SUBLIME Y SUFICIENTE

1929-1931

 

 

 

 

Vivimos casi tres años en Dijon, ciudad a la que los borgoñeses llamaban sin la mínima objeción, y tan solo con alguna tibia contradicción, «la capital gastronómica del mundo». Tuvimos la suerte de conocer allí a gente de casi todas las clases sociales, de sentirnos entusiasmados, llenos de interés, y sobre todo, de tener un estómago bien asentado. Asistimos a la mayor parte de los ágapes de forma voluntaria, pero aun así dudo que unos hígados más castigados que los nuestros hubieran podido soportar tantos golpes como les asestamos.

Íbamos tan a menudo como podíamos permitírnoslo a los restaurantes de la ciudad y a lo largo de la Côte d’Or e incluso subimos hasta Morvan, al lago Settons, a Avallon... y bajamos hasta Bresse. Degustamos terrinas de paté de diez años, con sus prietas costras de mantequilla enmohecida. Nos atamos servilletas al cuello para atacar las aromáticas Ecrevisses à la nage. Desorientamos nuestros paladares con becadas que llevaban tanto tiempo colgadas maniéndose que habían caído del gancho, antes de asarlas sobre unas tostadas ablandadas con una pasta hecha con sus entrañas podridas bañadas en el mejor de los coñacs. En las cocinas de pueblo tomábamos sopa de puerros muy caliente con un poco de vino blanco y virutas de cerdo salado.

Y en el mismo Dijon, cuando teníamos posibles nos íbamos al Ribaudot o al Chateaubriant, que nunca nos gustó mucho, salvo en verano, donde podíamos sentarnos fuera a comer polvo y fruta helada. Al final de la rue de la Liberté estaba el Buffet de la Gare. Tenía fama desde hacía mucho y en invierno era agradable por la enorme estufa de hierro, los camareros ya entrados en años y los jarrones de flores de Niza que los revisores de los expresos de París, Lyon y el Mediterráneo dejaban cada día, sin duda en reconocimiento a las excelentes comidas que servían. El Buffet estaba especialmente orgulloso de sus Tournedos Rossini, que a mi marido le encantaban, con la suave combinación de la carne de buey fresca y el pâté de foie gras casi putrefacto.

De vuelta a la calle principal, frente al Chateaubriant se encontraba la Grande Taverne, que se afanaba por introducir en Dijon un ambiente vivaz, espectacular, parisino, que en realidad fracasó del todo. Sus bombillas eléctricas estaban disimuladas bajo unas ordinarias placas de cristal translúcido cortadas en diagonal..., l’art moderne, decía el propietario, ufano..., y, en unos espejos, unos letreros en los que se recomendaban especialidades regionales con un fervor deferente. Pero los dijonenses que habían leído Le Temps y L’Intran bajo sus luces desde la época en la que se había instalado el gas seguían frecuentando el local... y el chef siempre dejaba a un lado sus «exquisiteces borgoñesas» para prepararme una tortilla al ron, con tres profundas marcas de azúcar caramelizado en su parte superior, donde había aplicado la pala de quemar a fin de dibujar una F para mí.

También estaba el Crespin, el más sencillo y uno de los mejores restaurantes del mundo. Se encontraba en una de las calles más antiguas de la ciudad, entre los mercados y mi iglesia preferida, y en invierno siempre veías en el exterior a un vendedor de ostras, con su mercancía, golpeando con los pies en el suelo como un caballo y soplando contra sus enormes y enrojecidas manos. Nunca había visto a alguien tan hábil a la hora de abrir aquellas enrevesadas y diabólicas conchas, pero aun así siempre llevaba algún corte reciente en aquellos grotescos dedos que parecían morcillas.

Tenía las ostras reposando, impotentes, sobre una capa de algas en unas cestas hechas de mimbre marrón oscuro... Las había portuguesas, de Marennes, verdes de calidades distintas, tan frescas que sus delicadas barbas se retraían tan solo con el contacto del aliento de cualquiera. En el pequeño restaurante las servían con limón y pan moreno con mantequilla, como en París, o con un simple corrusco de pan blanco de Dijon.

