DEFINAMOS ESTA PALABRA

1936

 

 

 

 

I

 

Al principio de aquella primavera conocí, en el norte de Borgoña, a una joven camarera fanática en todo lo referente a la comida, casi como una mujer medieval poseída por el demonio. Su obsesión incluía hasta mi valoración sobre lo que me servía, de modo que acabó por hacerme sentir incómoda.

Era temporada baja en aquel viejo molino que un chef parisino había comprado y convertido en uno de los restaurantes más famosos de Francia, y mi chiflada camarera era la única persona que atendía a la clientela. Llevaba un uniforme impecable pero no pareció sorprenderse al verme llegar de improviso, sin reserva previa, sudorosa y polvorienta, con la ropa de excursión.

Cuando le pregunté si podía comer allí, me dirigió una discreta sonrisa y exclamó:

—¡Por supuesto!

Sin una palabra más, me llevó a un oscuro dormitorio lleno de muebles estilo imperio que daba a un cuarto de baño blanco y nuevo.

Llegué a un comedor en el que no había ni un ser humano... Era una sala fea pero alegre en la que quedaban restos del salón pequeñoburgués que había sido en su tiempo. Había aspidistras en la repisa de la chimenea; una serie de pequeñas mesas blancas estaban ya dispuestas, con aquellos platos de imitación de vajilla rústica que se encuentran en las tiendas de porcelana de París, así como unas espléndidas copas de cristal; un gato acurrucado bajo unos helechos junto al alféizar de la ventana me dedicó una furtiva mirada; el aire se agitaba suavemente con el sonido del agua que se precipitaba hacia abajo en el arroyo del exterior.

Esperé la vuelta de la camarera. Pensaba que iba a comer muy bien, lentamente, y de golpe la idea de un jerez seco, una bebida desconocida en todos los bistros de los pueblos que había recorrido los últimos días, me cosquilleó suavemente la garganta. Intenté quitármela de la cabeza; sería imposible materializarla. Un Dubonnet cumpliría el cometido. Aunque no de la misma forma. Ardía en deseos de tomar un jerez.

La joven camarera entró en el silencioso comedor. Observé su cuerpo rechoncho, su pelo color mantequilla y su curiosa boca, pálida y voluptuosa.

—Mademoiselle, quisiera tomar un aperitivo —empecé—. ¿No tendrán por casualidad...?

—Permítame que le sugiera —me interrumpió con firmeza— nuestro jerez seco especial. El propio monsieur Paul lo elige en España.

Sin darme tiempo a asentir, se retiró con suavidad y discreción.

«¡Qué graciosa!», pensé mientras esperaba el jerez, cansada pero complacida.

Era un buen jerez. Sonreí con gesto de aprobación, ella bajó la vista y enseguida volvió a mirarme, indagadora. En aquel momento comprendí que en aquel país de camareros profesionales despreocupados iba a servirme una joven camarera que se tomaba en serio su trabajo. Aquello me divirtió y le devolví la mirada solemne y escrutadora.

—Hoy, madame, puede tomar espalda de cordero a la inglesa, con patatas al horno, judías verdes, y un postre de repostería.

Se me cayó el alma a los pies. Me sentí deprimida, acalorada y fatigada, a pesar de lo bien que me había sentado el jerez.

Pero ella casi me dirigía una sonrisa, arqueaba los labios con aire triunfal y el azul de sus ojos parecía más intenso.

—Ah, si es así, una trucha, por supuesto... truite au bleu, como solo monsieur Paul sabe preparar.

—Y como acompañamiento un par de patatas nuevas... hervidas con la máxima delicadeza —dijo, lanzándome una rápida mirada, y antes de darme tiempo a protestar añadió—: Algo muy suave.

Me sentí mejor. Asentí.

—Tal vez unas hojas de lechuga después del pescado —apunté.

—¡Claro, claro! —exclamó, casi cortándome—. Y por supuesto, para empezar, nuestros hors d’oeuvre —dijo antes de darse la vuelta.

—¡No! —grité, convencida de que o me imponía entonces o estaba perdida para siempre—. ¡No!

Se volvió para hablarme delicadamente:

—Es que madame nunca ha probado nuestros hors d’oeuvre. Estoy segura de que le encantarán. Son una de nuestras especialidades y los prepara el mismo monsieur Paul. Estoy segura —añadió, dirigiéndome una mirada de reproche, con un gesto suave y triste en los labios—, estoy segura de que a madame le entusiasmarán.

Le respondí con una tenue sonrisa y se marchó. Me pareció ver una leve nube de amabilidad herida en el lugar en el que había estado hablando conmigo.

