LA MEDIDA
DE MI CAPACIDAD

1941

 

 

 

 

I

 

Después de la muerte de Chexbres, estuve unos meses huyendo, no especialmente de mí misma, ni tampoco por voluntad propia. Me encontraba, por ejemplo, trabajando en mi pequeño despacho y de pronto salía disparada hacia la puerta, afuera, y corría carretera arriba hasta perder el aliento. O bien mi hermana, Anne, me miraba y decía, juiciosamente, como si yo fuera un florero que había que llevar de un sitio a otro:

—Tienes que irte a México.

Seguidamente, ella misma me compraba el billete y un sombrero nuevo y se ocupaba de los visados. Parecía buena idea. No creo que sirviera de mucho, aparte de pasar el tiempo procurando que el daño fuera mínimo. Pero aquello también estaba bien.

La gente creía que yo estaba conmocionada por lo de la muerte, pero en realidad lo que vivía, después de aquellos tres años, era un estado de alivio y extenuación. Perdía sensibilidad en algunas partes del cuerpo, de modo que si bien mi aspecto era bastante normal, tropezaba a veces con las sillas, con las puertas y tenía mil morados espectaculares sin notar dolor en ninguna parte del cuerpo.

Pero tenía los otros sentidos vivos y despiertos. Por fin veía con todo su perfil algunos objetos como piedras e incluso huellas de ratón. Oía casi demasiado. Comía con la voluptuosa y arrebatada concentración que tiene poco que ver con el hambre pura y dura, al contrario, que se parece más a la de alimentar alguna otra parte de mi ser.

—Necesita gente a su alrededor —decían los que en realidad me rodeaban.

Lo que me convenía no era la gente, sino más bien la posibilidad de preparar comida para ella. Planeé y preparé platos realmente extraordinarios para los que me rodeaban, y cuando estaba sola, hacía lo mismo para mí misma, tal vez con mayor satisfacción. A veces me iba a uno de los mejores restaurantes que conocía y pedía platos y vinos excelentes como si fuera una invitada de mí misma a la que quería tratar con absoluta deferencia.

No obstante, seguía chocando contra los objetos y después de topar contra un coche aparcado con la misma fría inmunidad respecto a la violencia, Anne exclamó:

—¡México! —Era una buena idea. Solo necesitaba tiempo y, mientras este fuera pasando, podía dedicarme a ver, oír y degustar lo que fuera en Jalisco igual que en California, y además con la agudeza que se me había intensificado.

Llegué más tarde de lo previsto a Guadalajara, donde Norah, David y Sarah, su nueva esposa, iban a recibirme. El avión haría escala en Mazatlán, nos dijeron los responsables del vuelo a las tres de la madrugada: la nieve era demasiado espesa y podía formarse una capa de hielo en las alas. A mí me daba igual.

Me quedé despistada unos minutos con los demás viajeros en aquel horrible espanto de las oficinas del aeropuerto. Luego los doce o trece que nos habíamos reunido allí nos dividimos en grupitos y algunos se instalaron en un banco, en algún lugar sobre la ropa de abrigo, doblada, y otros fuimos a un hotel. Cogí una habitación, abrí la cama y me pasé la noche subiendo y bajando en el ascensor con el filipino encargado de acompañar a los clientes. Hablamos muy poco, pero me pareció que le gustaba que estuviera allí sentada a su lado; allí comimos dulces y de vez en cuando nos fumamos un cigarrillo amigablemente. Era lo más natural que podía hacer, aunque ahora que lo cuento pueda parecer algo raro.

Entre las cinco y las seis estábamos de nuevo en el aeropuerto. Dijeron que el avión despegaría en unas dos horas. Algunos, con los ojos hinchados, deprimidos pero guardando las formas, volvieron a los bancos; otros medio a trompicones se lanzaron al bar, donde acababan de encender las luces y una camarera paliducha limpiaba las migas que habían quedado en el mostrador la noche anterior e iba exponiendo las cartas del año anterior. Localicé a cuatro pasajeros de mediana edad a los que se les iluminaron los ojos al atacar los huevos, la carne y las tostadas y poder tomar un café a sorbos. En aquella sala de espera era curioso pasear la mirada desde el mostrador de los cigarrillos al crudo resplandor del bar donde servían las comidas y ver cómo se reavivaban aquellos hombres soñolientos. Era como ver en cámara rápida una película sobre unas flores que se abren o sobre un feto que se vuelve humano en nueve minutos en lugar de hacerlo en nueve meses.

Al mirarlos, me sentí un poco indecente y me alejé en dirección a la consigna, donde vi a dos negros charlando y echando alguna cabezadita sobre un montón de maletas. Me quedé unos minutos cerca de ellos, oyendo aquellas voces risueñas, y me sentí a gusto, igual que me había ocurrido en el ascensor con aquel jovencito menudo, de piel morena. Luego creo que me quedé un poco frita allí de pie porque cuando me desperté sobrevolábamos unas arrugadas colinas, unos ríos de curso extrañamente rectilíneo, sin marcadas orillas, y me di cuenta de que todos los del avión estaban desayunando menos yo. Y los que lo hacían con más ímpetu eran los que ya habían tomado el primero en el aeropuerto.

Evidentemente, solo veía a los dos que tenía al otro lado del pasillo (ya sabía que el hombre era un dentista de Monrovia) y quizá una tercera parte de cada uno de los tres que se sentaban delante de mí, pero podía observar al impecable auxiliar de vuelo arriba y abajo del pasillo repartiendo bandejas y más bandejas.

