EL LEMMING AL MAR

1938

 

 

 

 

Muchas veces, quienes me ven en algún tren, en un barco o en un restaurante sienten una especie de resentimiento por el hecho de que he aprendido a disfrutar de la soledad. Las mujeres quedan desconcertadas, algo que no soportan, y tienen celos al ver cómo me trata el servicio, con amable cortesía, y también les da envidia lo que como y bebo, que casi nunca se parece a lo que piden ellas. Los hombres también quedan perplejos, aunque de una forma más personal. Sienten la exasperación del macho.

Lo siento. No me gusta que esto ocurra, ni quisiera desconcertar a las mujeres, pero si tengo que estar sola, me niego a comportarme como si se tratara de una debilidad, de algo desagradable, como una especie de convalecencia. Los hombres me ven comer en público con el aire de que «sé por dónde voy», y al tiempo les dejo claro que sé por dónde voy sin ellos, algo que les molesta.

Sé lo que quiero y en general lo consigo porque puedo adaptarme a cada lugar. Pido comidas más típicamente masculinas que femeninas, suponiendo que femeninas signifique cerezas con nata. Me gustan los buenos vinos o el buen licor fuerte y las cervezas de todo tipo. Me gustan los camareros; creo que la mujer que dijo que los camareros son más simpáticos que la otra gente tenía razón, y las camareras también. Por tanto, siempre se muestran amables conmigo, una forma infalible de molestar a los otros clientes, a quienes a menudo les apetecería escupirles la sopa encima.

Por todas estas razones, y seguramente por mil más, como el peinado que llevo o el tono de pintalabios que uso, la gente me mira de una forma rara, con resentimiento, con una especie de dolorosa contrariedad, cuando como sola.

A veces los resultados son más tangibles, lo digo pensando en Jacques.

Estaba en el Île de France cuando volví a Suiza. Por aquel entonces ya había establecido mi sistema de comportarme en público, pero aquel barco sombrío, ruidoso, sofocante en segunda y pretencioso hasta el agobio en primera, fue realmente una dura prueba. Jacques y yo viajábamos en segunda.

Lo descubrí bastante pronto porque me gustaba la forma en que se paseaba, silencioso y grácil, por las cubiertas y los pasillos, como un bailarín español, como alguien muy independiente. Era bajito, de piel oscura, y me recordaba a un zorro, aunque no por lo astuto que se supone que es este animal, sino por el suave poder que reflejaban sus ojos castaños.

Me miraba y me admiraba, pero yo no me había dado cuenta: mi razón de existir se situaba más allá, en el lago, cerca de Vevey, en el cantón de Vaud, y me precipitaba hacia allí de la forma irrevocable que se lanza hacia el acantilado el lemming ártico, superando campos envenenados, fuego, inundaciones, siempre directo a lo que más ansía.

Jacques me observaba en el comedor, donde yo, sola en la mesa, comía con aire reflexivo y afable concentración. También me observaba en el salón de fumadores, el único lugar cálido en el que se podía estar. Allí leía y tomaba una copa sin mostrar nunca más que el disfrute de la independencia, dando la imagen de que no necesitaba más compañía que la mía. Todo aquello desconcertaba a Jacques y, al ser un hombre, también lo fastidiaba.

Por fin coincidimos, y cuando me dijo su apellido y, para chincharme, me preguntó si podía deletrearlo, lo dejé boquiabierto, pues lo había aprendido años atrás en un curso de historia en Dijon.

Era normando. Venía de una familia con siete hijos y seis hijas. Algunos de los chicos se habían ido a las colonias o a Canadá, como él mismo, y algunas de las chicas habían entrado en un convento. Otros se encontraban en psiquiátricos privados. El resto ocupaba puestos importantes en París o en relaciones exteriores. Jacques me mostró fotos de su casa, un lugar inmenso y sombrío, con su propia iglesia y su propio pueblo, también de su madre, una mujer elegante y obstinada.

Era un hombre muy sencillo, casi infantil, y en aquella época hablaba poco. A veces coincidíamos y nos tomábamos un coñac después de cenar, y en una ocasión comió en mi mesa, empujado por una mezcla de celos y curiosidad por la comida y el buen vino que me servían.

Era muy modesto, pero llevaba en el tuétano de los huesos y hasta en el último de sus finos y oscuros cabellos el aplomo que le daba su apellido, de modo que una noche que lo encontré temblando de nerviosismo, pues tenía que participar en el concierto del barco, le dije:

—¿Por qué no buscas a otro?

Él rechazó la idea e incluso a mí, respondiéndome sin tapujos:

—Porque me esperan a mí.