Me consolé con el jerez, pues me sentía cada vez más exasperada al verme tan débil. ¡Demonios! Odiaba los hors d’oeuvre. Conjuré las horribles visiones de platos de cristal cuadrados repletos de pescado aceitoso, verduras apelmazadas hechas un mazacote con mayonesa de ínfima calidad o bien de rábanos rancios con mantequilla insípida. Ni hablar, yo, a pesar de monsieur Paul y de su joven y pálida camarera, odiaba los hors d’oeuvre.

Lancé una mirada victoriosa al gato, al otro lado del comedor, y me pareció que había cerrado los ojos.

 

 

II

 

Pasaron unos minutos. Realmente estaba muy hambrienta.

Se abrió la puerta y entró de nuevo mi muchacha, esta vez no tan discreta. Se acercó a mí apresuradamente.

—¡El vino, madame! Antes de que monsieur Paul pueda... —No apartaba los ojos de mi rostro, en el que yo mantenía una expresión sombría.

—Creo que —empecé con énfasis, desafiándola a interrumpirme—, creo que hoy, ya que me encuentro en Borgoña y voy a comer trucha —dije con la idea de que viera que no hablaba de hors d’oeuvre—, tomaré un Chablis 1929, y no un Chablis Village 1929.

Durante un segundo, la cara se le iluminó de alegría, aunque al cabo de poco volvió a la consabida expresión. Sabía que había escogido bien, que la había complacido de un modo secreto e incomprensible. Asintió con gesto educado y se marchó de nuevo, no sin antes lanzarme una mirada impaciente.

—Fresco, por favor, pero no helado —le dije cuando ya había dado media vuelta.

«Qué tonta soy de pedir una botella aquí, sola y con los kilómetros que me quedan por recorrer hasta llegar a Avallon, donde podré cambiarme y dormir», pensé. Luego sonreí para mis adentros, me apoyé en el sólido respaldo del asiento y eché una ojeada de refilón a los grabados en los que se veían unas chicas Gibson, escenas de taberna inglesa y unos horrendos paisajes, todo colgado de las paredes recubiertas de papel pintado. El comedor era cálido; oía ronronear al gato, mi único compañero, bajo los helechos.

La chica entró apresuradamente, con los brazos cubiertos con servilletas sobre las que se acumulaban una serie de recipientes que recordaban los platos de un malabarista japonés. Con gran habilidad, los hizo deslizar hasta la mesa, donde formaron dos hileras que me enviaban sus aromas densos e infinitamente apetitosos.

Mon Dieu! ¿Todo esto para mí? —Entorné los ojos hacia ella.

Asintió con la cabeza, ya sin aquel aire discreto y con una expresión de abstraída inquietud en aquel rostro tan pálido, en los ojos y en los labios.

Tenía delante como mínimo ocho platos. Me sentí casi avergonzada y me quedé por lo menos un minuto observando, sin fuerzas, el tenedor y la cuchara que tenía en la mano.

—Puede que a madame le apetezca empezar por el arenque en adobo. Es único. Lo prepara monsieur Paul con sus propios vinagres y vinos. Es delicioso.

Saqué dos o tres oscuros filetes del plato y los probé. Eran realmente únicos, los mejores que había comido en mi vida, suaves, picantes, carnosos como las almendras crudas.

Me fijé en que la chica retenía el aliento y levanté la vista hacia ella. Me estaba observando, o mejor dicho, con una mirada hipnótica, estaba haciendo una radiografía gastronómica del arenque que me acababa de comer.

—¿Está satisfecha, madame? —murmuró.

Dije que sí. Soltó un suspiro y me acercó un recipiente humeante con endivias braseadas. Luego desapareció.

Acababa de servirme unas lentejas de un verde apagado, espolvoreadas con finas hierbas y probablemente adobadas con vinagre de estragón y aceite de nueces cuando la camarera volvió al comedor con una botella de Chablis en una cesta para vino.

—Madame tendría que comer las cebolletas al horno ahora que aún están calientes —señaló hablando por encima del hombro mientras sujetaba la botella con una servilleta para descorcharla.

Obedecí dócilmente y, mientras observaba sus movimientos, me comí más cebollas de las que tenía intención de comer. Estaban deliciosas, hechas a fuego lento con un buen caldo de carne, me pareció, y luego escurridas y asadas con un chorrito de aceite de oliva y pimienta recién molida.