Las mujeres en general tomaban café y una tostada y, por lo que podía ver, pescaban todo lo que sus maridos les dejaban probar de aquellas bandejas masculinas tan bien surtidas.

«¡Solo un poquitín!» En alguna ocasión, no muy a menudo, decían: «¡Solo un poquitín, cariño!».

Sin embargo, ellos les prestaban poca atención. Miraban como encandilados todo lo que aguantaban sobre las rodillas. No habrían tenido mucha importancia las turbulencias, ya que no solo cada plato y taza estaba bien sujeto en la bandeja, sino que además aquellos hombres aferraban la propia bandeja como si en su vida hubieran visto una comida como aquella.

También había café, por supuesto. Y, además, humeante. Y zumo de naranja. Por otra parte, la bandeja contenía una naranja grande que se movía ligeramente entre las dos tazas, y en cuya piel se veía suficiente publicidad escrita en tinta violeta como para que a nadie le pasara por alto que los productores de fruta del estado se complacían en contribuir a la felicidad de los pasajeros con aquella pequeña sorpresa.

En cuanto a los alimentos menos líquidos, metidos entre el consabido despliegue de cubiertos de cartón duro y de servilletas de papel, destacaban un par de bolsas de celofán curiosamente obscenas. Llevaban impreso en tinta de un azul muy vivo el nombre del responsable del servicio de catering, con su logo consistente en dos alegres holandesas y unos molinos de viento, que, encima, no acababa de abarcar el contenido, caliente y blandengue.

Una de las bolsas contenía una hermosa loncha de panceta asada, con su jugo y lo que parecía una gran cantidad de vapor condensado. Aquellos hombres iban acuchillando, impotentes, el envoltorio y cuando los tenedores de cartón llegaban a hundirse en el material derramaban el contenido en el plato. Creo que lo encontraban apetitoso, porque oí decir a alguien detrás de mí: «¡Estupendo!», o tal vez: «¡Está de muerte!».

La segunda contenía huevos revueltos, de un amarillo pálido, cremosos y calientes.

Curiosamente, me sentí bien. Veíamos bajo el aparato unas nubes de color violáceo, que en realidad, cuando las miré con detenimiento, reflexionando sobre lo que tenía delante, no tenían color. Había tirado del pequeño conducto que tenía por encima de la cabeza y me llegaba al rostro un aire suave, que me refrescaba los ojos. Tal vez necesitaba comer. De todas formas, pensaba que aquellas inconsistentes bolsas de huevo o de carne me parecían asquerosas. Seguí, pues, contemplando las nubes, algo avergonzada por aquella actitud esnob y tiquismiquis, cuando el auxiliar de vuelo me miró con resignación, convencido de que había decidido vomitar mientras el resto de los hombres y mujeres abordaban aquella comida y disfrutaban a su manera, lo mismo que yo.

La comida, que sirvieron casi acto seguido, tenía más interés. Venía envasada en unas cajas de cartón que se abrían y se replegaban formando pequeñas bandejas. Evidentemente, contenían dos o tres tazas de agua, zumo de fruta, consomé caliente y otras bebidas, así como mantel y servilletas de papel y una enorme pera y una enorme manzana metidas en pequeños recipientes hechos de papel de seda de color lavanda.

Contenían también dos tazas de cartón cerradas, de las que sobresalían unas cucharitas que recordaban un cordón umbilical tieso. En una había pera en conserva sobre un lecho de requesón, algo que sin duda se llamaba macedonia, y en la otra, una gelatina de fruta, de las que tienen un color amarillo brillante y llevan trocitos de plátano y piña.

Además, tres sándwiches, envueltos por separado en papel de celofán cerrado herméticamente: uno de pollo y pan blanco, otro de queso y pan blanco y el tercero de jamón y pan de centeno. El relleno no escaseaba en ninguno de los tres y el pan, perfecto, sin ningún tipo de sabor, americano, estaba untado con mantequilla.

Llamé al joven auxiliar, que tenía cara de lagarto, y le pedí que me vaciara casi toda el agua de la taza. Me miró desconcertado, pero cuando conseguí apartar un poco la bandeja para acceder al bolso que tenía en el suelo, él ya estaba de vuelta con la taza medio vacía. Vertí en ella un buen chorro de bourbon de la petaca, miré por la ventana y brindé por una nube que tenía una gran nariz bastante parecida a la de mi padre. De pronto me sentí muchísimo mejor.

El dentista y su mujer me miraron extrañados, o tal vez con envidia. Me fui tomando la bebida a sorbos hasta que no quedó más que uno y entonces abordé la comida.

El queso de uno de los sándwiches era de tipo industrial y gomoso, de los que vienen en barra, y no le hice ningún caso. Abrí el de jamón y el de pollo, puse los dos rellenos en un solo sándwich, doblé luego lo que sobresalía y me quedó uno solo de jamón y pollo con una rebanada de pan blanco y otra de pan de centeno.

Seguidamente me dediqué a recoger las servilletas, los dos envoltorios de la fruta, el celofán de los sándwiches y, por supuesto, encontré un minúsculo juego de salero y pimentero. Espolvoreé entonces el pollo con la sal y el jamón con la pimienta negra molida. Cerré el sándwich y me lo comí.