Aquella noche, en honor al concierto y también quizá porque me llevaba a cenar a primera clase con el capitán, se puso un precioso chaleco de satín, lo recuerdo perfectamente, de un tono rosa palo de lo más delicado, con flores bordadas a punto de cruz. Por una razón que no sabría explicar, le quedaba perfecto.

Solo le oí decirme algo personal en dos ocasiones. En una de ellas me dijo que le gustaba verme comer desde el otro lado del comedor, de una forma tan reflexiva y voluptuosa, pues a excepción de una china, la esposa de un gran dirigente, yo era la única mujer capaz de hacerlo de aquella manera. No sabía casi nada de la china en cuestión, pero le pregunté si no sería porque las dos teníamos el pelo liso. Respondió que no, pero no tuvo palabras para más.

En otra ocasión, poco antes de llegar, se plantó ante mí, haciendo girar la gorra con un dedo, pero no con aire confuso, sino con auténtica gracia, y me preguntó si había pensado alguna vez en la vida que llevaría si me casara con un trampero y viviera en los bosques de Canadá. Nunca se me había pasado por la cabeza, pero lo miré y me di cuenta de que aquel cerebro lento y simple tramaba algo, y le respondí:

—Haría falta tener mucha fuerza.

—Sí —respondió, dirigiéndome una mirada impersonal, como si fuera un caballo.

No sé cómo ni por qué le dije en qué hotel me hospedaría en París, de camino hacia Suiza. Realmente nunca se me ocurrió que podría verlo de nuevo. Tenía la cabeza centrada en el mañana, en estar de nuevo con Chexbres.

El tren que enlazaba con el barco llegó con retraso y cuando me hube aseado, cambiado y me encontré en la puerta de Michaud, un muchacho estaba colocando ya los postigos. Aquello me deprimió y, cansada, decidí seguir adelante, pensando que podía tomarme un jerez e irme a la cama. Pero cuando me vio madame Rollo soltó un grito para llamar a su hermano y corrió hacia la cocina para comprobar que aún quedaba fuego para hacerme una tortilla, tal vez calentar unos champiñones especiados, dijo, y, como hay Dios, le quedaba una porción de crème au kirsch, luego una ensalada... y para aquella hora de la noche en un mes tan frío, una botella de Montrachet 1923, con mi permiso...

Todo aquello me reconfortó, me hizo sentir más humana, sentada allí con todos aquellos buscarruidos, tras los postigos cerrados, sabiendo que al día siguiente volvería a estar con Chexbres y habría terminado mi largo viaje.

Cuando volví al hotel y vi a Jacques sentado junto al mostrador, me costó recordar quién era. Se mostró muy amable y me pidió disculpas por importunarme... pero dos de sus hermanos estaban en París y tenían ganas de conocerme... Era un hombre tan delicado, tan sencillo y sincero que dejé de nuevo la llave en la casilla y salí con él para meterme en un coche que esperaba fuera.

Nos llevó a Weber, un bar situado en una primera planta. Nunca había estado allí. El ambiente era tranquilo y la gente tomaba champán y helado de vainilla, lo que se llevaba aquella temporada, según me dijo uno de los hermanos de Jacques.

Los demás hermanos eran más altos que él, también más guapos, pero no tenían su aspecto amable. Eran mucho más inteligentes que él y lo trataban con una especie de cariñoso desdén, lo típico que ocurre en las familias numerosas con los más jóvenes. Jacques era el palurdo que venía de Canadá, mientras que ellos eran diplomáticos parisinos; de todas formas, creo que no hubiera hablado mucho aunque hubiera sido una persona elocuente.

Parecieron sorprendidos, aunque su categoría les impidió manifestarlo, cuando pedí un coñac de los mejores. Uno de ellos tomaba whisky, el otro champán y Jacques optó por un agua Perrier.

Nada más llegar les dije que estaba muy cansada y que quería volver pronto al hotel, pero en cuanto empecé a oírlos me entraron ganas de irme todavía más pronto. Aquella noche hablaba muy bien francés, tal vez porque sus acentos eran perfectos, pero no tardé en darme cuenta de que no podía decir nada que fuera verdad. Eran los hombres más cínicos y displicentes que había conocido jamás, algo así como los jóvenes oficiales del Île, pero más convincentes... y no en el ámbito físico, religioso o sexual, sino en el del patriotismo. Eran derrotistas de arriba abajo.

Permanecí allí escuchándolos casi sin fuerzas para tragarme el horror y la repugnancia que me invadían. Estaban traicionando a Francia, dos hombres tan viejos como la propia Francia, y lo suficientemente fuertes e inteligentes para combatir por ella. La estaban vendiendo allí, en el Weber, de la misma forma que a buen seguro la vendían en la Bolsa y en las embajadas.

Miré a Jacques para ver si se daba cuenta de lo que decían sus hermanos, pero me resultó imposible discernirlo. Estaba cansado y era evidente que le aburrían.