Tenían también caracoles, los mejores del mundo, verdes, que escupían babas en sus delicados ataúdes, cada uno en su hueco sobre el plato metálico. Una vez habías sacado el pequeño cuerpo, y soplado con precaución antes de comértelo, sacudías la concha para aprovechar hasta la última gota de su interior y luego acababas de rebañarla con un poco de pan, así no se perdía la mantequilla a las finas hierbas que contenía.

En Crespin siempre se podían comer también tripes à la mode de Caen, en cazuelitas individuales, en las que podían conservarse indefinidamente, y las servían con una ensalada y uno o dos trozos de queso. Esto era todo... Otra demostración de que si un restaurante prepara unos pocos platos como se debe, puede competir con cualquier rival con una larga y pretenciosa carta.

Había también otro lugar casi igual de simple, en la place d’Armes, cerca del Ribaudot, pero con la misma sencillez inherente. Se llamaba Le pré aux Clercs, y a mi marido le gustaba porque servían unos espléndidos filetes a la parrilla, poco hechos, con una guarnición de berros, que en aquella época empezaban a estar de moda entre la juventud de las grandes ciudades..., entre les sportifs..., si bien los gourmets mayores, acostumbrados a la compleja tradición de las finas salsas y los disfraces culinarios, los desechaban con impaciente grima.

Y, evidentemente, podían encontrarse sitios como el quiosco del parque, donde servían estupendos bocadillos de pan crujiente con finísimas lonchas o generosos tacos de sabroso jamón casero..., y los puestos a lo largo del canal, que vendían pescaditos fritos servidos en un cuenco..., además de los bares en los que, una vez a la semana, encontrabas tarta de queso caliente porque al propietario le encantaba.

Y en todas partes, en los bares de pueblo o los grandes templos de la gastronomía, se servía buen vino, daba igual que procediera de un grifo y pasara a un vaso de cristal grueso o de una botella llena de telarañas con su soporte de mimbre y se escanciara en unas copas que tintineaban ante la menor brisa. Poco a poco fuimos aprendiendo, siempre con gran humildad, qué vinos de Borgoña y de qué cosecha eran dignos de la mesa de un rey, y también la forma de combinar la añada con una circunstancia en concreto. (He olvidado buena parte de lo que aprendí entonces. Realmente es una lástima, pero quizá, como el pez, sabré nadar si vuelven a echarme al agua antes de que sea demasiado tarde.)

La mayor parte del tiempo en que aprendíamos y probábamos todas estas cosas vivimos con los Biarnet o con los Rigagnier, de modo que el tutelaje era involuntario y gracias a Dios con ellos también resultaba agradable.

Evidentemente, yo, como esposa de un casi miembro de la facultad, me sentía obligada a ir a tomar el té con mis casi colegas; yo era joven y me entusiasmaban aquellas tardes que pasábamos en la parte de arriba del salón Michelin tomando pasteles casi sin límite, pensando que con ello favorecía la carrera de mi marido. En una ocasión incluso tuvimos que ir a una comida oficial ofrecida por el rector.

Para los pedagogos franceses, este era lo que en nuestro país podría ser una especie de combinación entre Nicholas Murray Butler y Robert Hutchins, y a Al y a mí nos invitaron básicamente porque había que agasajar a un erudito de Nueva Inglaterra. Al igual que la mayoría de los embajadores que se enviaban por una razón u otra desde América, no hablaba la lengua del país que pretendía ganar para su causa, y ya que yo había conseguido hacer desaparecer entre las damas de la facultad la firme convicción de que todas las americanas o bien se medio emborrachaban en público tomando cócteles rarísimos o escupían en el salón, me situaron a su lado.

Era un hombre agradable que dirigía el departamento de inglés en una famosa universidad. Rezumaba la misma ingenuidad aparente de Wendell Willkie, una característica inmejorable para ganarse a la gente, sobre todo cuando se acompaña con una cabellera algo alborotada y una sonrisa de oreja a oreja.

Aquella fue la comida privada más impresionante a la que he asistido. (Gracias a Dios, debo añadir. A veces tengo la impresión de que he tenido una suerte casi milagrosa de haber vivido tanto y de no haber tenido nunca la obligación de asistir a uno de estos «banquetes oficiales» que conozco a través de las lecturas.) El rector era célebre por sus recepciones, pero en esta ocasión, Ribaudot había ayudado a su chef y el comedor contaba con unos cuantos de los mejores empleados del restaurateur, junto con el mayordomo y el sirviente.