Estaba muy bueno. Fue una comida agradable, reducida pero nutritiva, que yo misma había inventado con una destreza y una efectividad que uno no consigue si no se encuentra a mucha distancia de la tierra, lo que también evitó que me sintiera ridícula, basta o incluso ñoña.

Cuando terminé, me tomé aquel primor de sorbo que guardaba en la taza, hice una bola con los envoltorios, la metí en uno de los huecos de la bandeja y coloqué como pude las tazas, los platos y el resto de la comida en el espacio que quedaba. Pregunté luego al auxiliar de vuelo si podía robar el minúsculo juego para sal y pimienta, negro y blanco.

Durante un momento pareció un poco perdido respecto al camino marcado por sus clases en la escuela Berlitz, luego se ruborizó y, muerto de risa, respondió:

—Pero en ese caso habrá una dura pena de cárcel para la señora, ¡con su permiso!

Desapareció pasillo abajo, tambaleándose ligeramente bajo el impacto de su propio ingenio, yo me guardé en el bolso el botín y, que yo recuerde, no lo he visto nunca más.

Abajo se veían montañas negras y secas, puntiagudas como las agujas. A mi alrededor, todo el mundo se recostaba en el respaldo, con la barriga llena, mientras la actividad de esta los liberaba a todos de los secretos temores que asaltan a todos los hombres durante un vuelo. Sus glándulas prosiguieron el trabajo, estimuladas por la altura, ocupadas y preocupadas por la digestión, de forma que, aunque el aparato hubiera temblado o hubiera dado una pequeña sacudida, no les habría importado lo más mínimo.

Las sombras de las oscuras montañas se intensificaron terriblemente con la puesta de sol. No tardaríamos en aterrizar. Hubo más turbulencias..., tal vez bajo el efecto del aire fresco que subía de la tierra caliente o bajaba hacia ella.

El joven auxiliar hizo como que ajustaba el termómetro frente a la cabina y nos echó una dura mirada. De pronto, antes de que nos diéramos cuenta, nos estaba colocando unas curiosas bolsas de celofán redondas sobre las rodillas, sujetas con una vistosa cinta de rayón azul, que recordaba un regalo de Pascua; en el interior de cada uno de estos envoltorios, muy atractivos, por cierto, encontramos unas lustrosas peras, unas preciosas uvas y dos bolsitas de pasas de primera calidad, además de un puñado de frutos secos, creo, de aquellos tan pulidos que suelen encontrarse en los lotes de regalo.

En un momento, los rostros que habían empalidecido recuperaron el color, las mujeres inquietas recobraron la alegría y los hombres cansados contemplaron con más benevolencia la austera y salvaje tierra que sobrevolábamos, o bien se olvidaron por completo de ella. Todos mascaban y exclamaban como críos felices.

Saqué la petaca, eché un trago de adulto y abrí la caja redonda, obediente, mientras el auxiliar me miraba de reojo.

Habían colocado una hoja de imitación de pergamino sobre aquella fruta tan atractiva, que a duras penas habrían conseguido comerse entre dos personas con buen saque. La hoja llevaba impreso en letras góticas el nombre de la empresa, que se complacía en ofrecer aquella pequeña muestra de agradecimiento a la aerolínea. Y seguía, también en caracteres góticos: «Pueden degustar esta fruta con toda la tranquilidad del mundo, pues se ha lavado, frotado y dubi-dubi-dado».

«Perfecto», pensé. «Qué bien. Pues yo también.»

Tomé unas uvas, insípidas pero comestibles, y luego até de nuevo con cuidado la vistosa cinta alrededor de la caja y pregunté al auxiliar de vuelo si me la podía guardar para después del aterrizaje. Podría ser una agradable sorpresa para Norah, Sarah y David: probablemente les encantaría una fruta que no se había sumergido en una agua tratada contra el tifus, la malaria y la disentería. Esta había sido dubi-dubi-dada.

Estábamos llegando a Mazatlán. Vi unos cocoteros de un verde venenoso bajo los últimos rayos de sol y a continuación la bahía de un blanco plateado en la que se metían los oscuros barcos. Nos inclinamos por encima del puerto y, al sujetar un poco más mi cinturón de seguridad, de pronto sentí hambre; más que nada, hambre de algo que no estuviera envuelto, embalado o cubierto de celofán. Pero al mismo tiempo me sentía agradecida a la compañía aérea por haber intentado apartarme de la cabeza la molesta certeza de que durante unas horas, yo, ser humano falto de alas, había volado mucho más alto que una cometa. Una cometa en pleno vuelo, y la tierra había ascendido hasta tocarme el pie...

 

 

II

 

Me pareció que hacíamos mucho ruido al entrar en la oscura frialdad del hotel. Los mexicanos que estaban sentados junto a la puerta bajo las arcadas charlando y observando el mar al otro lado de la carretera nos miraron llenos de curiosidad, quizá pensando que nos habían rescatado de algún accidente de aviación. Los de dentro, en cambio, empezaron a circular tranquilamente hacia un lado y otro, nos asignaron las habitaciones, transportaron los equipajes y por un rato recuperaron un cierto vigor.

Los pasajeros se apiñaron ante el mostrador, intentando conseguir la mejor habitación. Yo me apoyé en una columna sin plantearme si quería una habitación con vistas o incluso si quería una habitación. El hotel olía bien y desde allí vislumbré una rampa que subía desde un lado del patio y una inmensa mata de flores de color violáceo que colgaba del muro de piedra. Me sentí bien.

