LA TRANSFORMACIÓN DEL MAR

1932

 

 

 

 

Volvimos a hacernos a la mar en 1932, aproximadamente un año después..., pero yo no solo tenía un año más; había madurado en una arrancada, de forma que, de la noche a la mañana, comprendí muchas cosas sobre mí misma, sobre lo que quería y cómo conseguirlo. Ello me hizo más sobria y mucho menos tímida.

Fue duro abandonar Europa, pero sabía que, aunque nos quedáramos allí, nuestra juventud había desaparecido. Se había roto el primer encantamiento despreocupado, y no era porque habíamos comprado los billetes, como Al parecía creer. Era algo que ya no podía recuperarse; habría sido algo monstruoso, como un adulto que volviera a ser niño sin abandonar su cuerpo grande, desgastado.

Antes de subir a bordo, comimos en un restaurante del puerto viejo de Marsella. Al y yo habíamos estado allí muchas veces, y Norah, que tenía un paladar más fino de lo habitual, casi como el de una joven francesa, estaba emocionada ante la perspectiva de un último festival, una auténtica bullabesa. De todas formas, estuvimos a punto de perdérnosla.

Era la primera vez que me echaban de un restaurante y aquello me dejó un poco alterada; entramos por la puerta y un camarero vino corriendo hacia nosotros, abriéndose paso entre la atestada sala y sin darnos cuenta de lo que ocurría, nos vimos otra vez fuera..., ale, ale, como si fuéramos unos descarados pollos que se hubieran metido en el jardín del vecino.

Entonces salió precipitado el dueño. Nos había reconocido. Pegó una bronca al entrometido camarero. ¡Nos reímos tanto...! Resulta que el camarero había visto mi acordeón, que Al llevaba bajo el brazo, ya que no encontramos un lugar seguro para él antes de la salida del barco, y pensó que éramos artistas callejeros hambrientos a la caza de una comida gratis.

Hicimos inclinaciones de cabeza, sonreímos, nos sonrojamos y, finalmente, Norah, Al y yo nos sentamos en la mejor mesa de la terraza, con vistas al puerto viejo, bajo el espléndido sol primaveral, donde tomamos diferentes tipos de vino de la reserva particular del dueño, al tiempo que intentábamos no pensar en cómo íbamos a llevar lo de abandonar aquel país.

La bullabesa nos llegó al olfato con sus intensos efluvios de azafrán. Rebañamos y nos bebimos el líquido, chupamos centenares de bichos muertos con sus conchas. Brindamos por muchas cosas, cada dos por tres, pero sobre todo por nosotros.

Y llegó el momento de partir. Toqué para el propietario y para unos cuantos camareros mi mejor melodía, aún con el sentimiento, intensificado por el buen vino y la comida, de desconcierto al pensar que no es justo echarme a mí ni a nadie de un lugar. Tomamos la última copa, un marc du Midi capaz de hacer estremecer al propio Júpiter, y a continuación abandonamos Francia.

El barco era un pequeño carguero que llevaba unos quince pasajeros. Se llamaba Feltre, creo, y llevaba una ligera carga de vino y aceite para la venta, un pequeño y famoso velero que se trasladaba a América para una regata y una gran cantidad de comida para la tripulación, puesto que Mussolini no permitía que se sirviera a sus marinos ni un producto que no fuera italiano en los tres meses de viaje.

(La policía de Marsella sospechaba que en el carguero viajaban dos hombres peligrosos que habían matado a unos empleados de banco y se habían llevado una suma de dinero que oscilaba entre dos mil quinientos francos y doscientos cincuenta mil francos. Registraban la carga y el capitán estaba hecho un basilisco. Por fin, después de haber desmontado, desabrochado y abierto todo lo que se guardaba allí, incluyendo mi propio acordeón, la policía se largó, malhumorada, y pudimos avanzar más allá de los muelles..., la salida más discreta y silenciosa por mar que he hecho en mi vida.)

Nos detuvimos en unos cuantos puertos españoles, algunos grandes, como Barcelona, otros que no eran más que un simple muelle metido en el mar y cubierto de relucientes latas cuadradas de aceite de oliva. Nos recibió allí una enorme mancha de aceite y la tripulación empezó a echar maldiciones contra los vagos estibadores españoles, que estaban por allí riendo y fumando, y se negaban a cargar una sola lata. Estas se abrían con el sol y aquel líquido verdoso iba saliendo y bajando por todas las rendijas del muelle.