Había hileras de copas de vino y el mayordomo iba murmurando el nombre y el año de cada uno de los que servía. Todos eran extraordinarios.

Todas las mujeres, incluyendo la anfitriona, llevaban sombrero, y algunas, guantes enrollados alrededor de las muñecas; yo estaba nerviosa y tenía la impresión de salir de una de las visitas que el conde Boni de Castellane había hecho a Newport en la década de 1880.

Nos sirvieron écrevisses enteros con una untuosa salsa y nos pusieron a disposición las adecuadas tenazas de plata, cortapinzas, mazos y fórceps.

El invitado de honor se mostraba muy diplomático, inclinaba su canosa cabeza primero hacia la anfitriona, luego hacia mí, pero cuando vio todo aquel marisco de color rojo coral nadando en una abundancia digna de Lúculo, se inclinó contra mi hombro y, en un tono que no tenía nada de académico, murmuró:

—¡Socorro, por el amor de Dios, amiga mía! ¿Qué hago?

Yo sabía lo que había que hacer, pues no era la primera vez que tenía que batallar ante una exquisitez algo sobrevalorada, en mi opinión, y no tenía paciencia con aquellas herramientas en situaciones de urgencia. Hubiera tenido poco tacto si le hubiera recordado que podía observar a la dueña de la casa, por ello le guiñé el ojo diciendo:

—Míreme a mí.

Cogí uno de los mariscos entre el índice y el pulgar izquierdos, le corté las pinzas con las tenazas de plata, me comí la carne que pude sacar con el pequeño tenedor y con una corteza de pan extraje el resto de la salsa. El visitante soltó un suspiro, satisfecho, y se puso manos a la obra.

De esta forma todos los reunidos en aquella larga y excesivamente formal mesa se comieron el plato, y a partir de entonces todo se fue volviendo más amistoso, se olvidaron o pasaron por alto las contiendas universitarias, y al final la esposa del rector me dio un abrazo y me invitó a tomar el té un día.

(Todo el incidente parece un poco más bárbaro de la cuenta..., «Esos encantadores salvajes americanos»..., lo que no quita que, en mi opinión, quien invita no tendría que servir nada que no pueda comerse con facilidad sin perder la compostura. En el caso de los écrevisses es diferente, claro está, cuando se sirven con las pinzas cortadas y el caparazón partido. Pero creo que en Francia se opinaba que esta preparación de mariquitas quitaba mucho sabor al plato... Aún hoy no he visto a un solo gourmet, por más hábil que sea, comerse un crustáceo así con los utensilios establecidos. Al contrario, con las mangas remangadas, la servilleta al cuello, una o dos inevitables salpicaduras y unos cuantos sonoros ruidos de succión: así se comen estos platos en Prunier, en el Rector y en el Café de l’Escargot d’Or, al borde de cualquier lago en la época del cangrejo.)

Sin duda, cada otoño se celebraba en Dijon la Foire Gastronomique: pasábamos por aquellas largas tiendas y tomábamos unas cuantas copas de vin mousseux, pero no éramos lo suficientemente importantes para que se nos invitara a alguno de los banquetes oficiales y teníamos que enterarnos por los periódicos de los fantásticos menús que se servían. Los precios se disparaban para los de fuera, muchos de ellos negociantes de vino, y se comentaba que todos los restaurantes sazonaban un poco más de la cuenta las salsas para que incluso los vinos mediocres pudieran pasar por caldos extraordinarios. Dijon nos gustaba más en su estado natural de gourmandise de masas.

Puede que los mejores ágapes de nuestra estancia allí fueran los del Club Alpin. Monsieur Biarnet nos presentó para que nos admitieran como socios después de haber decidido, tras observarnos en la mesa de su pequeño y agobiante comedor, que éramos personas divertidas y relativamente civilizadas. Se suponía que aquello era un honor, al igual que un beneficio para el club, pues obtenía más ingresos para sus banquetes al aumentar el número de miembros. Para nosotros fue una experiencia interesante, aunque algo agotadora.