Un hombre agradable y distante, un judío germanoamericano que dirigía una fábrica de confección en México y estaba muy acostumbrado a viajar en avión, me propuso tomar un trago mientras esperábamos que el resto de los pasajeros se aseguraran en aquella primera escala en un país extranjero de que nadie los robaba, ni los engañaba, ni los insultaba. Me pareció una buena idea.

Sabía dónde estaba el bar, un lugar sombrío detrás de la cantina que daba a la calle. El camarero reconoció a mi acompañante, quien, después de pedirme permiso, dijo en argot mexicano:

—Dos de los de siempre, Charlie.

Lo de siempre era un cóctel en vaso largo que contenía ron. El hombre me pareció agradable por ser tan impersonal y porque al parecer disfrutaba de las mismas cosas que yo. Hablamos de contrabando, de ron y de una bebida que se preparaba con tequila y zumo de tomate, llamada, propiamente, sangre. Al terminar, agradecí al hombre la invitación y volvimos al vestíbulo. Ya me sentía mejor.

En el mostrador, los tres o cuatro hombres que atendían al público exclamaron en voz alta «¡Ah!» con una especie de alivio medio tímido medio teatral; luego, un muchacho cargado con cuatro maletas y un enorme manojo de llaves se nos adelantó por la rampa, nos llevó a través de unos cuantos pasillos y después de una serie de manipulaciones y jadeos abrió la primera puerta. Era una habitación preciosa, con dos grandes camas dobles, altas y con dosel, como salidas de David Copperfield, y el sonido del mar que lo impregnaba todo.

El chico puso el equipaje dentro. Yo me quedé allí sin sentir el mínimo bochorno, esperando a quedarme sola, con el perfume del aire y notando la luz y la calidez.

El hombre se sonrojó hasta la raíz del cabello.

—Este equipaje es mío —le dijo al botones. Puso la mano en el tirador de la puerta, hizo una inclinación algo rígida, que conocía de antes de abandonar Alemania, y añadió, sin levantar la voz—: Espero que pueda excusar este estúpido error.

Lo miré y vi que aquellos bonitos ojos castaños reflejaban tristeza, pero antes de darle tiempo a decirle la poca importancia que tenía para mí y cuánto sentía verlo tan afectado, ya había cerrado la puerta. Seguro que cenó fuera del hotel, pues no lo vi más hasta que estuve en el avión la mañana siguiente, y allí tampoco me dirigió la palabra.

La habitación era una maravilla, austera y espaciosa, tal como me gustan a mí. Decidí en cuál de las dos camas me echaría, más tarde, y puse las zapatillas a los pies y el camisón, ceñido en la cintura, del estilo de los uniformes de las camareras del Ritz o del Trois Couronnes de Vevey.

El baño era una especie de gran caja recubierta de azulejos artesanos, de un amarillo estridente, que a mí me pareció precioso, con algún trazo violeta bajo el barniz, como si los ceramistas se hubieran cansado de un color único y de tanta sencillez. Aparte del lavabo y del trono más o menos regio, allí había también una bañera grande y selecta. En un rincón del cuarto de baño, el suelo hacía un poco de pendiente y tenía una especie de reja y un tubo arriba, que hacía las veces de ducha.

Resulta agradable lavarse de pie sin estar rodeado de paredes cuando la habitación está caldeada. Allí me sentí bien e independiente, a pesar del insomnio y de la altura, pero disfruté del placer de estar un rato bajo el agua. Me vestí poco a poco, di unas vueltas por la habitación, satisfecha y distraída, y de vez en cuando me acerqué al alféizar de la ventana, que estaba abierta.

La brisa del atardecer empujaba las largas cortinas blancas hacia mí y me traía el olor masculino de las laminariales sobre las rocas que dejaba al descubierto la marea. Abajo, en las arcadas del hotel y en la calle se veía gente charlando, paseando, y, más allá del pequeño muro, las olas rompían con un sonido parecido al de la acompasada respiración de algo conocido, familiar. El agua del puerto, bajo la intensidad de color de la puesta de sol que se iba desvaneciendo, se veía dura e incolora como el bronce de un cañón o un antiguo grabado.

Por fin me puse una blusa limpia y un traje chaqueta gris, pero dejé el sombrero. Bajé despacio con los zapatos de tacón, como un caballo que desciende una colina al trote.

Salí al muelle, o a la explanada, o como se llamara aquello. Bajo las arcadas del hotel había luces encima de las mesas, pero a lo largo del malecón todo se veía oscuro y frío. Vi algunas parejas que paseaban en silencio, algún joven solo que me miraba y murmuraba algo.

Volví al hotel y hubo cinco o seis pasajeros que me pidieron que me sentara a tomar algo con ellos. Aquello me sorprendió, aunque no me provocó ninguna emoción. Probablemente sentían lástima al verme tan sola: la mayoría tiene tanto miedo de esta situación que cree que a todo el mundo le ocurre igual. Pedí un tequila y una cerveza, mientras oía cómo hablaban del valor del cambio de moneda, de las propinas y de los mexicanos, a los que no había que quitar el ojo de encima, decían. No eran mala gente, pero sí miedosos, y estaban siempre en guardia contra lo que fuera, sobre todo si lo que fuera no hablaba bien el inglés americano.

