TERMINACIÓN FEMENINA

1941

 

 

 

 

I

 

¿Cómo voy a escribir la historia de amor de una mujer que no conozco? Tiene que haber algo más aparte de la celebración, no basta con elucubrar, ni con la hábil planificación de los pensamientos. Una canción, una mirada ebria, el recuerdo de una luz a lo largo de los dedos de Juanito... Pero ¿tendrá algún sabor la mezcla preparada?

No bastan los recuerdos. Quizá tendría que pegar un puñetazo en la mesa, ponerme dura, grosera, conceder realidad a lo que nunca ha sucedido.

¿Qué es lo que debo odiar? ¿Voy a odiar algo que se encuentra más allá del odio, la Iglesia, por ejemplo, la Iglesia ostentosa y sólida de aquel pueblo mexicano junto al lago, en la que el joven sacerdote de nariz larga llevaba una sotana corta como si el pantalón, la prueba de su virilidad, tuviera que tranquilizarlo?

¿Me odiaré a mí misma, como parte de la vida que nos ha moldeado a todos, odiaré a mi hermano, a mi hermana Norah y a Sarah, la de los ojos de color de endrino, que fuimos allí con nuestras pieles blancas, con nuestros vocabularios de sufrimiento y hambre, con nuestro pelo suave y claro, a nosotros que vivimos entre la población educada de Jalisco como si todo el mundo pudiera vivir en cualquier lugar con su pálida inmunidad?

¿Voy a emborracharme de odio o recostarme tranquilamente, escuchando las voces quedas de los que llevan mucho o poco tiempo muertos, serena ahora como tenía que haber estado a la orilla del lago?

Oí cantar a Juanito casi desde el primer instante en que pisé tierra mexicana. Al principio no lo sabía. Era como una planta marina con un millar de orejas en el extremo de unos pequeños tallos, que servían tan solo para oír lo que quería oír.

Norah y David me esperaban al pie del avión en Guadalajara. ¡Qué altos, qué insolente belleza, con su impecable piel, su vestimenta, circulando por el mundo que los rodeaba como seres de otro planeta, y además tímidos! Llegamos a los límites de la ciudad y seguimos por las desoladas llanuras, hablando, escuchándonos con prudencia los unos a los otros, sin formular ni una sola pregunta durante un tiempo. Luego llegamos a un punto en el que se interrumpía la ondulada llanura y empezamos a descender, con el lago a nuestros pies mientras el aire iba cambiando. El pequeño coche dejó de traquetear y enfiló suavemente la pendiente que llevaba a la orilla.

Norah bajó frente al portal de un lugar en el que pintaban su retrato y se dirigió con seguridad y sangre fría hacia la senda que llevaba a la villa, como si estuviera contenta de haber llegado allí. David y yo interrumpimos nuestra conversación. La carretera estaba en muy mal estado. Y teníamos en la cabeza la siguiente parada, en la que yo iba a conocer a Sarah, mi nueva cuñada. Los tres estábamos nerviosos, pero nos habían educado para no dejarlo traslucir, y los tres deseábamos que las cosas se desarrollaran con tranquilidad, amigablemente, sin haber tenido tiempo de empezar con ello.

Yo era la hermana mayor y David el pequeño, y entre nosotros habían pasado años de dependencia y de resentimiento, de amor y crueldad, y en aquellos momentos se había añadido el hecho de que se había casado antes de lo que todos esperábamos, en un país lejano, con una chica a la que no conocíamos. Era un momento delicado...

Nos detuvimos frente a una puerta, a unos pasos de la frondosa plaza, y David tocó el claxon, saltó del coche y se fue atrás, disimulando.

Sarah salió de la casa. Le rezumaba la dignidad por los poros de la piel. Aquello me gustó, y también las delicadas uñas, que llevaba sin pintar, así como los dulces contornos de su sereno rostro. Me imagino que estaba nerviosa, como yo, pero creo que ninguna de las dos lo dejó entrever. Entramos y al cabo de poco se fue, sin alardes ni explicaciones, al mercado o a sentarse a la orilla del lago, para dejar que David y yo nos acostumbráramos el uno al otro. Una gran idea.

La casa estaba bien y tenía una estructura simple. Una escalera apoyada en dos de los lienzos de pared de la salita llevaba a las habitaciones, de modo que el techo era bastante alto. Me pareció muy adecuada para cantar y también para el sonido que llegaba de la calle, que se oía con claridad e intensidad. Casi no había muebles y el suelo, embaldosado, se veía limpio como una patena.

David me acompañó a la habitación que me habían asignado: me sentí un poco pava con aquellos tacones, el sombrero, el traje chaqueta de lanilla, los pendientes de azabache y el aire de no haber salido aún del avión. El dormitorio tenía una ventana muy grande, con cortinas blancas recogidas con unas cintas rosa estilo caja de bombones, y dos camas estrechas, una mullida y algo deformada y otra que era una auténtica cama mexicana, con tablas en lugar de colchón. A la segunda noche decidí dormir a partir de entonces en esta última. Unos bellos sarapes hacían las veces de mantas y de las paredes colgaban unos cuadros de David. Los tres jóvenes me habían regalado una peineta de plata y un par de alpargatas españolas. David me contó que eran los refugiados quienes habían importado este tipo de calzado, aunque ellos preferían las sandalias de cuero.

Me puse un pantalón, las suaves alpargatas de algodón azul, la peineta en el pelo y bajé la escalera. Tuve la sensación de descender hacia un pozo blanco y claro, con David en el fondo, sentado en el suelo, la guitarra en las rodillas y una copa a cada lado. Estuvimos un rato charlando, pero no sobre Sarah, ni sobre nada de lo que nos había ocurrido a él o a mí. La copa estaba deliciosa.

Me gustaba estar allí. Me sentía acogida pero no pensaba que las cosas hubieran sido diferentes de haber viajado al norte en lugar de al sur, y así era como quería sentirme.

David estaba esperando algo. Tal vez a Sarah, pensé. Dio unos golpecitos con la copa, luego en la caja de la guitarra y me di cuenta de que le habían crecido mucho los nudillos en aquellas largas y pálidas manos. También su rostro estaba cambiado, aunque no acertaba a ver el detalle, aparte de que parecía mayor de lo que era en realidad.

—¿Por qué no tocas algo? —le dije.

—No, espera —respondió, y vi en sus ojos un punto malicioso y desconfiado—. Espera. No tardarás en oír una música realmente buena.

Así pues, seguimos bebiendo, le hablé de nuestros padres, él me preguntó si en nuestro país la gente se hacía muchas preguntas sobre la guerra... Cosas por el estilo.