Era un sabotaje, nos dijo el capitán: las cosas andaban mal en España..., los comunistas, claro..., pronto habría una revolución.

Nos quedamos repantingados dos días en aquella untuosa marea. Encontraron unas docenas de latas sin la soldadura fundida, las cargaron y pudimos marcharnos, seguidos durante horas por el agradable olor del aceite perdido.

En Málaga estuvimos tomando café sentados bajo un árbol, luego tomamos un vino espeso de color pardo y, después de cierto intervalo, un anís del Mono bautizado...; una combinación salvaje, pero no creo que sentara mal a nadie.

Decidí que me gustaría vivir en Málaga. Desde la cubierta del barco, tomando una suave cerveza italiana contemplamos el desfile de las colinas de color tostado, una imagen que recordaba California, entre Balboa y San Diego, algo que me encantó.

Luego, días más tarde, cuando pasamos lentamente las Canarias, casi decidí que también me gustaría vivir allí. ¿Cómo sería la vida en una isla, una isla tan terriblemente isleña? No...

Sería algo así como vivir semanas y semanas somnolientas en un barco pequeño, como estábamos haciendo nosotros. Las emociones no se identifican y tal vez aparecen repentinas llamaradas de enérgica acción, lágrimas y luego vuelta a la calma entre los habitantes. Hace falta desapego para vivir en un lugar en el que se ven desde todas partes los límites físicos. En mi opinión, la vida es demasiado corta para pasar la mayor parte del tiempo haciendo un esfuerzo para desapegarse de ella.

El capitán era un joven obeso de mirada impersonal cuando sus ojos parecían tener que irradiar luz. Tuve la sensación de que no le caían bien los pasajeros, de que estaba resentido con ellos, de que su vida era la de un ama de cría para todos, algo que yo no podía reprocharle. Pero incluso sin pasaje creo que no hubiera sido un capitán como puede serlo un holandés o un sueco, o incluso otro italiano. Se le veía tan alejado del barco como de nosotros, y aquello me producía una incómoda sensación de inseguridad.

Puede que no se mostrara tan frío con el resto de los pasajeros; recuerdo que se produjeron como mínimo dos accesos de lágrimas a causa de los celos en algún punto de las Antillas, pues estuvo charlando en su camarote con dos americanas de reforzado mentón que volvían a su país después de pasar un año en Florencia en vez de hacerlo con la joven señora Feinmann, quien había huido con un italiano y su madre la llevaba al marido, dispuesto a perdonarla. («¿A que es como una radionovela?», me preguntaron las dos mujeres desbordantes de romanticismo, de orgullo y satisfacción pocas horas después de salir de Marsella, cuando me contaban por la primera de las probablemente cuarenta veces la huida, la persecución, la captura.)

Al, Norah y yo, por nuestras propias naturalezas, nos guardábamos las transformaciones que obraba el mar para nosotros y vivíamos en nuestro pequeño y digno mundo. Ocupábamos unos camarotes del puente superior, que daban a una especie de salón, donde comíamos con una familia de cuatro suizos tan discretos como nosotros.

Se me entumecieron los dedos meñiques de las manos y los pies, y pasé, antes de llegar de Gibraltar, unos días más asustada de lo normal en aquellos meses en que Norah estaba bajo mi responsabilidad; por primera vez en nuestras vidas sufrimos terribles dolores de oído, lo que hacía que nos moviéramos y habláramos como si estuviéramos hechas de cristal. No había ninguna enfermera a bordo, lo que contravenía la legislación internacional, creo. El capitán tenía medicamentos en su camarote, pero me parecía un poco ridículo que dos mujeres hechas y derechas se plantaran allí reclamando unas pastillas a aquel gordinflón tan impersonal.

—Bebe mucha agua y no te enfríes —dije con firmeza a Norah, si bien me temblaba la voz alrededor de palabras como «mastoides», y sentía que me pinchaban la cabeza con hierros candentes.

Y en unos cuatro días de pronto volvimos a sentirnos bien. Me pregunto qué pasó..., si fue un microbio...; de hecho, no lo soñamos; tampoco soñé yo el pánico que tuve que contener al pensar en Norah y toda el agua que la separaba de unos cuidados como es debido.

Los otros cambios no fueron tan agresivos, no fueron tan tangibles.