Después del tequila propuse pagar una ronda, pero dijeron que no, no, que con una copa había más que suficiente, y rieron, ya desinhibidos. No me gustaba mucho deberles algo, pero la cosa era así.

Estaban planeando «descubrir la ciudad» después de cenar y me pidieron que les acompañara. Respondí que me iba a la cama y me miraron con aire extraño.

—¿Ya ha estado aquí usted? —me preguntaron, y cuando les respondí que no, volvieron a reírse, más desinhibidos aún, y explicaron que ellos no iban a perder ni un minuto en la cama; que no querían perderse nada.

Luego, una de las mujeres me invitó a cenar en su mesa, en cuanto hubiera ido a buscar el sombrero, pero le dije que estaba muy cansada, les agradecí a todos la copa y entré en el hotel. Veía claro que se sentían dolidos, desairados, y que en cierta forma me reprochaban el querer estar sola, no llevar sombrero y ser tan autónoma como para retirarme cuando estaba cansada. Pero no veía en las propuestas nada que valiera la pena para cambiar, aunque fuera por unos minutos, mi modo de actuar.

El comedor, como los comedores de hotel de todo el mundo, era amplio, inhóspito y gris. Lo crucé hasta el extremo pasando por delante de unas cuantas mesas de gente silenciosa, que levantaba la vista para mirarme un segundo y luego la bajaba de nuevo hacia el plato.

Apareció un camarero en el extremo del comedor. Masticaba algo y pareció sorprendido de verme tan lejos de la tranquilizadora compañía del resto de los clientes. Le dirigí una sonrisa, él me la devolvió, y elegí una pequeña mesa junto a la puerta que daba al patio, que en aquellos momentos se veía oscuro y misterioso como una cueva.

Pedí una cerveza y me la fui tomando hasta que empezaron a llegar los platos. Había pedido solo un par o tres de cosas de aquel pretencioso menú, pero aun así me pareció excesivo. Todo era asqueroso: una insípida sopa de pasta, una ensalada de pescado tibia con aliño de bote, una carne sin color...

Me sabía muy mal, pero no podía comerme nada de todo aquello. Y, en cambio, todo el tiempo me iban llegando deliciosos aromas de la cocina, sobre todo cuando pasaba algún camarero frente a mi mesa, pero la fragancia no venía de las bandejas que llevaban sino de lo que habían dejado allí. Oía también risas y charlas, que hacían más doloroso el forzado silencio del comedor.

Por fin, el camarero me trajo un platito con pudin de leche y pan... «Poudingue inglesa», ponía en la carta. Debió de verme algo en la cara que le llegó al alma, a pesar de que pudiera considerarme alguien a quien nadie había invitado a cenar allí. Se inclinó un poco y me dijo algo muy deprisa al oído. Solo entendí: «Ahí dentro hay una cocina americana y otra del país, una al lado de la otra...».

Se marchó. Me pareció que los aromas iban mejorando y esperé a ver qué sucedía. Me recordaban a los de la cocina de una casa de campo en el sur de Francia, aunque con menos ajo y más pimiento. Me había quedado casi sola, esperando tranquilamente, tomándome la cerveza a sorbos. Los que me habían invitado antes ya habían terminado y al pasar por delante de mi mesa se pusieron tiesos y volvieron la cabeza. Me supo un poco mal haberlos ofendido quedándome aparte.

Luego volvió el camarero, sonriendo y casi jadeando de emoción. Me trajo lo que comían él y los demás en la cocina, servido en la misma vajilla con la que comían ellos: un cuenco de barro de color marrón y un plato decorados con unos pájaros verdes y blancos bajo una capa de fino esmalte.

En el cuenco había frijoles, de los oscuros, cocinados con tomate, cebolla y muchas hierbas aromáticas. Me los comí con una cuchara y de vez en cuando mojaba en ellos una tortilla del plato de al lado.

La sensación de aquella sólida y fuerte comida que me iba llenando el estómago fue una de las más deliciosas que he experimentado. Creo que era lo primero que saboreaba a fondo desde la muerte de Chexbres, lo primero que me alimentó, a pesar de todas las sensuales comidas de siempre. Me lo comí todo..., una ración con la que probablemente se habrían alimentado tres o cuatro personas..., y terminé la cerveza mientras el camarero me observaba de vez en cuando con aire paternal desde la puerta de la cocina.

Le pagué la cuenta, le agradecí el detalle más de lo que él pudo imaginar y me fui arriba, a la habitación impregnada de mar. Dormí como un gato toda la noche y, en mi bienestar, tuve deliciosos sueños, y entre sueño y sueño iba oyendo las olas.

 

 

III

 

La casita en el pueblo de pescadores era relativamente nueva, la habían construido para alquilarla a los veraneantes que iban allí por el lago y la tranquilidad. Tenía un baño arriba, con agua de un depósito del tejado que llenaba cada noche un hombre con una bomba manual en el pequeño patio de la casa. La bañera no funcionaba, pero no nos importaba, ya que Norah, Sarah y yo ayudábamos a David a pintar murales en los baños municipales y nos pasábamos unas horas al día sumergidas hasta el cuello en el agua corriente de los estanques, caminando con cuidado por el fondo arenoso, aguantando muy arriba los recipientes llenos de témpera, con los pinceles sujetos en el pelo.