Entonces, a lo lejos, empezó a oírse la música. Llegó hasta nosotros con rapidez, de tal forma que, sin que tuviera tiempo para reflexionar nada, aquella estancia blanca, de paredes altas, se llenó de un sonido que resonaba con insistencia a nuestro alrededor como un corazón desbocado. El aire cansado desapareció del rostro de David y me dirigió una mirada llena de júbilo, aunque algo oblicua, como si estuviera viendo la música. Era la primera vez que oía aquella melodía. Comprendí que en la calle había unos músicos, pero no me imaginaba el aspecto que podían tener, ni cómo creaban aquel son insistente. Distinguía un rasgueo constante y en cambio ni un bum-bum, ni el mínimo tantarantán. Sí había una especie de instrumento de viento, pero no era capaz de identificarlo. Y lo que cantaban los hombres era como un tempestuoso lamento.

—Son mariachis —dijo David, levantando la voz para que lo oyera—. A pesar de las malditas máquinas de discos, aquí hay dos grupos. De todas formas, están en vías de extinción. Este es el de Juanito, el mejor de los dos. Juanito es la voz de falsete. Ya verás.

Los hombres siguieron tocando, tres canciones, creo, y luego empezaron otra que incitó a David a recostarse voluptuosamente en la fría pared. Eran una especie de dúo en el que, según el momento, uno, dos o tres cantaban separados del resto, y el estribillo correspondía siempre a una sola voz, aguda y melodiosa, con el sonido de las cuerdas como acompañamiento. Una canción apasionada, y al final, las dos voces masculinas que interpretaban los agudos sollozaban como niños, en terceras.

Luego el grupo se alejó y pudimos oírlo levemente al otro lado de la plaza. Sin embargo, daba la sensación de que toda la casa, y nosotros con ella, seguía vibrando, casi de fatiga. Yo estaba alterada. Tal vez fuera por las alturas del vuelo de la mañana y lo que había bebido después: tenía conciencia de ello, pero aun así me sentía rara.

—La voz aguda era la de Juanito —dijo David, levantándose y mirándome con ternura—. Cantaba La malagueña. En el bar del hotel de Guadalajara hay un buen grupo de mariachis, pero nadie canta como Juanito. ¿A que te llega al alma?

Siguió de pie, apoyado contra la pared, como si quisiera seguir.

—Creía que había oído un montón de discos —aventuré—, pero en mi vida había oído música mexicana como esta.

—Existen algunos discos... pero es música de Jalisco y puede que por aquí no haya un buen estudio de grabación. O quizá a los mariachis no les gusta salir de su pueblo. No lo sé. Cada vez hay menos. ¡Malditas máquinas de discos!

Entonces apareció Norah, y tras ella Sarah, que traía una gran berenjena de color morado.

—Veo que habéis oído música. Nos hemos cruzado con ellos —comentó Norah en su típico tono neutro.

Las dos se quedaron mirándome y me sentí un poco violenta.

—¿Os parece que puedo llevar pantalones aquí? —les pregunté.

—Pues claro —respondió Norah.

—Te quedan muy bien —dijo David, como si tuviera que tranquilizarme—. Muy bien. No me gustan mucho las mujeres con pantalones, pero tú...

—¿Ha visto ella a Juanito? —lo interrumpió Norah.

Me sentí como un niño retrasado o como un eremita que ha olvidado cómo se comunican los demás seres humanos.

—No, no lo he visto —respondí con impaciencia—. Pero sé que es el falsete. ¿Querías que lo viera?

—Da igual —dijo ella—, porque ya lo verás. Probablemente esta noche. Se pasa el día cantando... si Dave está aquí.

—Sí —intervino Sarah con su suave voz—. Juanito es demasiado joven para tener su propio grupo.

—Vamos a tomar algo antes de comer —intervino David—, ¿os parece?

Aquello fue realmente lo único que comprendí de toda la conversación.

Dejaron de mirarme aquellos ojos azules, castaños, verdes, grandes y pequeños, planos o un poco hundidos en sus cuencas, inquisitivos, fríos y llenos de preguntas. Me quedé sentada en el suelo, esperando la comida y esperando también poder oír de nuevo aquella música y no el fantasma de esta que seguía vibrando en mi cabeza.

 

 

II

 

En la orilla del lago había un bar cubierto con un tejadillo. Era excesivamente caro para los del pueblo, pero circulaban por allí bastantes turistas y gente de Guadalajara que venía a pasar el fin de semana para que la dueña, una viuda entrada en carnes, sacara lo suficiente para poder seguir luciendo sus vestidos de seda y sus voluminosas pulseras. Era una mujer pálida, con una sonrisa fulgurante y maliciosa, que me acogió con efusividad. Pedí el cóctel que los tres jóvenes me habían dicho que siempre tomaban allí y vi que se le iluminaba la cara ante el próspero futuro que le esperaba mientras iba mezclando los licores.

Era un lugar bonito y tranquilo junto a las calmadas aguas del lago. Unos pequeños islotes de jacintos se movían en una dirección y otra contra el embarcadero medio inundado; al otro lado del lago, en el claro crepúsculo del mes de noviembre parpadeaban unas cuantas luces. El aire era cálido y perfumado. Pensé en otro lago, donde se extendía Saint-Gingolph, bajo las sombras de los Alpes savoyanos, frío y próximo, a diferencia de aquella extraña y montañosa región mexicana de poca elevación. El lago, sin embargo, era igual. Todos los lagos son iguales cuando sus aguas están calmadas...

La viuda llamó a David y luego encendió las luces de debajo del techo, de forma que en un santiamén nos apartó de las tinieblas y nos sentimos contentos y protegidos contra ellas.

Miré a mi delicado hermano acercarse al mostrador con movimientos torpes a recoger la bandeja de la bebida. Al otro lado de la barra había un hombre que, al ver que él se acercaba, se calló y lo observó de la misma manera que yo.

Era un hombre bajito con una boina española y gafas con gruesa montura de concha, hombros estrechos y con las mismas ganas de armar jaleo que un chaval de los barrios bajos. A medida que la vista se me acostumbró a la luz, me sorprendió ver que llevaba una sotana muy corta, que dejaba al descubierto el pantalón que llevaba debajo, los calcetines a rayas y los zapatos marrones. Comprendí que él y David se conocían, aunque no hubieran intercambiado una palabra, pero cuando mi hermano se acercaba yo tenía más en mente lo del pantalón que su mudo encuentro.