No sé cómo lo pasó Al; contemplaba el mar, hablaba con el hombre que llevaba el velero para la regata, propiedad de un millonario americano, y también con un corpulento luchador de San Francisco. Iba tomando notas en minúsculos papeles con su letra casi invisible. Tenía un aspecto estupendo cuando llegamos a la zona cálida y pudo ponerse la ropa de algodón blanco. Pero por dentro... no tengo ni idea.

Casi podría decir lo mismo de Norah. Leyó un montón de novelas francesas que había comprado para mí (y yo, por mi parte, leí El conde de Montecristo en ocho volúmenes y unos folletos religiosos que nos habían pasado los suizos). Un día oí a mi hermana hablar en el camarote y fui a ver qué ocurría. La encontré en medio de la pequeña estancia pintada de blanco, mirando las cucarachas que rondaban por las paredes del techo, como por todas partes, y decía:

—Yo no me quedo ni un minuto más aquí. ¡Me niego a aguantar esto!

Medio petrificada por la cólera, lloraba ante aquellos negros insectos. Me dio mucha lástima.

—Estás a doce días de Gibraltar y a unos veinte de la escala siguiente —le dije, y volví a mi camarote.

A la hora de comer estaba mejor, pero aún le vi dos o tres días aquel aspecto retraído, de persona exhausta. Es difícil aceptar con gracia lo inevitable, y es probable que nunca se recupere del todo del impacto que le produjo oírme decir lo que no estaba dispuesta a admitir. Era muy joven para asimilarlo.

Yo pasaba la mayor parte del tiempo haciendo calceta, leyendo e intentando estimular mi espíritu. Descubrí unas cuantas cosas sobre la relación con mi familia y con otros hombres aparte de Al y, mientras el buque avanzaba lentamente surcando las olas, fui analizándolo por mi cuenta y en alguna ocasión con él.

No creo que me escuchara, probablemente consciente de que hablaba para mí misma. ¿Y quién me dice que no hiciera él lo mismo? Parecía lo más natural en aquel barco pequeño y tranquilo. No había nada real salvo lo que se desarrollaba en mi cabeza. (¿Sería también así en una isla?) Todo lo exterior se veía como entre sombras: el agradable ritmo de las comidas, los saludos, los cotilleos, incluso el dolor de oído y también las pasiones de otros viajeros, que de vez en cuando se imponían.

Evidentemente, existía otro tipo de vida allí mismo, la de la tripulación, pero esta casi nunca se nos acercaba. Para ser italianos, eran silenciosos y serios. Nuestro camarero de a bordo era un muchacho pálido y rubio llamado Luigi, que temblaba de zozobra cada vez que le dirigíamos la palabra y desprendía un fuerte olor. Del que nos servía la mesa no recuerdo nada, excepto que era amable. Cuando hacía demasiado calor para comer ternera o cerdo, lo habitual al mediodía, se preocupaba especialmente por Norah y le llevaba unas ensaladas un poco raras. Lo hacía incumpliendo órdenes, pues a aquellas alturas del viaje, a unas cuatro semanas de la llegada, quedaría tan solo lechuga para la cena del capitán.

Los quesos y el pan eran deliciosos y siempre había vino en la mesa, aunque tenía un cierto regusto si lo comparábamos con los borgoñas tintos y blancos que habíamos aprendido a valorar. Se parecía más a los vinos del Midi, nada que ver con los que se exportaban para gourmets, era de los que se reservaban para consumo del país, con más cuerpo, más ásperos y fuertes. A mí me gustaba. El camarero me traía un poco de hielo y yo lo bebía para acompañar todo lo que nos servía: las deliciosas rodajas de salami, los quesos, la fruta.

Cuando llegamos a los puertos de América Central llegaron las fabulosas papayas, frías y suaves como la mantequilla, las naranjas de piel verde, grandes como melones, y los plátanos. También nos traía aguacates, deliciosos con un poco de pan crujiente. Y los vinos de un color amarillento y los tintos con tonos azulados casaban a la perfección con todo esto, con cosas simples y directas con el ardiente calor de las aguas costeras.

Estábamos en las últimas y tuvimos que administrar el poco dinero que nos quedaba: una cerveza al día, un vermut antes de cenar, propinas en San Pedro, «contingencias». A Al no le gustaban los vinos. En el paladar tenía aún el recuerdo de las firmes notas de un Chambertin de 1919 y le costaba ajustarse a cosechas inferiores. Así, Norah y yo le cedíamos nuestras cervezas sin acusar mucho la pérdida de una bebida tan aguada.