(El lavabo y el váter funcionaban bien, exceptuando cuando el encargado del agua, después de un día de fiesta, no se encontraba con fuerzas para venir hasta casa. Entonces, David se acercaba al bar de al lado y Norah y yo nos íbamos a tomar la cerveza de rigor en la terraza del hotel Nido, en la plaza, donde tenían unas instalaciones sanitarias casi tan modernas como las nuestras.)

Nuestra casa estaba a unos treinta pasos de la pequeña e impecable plaza, con su quiosco de música en el centro y una avenida doble alrededor, a la sombra de unos espesos árboles, que permitían que los chicos pudieran seguir la música en un sentido y las chicas en el otro... hasta que aquellos reunían el valor o los centavos suficientes para comprar flores y acercarse a sus enamoradas.

Las noches de concierto, las floristas se sentaban en uno de los extremos de la plaza, el más oscuro, y las velas o las lamparitas iluminaban como por arte de magia las flores dispuestas sobre unas limpias telas frente a ellas. Tenían camelias, gardenias muy pequeñas y a veces unas orquídeas araña que parecían piedras preciosas, así como flores de jardín más corrientes, que relucían bajo la tenue luz frente a las mujeres que, en cuclillas y a oscuras, se escondían bajo sus mantones. Y todo el tiempo, la banda interpretaba sus sibilantes notas dedicadas a los inocentes y sensuales jóvenes que circulaban por los caminos.

Había también dos o tres bares con máquinas tocadiscos para cuando la orquesta se cansaba, así como un pequeño quiosco donde se vendían helados de color rosa y amarillo y Coca-Cola.

En la dirección opuesta saliendo de casa, al doblar la esquina, estaba el mercado, un conjunto de puestos que se iban extendiendo a su aire, algunos bastante elaborados, con mostrador y cocina en el centro, y otros que se reducían a una tela en el suelo en la que se amontonaban pimientos secos, un ñame medio mustio o un cazo con un guiso que esperaba a que alguien se enamorara de él. Los domingos, ¡cómo no!, se instalaban los vendedores de sarapes y los artesanos que hacían sandalias, así como los de la fina cerámica, que esparcían sus mercancías por todas partes y siempre, pues era algo que se rompía con mucha facilidad.

Cerca de un puesto de carne merodeaban los perros y gatos hambrientos y las moscas zumbaban con tanto ímpetu por encima de los raros cortes de carne y hueso colgados que podían oírse antes de doblar la esquina.

Algunos días, a veces durante una semana entera, solo podía comprarse, en todos los puestos, un producto, por ejemplo tomates..., unos tomates pequeños de olor penetrante, que no llegaban al tamaño de un huevo de paloma. Cuando estuve allí no era la temporada de los aguacates; en cambio, de vez en cuando podíamos encontrar judías verdes o alguna papaya medio pasada.

No era fácil conseguir suficientes productos para las comidas, a pesar de que probablemente dispusiéramos de más dinero que la mayoría de los vendedores. Me habría encantado poder ir con un cuenco a las cocinas que veía abiertas, como hacía mucha gente, y comprar porciones de frijoles y montones de tortillas..., pero tal vez no lo hacía porque no llevaba tanto tiempo en México como mi hermano y mis hermanas. O porque me acordaba de los frijoles de Mazatlán.

Cada vez que uno de nosotros iba a Guadalajara traía lechugas, mantequilla, pan y otras cosas que encontraba.

En la casita, aparte del baño, había tres dormitorios arriba y dos piezas y la cocina abajo. Me hubiera encantado cocinar, encerrarme en la confortable nube del «mezclar-regar-hervir». Pero al parecer había poco que cocer, y la propia cocina era un espacio algo desconcertante. Creo que con poco tiempo habría aprendido a manejarme en ella. Pero estaba de invitada.

Era una estancia muy pequeña, con la ventana y la puerta que daban al fondo del patio, junto a la bomba, y otra puerta que desembocaba en el pasillo, cubierto de baldas, que llevaba al comedor. Este tenía una mesa pequeña, más bien un taburete, en la que nunca faltaba un hondo recipiente de barro con agua que se suponía que era potable, para beber y enjuagar las verduras. En el lienzo de pared más grande había una repisa revestida de azulejos rojos que nos llegaba a la cintura.

No recuerdo si en esta repisa había un fregadero con grifo de agua fría. Creo que sí. También había un espacio algo más bajo que el suelo para hacer fuego con carbón, con una parrilla encima, y un anexo para la cocina de queroseno con dos fuegos que David había comprado en Guadalajara después de que todos hubieran desistido de la ardua tarea de mantener el fuego de carbón durante el tiempo necesario para cocinar un plato. Por encima de la repisa tenían cinco o seis recipientes de barro y una sartén de hierro en una de las baldas. Más arriba del fuego tenían colgadas unas cucharas de madera y un cuchillo.

En las baldas del pasillo había una pequeña fresquera para guardar los alimentos a salvo de las moscas y también una minúscula y precaria nevera que podía contener cuatro kilos de hielo, cuando podían conseguirse.

Y allí guardábamos la comida, cuando disponíamos de provisiones.

Cada mañana venía a preparar el desayuno y a hacer la limpieza una mujer rechoncha, de edad indefinida, que superaba en poco la estatura de un enano. No sé por qué nos propusimos no saber su nombre. Tal vez porque todos éramos tan altos y ella tan pequeña, y además nos hacía todo el trabajo sucio, así que nos sentíamos avergonzados e intentábamos esconderlo dejándola en el anonimato. David decidió que íbamos a llamarla Lía mayor, como si su nombre fuera Elías. Y la pequeña Lía era su hija, que había trabajado en la casa, ocupándose de la ropa, y tenía un tamaño casi normal.

