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... de Familia

 

 

 

 

Y los abismos y cumbres de goce gastronómico que depara la mesa familiar.

Es posible, de hecho demasiado fácil, hablar con emotiva elocuencia de los grandes grupos de parentela surtida que se juntan a comer, beber y cotillear para Navidad, Acción de Gracias o lo que sea. Siempre se ríen: en las cubiertas de revistas dibujadas por Norman Rockwell, en las novelas de Iowa y en cualquier versión popular de «Allá-en-mi-pueblo» reina una gran risa gargantuana, del bebé sin dientes al abuelo desdentado. Se consumen grandes cantidades de provisiones caseras, se degluten galones de fuerte sidra del tío Nub y grandes ráfagas de diversión terre1na barren la mesa atestada como viento de pradera. En la calma digestiva los hombres sacan sus navajas de tallar y las mujeres parlotean, friegan y descansan en la cocina, mientras los abultantes niños hacen bulto.

La fría verdad es que, las más de las veces, las comidas familiares son ordalías de indigestión nerviosa, presididas por el hastío y los resentimientos ocultos y acompañadas de agitaciones psicosomáticas.

La mejor manera de que la velada fluya con levedad es reunir a los parientes cuando hay que leer un testamento. Así al menos se garantizan los buenos modales, siempre y cuando se cite al abogado para después de la comida. Es muy probable que los asados funerarios hayan motivado en la historia más placeres que los pasteles de bautizo y los potajes de boda, merced en gran parte a las fantasías que los sazonan, no mancilladas aún por la decepción, el miedo o el odio.

Mi experiencia personal en comidas familiares está a medio camino entre la ironía fácil y la lujuria bucólica de la idealización popular. Recuerdo que varias veces, para Navidad, unos veinte de nosotros nos reunimos en el rancho a celebrar largas comidas a las cuales ninguno estaba habituado. Joven, sana y dispuesta como era, yo siempre me divertía, pero, quizá para mi vergüenza, no recuerdo que la diversión fuera especial.

Para ser franca, hacia los once o doce empecé a ser consciente de que había en la ceremonia un aire de terquedad, a sentir que había que cumplirla contra viento y marea porque mi abuelo era viejo y tal vez no viviría otro año, o porque una prima había perdido al marido abominable pero rico, o porque otra prima iría a Stanford en vez de a Yale —a pedido de Yale— y lo mismo nos pasaría a todas, o cualquier cosa por el estilo. Tácitamente se aceptaba que al día siguiente mi hermana Anne iba a estar floja y biliosa, mi madre agotada y la malhumorada cocinera fregando copas con un ojo puesto en las pilas de la «mejor» mantelería irlandesa que habría que lavar. Mi padre, por su lado, seguiría resplandeciente: a él le encantaban todas las fiestas del mundo, incluso las familiares.

Creo haber heredado, y lo agradezco, algo de su capacidad para la diversión de intramuros, aunque por suerte combinada con la habilidad de mi madre para organizarla. Pese a la convicción de que las reuniones deliberadas de parientes son las más desabridas del mundo, si no las más peligrosas, soy lo bastante testaruda para haber invitado a toda la familia que tengo disponible a comer conmigo, y más de una vez.

La última fue acaso la más atrevida, y transcurrió con una gracia y una fluidez que me inflarán eternamente la autoestima, porque fueron fruto de muchos días de reflexión y preparativos.

Padres, primos, nueva generación: vinieron todos. Hizo falta reservar habitaciones en la ciudad cercana, y acumular grandes reservas de comida y bebida para un largo fin de semana durante el que no habría tiendas abiertas. Hizo falta almacenar leña por si llovía (diluvió), y vendas y linimento (mi sobrino y mi hija de dos años rodaron por un barranco hasta la laguna), y buena cantidad de autocontrol (mi macho favorito le disparó a varias de mis aves).

Hizo falta mucho trabajo: la cocinera era yo, y antes del festejo tuve lista la comida, o al menos casi lista, para un promedio de doce personas por comida, contando tres comidas diarias durante tres días. Y los vinos adecuados. Y las otras bebidas, apropiadas, buenas y copiosas. Lo cual, afirmo sin falsa modestia, no es coser y cantar.