Me fascinó el sistema de descorchar un vino añejo. Dejando a un lado el procedimiento borgoñés que requiere un cuidado infinito y a menudo exagerado para no tocar, inclinar o sacudir la botella, la sujetó de forma despreocupada y solamente pareció prestar atención a no tocar con las manos su superficie fresca, ayudándose con la cesta o con la servilleta. El tapón estaba muy ajustado y por un momento pensé que iba a romperlo. Lo mismo que le ocurrió a ella: se le crispó la expresión y no se le distendió hasta que hubo conseguido sacar lentamente el corcho y limpiar el borde. Sirvió luego un dedo de vino en una copa, se volvió de espaldas a mí como un cura que se dispone a comulgar y se lo tomó de un trago. Por fin me sirvió a mí y se quedó allí de pie con la botella en la mano y los labios algo caídos hasta que asentí, satisfecha. Me colocó luego otro plato delante y salió precipitadamente.

Comí despacio, consciente de que probablemente a la hora de la trucha ya no tendría hambre, pero sabiendo que nunca había probado unos bocados tan finos y sabrosos. Alternaba lo frío con lo caliente. El vino era suave y estaba fresco. El comedor tenía una buena temperatura y resultaba agradable que estuviera vacío, con aquel murmullo de fondo del arroyo, y conforme me fui acostumbrando al lugar tuve la sensación de que se hacía más pequeño.

La muchacha llegó de nuevo deprisa con otra hilera de platos en un brazo y un cubo colgado del otro. Hizo deslizar con habilidad los platos a la mesa y aspiró profundamente mientras dejaba el cubo al pie de la mesa.

—Su trucha, madame —dijo, animada. Bajé la vista hacia el plateado pez enroscado en el fondo del cubo con un poquito de agua—. Pero tome primero un poco de paté de monsieur Paul. Y tanto, y tanto, piense que se arrepentiría de habérselo perdido. Tiene mucha sustancia, pero es apetitoso y no resulta pesado. ¡Solo este pedacito!

Y al final, acepté el pedazo de la terrina que me ofreció. Recé por conseguir multiplicar por diez mi apetito, cogí una costra de pan, extendí la pasta por encima y pensé, con alegre nostalgia, en mi comida habitual, a base de leche fría y fruta. Pero no tardé en olvidarlo todo y concentrarme en aquel sabor emocionante y ligeramente decadente que invadía mi boca.

Sonriendo, miré a la muchacha. Asintió, pero, como tenía costumbre, me preguntó si me había gustado. Sonreí de nuevo y le pregunté, simplemente por complacerla:

—¿Es posible que contenga algo de marc o de coñac?

—¡De marc, madame! —Me premió con la orgullosa mirada de una profesora cuya alumna acaba de demostrar una inteligencia inesperada—. Monsieur Paul, después de mezclar a partes iguales pechuga de oca y la carne de cerdo más fina, añade unas yemas de huevo, lo pica todo muy muy fino y lo cuece tres horas con la sazón adecuada. Pero —me acercó un poco más el rostro y observó con una salvaje satisfacción el paté ya en mi interior utilizando aquellos ojos que radiografiaban— no para nunca de removerlo. Imagínese el trabajo que exige..., vueltas y vueltas y vueltas, ¡un no parar!

»Seguidamente muele por encima de la mezcla una pizca de nuez moscada y luego, removiendo a fondo, una copa de marc por cien gramos de paté. Espero que a madame le haya gustado.

Asentí otra vez, con cierta timidez, dando a entender que a madame le había gustado mucho, que madame nunca había probado un paté tan untuoso y extraordinario. La chica se humedeció con delicadeza los labios y de pronto tuvo un sobresalto, como si la acabaran de pinchar con una aguja.

—¡Y la trucha! ¡Dios mío, la trucha!

Cogió el cubo y su voz se fue haciendo más aguda y acuciante.

—Aquí está la trucha, madame. Va a comerla au bleu, algo que no debe hacerse nunca si no se ha visto el pez vivo. El caso es que si la trucha está muerta cuando se la introduce en el court bouillon, no se vuelve azul. De modo que tiene que estar viva.

Sabía todo aquello, más o menos, pero me fascinaba verla tan absorbida por un problema momentáneo. Me sentía bastante ignorante, lo que hizo que le preguntara con franqueza:

—¿Qué pasa con la trucha? ¿Se le quitan las tripas antes o después?

—¡Ah, la trucha! —respondió con desdén—. ¿Qué más puede desear una trucha que estar en manos de monsieur Paul? Él le apretará las branquias, un destello del cuchillo, todo fuera, y acto seguido va a retorcerse en su agonía en el bouillon y se acabó. Lo que usted debe juzgar, madame, es la contracción. Una falsa truite au bleu no se arquea.