Lía mayor trabajaba más duro que su hija y desprendía un olor desagradable, no exactamente repulsivo, pero sí un poco asfixiante. Era una de las personas más afables que he conocido. Cuando nos fuimos, se puso el rebozo de los domingos y se deshizo en lágrimas. Me habría gustado tenerla siempre cerca, como una pequeña piedra negra a la que agarrarse, aunque a ser posible sin aquel olor.

Estaba enamorada de la cocina de queroseno, pero siempre utilizaba la de carbón. Cuando la utilizaba, aquella cocina soltaba un suave y fino humo que no tenía nada que ver con las negras nubes que echaba si cocinábamos nosotros, y las tostadas le salían con un delicado sabor ahumado que combinaba a la perfección con la mantequilla. Enseguida aprendió a preparar el café como le gustaba a nuestra familia, y Sarah o David la hacían feliz cuando le pedían que se acercara a la esquina a por un huevo para hervir. Sin embargo, con lo que no podía era con el zumo de tomate envasado, que tenía que abrir siempre David, mientras ella se tapaba los ojos con el chal.

Después de desayunar, teníamos la costumbre de pasar un rato en la mesa charlando y viendo cómo Lía mayor avivaba con paciencia las brasas, a la espera de nuestras órdenes.

A mediodía, cuando nos reuníamos de nuevo a la vuelta del baño, el paseo o el trabajo de cada cual, nos sentábamos en el suelo de la salita de alto techo, ya que los asientos eran muy poco confortables, y nos tomábamos una copa..., cerveza o tequila. A los demás les gustaba mezclarlo con Coca-Cola y un poco de zumo de lima, pero para mí lo mejor era primero tequila y luego cerveza.

Aquel pequeño salón era como un baño ideal, piedra y azulejos, que creaban un maravilloso eco en nuestras voces, con un sonido bello y vibrante y más claro que nunca. David tocaba la guitarra y Norah y yo a veces cantábamos, cada cual con su estilo, pero las dos muy bien por la acústica de las paredes y el tequila que nos tomábamos. Me fijaba en mis vocalizaciones, cuyo recuerdo me deja de una pieza... Era realmente una flauta de lo más afinado.

Luego, Sarah, Norah o yo, o las tres a la vez, nos íbamos a la cocina mientras David seguía con su guitarra, raspeando como un gallo y cacareando hasta que volvieran las gallinas.

Tomábamos pan con mantequilla y lo que nos apetecía de una fuente grande como una mesa en la que había tomates, huevos duros y otros, como rábanos, cuando habíamos encontrado alguno. A veces dábamos con un tarro de caviar rojo en una tienda de Guadalajara. Seguíamos bebiendo, comiendo y cantando.

Por la noche solíamos ir a algún pequeño restaurante. Eran lugares sencillos y valía la pena acercarse a ellos por la tarde y encargar la cena para los cuatro. Mucha gente comía allí o les encargaba comida para llevar a casa, incluso los pobres. Sin duda era porque las cocinas estaban muy mal equipadas y escaseaban el carbón, el agua y los alimentos. A las horas de las comidas salían de los citados restaurantes una colección de chavales que circulaban por las calles con bandejas de comida en la cabeza: ollas de guiso, alubias, montones de tacos, a veces un pollo hervido humeante en una fuente cuando se celebraba alguna fiesta familiar.

Cuando podíamos, encargábamos pescado blanco del lago: tenía una carne parecida a la de la perca que comíamos en Cully, o en el lago Lemán, aunque no lo preparaban de manera tan elaborada. Servían también unas gachas de arroz y hierbas aromáticas, muy espesas, parecidas a las sopas isabelinas, «ni muy líquidas ni muy sólidas». Y también tortillas del país.

Y nada más, a menos que a uno le gustaran las judías, que no eran santo de nuestra devoción: las carnes eran algo repulsivo, en general muy mal preparadas; no se podía encontrar ensalada, ni casi verduras; a nosotros no nos gustaban aquellos dulces de colores llamativos a los que denominaban postres.

Había un establecimiento con tan solo dos mesas y una cocina al fondo en el que no se servían más que tacos. También me gustaban mucho aquellas tortillas blandas que se rellenaban con hierbas aromáticas picadas, lechuga o lo que apeteciera. Frecuentábamos aquel sitio, donde observábamos a la dueña, una mujer muy guapa, mientras daba la vuelta lentamente a las grandes sartenes ovaladas por encima de las brasas a fin de cocer un poco las tortillas sin quemarlas.

Los mariachis siempre nos encontraban, tuviéramos o no algún peso para ellos; los niños se agachaban en la acera para escuchar, embobados, y los gatos esperaban nuestras migas bajo la mesa. La música nos seguía a todas partes, como algo asociado a un sueño.

En alguna ocasión, a pesar de que la cocina me asustaba un poco, preparaba la cena. Me llevaba mucho tiempo y me obligaba a recorrer todo el pueblo para buscar las provisiones, lo mismo que me había ocurrido en Dijon antes de aprender a hacer la compra. Sin embargo descubrí que allí podía hacer poca cosa: por un lado, por la falta de ingredientes y, por otro, porque el único método que tenía al alcance era el de hervir.