Fue emocionante, gratificador y totalmente voluntario. Que yo sepa, nada salió mal. Reinó una atmósfera de alegría y afecto, y tampoco esto, considerando las diversas edades, sexos y creencias, las diferencias religiosas y sociales, es fácil de conseguir. Como si me hubiera beneficiado un milagro, marchó todo sobre rieles.

Creo que cuando los festejos se planifican siempre es así. Es cierto que de vez en cuando se da en las familias un accidente feliz, y hermanos, primos y abuelos que podrían haber sido fríos y aun belicosos se encuentran de pronto apretados en un compartimento de cervecería, comiendo juntos con una tibieza y una simpatía que no recordaban. Pero es raro. Más a menudo hay que prepararlo con cuidado y prudencia.

Simplemente, se trata de no dar por sentado que un grupo de gente no muy bien avenida se alegrará, por la mera razón de que es Navidad, de reunirse a compartir el pan. Hay que transformar esto, vía sacudida, e incluso shock, en entusiasmo, sorpresa y al cabo delicia. Es preciso redistribuir las viejas pautas de comida, flores y platos, quebrar la ignominia mortal de la comida familiar, esa ocasión en la que se vuelve a decir, pensar y sentir lo que ya fue dicho, pensado y sentido: lento veneno en cada bocado, viejas rencillas, renovado aburrimiento odioso, antagonismo y resentimiento crecientes. (Dios mío, ¿por qué mamá pondrá siempre el brazo así en el respaldo, por qué a Helen siempre se le deshace el lazo cuando le quita el plato a papá, por qué Sis se pasa todo el tiempo golpeteando la copa con los dedos? ¡Veneno, sí, y demasiado amargo para ignorarlo!)

Dar una fiesta para la familia requiere coraje y, al menos una vez, más joven y temeraria que hoy, yo tuve el suficiente para lanzarme. Estaba casi en bancarrota, y no podía llevar a un restaurante decente a toda una colección de parientes, por juiciosos que fueran. Así que...

Convoqué a mi padre, mi madre, mi hermano y mis hermanas a cenar en el comedor del rancho, para celebrar nada en especial. Me las arreglé para pagarlo todo, hasta el último grano de sal: una tontería que sin embargo me insufló de orgullo el alma juvenil. Puse la mesa con las mejores platas, porcelanas y cristales de la familia (en especial los iridiscentes e increíblemente finos vasitos de vino que siempre habíamos reservado para «las ocasiones»).

Fui a Bernstein’s, en Los Ángeles, y compré hermosos mariscos frescos: gambas pequeñas de la bahía, cangrejos que cocieron para mí mientras esperaba, pinzas de langosta, camarones rosados, mejillones de concha púrpura. Pasé por detrás del Plaza y compré barras de pan negro y buenos espaguetis y mantequilla dulce. Compré queso de verdad, no ese subproducto que venden en bloques envueltos en celofán. Compré riesling Wente Brothers y tinto Tipo italo-suizo, y café torrado que me mezclaron en el mostrador del drugstore Piuma’s. Allí, en resumen, estaba el esqueleto del festín.

La carne que lo cubrió fue asunto más complicado: un compuesto de mis prejuicios y mis convicciones más entusiastas. Es cierto que, dada mi relativa juventud, estaba más deseosa de dar batalla que ahora. Pero sigo pensando que hice bien en rebelarme contra el inevitable fastidio de comer en familia.

Para empezar, redistribuí los lugares en la mesa. Estaba harta de ver a mi padre cerniéndose junto a la maciza fealdad del aparador, con ese espejo del demonio siempre un poco torcido detrás de la oreja izquierda. Supuse, no sin petulancia, que él estaría igualmente harto de ver a mi madre en la otra punta, perpetuamente enmascarada tras una colección de cajas de cigarrillos, ceniceros, azucareros no siempre necesarios, una cajita Luis XV de rapé llena de sacarina, varios saleros, un maltrecho molinillo de pimienta y un eterno ramo, fresco pero nada inspirado, de lo que se pudiera arrancar del jardín. Sin un sí o un no que me guiaran eliminé la masa floral del centro de la mesa, y en un jarrón amplio puse camelias «compradas» en vez de los ejemplares anónimos «recogidos» fuera o dentro de nuestros dominios.

