OJALÁ LLUEVAN PATATAS

LAS ALEGRES COMADRES DE WINDSOR

 

 

 

 

Las preguntas más fáciles que pueden hacerse sobre una patata son dos: qué es y por qué existe.

Ambas son preguntas irritantes para un verdadero aficionado. La respuesta a la primera es por demás obvia: una patata es un alimento delicioso, nutritivo, etcétera. La segunda pregunta acaso sea demasiado impertinente como para merecer que se la conteste, aunque más de un ama de casa harta querrá gritársela al cielo en caso de tener una de esas familias que dan por sentada la aparición diaria de ese ubicuo vegetal.

Los diccionarios dirán que la patata es un tubérculo farináceo que se usa como alimento. Las enciclopedias llenarán ocho o nueve páginas largas con melancólicos análisis sobre sus orígenes, formas de cultivo y enfermedades, algunos de los cuales bastarán para desalentar a cualquier patatoadicto que se tome el trabajo de leerlas.

Entre ambos extremos de la definición hay una historia que interesará incluso a quienes no sienten gran entusiasmo por la patata. El relato rebosa de color, aventura y nombres sonoros y valerosos.

A comienzos del siglo XVI, los españoles vieron plantaciones de papas en el Perú, y el monje Jerónimo Cardán se llevó algunos ejemplares a España. A los italianos les gustaron, y luego a los belgas.

Más o menos por la misma época, sir Walter Raleigh encontró una patata en América del Sur y se la llevó a su finca cerca de Cork. Algunos dicen que lo que se llevó fue un ñame, tubérculo que los isabelinos consideraban un potente afrodisíaco. Otros dicen que era una patata blanca. En Alemania hay una estatua que agradece a Raleigh su aporte. Pero, por otro lado, los españoles proclaman haber sido ellos quienes introdujeron la patata en Europa.

Comedla, comedla sin fijaros en su origen, urgía la Real Sociedad Británica. Durante muchos siglos el cultivo de la patata no avanzó demasiado.

Cuando llegó a convertirse en alimento importante, sobre todo para los pobres, sus enfermedades ya habían madurado, y en 1846 la plaga de la patata envió a miles de irlandeses famélicos a la tumba, y a otros miles a América.

Verrugas, escabros, mugre y herrumbre también hacían lo suyo, y los hombres tuvieron que esforzarse para obtener nuevas variedades antes que otras plagas los azotaran. Great Scott, Boston Comrade, Magnum Bonum, Rhoderick Dhu, Nueva y Rugosa: estas y otras cien clases de patatas llenaron millones de ollas en todo el mundo y siguen llenándolas.

Pero el nombre es lo de menos; una patata es una patata, y se la llame como se la llame será almidonosa, tendrá una piel como de corcho terroso y, lo que es peor, no faltará en la mesa de ningún rubiales.

Los hombres algo más oscuros suelen comer pastas en forma de cuerdas delgadas, o de cañas, siempre farináceas según el diccionario; pero en la dieta anglosajona la patata se distingue por encima de foráneos macarrones o espaguetis.

A veces es difícil decir por qué. La patata es rica cuando está bien cocinada. Asada muy despacio y untada con mantequilla, o hervida en su cubierta y luego «escarbada», es deliciosa. La sal y la pimienta suelen ser condimentos indispensables de su sabor mórbido y polvoriento. Sola, o con una gran taza de leche fría y espesa o una loncha de buen gruyère, llena el alma y el estómago de una satisfacción poco habitual.

En general, no obstante, la patata es un comestible pobre, mezquinamente tratado. Con harta frecuencia se la prepara de forma tan descuidada y primitiva que una piensa que el cocinero no tenía idea de lo que era, como pasó con esos aguacates que una dama envió a la ratonera de Cornualles para enterarse, meses después, de que habían tirado a la basura la pulpa suave y espesa y hervido inútilmente los huesos horas y horas.

«Jamás he probado una pasta tan pobre, gris y fofa, una cosa tan triste», dice mi madre de las patatas que sirven en Irlanda. ¿Y quién se atreve a contradecir a una mujer que ha conocido los asados y cocidos de los Leones de Londres y del ABC?

