridente del mundo, las pocas luces de alguien. Se pasaba las comidas lanzándose a la cocina para asegurar que la última esclava hubiera regado bien el asado o pasado el café por el filtro.

Aquello le permitía no perder de vista la botella. Todo el personal tarde o temprano empinaba el codo, presa de la desesperación. Madame se lo tomaba con filosofía; en lugar de esconder el vino, cuando se iban vaciando las botellas, las llenaba con agua y nos lo contaba en voz alta en la mesa, como para ofrecernos otra prueba de la imbecilidad humana.

—Pobres desgraciadas —decía, mientras su rostro enrojecido adoptaba un aire reflexivo y casi tierno—. Yo misma... ¿qué sería de mí si pasara la vida entre los perolos de los demás? La única cocinera que tuve que no le daba a la botella zampaba tanto que los pies al fin le cedían bajo el peso al andar. Creo que prefiero que se tambaleen en lugar de atiborrarse.

Madame solo bebía durante la Cuaresma, por alguna razón profunda y escondida. Entonces se mostraba divertida y afectuosa y al final soltaba unas lágrimas frente al Moulin à Vent caliente, oloroso, en el que mojaba unos buñuelos llamados Friandises de Carême. En cuanto los había sumergido, quedaban blandos, difíciles de comer, pero a ella le encantaban: era una forma de soltar unos sonoros sorbetones que ponían a cien a su marido y confirmaban su amarga insistencia de que todos somos animales.

Dejaba que el terrier, Tango, mordisqueara aquello en sus grandes y finas manos, algo que les acercaba aún más, hasta que por fin el pobre Biarnet salía indignado del comedor, con L’Action Française sujeta bajo el brazo.

Madame adoraba a sus pupilos; la divertían y le aportaban un dinero que, junto con sus estupendos ahorros, representaba un importante beneficio mensual. Cuando Al y yo llegamos, éramos los únicos huéspedes, pero en los meses que siguieron, antes de que alquilara la casa con nosotros dentro, por lo menos pasaron por allí veinte personas, en idas y venidas; la mayoría, extranjeros.

Monsieur Biarnet, a quien importunaban los extranjeros que pagaban por comer en su mesa, tenía poco que decir sobre el tema, teniendo en cuenta la satisfacción pecuniaria de su esposa: tan solo se plantaba, y aún con poca firmeza, cuando se trataba de alemanes. Los odiaba. No podía tragarlos. Hubiera preferido morir de inanición antes que dirigirles una palabra amable.

Madame encogía los hombros.

—Todo el mundo tiene que comer. ¿Quién sabe si un día vendrán a Dijon como amos y señores? Luego estaremos contentos de haberlos tratado bien.

Así pues, algunos comían con nosotros de vez en cuando. Nunca se quedaban mucho tiempo. En realidad, Paul Biarnet ganó la partida, ya que se mostró tan odioso, tan encantadoramente educado, interpretó con tanta determinación su papel de cortesano francés hermético que los pobres pequeños kartofen no tardaron en buscar otros sitios para ir a comer. Madame le sonrió con afecto y con cierto orgullo y pronto llenó las sillas vacías con unas atractivas chicas rumanas o con unos fornidos checos.

Le gustaba tener en la mesa como mínimo a una chica atractiva; aquello mantenía la pretenciosa cabeza de Paul alejada de las mil dolencias y quejas, y a ella le resultaba más fácil seguir con su vida recia y a menudo disoluta. Conmigo le bastaba... Yo era joven, divertida, de fiar y estaba claramente enamorada de mi marido. Monsieur Biarnet se mostraba encantador conmigo, incluso Jo, de vez en cuando, salía de su ensoñación asexuada el tiempo suficiente para hacerme una tímida broma, lo que me iba al pelo para practicar el francés y complacía a madame. Si le hubiera sentado mal, aquello hubiera sido un infierno.

Normalmente permanecíamos en la mesa después de la comida del mediodía o de los domingos y charlábamos de la vida privada de los fantasmas, los arzobispos y tal. En alguna ocasión oíamos el hipo de la cocinera.

—¿Ha oído esto? —se interrumpía madame. Luego gritaba, dirigiéndose a la cocina—: ¡Imbécil!

Seguíamos charlando, partiendo las pequeñas y deliciosas nueces duras que ella había recogido de algún sótano de un tendero hipnotizado. Estábamos satisfechos tras una buena comida, bien preparada y sazonada con una especie de genial avaricia, capaz de convertir una suela de zapato en un fragante cordero lechal à la mode printanière.

Tal vez se trataba de la suela hervida..., pero una vez supervisada por madame, soltaba un aroma celestial, al igual que los demás platos que presentaba todos los días, después de darse un garbeo maníaco por las tiendas de tercera de Dijon y emplear a fondo su propio ingenio.

Nos contemplaba, cómodamente instalados en aquella sala acogedora, y mientras nos contaba la extraña historia de una de sus huéspedes, que se fugó con un cura, iba calculando mentalmente lo que había pagado cada uno de nosotros por aquel ágape y los beneficios que le habían quedado a ella.

—¡Imbécil! —chillaba en tono salvaje al oír otra vez el hipo en la cocina. Y cuando por fin nos levantábamos, se acercaba al fregadero, y oíamos que decía con suavidad—: Estás cansada, muchacha. Aquí tienes dinero para una entrada del cine. Acaba de fregar, vete para allá y descansa los pies. Pero no me traigas ningún soldado a casa.

Entonces se reía con ganas y, si era domingo, se iba al salón a interpretar una serie de fragmentos de Chopin..., todo ternura y pasión contenida.