Los únicos sacerdotes que había visto con esta indumentaria en mi vida eran los de Dijon, que llevaban calzoncillos largos y, en los días más fríos, camisas largas de franela. Suponiendo que llevaran pantalones, los disimulaban muy bien bajo las largas sotanas, incluso en los días de viento. Aquel día me sorprendió el vistoso distintivo de la masculinidad, los calcetines a rayas. Seguía dándole vueltas cuando David puso con cuidado las cuatro consumiciones sobre la mesa.

Todos brindamos por nosotros, por mi llegada y por el invisible lago que teníamos tan cerca. La bebida estaba buena, se parecía al martini del sur de Francia, con un intenso sabor a hierbas aromáticas. La viuda abandonó la charla tranquila y amena con el cura y puso un vals en el fonógrafo. Sarah y David salieron a bailar con discreción. Eran buenos bailarines. David se arrimó un poco a la delicada rubia y le dirigió una sonrisa soñolienta.

—Norah —dije, acercando mi copa a la suya, como si así pudiera llegar antes a ella—, aquel cura no nos quita el ojo de encima. ¿Lo conoces?

Se volvió lentamente para mirarme con sus ojos grandes y oscuros y un aire reflexivo. ¡Ah, claro, ya me acuerdo de ti! A veces ni siquiera expresaba el reconocimiento, algo que a buen seguro desconcertaba mucho más a los hombres que la querían que a mí, que también la quiero y encima le había hecho masajes con aceite de oliva incluso antes de que tuviera el ombligo formado.

Miró hacia el bar sin contestar e hizo una amable reverencia en dirección al sacerdote. Él hizo lo propio y le sonrió con expresión cariñosa y amable. Me fijé en que la viuda le decía algo al oído, y los dos me miraron, sin dejar de sonreír. Yo también le dirigí una reverencia.

—¿Por qué no viene aquí? —le pregunté a Norah.

Aún me sentía afectada por su cambio de expresión y tenía ganas de hablar con él.

El vals se acababa.

—Es por Dave, ya te lo contaré —se apresuró a responder Norah.

Sarah y David volvieron a la mesa.

—¿Pedís otra copa mientras yo me acerco al hotel y les digo que estaremos allí en diez minutos? —dijo él.

La viuda se puso contenta cuando David le dijo al pasar que íbamos a tomar algo más. El cura volvió la cabeza.

Todo era tan raro, tan brusco y emocionante en aquel pequeño bar junto al lago, tan nuevo para mí que dejé de una vez por todas de andarme con tantos remilgos y pregunté:

—¿Qué pasa? ¡Vamos a ver! ¿Acaso Dave está librando una batalla en solitario contra la Santa Madre Iglesia?

Sarah me dirigió una mirada vacilante con aquellos ojos rasgados, de miope.

—No exactamente —respondió Norah—. Ya conoces a Dave. Siempre aprovecha para criticar lo que hizo la Iglesia en México. Pero no se trata de esto. Es por Juanito.

Me parecía increíble lo que pasaba por mi cabeza. Pero tenía que hacer más preguntas: en nuestra casa las voces resonaban como en una cueva, era imposible guardar secretos. Tenía que saber por qué mi hermano se mostraba tan insolente con aquel religioso judío y qué quería decir Norah con lo del mariachi.

—¡Norah! —exclamé, enojada—. ¿Me estás diciendo que Dave y el hombre este están enamorados de..., tienen un lío con..., es decir, tienen celos de...?

Era tan poco adecuada la pregunta delante de la primorosa desconocida con la que se acababa de casar David que me puse como un flan. Las dos empezaron a reírse de mí, y pude ver el rubor de Sarah bajo aquella cabellera amarillenta.

—¡Huy, no! —saltó Norah—. Nada de eso. Ya te lo contaremos. Pero primero tienes que ver a Juanito.

—Sí —añadió Sarah, seria—. Queremos que veas a Juanito.

En aquel momento, la viuda nos traía la bebida, y el sacerdote pasó por delante de la mesa, camino del pueblo. Hizo una nueva reverencia, esta vez sin sonreír, y nosotras le devolvimos el gesto en silencio.

Oímos los suaves pasos de David y vimos su sonrisa. Le encantaba reservar mesa.

—¡Todo a punto! Todo el hotel nos espera impaciente —dijo, volviéndose hacia mí—. Comerás pescado blanco del lago y unos pajaritos más pequeños que un higo, todos los que te dé la gana...

—Salud, pesetas y amor —dijimos todos, y la segunda copa nos supo mejor que la primera. Nos sentimos muy felices de encontrarnos allí juntos, los cuatro, bajo aquella luz, al lado de las tranquilas aguas del lago. La dueña nos echaba una mirada de vez en cuando y cualquier otra vida nos quedaba tan lejos...

 

 

III

 

El otro grupo de mariachis, no el de Juanito, entró por la puerta interior del hotel mientras cenábamos e interpretó tres o cuatro canciones.

La sala, decorada con relieves que llegaban hasta el techo de cristal y rodeada por galerías de habitaciones, con las mesas al fondo, intensificaba tanto la sonoridad que la música casi resultaba ensordecedora. No obstante, disfruté de ella.

—Sí, está bien —asintieron los demás—. Pero no son tan buenos como Juanito. Mejor será que vayamos de nuevo donde la viuda... Estamos de fiesta.

Acabamos la larga cena y empezó a soplar el viento del lago. Las luces del techo del pequeño bar bailaban colgadas de unos largos cordones, lo que creaba unas curiosas sombras, que se agrandaban y ensanchaban alrededor de las mesas. Había llegado gente, que tomaba cerveza o café, y los discos del gramófono colocado bajo el mostrador sonaban con más intensidad que antes. Nos tomamos unos vasitos de brandy de ínfima calidad.

—Pararán la música cuando venga Juanito —dijo David.

—¿Cómo estás tan seguro de que vendrá? —preguntó Norah sin malicia.

—En el pueblo todo el mundo sabe dónde estamos. Vendrá —respondió él con autosuficiencia.

Ya empezaba a cargarme tanta evasiva y tanto misterio. De acuerdo, la música de los mariachis estaba bien. De acuerdo, agradecía que mi familia quisiera distraerme. Pero el día había sido largo y, de repente, sentí deseos de estar sola, donde fuera, tal vez en Mazatlán, con el sonido del mar y una gran cama blanca que me esperara.

Se acabó el disco y la viuda no puso otro porque el viento traía el eco de la música de los mariachis, cerca de la plaza, un latido intenso como el del corazón.

Se fue acumulando más gente, la que había escuchado los discos desde la penumbra, que se sentó en los peldaños para no tener que tomar nada. A medida que se fueron acercando los mariachis, unos cuantos niños de los que pedían limosna se aproximaron hacia nosotros, pero retrocedieron en cuanto David se lo indicó con un gesto de su larga mano.