Preparé unas cuantas veces huevos revueltos, a pesar de que costaba bastante encontrar dos o tres a la vez y de que aún era más difícil conseguir crema de leche o queso.

Una noche me salió una salsa riquísima, que comimos con tortillas asadas. Consumí casi todo el queroseno de la casa y tardé todo un día, pero lo pasé muy bien dándole vueltas y más vueltas en aquella cocina tan pequeña.

Recuerdo que ya había anochecido cuando oí el sonido metálico de la bomba de agua. Miré por la ventana y, a través del vapor del recipiente que tenía en el fuego, vi el blanco de los ojos del hombre que iba llenando el depósito dándole a la manivela y observándome. Era un hombre delgadísimo.

Probé la salsa, seguí removiéndola con la cuchara, le agregué otros ingredientes y el hombre seguía mirando hacia arriba, aunque yo no sabía bien si me veía.

Al final, llené un vasito de tequila, puse un poco de aquella salsa oscura y sabrosa en una tortilla y se lo llevé. Era consciente de que exigía más esfuerzo poner en marcha la bomba cuando se había detenido, pero no me sentía bien estando allí, en un lugar confortable, iluminado, con aquel aroma, si no tenía un gesto de consideración hacia aquel hombre. En México las cosas eran así: resultaba incómodo ir aseado y estar bien alimentado en medio de aquella gente extraordinaria que no tenía acceso a lo mismo que nosotros...

El hombre se mostró muy afable y sujetó el vaso y el taco mientras la bomba iba frenando el ritmo.

Intercambiamos unas frases, de las que figuran en los manuales de conversación y que a la gente les salen casi por instinto en todos los idiomas, y luego volví a la cocina, con la sensación de haberme comportado como una boba ante la serena elegancia de aquel hombre.

Me preparé un trago. El hombre llamó a la ventana al ver que me había servido, y levantó el vasito para brindar, inclinándose ante mí en la penumbra. Yo le devolví el gesto. Por fin, se tomó el taco, con gran delicadeza, en tres bocados en lugar de uno. Me sentí un poco mejor por haber pasado tanto tiempo removiendo la salsa... aunque no muchísimo mejor.

Una mañana, después del desayuno, nos encontrábamos alrededor de la gran mesa llena de cacharros cuando oímos un horrible y extraño ruido en la calle, acompañado de un grito lastimero.

Nos miramos los unos a los otros en silencio, pálidos ante el presagio que podía encerrar aquello, y antes de que David se levantara sin ganas a ver qué había sucedido, me vino a la cabeza un libro que había leído hacía mucho en Francia, en el que una joven embarazada saltaba por una ventana y «estallaba en la acera como un melón maduro». Así era el ruido que habíamos oído.

Cuando volvió, comentó, con alivio y cierta angustia, que una mujer que bajaba de las colinas cargando en su cabeza una gran olla de judías hervidas había tropezado frente a nuestra casa cuando se dirigía a venderlas al mercado. Probablemente había pasado toda la noche andando, y encima seguro que aquello era toda su cosecha, añadió David.

Mi hermano empezó a ir de un lado para otro y al final nos levantamos todos, afligidos. Miré afuera desde la habitación de Norah. Las judías, blanquecinas, con un aspecto horrible, estaban desparramadas por encima de los adoquines, mezcladas con los pedazos de la olla en la que las habían transportado, medio comidas por los perros hambrientos y por algunos niños de los que pedían caridad por la calle. Los que iban hacia el mercado se quedaban formando un amplio y silencioso círculo o se apresuraban para pasar de largo con aire triste e impotente. La campesina estaba sentada, con la cabeza contra las rodillas, cubierta por el mantón, sin emitir el más leve sonido.

Allí se quedó todo el día, sin mover ni los hombros, con un puño cerrado sobre la calzada.

Pronto no quedaron judías, y alguien recogió y apiló los fragmentos de la olla, de modo que el trozo en el que los perros habían lamido los adoquines de la calle se veía más limpio y reluciente que nunca.

A la hora de comer no nos vimos capaces de probar bocado, ni de cantar o charlar. No comentamos nada sobre la mujer sentada frente a la casa, pero cada uno de nosotros fue subiendo de puntillas para mirar desde las ventanas de arriba. Ninguno sabía qué hacer ante aquella inmovilidad tan absoluta.

Mucho tiempo después, cuando estábamos de nuevo en California, David me contó que cuando había salido, había intentado poner algo de dinero en la mano de la mujer y la había sacudido levemente para que reaccionara. Mi hermano sabía mostrarse muy cariñoso con las mujeres cuando quería, o cuando creía que estaba solo con alguna, pero aquella ni siquiera oyó su voz y las monedas se escurrieron entre sus dedos. El hombre del bar de al lado lo vio y le dijo:

—No vale la pena, señor. Entre y tómese algo.

A la puesta de sol la mujer había desaparecido. Ninguno de nosotros la vio marcharse. Se llevó todos los fragmentos de barro. Ya podíamos pasar por allí para ir a cenar. Nos fuimos al Nido, donde gastamos mucho dinero después de habernos tomado unos cócteles a orillas del lago, aún conmocionados por el ruido de la olla contra los adoquines y por el largo silencio de la campesina. Aquella había sido su forma de huir, probablemente tan buena como la mía...