C

... de Cautelosos

 

 

 

 

Esa clase de cena atravesada por una corriente de timidez sincera, de anhelo bienintencionado pero mal conducido de hacer el bien, aunque sin la menor sensibilidad para lo que conviene llamar diversión en la mesa.

Puede que uno de los rasgos decisivos del auténtico gourmet sea la falta completa de prudencia; pleno como está de un sentido de la libertad gastronómica innato e inteligentemente cultivado, no la necesita. No es solo que sepa, porque lo ha leído en libros admirables, que no le gustará el whisky irlandés con piña en almíbar y vermut, ni el Chambertin de cosecha con carpa a la plancha; es que cada papila de sus lenguas física y espiritual rechaza la sola mención de tales mezclas. Si no las sirve no es porque se lo hayan dicho; es porque sabe.

Pero hay presuntos gastrónomos que no viven sino de libros. La mayoría son alegremente inconscientes de la pérdida. Muchos adquieren un saber básico asombrosamente amplio de los placeres de la mesa, lo cual les proporciona numerosos buenos momentos de generosidad y bienestar. ¿Qué mejor en la vida que ser hospitalario y leer en los rostros de los invitados que uno es un anfitrión realmente noble?

Claro que hay otros a quienes ni un millón de domingos permitirán esconder la confusión y la cautela que soslayan. Se suscriben a Gourmet y sus satélites, y hasta envían recetas increíblemente complicadas a los editores, recetas que deben corregirse discretamente antes de publicarlas en la sección de «Cartas a nuestro Chef». Pertenecen a grupos gastronómicos locales o sus razonables facsímiles, y se hacen mandar de Nueva Orleans mohoso filé en polvo, y encargan caracoles (empaquetados por gentileza especial con las conchas aparte) a un maître d’hôtel retirado que vive cerca del aeropuerto de Lisboa. Tienen siempre a mano la guía Grossman, y el Saintsbury y el Schoonmaker, y sirven los vinos apropiados en las ocasiones y a las temperaturas adecuadas. Conocen las salsas básicas de Escoffier. Sus cenas transitan con formalidad del principio al fin.

Y sobre todo, por encima de tanta reflexión y planificación sincera, pesa la carga de una incómoda prudencia. Es invisible, claro, y solo puede identificarla el gastronómicamente avezado, pero se muestra con claridad condenatoria en los educados rostros de los comensales, y en la urbanidad con que se evita toda mención directa a los placeres de la mesa.

Los invitados comen bien, beben como reyes y se van, cada cual por su lado, insatisfechos. El agotado anfitrión se acuesta confundido, incapaz de discernir por qué no ha disfrutado pese al esfuerzo y el pensamiento que invirtió en la breve celebración. ¿Por qué las cenas de otros son tan divertidas?, se pregunta. Hice «todo lo posible», exactamente lo que hacen ellos...

Esa es la cuestión: el anfitrión prudente necesita seguir pasos ajenos, apoyarse en planes de otros. Es eso lo que propaga inevitables brumas de timidez e inseguridad sobre sus refinadas fuentes y copas y sobre lo que ellas contengan. No confía en sí mismo, las más de las veces, justificadamente.

En los últimos cien años, más o menos, el arte de comer se ha consolidado en un esquema básicamente sensato, de modo que la progresión instintiva de texturas y sabores de una buena comida clásica va desde los entrantes a la sopa, el pescado, la carne y el queso hasta el «dulce capricho» final de algún postre concebido más para entretener que para excitar unos apetitos ya saciados. Todo el que lo desee puede seguir esta pauta, y tanto mayor será el éxito si está dispuesto a admitir, como los actuales príncipes de la gastronomía, que de vez en cuando quizá caiga en un hábito herético que debe corregirse. (Un delicioso ejemplo de lo antedicho es la decisión que el III Congreso Internacional de Gastronomía tomó en París, en 1947, de que en adelante el pâté de foie gras debía servirse al comienzo de las comidas, ¡y no luego, con la ensalada, como se había hecho costumbre en tiempos recientes!) Entregarse al esquema básico no indica prudencia excesiva ni falta de seguridad, porque es lo más natural en la vida moderna de Occidente.

La execrable timidez, que puede mojar toda la pólvora gastronómica de una mesa, surge, supongo, del hecho de que el huésped prudente es incapaz de pasárselo bien. Conozco un «gourmet» de fama nacional que carece totalmente de buen gusto innato, cuyas comidas son rudimentarias, vulgares, hiperelaboradas y densas, pero que las presenta con un buen humor tan contagioso que resultan infaliblemente deliciosas.

También conozco al menos cuatro personas con suficiente dinero para comprar los ingredientes más luculianos, y con un deseo voraz de ser buenos anfitriones, cuyos banquetes son sin embargo temidos y, con gran frecuencia, abruptamente evitados. Yo voy, de vez en cuando, porque admiro la sumisa honradez de esa gente. Siempre deseo, piadosa, desesperada, que mis anfitriones reúnan el valor gastronómico suficiente para cortar con la rutina y planificar una comida dictada, no por normas ajenas, sino por el tenue destello de apetito que les queda en el cuerpo.