—¡Más tarde!

Tuve la impresión de que aquellos muchachos le caían bien, tal vez porque ya eran ciudadanos de aquel mundo, que se buscaban la vida a su manera..., tan pequeños, tan espabilados...

Luego llegó el grupo y se quedó en la calle al borde de la zona iluminada. Eran ocho o nueve, algunos bajitos y con aspecto raro, otros grandotes y barrigones. El más corpulento tocaba la corneta con una estridencia triunfal, y cuando esta sonaba los demás cantaban al unísono, dejando que interpretara la melodía en terceras. Otras veces cantaban todos, siempre en terceras, y el insistente tono de la música creo que era de seis-ocho. Nunca se interrumpía. Llevaban dos violines, dos guitarras y el resto punteaba y rasgueaba unos grandes instrumentos curvos que recordaban a un violoncelo u otros planos parecidos a la mandolina.

El de la trompa llevaba una camisa de seda rosa, pero tanto él como los demás llevaban sus pequeños sarapes en el hombro y los sombreros de paja, con sus cintas bordadas y los negros cordones anudados atrás, colgando como trenzas.

Después de unas canciones, David y dos o tres más les dieron unos pesos.

—Juanito es el jefe —me dijo Norah en voz baja—. Es el que está detrás. No quiere que se lo vea por culpa de David.

Como si hubiera lanzado un guijarro en un estanque, todos los de alrededor se pusieron a gritar «Juanito, Juanito», y luego empezó el griterío, los aplausos y los silbidos. David se sumó al vocerío, y Sarah se apresuró a ponerle la mano en el brazo para protestar. Como quiera que el otro no le hacía caso, al contrario, seguía con la multitud, ella y Norah se miraron extrañadas, en una especie de estupor femenino.

Por fin apareció desde atrás una pequeña silueta y, mientras todo el mundo se desgañitaba con nombres de canciones y Juanito mostraba una ligera sonrisa y esperaba, bajando la vista, tocando las cuerdas de su instrumento, yo resolví de una vez el misterio.

Era consciente de que los tres me miraban, incluso David, a pesar de estar absorto por los mariachis, pero conseguí mantener cara de palo. Mientras observaba al hombrecito flaco y encorvado que dirigía el grupo, los recuerdos se agolpaban en mi cabeza.

Juanito tenía una piel pálida y grasienta y el pelo de un negro herrumbroso, como muchos mestizos, y todo su aspecto era extraño, como el de los que duermen en el polvo. Bajo el sombrero de Jalisco se veía la cabeza casi rapada y el rostro, joven y derrotado. Las manos, que sujetaban la guitarra, y los pies, calzados con sandalias, parecían garras.

Se quedó un momento bajo la luz y luego empezó a cantar una canción él solo, sin sus hombres, una canción cruda, salvaje, a grito herido, como el flamenco, pero con el ritmo de los mariachis.

Mientras lo escuchaba y lo observaba, recordé un día cuando yo tenía unos dieciséis años. Por aquel entonces deseaba, en parte por romanticismo y también por alguna cuestión hereditaria, conocer más cosas sobre el periódico que dirigía mi padre. Él me animó, pero sin exagerar: yo era una mujer y él quería reservar aquello para David. Pero un día accedió a llevarme a la sala del fondo, donde observé a los linotipistas antes de pasar a las prensas de impresión. Los hombres parecieron no inmutarse conmigo aunque observara su delicada tarea, pero papá tenía prisa y seguimos rápidamente hasta su despacho.

Aquella noche, a la hora de cenar, hablamos de las prensas.

—Hay uno... allí —dijo mi padre—, tenía que habértelo mostrado. Es el que trabaja mejor de toda la imprenta. Unos años atrás me montó algún lío... le dio por la agitación. Pero ahora se ha calmado. Dedica todo su tiempo libre a tareas de iluminador... pero en serio, ¿eh? Para iglesias y grandes empresas que le hacen encargos, cuadros de honor... historias de este tipo. Tendría que habértelo señalado. Trabaja con pan de oro auténtico.

—¿Te refieres al gordo y bajito de pelo canoso?

—El mismo —dijo mi padre, mirándome fijo—. Siempre lleva un cigarrillo en la boca, no habla nunca, pero es el mejor trabajador del taller.

Sin ni siquiera reflexionar, le dije:

—Vamos a ver, papá... ¡No es un hombre! ¡Es una mujer!

Mi padre se sintió mal. Pensaba que le estaba provocando por alguna razón: el muchacho llevaba años allí, había utilizado siempre los lavabos de los hombres, incluso había participado en alguna campaña, y era muy popular. Pero en fin, ¿qué demonios sabía yo?

Intenté explicarle a mi padre que había mirado a aquella persona y que de pronto ella me había clavado la vista encima y enseguida lo había entendido todo..., pero aquella no era una respuesta que pudiera satisfacerlo.

Al día siguiente, estaba tan alterado por lo que probablemente llevaba tanto tiempo en marcha en su propio taller que hizo llamar al encargado de la imprenta, quien se le rió a la cara. Así que mi padre reclamó la presencia de la persona en cuestión.

—Sí. ¿Quiere que me vaya? —le dijo ella.

Él respondió que no, pero la mujer dejó de acudir al trabajo unos días, se fue a consultar a un pastor y a partir de entonces trabajaba toda la semana como un hombre y los domingos se ponía vestido para ir a la iglesia. Yo siempre me sentí muy mal por aquello, a pesar de que la mujer del pastor afirmaba que para ella las cosas se habían solucionado y era mucho más feliz. Y de vez en cuando, en casa, mi padre decía, moviendo la cabeza:

—Realmente tienes vista... Yo no entiendo...

Mientras escuchaba aquella dura música y veía bailar las sombras con el viento, junto con mi hermano, mi hermana e incluso Sarah, que me observaban, también vi claro aquello. Me asusté y me retraje. Si ellos ya sabían la respuesta, ¿para qué esperar mi confirmación? ¿Haría daño a alguien? Vi al joven sacerdote en el límite de la penumbra. Él también me observaba. No pude distinguir sus ojos tras las gruesas gafas, pero la nariz grande y las arrugas de su chupado rostro sonreían, sarcásticas.

Juanito terminó y volvió a confundirse entre los hombres, una silueta más diminuta aún que las de los viejos y encorvados violinistas. El sacerdote desapareció. Los que estaban allí reunidos empezaron a dispersarse.

—¿Y si pedimos otra? ¿Pedimos La malagueña?