Allí oíamos un francés excelente de boca de abogados, mandos militares retirados y arquitectos carcamales, como nuestro amigo Biarnet, que, por una razón u otra, pero casi siempre gastronómica, pertenecían al club. Con ellos tuvimos ocasión de ver castillos, conventos y bodegas a las que en muy pocas ocasiones podía acceder el público. Así pues, nos paseamos, nos arrastramos, serpenteamos y jadeamos por toda aquella zona de Francia, bajo las frías lluvias de marzo, los ventosos días de otoño con el suelo cubierto de hojas doradas, y las primeras horas de seductora suavidad del mes de abril.

Todos teníamos que llevar botas consistentes, y casi en cada una de las excursiones bimensuales conseguíamos descubrir alguna pequeña gruta o quebrada que explorar, con lo que se demostraba que lo de «Alpine» del nombre del club no era una broma, ni aun en el corazón mismo de las ondulaciones de la Borgoña. Nuestra sede en Dijon se encontraba en uno de los edificios más perfectos y bellos del siglo XIV en Europa, y allí asistíamos a menudo a conferencias sobre los lugares que íbamos a visitar.

De todas formas, la auténtica razón que nos llevaba a aceptar estas actividades a menudo aburridas era que cada vez que pasábamos medio día andando a duras penas por campos llenos de barro y temblando en medio de ruinas fangosas, llenas de murciélagos, la otra mitad del día transcurría en el mejor restaurante de la zona, donde nos sentábamos cómodamente, con la copa de vino y las especialidades del pueblo o de la región, lo que nos emocionaba más que la cima que habíamos escalado o el arco gótico que podíamos haber contemplado.

El programa siempre era el mismo: un paseo a paso ligero desde la estación donde nos había dejado el tren de Dijon, cuatro o cinco horas de comida y bebida y después un largo paseo, escalada, visita de monumentos y de templos en ruinas. Probablemente Al y yo éramos los más jóvenes del club, con una diferencia de unos treinta años, pero en más de una ocasión el puro alarde fue lo que nos impidió no caer en el barranco más próximo, presas de un coma digestivo. Los coroneles y los abogados se golpeaban el vetusto pecho con entusiasmo cuando se reencontraban en el aire libre después de tan largas horas en los restaurantes, y se lanzaban al campo como una manada de potrillos. Nosotros corríamos, desconcertados, tras ellos, como dos finas sombras americanas convencidas, al menos por un tiempo, de que habíamos salido con los primos de Gargantúa.

Las comidas duraban horas, independientemente del tiempo que pudiera durar la excursión, y simplemente por mor de la investigación, basada en nuestro interés por las costumbres tradicionales y la cultura, no solo probábamos los platos más populares de la casa, sino también el venado macerado al estilo de la viuda Leblanc y la trucha favorita del cura del pueblo, marinada en vino blanco y servida helada, con uvas verdes.

El cocinero y su familia, así como la propia viuda Leblanc, el cura y la cocinera del cura, venían a participar de nuestra delectación, y durante la comida comparábamos, con ejemplos muy bien seleccionados, los mejores vinos del pueblo y de la zona para acompañar cada uno de los platos. Siempre rendíamos primero homenaje a los vinos corrientes y luego, poco a poco, íbamos ascendiendo hacia las cimas del orgullo del terruño, las botellas selectas que conocían todos los entendidos, pero que se veneraban únicamente en su territorio.

En alguna ocasión, el alcalde o el propietario del castillo, conocedores de la auténtica naturaleza del Club Alpin de Dijon, mandaban, con todos sus respetos, unas botellas de estos vinos que aún hoy me hacen soñar: vinos sin etiqueta, que ningún desplazamiento había alterado, caldos que no habían violado nunca los indiscretos paladares de los catadores comerciales. Entonces se calmaba el parloteo, monsieur le curé inclinaba la cabeza sobre la copa, como si rezara, y uno o dos de nuestros veteranos, con la mirada perdida, exclamaban:

Épatant... É-pa-tant!