Para el cumpleaños de Norah, como excepción, tomamos champán. Era dulce, tibio, y en el crepúsculo brumoso los mosquitos empezaron a arremolinarse alrededor de las copas. Afuera oíamos a los nativos chapoteando en la empalizada construida en la bahía para impedir la entrada de los tiburones. En el barco reinaba el silencio. El capitán levantó tímidamente la copa hacia nosotros, y todos suspiramos pensando que era una lástima que no nos cayéramos bien.

Entonces me comporté de una forma más estúpida de lo que en ocasiones he admitido; ahora veo claro que el pobre Al no se quedó a bordo porque la carne de cerdo en mal estado le había afectado a los intestinos, sino porque sentía un odio espantoso por los insectos..., los bichos..., todo aquello que chupase y picase. Tal vez se quedaba tumbado, lánguido, en la litera a causa de ellos, porque sabía que fuéramos donde fuéramos todo estaría infestado, que en cada árbol se encontrarían montones de insectos. Probablemente..., ahora maldigo mi obtusa mala interpretación..., probablemente le ponía enfermo pensar que volvería de aquellos paseos de ensueño en tierra firme cubierta de aquella invisible peste. Pero no decía nada y Norah y yo bajamos, junto con los demás, a visitar poblados de la selva.

En una ocasión me quedé con la vista fija en un habitante de uno de aquellos pueblos, paralizada, como una mariposa traspasada por un alfiler; tenía la piel canela oscuro, llevaba un pantalón hecho trizas como los que vagan por la playa en las películas, tenía los ojos azules y seis vigorosos y finos dedos en cada pie. No sé cómo me di cuenta de golpe de estos dos sorprendentes detalles, pero lo hice.

Y cuando aparté la mirada de él, me volví, desconcertada, para hablar con Norah, pero no pude porque una vieja tan atacada por la lepra que solo le quedaban en la mano los huesos blancos y desnudos se había apoyado en el brazo de Norah, y no se desprendía de ella. El horror me encendió el rostro, luego encogí los hombros..., todo formaba parte de un sueño, si me iba corriendo en busca de antisépticos, lo único que conseguiría sería aterrorizar a la gente. Di unas monedas a la anciana y vi cómo se alejaba entre las sombras, como una manzana podrida que rodara por el suelo. No abrí la boca. ¿Para qué?

Puse la mano justo en el punto donde la había colocado la leprosa, y nos adentramos en las sombras también.

Recuerdo que un día estuvimos horas sentadas en un bar fresco con un suelo de tierra, tomando leche de unos cocos que el dueño iba sacando de un profundo pozo cubierto que tenía en el centro del local. Cuando veía que apurábamos las últimas gotas de la corteza, se arrodillaba y con una especie de red sacaba más cocos, fríos y goteantes. El hombre perforaba los ojos de la corteza con el pulgar. Tomábamos aquel líquido con frenesí: después de los ásperos vinos y el aire marino, era como un bálsamo. Al cabo de unas horas notamos un poco de mareo, pero resultaba agradable estar sentadas allí tan tranquilas con los pies sobre la tierra.

Otra vez todos los del barco fueron a comer a un patio lleno de palmeras. Aquello pertenecía a un hotel, un edificio pequeño y mugriento, sin puertas, donde los lavabos consistían en un agujero en un rincón de un cuarto donde unos cuantos hombres dormían en unas hamacas.

Circulamos por callejuelas en las que todas las casas estaban abiertas, dejando al descubierto alguna elegante cama de Sears-Roebuck bajo una litografía del Sagrado Corazón, como en las habitaciones de las prostitutas de Cristóbal, y al lado se veían las hamacas colgadas para la verdadera vida familiar.

Empezamos a comer antes de que se pusiera el sol en una larga mesa en un patio lleno de parras y loros. Nos sirvió un hombre bajito de barba gris, pantalón de algodón blanco y camisa de seda rosa, con la ayuda de dos niños poco más altos que él.

Fuimos comiendo y comiendo. No recuerdo mucho qué sirvieron, aparte de los aguacates preparados de distintas formas. También había carne, conseguida probablemente a un precio exorbitante, pero, al menos para mí, imposible de masticar o de tragar. Pusieron también en la mesa una infinidad de platitos de fruta cocida muy dulce, así como unos bocaditos planos que tanto podían ser orejas de murciélago como cortezas de melón fileteadas. Aquel hombre, que mantenía los ojos devotamente entornados, no paró de traernos comida durante horas.