A David le brillaban los ojos y el rostro se le veía más joven y lozano de lo que yo recordaba últimamente, como si la música le hubiera colmado los sentidos, le hubiera llegado muy por debajo de la piel, como si le hubieran aplicado una especie de cera mágica.

—¡No! —saltó Norah, cortante, y nos levantamos todos. Dimos las buenas noches y las gracias al grupo y ellos nos dedicaron una reverencia tan profunda que los bajos de los sarapes rozaron el suelo.

Las calles estaban oscuras y llenas de baches, por lo que andábamos del brazo. Yo estaba tan cansada que incluso me costaba mover las piernas.

—Pues bien, ¿qué me dices de Juanito? —me preguntó de golpe David.

Aún tenía los pajaritos asados en la barriga, además del alcohol y una especie de abrumadora impaciencia respecto al mundo, y me costó una barbaridad articular una respuesta.

—¿Pues? —dije, molesta—. ¿Por qué «o»? ¿Por qué tanta pamplina? Es Juanita, sin ninguna duda, terminación femenina... «a».

David se rió a gusto, como si hubiera conseguido un golpe maestro, y enseguida vi que había presumido con Sarah, de la misma forma que habría hecho nuestro padre, sobre la historia de la mujer de la imprenta.

—¿Y qué?, ¿y qué? —murmuró Norah, cansada, y noté que sus dedos me estrechaban más el brazo, como si intentara reconfortarme sin tener que recurrir a las palabras de momento.

 

 

IV

 

Pasó mucho tiempo antes de que pudiera averiguar algo más sobre Juanito. En cuanto los tres jóvenes quedaron satisfechos sabiendo que estaba al corriente de que aquel niño con aire derrotado era una niña, pareció que evitaban hablar de ella.

Me resultaba imposible preguntarle nada a David: en aquellos meses, que iban a ser los últimos de su vida, experimentó una introversión y se abstrajo de una forma que yo no había visto nunca en él, presa de una violenta devoción trágica y al tiempo admirable. Era algo que iba más allá del egoísmo, más allá de la crueldad, de modo que su matrimonio, su imperiosa dulzura con Sarah y con sus hermanas e incluso la intensidad con la que comía y bebía tenían un punto de distanciamiento inalcanzable.

Parecía que lo único que le llegaba, que le tranquilizaba de algún modo, era la música de los mariachis. Esta tenía efectos visibles en él, y mientras la escuchaba yo veía la transformación en su piel, que pasaba de un desagradable y apagado gris a la tersura y a la lozanía de la de un joven. No. No podía preguntarle nada.

Y, tal como decía, en cuanto vio que había captado lo de la chica del grupo, perdió todo interés en el asunto: ella se limitaba a formar parte de los mariachis. Ni siquiera cuando cantaba La malagueña ya no era Juanito, un ser humano misterioso de voz apasionada, sino una voz apasionada porque David la quería así, una voz que cantaba para David, por voluntad de él. Como mínimo es lo que me parecía a mí, y me retiré, intimidada por aquel recogimiento tan brutal.

Las razones para preguntarles a Sarah y a mi hermana sobre Juanito eran distintas, pero continuaba siendo algo difícil. A la primera no la conocía bien e intuía tras su dulce dignidad una especie de resignación que convertiría en impertinentes las preguntas que yo podía formular. Poco a poco fui enterándome por Norah de todo lo que ella podía decirme, pero notaba una cierta renuencia, como si mi hermana también se sintiera implicada en lo de Juanito y la hiciera sufrir.

Paseaba a menudo con ella por aquella carretera en mal estado que llevaba a la villa y nos sentábamos bajo los sólidos y retorcidos árboles mientras le hacían un retrato. Luego, en el camino de vuelta al pueblo y a casa, alguna vez sacó el tema.

En una ocasión coincidimos con un hombre elegante que llevaba un traje negro. Tenía el aspecto de un abogado de una ciudad de provincias francesa, con ojos tristes y señales de cierta disipación en el rostro.

—Es el médico —dijo Norah—. Un esnob que se cree condenado a vivir en este pueblo porque en un lugar más importante lo mirarían por encima del hombro por haberse casado con una india. Y se las da de liberal. Él y el cura son los intelectuales. Fue quien me perforó las orejas. Los dos habíamos bebido un poco aquel día. Yo estaba asustada y él creo que en su vida había tocado las orejas de una mujer blanca. Lo hizo fatal. Estaba con el cura la noche en que David y Sarah volvieron de la luna de miel.

Norah me hablaba de cosas de estas, pero antes de que regresara a California conseguí enterarme de todo lo que quería saber sobre Juanito. Por ello me supo mal que todos nosotros hubiéramos puesto los pies en aquel pueblo, sentí vergüenza de los cuatro, tan altos, tan blancos, tan inconscientemente vivos.

De todas formas, de haber ido a otra parte, hubiera sido lo mismo..., no para Juanito, pero sí para algún otro. O bien, caso de que las estrellas y los cuerpos hubieran sido distintos, tal vez hubiera sido Juanito quien, con una inocencia aún mayor que la nuestra, habría hecho saltar por los aires nuestra existencia... Pero ¿cómo puede saber una persona, en cuanto ha cruzado una estancia, que ha provocado tantos estragos? ¿Hay que esconderse siempre por miedo al daño que una pueda o no causar?

Juanito bajó de las colinas en solitario cuando era niño. Aquello no tenía nada de raro: muchos críos vivían así, pidiendo limosna cuando hacía falta, haciendo recados para la gente, durmiendo donde encontraban un mínimo techo. Algunos desaparecían, ya sea en otro pueblo o en el lago, como gatos callejeros; en cambio Juanito se quedó allí porque el pueblo seguía con la auténtica música de los mariachis.

Iba a todas partes con los grupos y finalmente empezó a cantar con ellos con su voz cascada y tocaba los instrumentos con aquellos dedos de zarpa, mientras los hombres descansaban entre canción y canción. En un año o así se convirtió en el jefe: los mejores se le acercaban y su grupo era el más solicitado por la gente cuando había una boda o querían pasar los atardeceres de verano junto al lago comiendo, cantando y haciendo el amor.

Juanito creció un poco pero no mucho, y se fue a vivir con los hijos del corneta. Cuando en aquella parte de México les permitieron de nuevo las sotanas a los curas y apareció en el pueblo el joven sacerdote judío, Juanito fue a confesarse con él regularmente... Pero solamente el cura y él sabían que él no era tan solo un trofeo del que todos se sentían orgullosos, un chico de quince años que dirigía su propio grupo y era capaz de tocar y cantar tres días seguidos en las fiestas.