Ellos siguieron, con palabras encantadoras, ingeniosas, y me di cuenta de que a nuestro alrededor todo el mundo tenía el mismo tipo de conversación. Hitler, Tardieu y Laval: aquellos franceses aristócratas hablaban con indiferencia de estos personajes, como si se tratara de gente sin importancia que ellos pudieran manipular como marionetas a su discreción.

No pude aguantarlo más y pedí que me llevaran al hotel. Estaba tan afectada que apenas podía controlar el temblor.

Jacques me llevó con el coche de uno de ellos, me acompañó hasta el vestíbulo y, después de besarme la mano, me miró y me dijo:

—Tendría que haberme quedado en Canadá. Se me da mejor lo de cazar animales.

Su pobre y simple cerebro sufría, lo vi muy claro, y para reconfortarlo le di las buenas noches con cariño, como si fuera a verlo al día siguiente.

Unas semanas después recibí una extraña carta suya.

«He vuelto a París a pasar un par de días —decía—. La casa que tenemos en el campo me ha parecido de lo más deprimente, sombría y terriblemente húmeda. Me cuesta mucho contarle lo desagradable que ha sido la estancia allí, por la humedad y por mi hermana, que ha vuelto al castillo después de veinte años en un convento, creía que el mundo se habría detenido durante este tiempo. No obstante, querida mía, no voy a aburrirla con todo esto... ¿Qué es de su vida, trabaja duro?»

En este punto, Chexbres, que sabía tanto de Jacques como yo, dijo, envarado:

—Creía que me habías dicho que hablaba bien inglés.

No pude por menos de reír. La carta me parecía graciosa.

También hablaba de irse al sur. Tenía ganas de ir a Córcega y comprar una vieja casa de campo. «No quiero quedarme en casa mucho tiempo. Me voy a deprimir demasiado. ¿Se imagina, Marie Françoise, lo feliz que sería si le fuera posible hacer este viaje conmigo?»

—Vaya cabrón —soltó Chexbres a media voz.

Seguía diciéndome que estaría bien para una escritora como yo viajar a esta interesante isla, y añadía: «Le agradecería que me dijera si todo esto le parece muy descabellado. No estaría fâché. Discúlpeme por escribir tan mal. ¡Esta pluma es un poema! A la espera de leerla pronto y de que mi vida valga la pena, à bientôt».

Me sentía turbada al leer aquello delante de Chexbres. Pensaría que había coqueteado con él... Luego me eché a reír de nuevo. Era una proposición tan simple, tan de Jacques.

En cambio Chexbres, durante unos minutos, casi me odió; sentía una especie de solidaridad respecto a Jacques, y arremetió contra todas las mujeres.

—No puedes hacerles cosas así a los hombres —dijo, rencoroso.

—¿Como qué?

—Como lo que le ha llevado a escribir cartas como esta —murmuró con animadversión—. Este tipo está sufriendo...

¿Cómo podía explicarle que era porque yo había comido en un barco oscuro, frío y desangelado como si disfrutara y había bebido sin ponerme tonta... porque sabía comportarme en público. Respondí a Jacques agradeciéndole la invitación y diciéndole que si alguna vez se encontraba cerca de Lausana, Chexbres y yo estaríamos encantados de verle. Una carta muy educada.

Al cabo de unos días me avisaron para que subiera al pueblo (era antes de que nos instalaran el teléfono) para aceptar una llamada de Evian, del Café de la Grappe. Era Jacques. Había ido hasta allí temblando, imaginándome cosas horribles, de familiares huidos o cosas por el estilo, y cuando oí a Jacques, siempre tan pragmático, casi me alegré de que fuera él. Quería pasar a vernos de camino hacia el sur.

Mi respuesta fue algo descortés, le dije que el hombre que nos ayudaba en casa tenía la gripe, algo que era cierto, pero él no quiso saber nada de esto. Supuse que Chexbres se pondría de mal humor, y así fue.

Jacques vino aquella tarde y por la noche fuimos a cenar al bar de Cully, donde comimos una fuente a rebosar de percas. No creo que Jacques hubiera comido nunca de una forma tan simple, con una dama y un caballero en un sitio tan popular.

Más tarde fuimos a cambiarnos para ir a bailar a Montreux, donde despachamos unas cuantas botellas de champán. Jacques bailaba casi tan bien como Chexbres. Aquella noche el único comentario personal que me hizo al oído mientras bailábamos un tango fue:

—Pero ¿quién es Chexbres?

Se lo expliqué, de la mejor manera que se podía explicar quién era aquel hombre tan extraño, y él respondió:

—Oh...

Al día siguiente recorrimos los viñedos de los alrededores con Jules, nuestro propio vigneron, y resultó muy interesante ver a Jacques con aquellos suizos tan prudentes y precavidos.