Pero es evidente que los irlandeses las prefieren a la muerte por hambre, y los ingleses también. Y en Europa Central, en regiones donde cada cocina es una fábrica de bolas de harina, existen unos enormes proyectiles de cañón hechos con patata que, perniciosos como cualquier shrapnel al paladar extranjero, los nativos digieren como sedosas claras de huevo.

Los sirven en Navidad, con el ganso, pero también durante el resto del año. Tienen el tamaño de la cabeza de un bebé. Son grisáceos, y extraordinariamente pesados. Los hacen trabajosamente con patata cruda, los amasan, hierven, vuelven a amasar y vuelven a hervir. Las capas se acumulan una sobre otra, se hornean y dejan enfriar, hasta que por fin la masa entera, flácida y como picada de viruelas, se cuece en un bullente caldo de ganso hasta el momento de servirla cortada en rodajas.

Podrán doblarse los tenedores contra sus curvas aceradas y los estómagos retorcerse en cien convulsiones gástricas; las bolas centroeuropeas de patata son indestructibles. Sobreviven a todo, y una generación tras otra de gargantas tirolesas seguirá consagrándose a tragarlas con avidez.

En sí mismo, esta siempre renovada necesidad de almidones, el eterno deseo de la patata, no deja de tener su importancia. Más allá de formas y disfraces nacionales, el apetito está ahí, inmune a los mandatos de los dictadores y de cualquier otra plaga.

Puede que su manifestación más insidiosa sea el hecho de que los anglosajones no conciben la ausencia de la patata. De una u otra forma tiene que acompañar cualquier comida; así ha sido siempre, y por lo tanto así seguirá siendo. Ninguna rebelión, ningún solapado desacato del cocinero podrá afectar la solidez de este porfiado dogma.

Más importante, con todo, es la función de la patata como complemento gastronómico. Es este papel el que es preciso considerar, a fin de librarla de monotonías peligrosas y vestirla con el cambiante y misterioso atuendo de la adaptabilidad.

Aunque pocos se den cuenta, ser complementario es en sí mismo una virtud. Más aún: es un placer sutil, como la leve exaltación de una hermosa morena que inesperadamente se ve en compañía de una rubia igualmente guapa. Es esto lo que quería decir aquel chef al rechazar un comentario consolador.

Era francés, y Eduardo VII de Inglaterra lo había llamado a Londres tras haber descubierto que a sus súbditos les gustaba más cenar en París que en su casa.

Un día el gran cocinero preparó un lenguado tan notable que los invitados de Eduardo dieron por sentado que el rey lo elogiaría ampliamente. El hombre fue convocado. Los comensales ardían de expectación.

—El Château Yquem —dijo Eduardo VII— era excelente.

El chef se encogió de hombros, gesto de indiferencia que desmentían todos los músculos de su alborozado rostro.

—Vuestra Majestad no podría haberme hecho mayor elogio —dijo con serenidad—. Pues vuestra Majestad sabe, tan bien como yo, que cuando un plato es perfecto, como lo era hoy mi lenguado, el vino siempre sabe bien. Pero si el plato no alcanza la perfección, el vino, falto de complemento, resultará pobre y débil. Así pues, vuestra Majestad me comprende.

Aunque hay pocas maneras de prepararlas para que alcancen la perfección de un plato real de pescado, y ninguna las hará merecer el halago de un Château Yquem, las patatas son a su modo un complemento superlativo. Y es así, repito, como hay que tratarlas.

Fritas, otorgan mejor sabor al filete a la plancha; en puré, con crema de leche y mantequilla salada, permiten salvar el mortífero abismo entre un ragú y una ensalada; asadas, abiertas y radiantes de blancura, realzan el grueso y picante sabor de un par de salchichas; solo en condiciones como estas hay que servirlas.

Pues así cobran dignidad. Se hacen acreedoras de un sitio excepcional, no envilecido por el mortal desgaste de la aceptación cotidiana. Ya sin ser meros «tubérculos que se usan como alimento», pasan a ser un placer gastronómico.