Así estaban las cosas cuando llegaron David y Norah.

A la gente de allí le parecían raros aquellos extranjeros que circulaban con aire seguro, ingenuo e insolente por sus empedradas calles. Adondequiera que fueran encontraban ojos que los observaban afables, con agudeza, y en cuanto el pueblo hubo constatado que sonreían y disfrutaban al oír tocar a los grupos, empezaron a vivir en una especie de vorágine musical sin interrupción. Las melodías latían, gemían y machacaban con insistencia el exterior de su casa, tanto si pagaban al grupo como si no, y de noche, cuando cenaban en alguno de los restaurantes al aire libre, parecía que los músicos sabían antes que ellos dónde estarían. Aquello les encantaba.

David convenció a Juanito para que fuera a su casa de vez en cuando, para enseñarle letras nuevas para las melodías y cuál era la mejor manera de colocar los dedos. Tal vez allí empezó el cambio de Juanito, aunque lo dudo. Los ojos del pequeño, a pesar de mirar al suelo y quedar hundidos bajo el ala ancha del sombrero, veían que cada vez que él interpretaba la canción el rostro extrañamente exhausto de David recuperaba su juventud, y lo interpretaba como lo hubiera hecho una mujer, con ternura y probablemente, en el fondo, con una agitación puramente física.

Entonces, en lugar de marcharse, se quedó allí, en el pueblo, y se transformó en chica.

Tuvo que dejar de tocar con los hombres de su grupo y también abandonó los pantalones. La mujer del corneta le procuró un vestido, que quedaba muy holgado en aquel cuerpo menudo, aunque a una niña que hubiera vivido como él, en aquel pueblo marcado por el hambre, le hubiera caído igual. Se dejó crecer el pelo, aunque mantuvo el mismo aspecto, erizado y polvoriento, y empezó a caerle sin orden ni concierto por encima de aquellos ojos tan grandes en aquel rostro pequeño y cetrino, parecido al de un simio.

Iba a la iglesia con las mujeres en lugar de irse a confesar aparte, y el joven cura la observaba con inquietud y deferencia. Quizá pensaba que, en definitiva, la religión había llevado a Juanita a vivir la vida que le correspondía. O bien simplemente se sentía aliviado de que alguien que él sabía que era una mujer ya no tuviera que vivir como un hombre.

En cuanto a los del pueblo, parecieron aceptar el cambio sin grandes sorpresas. La pura supervivencia se les llevaba la mayor parte de la energía, y la poca que les sobraba la invertían, con la sabiduría popular, en fiestas para olvidar el hambre y la enfermedad. Echaban de menos a Juanito, al jefe de los mariachis, sin ninguna duda.

Dos o tres miembros del grupo intentaron perpetuarlo, aunque poco a poco algunos fueron pasándose al de los contrincantes o se trasladaron a otras partes de Jalisco.

Un día que fue al médico a desinfectarse los agujeros de las orejas, Norah le comentó que echaban de menos la buena música; él sonrió y respondió que al cura le gustaría saberlo. Le preguntó, mientras seguía hurgando y pasándole el algodón por los lóbulos, si tenía noticia de que en Guadalajara había un grupo de mariachis mucho mejor de lo que había sido el de Juanito. Al parecer, tocaba en algunos bares...

Mis hermanos empezaron a frecuentar la ciudad, sobre todo después de la llegada de Sarah.

Luego David y Sarah se casaron, se fueron de luna de miel y Norah se quedó en la villa del gran portal hasta que volvieron. Me comentó que había visto unas cuantas veces en el mercado a Juanito con su horrible vestido, y que habían intercambiado una tímida sonrisa, como hacen las mujeres cuando no tienen nada que decirse pero quieren expresar su simpatía mutua.

El sábado en que David iba a llevar a casa a su esposa, Norah se trasladó para tenerlo todo a punto, encargó la cena en el hotel y avisó a la viuda para que tuvieran las bebidas frescas.

La noticia circuló por todo el pueblo y casi se veía el brillo de emoción tras aquellos rostros que se mostraban tan respetuosos: el joven americano volvía con una esposa... No con una amiga, con una esposa...

Todo salió de maravilla. Las flores que llegaron a la casa no se marchitaron mucho y las moscas que revoloteaban bajo la cúpula elevada del comedor del hotel no se lanzaron con la voracidad habitual sobre la cena que había encargado Norah. Y luego, el brandy de la viuda les pareció tan rico como los cócteles que habían tomado antes, mientras la luna se iba reflejando en las quietas aguas del lago.

Aparecieron los pequeños mendigos, con sus risas y muecas para ver a Sarah, y cuando el único grupo de mariachis que había quedado en el pueblo empezó a tocar, todo el mundo salió de las sombras como siempre e hizo tímidos gestos de reconocimiento a los tres extranjeros antes de disponerse a oír la música.

Aquella noche, Norah vio al cura en el límite de la zona iluminada. Le pareció que buscaba algo, pero al cabo de poco se marchó apresuradamente, sin ni siquiera saludarla con un gesto. Cuando los tres volvían a casa, aún había mucha gente por las calles porque era sábado, y en la plaza los pequeños puestos de tequila estaban a rebosar. Según Norah, en un banco delante de uno de estos, en el peor, el que la mitad del tiempo estaba cerrado, pues su propietario había quedado tirado por allí, borracho, se había sentado el cura.

La sorprendió verlo. Pese a que era joven y llevaba calcetines a rayas bajo la sotana corta, seguía siendo un cura y no estaba bien que un sábado por la noche estuviera en la plaza.

Luego vio..., los tres vieron..., que sostenía a Juanito.

Este había vuelto a ser un niño, desde aquella mañana. Llevaba la cabeza afeitada de cualquier forma y aquel rostro claro y los ojos cerrados le daban un cierto aire de santo. Estaba borracho como una cuba y el cura lo sujetaba por los hombros, como una madre, para impedir que se cayera.

Norah me contó que se acercaron a ellos, sorprendidos, con la idea de echarles una mano. David era alto..., tal vez pudiera apartar a aquel niño inconsciente del gentío congregado frente al bar. Pero cuando el cura vio que se le acercaban los tres extranjeros compasivos, David, su mujer de pelo claro y su hermana de mirada grave, se levantó poco a poco.

Juanito fue deslizándose a lo largo del banco. El cura se quitó las gafas de montura gruesa. Se quedó mirando fijamente a David y Norah pensó: «¡Aquí se va a armar! ¡Aquí se va a armar!». El cura bajito, de cara alargada y pálida y nariz de gancho, miró a David con gran desdén y escupió en el suelo, a sus pies.