Si se trata de matar la prudencia en el alma de un buen anfitrión, más servirá una cena de dos o tres platos amplios y sabrosos, con dos vinos honestos, que el cúmulo de menús complejos grabados indeleblemente en la historia culinaria en virtud de su extravagancia y su preciosismo. No conocí a nadie que hubiera cenado con George Saintsbury, pero estoy segura de que, salvo por las fechas de los vinos, cualquier aspirante a gourmet con bastante dinero podría reproducir alguna de sus comidas, y de que, sin la batuta del buen profesor, sin su gusto por la vida, la comida y la bebida, la velada sería una espantosa ordalía para todos los implicados.

He aquí una cena que Saintsbury sirvió en Edimburgo a fines del siglo pasado. En el peor de los casos, despertará en el castrado paladar moderno una fascinación macabra, pero puede haber sido placentera, y sin duda lo fue, porque el anfitrión no era demasiado prudente:

 

Sopa ligera y luego filetes de merluza con jerez (Dos Cortados 1873); cabeza de ternera à la Terrapin y luego ostras en caisses con Château La Frette 1865; luego, en adecuada sucesión, un áspic de atún, ternera a la brasa, pintada al horno, albaricoques en gelatina, crema terciopelo, anchoas Zadioff y helados, acompañados de champán Giesler 1889, Château Margaux 1870, borgoña a La Tache 1886 y Oporto 1870.

 

Este menú es imposible salvo en su correcto esquema clásico y, para cualquier hijo de la gastronomía actual, imposible excepto en pura teoría. Pero irradia una especie de entusiasmo contagioso. ¡No era una cena prudente! ¡Era una diversión!

 

 

I

 

No puedo encontrar una receta que sirva. Pero tal vez el à la Terrapin de Saintsbury fuera un equivalente escocés —y prudente— del à la Tortue.

Por lo que sé de la terrapin, nuestra tortuga anfibia o terrapene, diría que la guarnición Tortue de Escoffier, que incluye huevos fritos casi sin aprovechar las claras, se le acerca mucho. El resto de la receta es interesante de un modo totalmente no escocés y extravagante, y en lo que hace pensar es en el esfuerzo que tendrá que aplicar el chef para inducir a sus comensales a comerse una cabeza de ternera hervida.

En la salsa Tortue hay albondiguillas de ternera picada con mantequilla, crestas y riñones de pollo, olivas rellenas, rodajas de trufa y pepinillos cortados en forma de oliva. Aparte de los ingredientes «salteados» se sirven lonchas de lengua y seso de ternera, brochetas de cangrejo de río, picatostes fritos en mantequilla ¡y huevos fritos casi sin clara!

En mi opinión, la mejor receta para este fantástico batiburrillo de sabores que tal vez el profesor Saintsbury haya servido a sus invitados es la que se incluye en La cocina moderna de Francatelli, publicado en Londres en 1846. Es un tributo a la firmeza victoriana.

 

 

CABEZA DE TERNERA À LA TORTUE

 

 

Deshuesar, blanquear y limpiar una cabeza de ternera, cortarla en cubos grandes, mantener las orejas enteras, quitar bien la grasa a los trozos y ponerlos en el zumo de un limón.

Colocarlos en un cazo con zanahoria, cebolla, apio, hierbas, clavo, macis y unos granos de pimienta; ablandar en media botella de madeira y jerez y dos tazones grandes de buen caldo.

Cubrir con un papel de estraza bien enmantecado y tapar; dejar que se cueza todo durante unas 2 horas.

Cuando los trozos de cabeza de ternera estén hechos, secarlos en una servilleta y luego ponerlos en una fuente, en forma de guirnalda, alrededor de una base de pan frito; colocar las orejas en los extremos o los flancos.

Si los comensales son muchos habrá que conseguir dos orejas más, porque con cuatro la fuente queda mucho más elegante.

Luego poner la lengua, extendida y cortada por el centro, encima del montón de picatostes; sobre ella poner los sesos, que deben estar blancos y enteros.

Alrededor de estos se colocarán, siempre sobre los picatostes, seis brochetas de plata con una cresta de pollo, una seta, una gamba, una trufa y un cangrejo; guarnecer alrededor con una salsa Tortue.

Llenar los espacios entre las orejas con bollitos dulces glaseados y ocho gambas decoradas y enviar a la mesa.

 

 

 

II

 

He buscado en varios libros la receta que podría haber usado el profesor Saintsbury, y me doy por vencida: nada de ostras en caisses, ningún condimento que suene remotamente a anchoas Zadioff. Es posible que la haya tenido ante las narices pero otros platos victorianos me hayan obnubilado.

Aun así recuerdo que una vez, en Inglaterra y en una casa muy victoriana pese a la fecha (1936 más o menos), al final de una cena que había empezado con huevos de chorlito, se sirvió una especie de tratamiento estomacal muy distinto de la habitual y suculenta culminación inglesa de una buena comida. Eran pequeños ataúdes, como habría dicho un manual isabelino, de riquísima pasta, en cuyo centro, sobre un generoso lecho de caviar negro, había una preciosa ostra limpia. ¡Qué sabor raro e intrínsecamente estimulante para cerrar un menú rococó!