De vez en cuando aparecía un plato de pollo hervido con pimientos y chocolate... o algo así, estridente como un toque de trompeta en medio de tanta melosidad.

Seguíamos allí comiendo, todos los pálidos extranjeros, y el patio fue quedando a oscuras. En cuanto hubimos tomado el café, la cerveza y hubimos pagado la cuenta, ya era noche cerrada. Bajo la luz de un farol vimos a tres presos que nos avanzaron con paso vacilante. Las cadenas que llevaban sonaban contra los raros adoquines que quedaban y los pies soltaban un ruido de succión en los charcos. Fuera del pueblo, camino del muelle, las luciérnagas nos acosaron, como maliciosas velas, en medio del bosque; nunca había visto unas tan grandes.

La cena del capitán fue también algo curioso. Estábamos en la costa de Baja California. El agua estaba tan tranquila que oíamos las zambullidas de los peces voladores. Comimos en cubierta, en una mesa larga, bajo un toldo que se encontraba entre nosotros y las enormes estrellas.

El capitán tenía buen aspecto con su uniforme blanco y sonreía casi con afecto a todo el mundo, probablemente dando gracias a Dios de que la mayoría de nosotros lo dejaríamos en paz dentro de pocos días. Los camareros estaban eufóricos, como lo habían estado los muchachos filipinos que servían en mi internado cuando llegaba la fiesta de Navidad, y la mesa parecía salida de un lienzo del Renacimiento.

En el centro de la mesa había galantinas, áspics, uva traída de Italia y fruta exótica comprada en los puertos en los que habíamos hecho escala, y para coronarlo, dos faisanes con sus deslucidas pero aún vistosas plumas. Todo el mundo tenía su copa y un menú impreso, que demostraba que aquella solemne comida se había servido un tiempo atrás en Roma.

Comimos, bebimos y oímos nuestras propias voces súbitamente amistosas, que reverberaban en las oscuras aguas y nos olvidamos de que la señora Feinmann se había quedado en el camarote porque el capitán se había negado a esposar al luchador italiano por «haberle tirado la caña», y de que la sobrina nieta de Thoreau estaba muy pálida después de la hemorragia que la había abatido hacía unas horas. Los camareros se deslizaban con gran destreza, tal vez soñando que servían en Biffi y no en aquel carguero de quinta categoría y que tomábamos Asti Spumante sin fecha pero delicioso.

Por fin, mientras aplaudíamos, apareció el chef y nos saludó bajo la luz de la estrecha escalera. Llevaba la gorra alta, la camisa blanca y el frac; la tristeza oblicua de su redondeado contorno recordaba un dibujo de Ludwig Bemelmans.

Después de los aplausos se hizo el silencio. Nos volvimos, nerviosos, hacia la luz, conteniendo la respiración. Oímos un ruido de arrastrar los pies y golpeteos. Luego, a través de la estrecha abertura blanca donde empezaba la serpenteante escalera, encima de las espaldas y los brazos de tres pinches de cocina, se elevó un objeto tan extraño que casi no me atrevo a citar.

El chef retrocedió e inclinó la cabeza mientras se secaba con discreción el sudor de aquel rostro tan pálido. El capitán aplaudió. Todos hicimos lo propio e incluso articulamos alguna aclamación. Los tres pinches colocaron aquello en una mesa especial.

Se trataba de una réplica, más o menos de la medida de un ataúd, de la catedral de Milán, hecha con azúcar blanco y rosa. Tenía una luz en el interior, por supuesto, y brillaba en la cubierta del pequeño navío; cada uno de sus arbotantes temblaba bajo los efectos de la marejadilla mexicana, puro y ridículo; no sabría decir por qué aquello me avergonzó.

Había acumulado un poco de polvo. Quedaba claro que lo habían reparado después de alguna terrible tormenta en sombrías cocinas de un centenar de barcos, tal vez mejores que el que nos llevaba pero nunca peores. Era como una bandera que ondeara en honor del chef, un baluarte de algodón de azúcar contra el aliento de la corrupción. Era su obra maestra, creada años atrás en alguna famosa cocina, y en aquellos momentos nos la mostraba con dignidad...