—¡Eh! —exclamó David, sin prisa, como suelen hacer los más corpulentos cuando se les tensa el estómago y se disponen a la pelea.

Algunos observaban, aunque con poco interés, y de las máquinas de los bares iban gimiendo y bramando tres o cuatro canciones a la vez, mientras los dos hombres se miraban fijamente y Juanito seguía tumbado en el banco, durmiendo la mona.

Al recordar ahora el episodio, tengo la sensación de que David y el cura eran como el mismo hombre. Incluso sus cuerpos se parecían: abatidos, con la nariz grande, los ojos hundidos. Uno había crecido más y era más corpulento, por los buenos alimentos y por no haber sufrido la opresión. El otro era más juicioso, tal vez por el hambre y la esclavitud. Se habían encontrado allí, en la plaza.

El médico llegó a toda prisa desde la farmacia que tenía en la esquina. Quizá alguien lo había avisado..., alguno de los pedigüeños. Al pasar por delante de mi familia, casi sin detenerse, dijo en voz baja:

—Volved a casa. Deprisa. No es asunto vuestro.

El cura siguió clavando la vista en David unos segundos más, se puso de nuevo las gafas y, mientras los tres extranjeros daban media vuelta para dirigirse a su casa, vieron cómo ayudaba al médico a levantar a Juanito y a llevarlo hacia la iglesia.

Me costó mucho descubrir lo que había pasado, y en lugar de entender que aquello se había acabado allí, para mí era como si todo siguiera. Lo intuía cada vez que veía al cura, que pasaba siempre por el pequeño bar de la viuda o por los restaurantes cuando Juanito tocaba y nosotros lo escuchábamos. Si David no estaba, nos saludaba con una inclinación y a mí me entraban ganas de conocerlo mejor, aunque sabía que esto nunca sería posible.

Y sabía que nada se había zanjado cuando observaba los rostros de mi familia, sobre todo el de David, que se rejuvenecía y se relajaba con la música, pero también el de Sarah y el de Norah, que se crispaban bajo aquella piel lisa y suave de los que pertenecen a la élite. En alguna ocasión, cuando David gritaba «La malagueña», aplaudiendo y sonriendo, Sarah se permitía una leve mueca de protesta, como si la hubieran pinchado con un chuzo, o bien se miraban mutuamente con un gesto de complicidad, como si tuvieran un hermano y un marido encantador pero imbécil.

Yo era la que decía: «Basta, estoy cansada. Ya está bien por hoy». Y lo decía porque a veces creía que no podía aguantar que resonara en mi cuerpo ni una nota más, de la forma que lo hacían aquellas insistentes melodías de los mariachis, hasta hacerme pensar que tenía fiebre o que el corazón se me había desbocado.

Tal vez lo más curioso es que después de la vuelta de Juanito, David dio por supuesto que iban a seguir con las clases. Una noche le preguntó por qué no había acudido el día convenido, cuando tenía que acabar de enseñarle una canción que había quedado interrumpida al abandonar el grupo. Le respondió que iría al día siguiente por la tarde, y, al ver que no cumplía con su palabra, David se molestó.

Uno de los hijos del corneta dio unos golpes en la ventana y dijo gritando que Juanito estaba enfermo, que iría al cabo de un par de días. Tal vez se había emborrachado de nuevo. Cuando al fin apareció, tenía más que nunca el aspecto de un pequeño simio, o de un fantasma.

Norah y Sarah salieron aquella tarde, y siguieron haciéndolo cada vez que David le daba clases, pero yo me quedé en la habitación, tumbada en la cama de madera, con una gran sensación de inutilidad, escuchando a David y al cantante en el patio. La casa de piedra me traía sus voces con límpida intensidad.

David lo trataba como si siguiera siendo el jefe del grupo de mariachis, a quien daba clases a tanto la hora. Creo que se le había ido completamente de la cabeza lo que había ocurrido con Juanito y el hecho de que en realidad era una chica. Estaba demasiado concentrado en su propia existencia para tomar conciencia de los demás, a no ser que pudieran ayudarlo. Estoy segurísima de que nunca se le ocurrió que él tenía algo que ver con el comportamiento de Juanito. Si alguna vez pensaba en él, lo veía como un instrumento que tocaba una música que a él le gustaba.

Era el cura el que veía en Juanito a un ser humano, el cura que ahora mismo parece mezclarse en mi cabeza con David, como si constituyeran dos partes de un todo.

 

 

V

 

Finalmente llegó el día del regreso. Norah y yo íbamos a tomar el avión en Guadalajara, y nos trasladamos todos allí unos días antes de la fecha del viaje. Luego, David y Sarah iniciarían el suyo en el pequeño coche.

Fuimos a ver alguna corrida de toros, nos duchamos y bebimos cerveza. Por aquel entonces había muchos alemanes en la ciudad: parecían ser los dueños de todas las grandes tiendas de comestibles, de las farmacias y otros establecimientos, y los mejores restaurantes tenían el aire de cervecerías mal montadas. Alrededor de sus grandes mesas se comía chucrut y salchichas, se jugaba al backgammon o se leían periódicos de Berlín atrasados. Pero también se encontraban en la ciudad buenos restaurantes mexicanos, comida que combinaba bien con una cerveza, en botella o de barril.

Después de las corridas descansábamos, nos dábamos un baño, y al anochecer nos desplazábamos en un carruaje hasta un bar en el que servían ostras, donde las comíamos rosas o negras. Sarah no lo soportaba, pero se armaba de paciencia. Luego nos acercábamos a una plaza en la que había un restaurante llamado, creo, Valencia, el nombre del chef, que preparaba pollo con hierbas aromáticas y aceite como yo lo había tomado muchas veces en Italia. Nos sentábamos bajo los árboles de la plaza, mientras otros ricachones que se desplazaban en calesa se iban colocando a nuestro alrededor, y los conductores esquivaban con el látigo, sin inmutarse, a los mendigos.

A veces tomábamos un par de copas en el bar del hotel, donde un buen grupo de mariachis tocaba en un pequeño altillo muy cerca del techo, y luego nos íbamos a cenar a alguna cervecería.

La noche antes de que Norah y yo tomáramos el avión decidimos hacer lo mismo.

Nos fuimos a un ruidoso bar, donde se reunían hacia las seis los buscavidas y algunos hombres de negocios americanos tozudos pero buena gente, muy conocidos por el camarero, que era un eunuco. Para entonces a nosotros también nos conocía y nos saludaba con estridencia antes de prepararnos un Gibson doble con todos los aspavientos. Nos sentíamos alegres y algo tensas, tal como le ocurre a todo el mundo cuando sabe que se acaba con éxito un período de la vida.