El secretario del club siempre intentaba organizar nuestras salidas para después de haber estudiado una cocina regional con todo el detenimiento que merecía y haber tomado seriamente notas, físicas y espirituales, de las cosechas que se producían aquí o allí, para que nos pudiéramos dedicar con el mismo fervor a la propia excursión.

No obstante, muy a menudo descubríamos por casualidad que cerca del pequeño castillo que visitábamos después de dos horas de haber comido se encontraba una pastelería donde una ancianita hacía fantaisies a la crema agria sin parangón en todo el país.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó monsieur Vaillant, el abogado jubilado a medio camino de nuestro recorrido para visitar una mansión donde había pasado veinte años de solaz uno de los amantes exiliados de madame Maintenon pintando pagodas chinas en los revestimientos—. ¡Alabado sea Dios y double-zut! ¡Qué horror! Estamos a diez minutos, en un agradable paseo, de una de las mejores pasteleras de todos los tiempos. Una persona modesta, es cierto. Que se contenta con una cierta fama. Ya hizo sus fantaisies para la primera comunión de mi querida madre. Las mandaron en un baúl de madera con muchas capas de papel de seda y hojas muertas para protegerlas durante el viaje.

Y a continuación:

—¡Vamos a pararnos! —resopló, enrojecido de inspiración, con un brillo de deseo en sus legañosos y viejos ojos. Mandó a un muchacho a avisar a la bruja en cuestión que encendiera el fuego y desentumeciera los huesos.

Luego, una vez hubimos contemplado diligentemente el resto de las pinturas murales, que permitieron a los más ilustrados identificar el simbolismo clásico en las crípticas escenas, y a algunos de los más pícaros reconocer, con el mismo placer, unas cuantas posiciones neoclásicas entre las ninfas y los mandarines de ojos rasgados, enfilamos hacia la pastelería. Incluso Al y yo olvidamos los excesos de la comida, animados por el aire puro y los jubilosos recuerdos de monsieur Vaillant.

En efecto, las fantaisies a la crema agria de la desdentada heroína del pueblo, suaves, delicadas, fritas en la más pura mantequilla, algo más pálidas que la piel de Josephine Baker, pero con la misma vitalidad que la cantante, constituían el dulce más delicioso de toda Francia, y monsieur Vaillant se sintió el hombre más satisfecho de nuestro club.

Las acompañamos con vino caliente... «Nada mejor contra esos vientos de noviembre», asentimos, animosos, con Vaillant..., y acto seguido escalamos tal vez solo tres de las cuatro colinas que había previsto nuestro optimista secretario, antes de tomar el tren, que, con su típica atmósfera viciada, nos llevó de nuevo a Dijon. Fumamos, charlamos y echamos alguna cabezada en aquel íntimo y peculiar «local» de tercera clase, aquel domingo por la noche, y jamás de los jamases lamentamos, digestiva o moralmente, la licenciosa prodigalidad de sabores y placeres sensuales que nos había aportado el día.

Una vez al año, el día de la Ascensión, el club abandonaba, a instancias de la iglesia, las enérgicas ideas de subir por encima del nivel del mar y organizaba su banquete anual sin tener que salir luego de excursión o a admirar unas ruinas bien conservadas que no fueran las de sus propios miembros.

El único año que asistí al citado banquete nos pasamos seis horas en la mesa del Hôtel de la Poste, en Beaune. Aquello fue mucho antes de que revocaran su fachada y comimos en la sala fragante y oscura donde generaciones de cocheros, de conductores de carruajes y chóferes se habían alimentado, al igual que hacían «en la parte de delante» quienes los alquilaban.

Nos habían preparado allí una larga mesa y otra, aún más larga, para los vinos. Los montones de uvas, las últimas del año, impregnaban la atmósfera de una especie de promesa decadente, pero ni una sola flor desviaba nuestros sentidos.

Brindamos por una serie de cosas y al principio los invitados y algunos de los viejos jueces y oficiales se dedicaron a darse aires, pero poco a poco, conforme iban pasando los platos a un ritmo comedido e iba cambiando el aspecto de los espléndidos vinos, el esnobismo e incluso la política fueron menguando en nuestros corazones al tiempo que el ingenio y la conciencia alegre de que aquello era Francia nos llenaba a todos de vitalidad.