Resopló triunfante mirándome antes de marcharse a toda prisa con el cubo.

 

 

III

 

«¡Qué curiosa es!», pensé, y por espacio de dos o tres minutos me dediqué a saborear el vino y a reflexionar sobre ella. Volvió a aparecer, lanzada, con la trucha de un azul impecable, totalmente curvada en la fuente, y en el brazo flexionado, un plato de minúsculas patatas hervidas y un cuenco.

Una vez me hubo servido y conseguí cortar el inquieto jadeo de ella asegurándole que era el mejor pescado que había probado jamás, me echó otra mirada y volvió la vista hacia la salsa del cuenco. Con gesto obediente, eché un poco de esta en las patatas: no soy tan estúpida como para destrozar una truite au bleu con algo caliente. Se hizo el silencio.

—¡Ah! —suspiró ella por fin—. Sabía que madame lo vería así. ¿No le parece la salsa más espléndida del mundo con la carne de una trucha?

Moví la cabeza con gesto afirmativo aunque no muy convencida.

—¿Le gustaría saber cómo se prepara?

Recordé todas las leyendas sobre los chefs que defendían con su vida los secretos de sus recetas y murmuré un «sí».

Con la beatífica mirada del creyente que describe un milagro de Lourdes, me contó, de un tirón, cómo picaba monsieur Paul el cebollino, lo mezclaba con una mantequilla suave y caliente, acto seguido desechaba esta mantequilla y añadía al cebollino una nuez de mantequilla fresca y una cucharada de crema de leche espesa por persona, removía el conjunto a fuego lento y ella lo llevaba a la mesa de inmediato.

—¿Así de simple? —pregunté suavemente, observando el brillo de sus ojos y los tiernos y sensuales contornos de su curiosa boca.

—¡Así de simple, madame! Pero —encogió los hombros— ya se sabe que con un maestro...

Me alivió verla salir de la sala; aquel ávido interés en lo que yo comía me agotaba. Me sentí libre cuando se cerró la puerta, recuperé la autonomía y por un minuto no tuve que sufrir el acoso. ¿Qué habría hecho, me preguntaba, si yo no hubiera reconocido aquellos delicados sabores o me hubiera mostrado insensible a ellos?

De todas formas, tenía razón sobre monsieur Paul. Solo un genio podía vivir en aquel aislado molino y conservar su dignidad gastronómica a pesar de la soledad y las pérdidas económicas que tenían que conllevar la mantequilla desechada y los huevos pasados. Evidentemente, tenía el arroyo para procurarse el pescado, y los patés mejoraban con el tiempo; pero ¿cómo podía tener a punto algo como cordero asado por si se presentaba algún cliente? ¿Era suficiente el devorador interés de su única camarera para mantener aquella llama?

Tomé el último dulce bocado de trucha, de la parte más próxima a la azulada cola, y pinché con modorra las bolitas brillantes y diminutas que habían sido los ojos del pez. La suerte no podía perjudicarme, recordé medio entonada, porque ya había comido, y muy bien, por cierto. Me quedaba una hoja de ensalada crujiente para ponerme de nuevo en ruta.

La chica entró sigilosa. Me preguntó de nuevo, con respeto pero con tono de comadreo, si me había gustado esto y lo otro y siguió charlando mientras mezclaba el aliño para las endivias.

—Y ahora —anunció después de haberme dejado probar una hojita verde y de haberle contestado yo, obedientemente, que estaba deliciosa—, ahora madame va a degustar la terrina especial de monsieur Paul, que no está ni en la carta de verano, cuando aquí se sirven cien mesas diarias, cuando contamos con un maître, un sumiller, cuando los ministros reservan mesa por medio de un telegrama. A madame le gustará.

Haciendo caso omiso de mis quejas acerca del largo trecho que aún me quedaba, de lo que le decía sobre cuánto valoraba aquella comida y sobre mi capacidad humana, lamentablemente limitada, cortó un grueso y apetitoso trozo de la terrina de carne y se plantó allí observando cómo me lo comía, mientras me contaba, con una emoción que rozaba la histeria, cosas sobre los patos salvajes, las especias y los vinos que componían aquel plato. A pesar de haber comido hasta la saciedad, no podía negar que aquella era una terrina singular. Me la comí toda, consciente de mi suerte, y lo único que lamenté fue no tener un vino tinto para acompañarla.