Siempre se habían mostrado cordiales con nosotros, parecía que nos tenían simpatía, pero con él fue distinto. Jugueteaban por allí como potrillos medio tiesos en primavera; nunca los había visto disfrutar y reír de aquella forma. Presumían, cantaban y sacaron unas botellas de vino de las que a nosotros solo nos habían hablado en murmullos y nos invitaron a todos a unas fiestas que iban a celebrarse al cabo de diez meses. Era divertido, aunque Chexbres y yo sentíamos celos de aquel trato por parte de los viticultores con los que creíamos tener una sólida amistad. Aquella noche subimos en coche a Châtel, a pesar de la nieve, y allí cenamos trucha en Les Treize Cantons. Lo pasamos bien, pero resultaba difícil estar con Jacques mucho tiempo, sobre todo porque era una persona demasiado simple. Reaccionaba poco ante las cosas y prácticamente no encontraba palabras para describirlas. Por otra parte, todos sabíamos que había escrito aquella carta en la que me pedía que fuera a Córcega con él...

Nos alegramos cuando dijo que tenía que marcharse al día siguiente a las dos. Explicó que tenía una cuñada en Glion y que le encantaría presentármela. ¿Le parecía bien a Chexbres? Este me miró con aire raro y dijo que por supuesto.

Así pues, enfilamos con Jacques la zigzagueante carretera que salía detrás de Montreux y me presentó a su cuñada, quien, como esposa del hermano mayor, representaba la madre de la tribu. Era una inglesa delgada y guapa que había venido a descansar mientras su marido pasaba uno de sus períodos de vacaciones ya programados en un psiquiátrico privado. Me miró de arriba abajo con sangre fría y encanto.

Descendimos de nuevo la montaña. Jacques parecía deprimido.

—Denise ha quedado maravillada con usted —dijo, taciturno—. A mi madre le ocurriría lo mismo. Es muy importante que la vea. Es muy mayor, ahora no le gusta nada París, de lo contrario estaría bien que se encontraran allí.

Me estaba entrando la histeria.

—Jacques —le dije—, aún nos queda algo de tiempo antes de que llegue tu tren. Vamos a comer algo. Tenemos que comer.

—Sin ninguna duda, usted sabe adónde quiere ir —dijo educadamente, y si yo no hubiera sabido hasta dónde podía llegar, habría pensado que hablaba en tono irónico.

Fuimos al restaurante de la estación y pedimos una fondue, pues hacía frío y Jacques dijo que nunca había probado una.

No estaba muy buena: le faltaba solidez y de pronto quedó filamentosa, con una textura de goma fría. Jacques tomó dos o tres bocados para quedar bien y bebió un poco de Dézaley para acompañar unas migas de pan.

Hablamos sobre platos regionales y poco a poco fue desanimándose y entristeciéndose más. Me dio un papel con la dirección de su madre.

—¿Verdad que le enseñé la foto de ella? —me preguntó.

—Sí, sí —respondí. Pensé que no aguantaría mucho más.

—Estará encantada con usted —insistió.

Nos quedaban aún unos veinte minutos. Corté un trozo de pan y rebañé la fría y gomosa fondue que tenía en el plato. De golpe, Jacques empezó a hablar muy deprisa, se levantó y recogió el sombrero y el abrigo que colgaban de las perchas detrás de la mesa.

—Siga comiendo. Siga aquí con su comida y su bebida. Así fue como la conocí yo, sola, con su condenada seguridad en sí misma. Está muy bien. Voy a dejarla. Hágame este último favor y quédese como está, aquí en la mesa, con el vino en la mano.

—¡Oh, Jacques, cuánto lo siento! —exclamé.

Levanté la vista hacia él y vi sus ojos muy oscuros. Luego pasó deprisa entre las mesas, con su paso de bailarín, y las puertas se cerraron tras él.

Pensé que tenía que volver a casa. Me sentía fatal, con ganas de llorar o de vomitar. Quería volver con Chexbres.

Conduje tan deprisa como pude. No sabía qué haría al llegar, pero necesitaba ir a casa. No quería volver a estar sola, ni en un restaurante ni en ninguna parte.

Un delicioso olor me recibió al entrar. Chexbres estaba en la cocina.

—¡Eh! —dijo—. ¿Te ha dejado su dirección ese pobre desgraciado? Tiene el pijama aquí. He inventado una nueva forma de preparar fondue. Infalible. Mira...

Nos sentamos un rato junto al fuego; la fondue, en efecto, era una delicia y cuando la hubimos acabado, liquidado la botella de vino y anotado la nueva receta, pensé que Jacques ya estaba camino de Córcega. Me sentí bien, algo apenada, pero bien.