A nuestro alrededor, los hombres y algunas mujeres charlaban, y los mariachis estaban tocando cerca del tejado, aullando en terceras, algo que a nosotros nos resultaba muy emocionante. Creo que habíamos terminado la primera copa y empezado la segunda cuando nos miramos y comprendimos que quien cantaba allí arriba era Juanito. Aquello nos produjo una extraña sensación. Habíamos dejado el pueblo atrás, habíamos pensado...

David se levantó para ir a preguntarle al camarero y volvió, contento como un niño. Efectivamente era Juanito. Todo el mundo lo conocía y cada vez que le apetecía, según el camarero, podía dejar su grupo y juntarse a aquel de Guadalajara. Había llegado en el momento en que empezaba la música. No lo podíamos ver tan arriba, pero su voz nos resultaba tan conocida como las nuestras.

Me sentí incómoda, aunque más bien por pasiva. No tenía nada que hacer ni que decir. Vi a Sarah tan distante y primorosa como siempre, me fijé en que Norah no quería mirarme y David, por supuesto, estaba feliz. Para él lo más probable era que se tratara de un golpe de suerte, una nueva prueba del interés que él mismo despertaba en Dios...

Nos fuimos luego a la cervecería. Ya no me acuerdo de cómo se llamaba, un lugar oscuro, con intensos aromas, anuncios de Coca-Cola en las paredes y un zumbido agradable, indiferente, que venía de las otras mesas. Nos sentamos en un compartimento en el que habíamos estado otras veces, y el camarero se alegró de vernos. Empezamos tomando cerveza negra en unas grandes jarras.

Nos sirvieron la comida, todo delicioso. Comimos enchiladas, con hierbas aromáticas, con queso y también con pollo. Luego llegaron, por supuesto, las judías, así como un guacamole algo desangelado, en honor nuestro, aunque ya había pasado la época de los aguacates.

Creo que todos, excepto David, habíamos decidido que nos gustaría cada uno de los platos, como ocurre con la gente que intenta quitarse de la cabeza la persistente idea de que nunca jamás se encontrará con aquella gente, siendo joven, disfrutando de la libertad y de todo lo que cree poseer en aquel momento preciso. Independientemente del número de veces que uno se haya despedido de sí mismo en presencia de otros, intenta experimentar la misma decidida alegría. Se trata de una especie de coraza.

Estábamos a media cena, comiendo despacio porque era la última, cuando entró el pequeño grupo de mariachis. Tenían un aspecto cansado y ya llevaban unas copas de más, aunque seguían tocando como demonios. Los dirigía Juanito, pero no cantando desde atrás como lo había hecho en el pequeño bar. Estaba delante de sus nuevos compañeros, con osadía, rasgando la guitarra que colgaba de sus estrechos hombros, que de pronto adquirían un aspecto fornido, con un vigor decisivo. Nos miró directamente a los ojos, sin ninguna timidez, con unos ojos de lo más oscuro, como los de una ardilla..., en los que no se distinguían ni las pupilas ni la córnea.

Escuchamos las melodías que interpretaron para nosotros antes de que se desplazaran lentamente hacia otras mesas. Cuando volvieron, David les preguntó si les apetecía un trago. Juanito inclinó un poco la cabeza y, con su voz cascada, dijo que volverían al cabo de poco y que si las señoras lo permitían... Hizo otra inclinación, con una sonrisa, y fueron desfilando todos, con él frente al grupo cansado y dócil.

Seguimos enrollando tortillas en los correspondientes palitos, mojándolas en un cuenco de salsa oscura y picante y regándolo todo con cerveza. Sarah quería volver al hotel. A mí me pareció que teníamos que quedarnos un poco más por si Juanito volvía. Las sillas eran duras.

Por fin oímos otra vez la música y Juanito se plantó ante nuestra mesa, con sus hombres tambaleándose por el efecto de la fatiga y de unos tragos más de tequila, y empezaron a tocar como no había oído jamás en mi vida. Ya estaban afónicos, pero cantaban con una muda ferocidad que hacía que los diáfanos lamentos de Juanito se elevaran por encima del rasgueo de los instrumentos de cuerda como una voz que surgiera de un sueño.

No importaba que estuviéramos llenos de cerveza, hasta los topes de lamentaciones y presentimientos: permanecimos allí sentados como árboles secos bajo la lluvia. La música nos había inundado, era algo que hacía daño, pero nos gustaba.

Los hombres bebieron un poquito más y Juanito también.

—Me voy —dijo Sarah.

Pronunció aquellas palabras casi con violencia y pegó un golpe sobre la mesa. Era la primera vez que la veía así y me alegré de la reacción. A aquel rostro ovalado de ojos rasgados y azules le habían subido los colores. Se dispuso a levantarse.

—Sí —dijo Norah.

—Un momento —intervino David—. La última. Déjame pedir la última. Quiero ver...

Antes de que pudiéramos protestar, se dirigió a Juanito:

—Señor —dijo en su español fluido aunque incorrecto—, ¿podría hacernos el favor de cantar para nosotros la canción que considere más bonita de todo Jalisco?

Juanito lo miró un minuto, como si fuera a decidir algo en una lengua que no hablara nadie. Los hombres se irguieron, a la espera, con las manos en los arcos y las cuerdas. Juanito, tras pasear sus grandes ojos negros de un rostro a otro, se puso a cantar, con más aplomo que nunca, La malagueña.

Fue algo tan bonito, la voz aguda y apasionada de la mujer se elevó tan feroz por encima de los gemidos de los hombres y las cuerdas latieron con tal ritmo en nuestros corazones que todos los de la cervecería guardaron silencio, soltaron las jarras y los periódicos y se volvieron hacia el grupo, como si intentaran comprender el significado de aquella música.

Sin duda, cada uno de nosotros oyó una melodía distinta. De pronto vi a Sarah completamente apaciguada, y de los profundos ojos oscuros de Norah brotaron las mismas lágrimas que había visto aquella tarde en la plaza cuando el primer toro había caído de rodillas con la cabeza en alto. El rostro de David reflejaba la calma y la somnolencia, así como la remota voluptuosidad de una escultura china.

Mientras Juanito cantaba para nosotros los últimos compases y las gimoteantes voces se elevaban por encima de la suya, acompañadas por los instrumentos, yo experimenté una especie de humildad y de agradecimiento ante la idea de marcharnos de allí. Juanito volvería a ser libre, como mínimo hasta el punto que puede llegar a serlo alguien que ha conocido el hambre, al que nadie ha alimentado...