Sin embargo, empezaba a sentir un cierto temor al darme cuenta de que me había convertido sin quererlo en la víctima de aquellos dos gourmets desamparados, monsieur Paul y su sirvienta. Tuve la sensación de que me utilizaban como válvula de escape, del modo que una mujer frustrada alivia sus emociones con rabietas o llorando a lágrima viva. Estaba a merced de un objetivo, tal vez de uno noble, pero lo vivía con un sentimiento parecido al pánico.

Protesté solo para mis adentros cuando me cortaron uno de los quesos especiales de monsieur Paul y me lo comí con tenacidad, como una esclava. Cuando la muchacha me dijo que monsieur Paul me estaba preparando un café filtrado especialmente para mí, sonreí con una aceptación servil; el vino, la consistencia de la comida y mi propio carácter fueron incapaces de obligarme a discutir con unos maníacos. Cuando, antes de que llegara el café, monsieur Paul me ofreció, por mediación de quien lo idolatraba, la tarta de manzana más bella que había visto en mi vida, dejé que ella la cortara y me la sirviera. Ni una mueca ni un murmullo le dejaron entrever mi angustia y mi pánico. Con una sonrisa prudente, petrificada en el rostro, y en la cabeza una nítida pesadilla sobre viajeros espetados, preparados para el altar del sacrificio por aquella ermitaña sacerdotisa de la gastronomía, escuché la encendida defensa de la masa recién preparada para las tartas.

—¡No se puede, no se puede servir, madame, una carta con masa hecha de antemano! —Inclinada sobre la mesa, parecía dispuesta a entonar un mea culpa—. ¡Fíjese en la delicada corteza! Tal vez opine que ha comido demasiado. —Hice un estúpido gesto de asentimiento—. Pero esta base es ligera como una pluma, es como la nieve. En realidad, es estupenda para usted, pues es digestiva. ¿Sabe por qué? —Me clavó la vista con dureza—. Porque monsieur Paul no ha abierto el bote de la harina hasta que la ha visto llegar. ¡No hubiera podido prepararle una de sus tartas de manzana especiales con masa trabajada previamente!

Se echó a reír, agitando la cabeza y arqueando los labios con gesto voluptuoso.

 

 

IV

 

No sé cómo conseguí rechazar otro trozo, pero temblaba al saber que me consideraba dispuesta para el café especial.

Me habían abandonado el vino y la entereza y tomé aquel café caliente del mismo modo que una persona que está sufriendo deglute tragos de éter con ansia y agradecimiento.

Recuerdo que luego estuve charlando con una sorprendente elocuencia y pedí a la chica que felicitara a monsieur Paul con floridos halagos sinceros y merecidos, y recuerdo también que incluso me divirtió ver aparecer un gran vaso de marc en la mesa, que se fue esfumando poco a poco al mismo tiempo que la luz en el cálido comedor en el que predominaba el sonido del agua. Me sorprendió seguir viva y de repente sentí agradecimiento hacia la camarera de labios carnosos, como si su presencia me hubiera apoyado durante aquel tiempo de presión. Hablamos de comida y de vino. Me pregunté, desconcertada, por qué me había asustado.

El marc había desaparecido. Entré en la habitación repleta de muebles a buscar la chaqueta. Cuando salí, la camarera me esperaba en el oscuro vestíbulo y le pagué la cuenta, que no fue baladí. Iba a darle las gracias cuando me cogió la mano, me llevó al comedor y, sin mediar palabra, me sirvió un poco más de alcohol. Bebí a la salud de monsieur Paul mientras ella me observaba atentamente con aquellos ojos claros que destacaban en la penumbra y los labios vueltos hacia dentro como si estuviera saboreando también el marc añejo y fuerte.

El gato se levantó de su cama de helechos y salió de la sala con aire desdeñoso.

De pronto, la muchacha se puso a reír de una forma suave, tímida y entrecortada y se acercó a mí.

—¡Permítame! —dijo, y yo pensé que iba a darme un beso, pero lo que hizo fue colocarme, con gran rapidez y habilidad, un ramillete de campanillas de invierno y de ciclamen oscuro y algo mustio en la rígida solapa de mi chaqueta. Acto seguido se retiró, cabizbaja.

Esperé un minuto. En lo que había sido un viejo molino no se oía ni un ruido aparte del interminable rumor del arroyo, que recordaba el tímido acorde de la orquesta antes de bajar el telón.

«Una chica realmente curiosa», pensé. Toqué las frías flores que llevaba en la chaqueta y salí cual fantasma que abandona unas ruinas, crucé el patio y me dirigí a la oscura carretera que llevaba a Avallon.