Para decirlo con suavidad, mis padres temblaron en sus cimientos, y solo la buena educación les impidió huir de mi loca propuesta como ciervos que, perplejos y resentidos, descubren que les cambiaron de lugar el arroyo.

Esos fueron mis primeros y más drásticos intentos —harto torpes, lo admito, pero en definitiva triunfales— de romper un esquema que me parecía mortalmente soso. Luego usé el aparador como buffet, cosa que en nuestra casa no se había hecho nunca. Me ocupé de informar a mis hermanos, y juntos obligamos a mi padre a levantarse a buscar el primer plato —mariscos—, de lo cual disfrutó enormemente una vez recuperado del impacto inicial de que nadie lo atendiera. Olió, hurgó y removió alegremente las hermosas fuentes de gambas y demás, y preparó un plato muy bonito para mi madre que, sentada con una sonrisa casi tímida, dejaba que su sensible corazón asimilara suave, inolvidablemente, aquel torrente de novedades.

Mi hermano sirvió el riesling frío con un gesto afectado, asumiendo lo que siempre había sido prerrogativa de mi padre. Más tarde yo serví la cacerola de espaguetis, sin el eterno acompañamiento familiar de salsa fuerte, y la transgresión los hizo doblemente deliciosos.

El vino era bueno: el Tipo tinto fluía lo mismo —feliz hechizo— que la charla. Allí estábamos, sólidamente unidos al menos por esos momentos, los brazos apoyados con soltura sobre la madera fresca, alargándolos sin complejos en busca de una copa o una tacita de café amargo, puede que no riéndonos como las familias de los dibujos, pero mirándonos con ojos cariñosos y profundos. La planificación había valido la pena. En adelante las necesarias comidas en masa serían más soportables, más parte constituyente de esa roca innegable, la Familia.

 

 

I

 

Para servir y comer espaguetis hay un ritual inevitable. Más de una vez, habiendo soportado las pomposas cocciones, hervidos, raspados y pruebas de un chef amateur, he pensado que mejor hubiera sido no comer nada. Pero, afortunadamente para mí, los buenos espaguetis me gustan tanto como para ser tolerante.

La primera vez que vi comerlos como se debe, en diversos grados de longitud y una fina uniformidad de flacidez culebreante, mantecosa suculencia y ruidos de acompañamiento, era bastante joven: catorce años, más o menos. Lo suficiente, sin embargo, para tener conciencia de que usaba mis mejores modales, pues estaba en un restaurante coqueto de Los Ángeles, y el hecho de que la persona a quien miraba cautivada fuese Ignace Paderewski no atenuaba en absoluto el horror del espectáculo. Tampoco podía significar gran cosa, a esa tierna edad, que el hombre se lo estuviera pasando en grande: yo todavía razonaba en términos de que a una la echaban de la mesa por tragar haciendo ruido o por babear, cosa que él hacía con gran indiferencia. Estuve mucho tiempo cavilando sobre la extraña visión.

Lo que me la hacía aún más extraña era, sin duda, la forma en que se servían los espaguetis en casa. Allí era, y sigue siendo, la vía más fácil para aprovechar los restos de carne o de cordero. Pese a la mediocridad de la inspiración, a nosotros nos encantaban la suave textura de la pasta y su tibieza, los largos segmentos, los diversos trocitos de carne, queso y tomate y la costra que se formaba arriba cuando los gratinaban. Todavía nos gustan y, por mucho mal que la vida le haya hecho a nuestras lenguas, cuando un fin de semana o una semana entera vamos a casa, esperamos que haya suficiente pollo frito o estofado de cordero para que después Helen haga espaguetis.

El natural rechazo contra ese modelo prosaico y desencaminado me llenó, cuando dejé el nido, de un entusiasmo excesivo por los alardes gimnásticos de los amateurs; y hoy me repugna pensar en las pegajosas montañas de lombrices que devoré alegremente, sentada —¡ah, vie bohème!— en el piso sucio de un estudio junto a un vaso de tinta roja. ¡Aunque, si lo pienso bien, la imagen no me repugna tanto! Vuelvo pues a mirarla, aliviada tanto de poder hacerlo como de que haya una juventud irreflexiva y vital a la cual volver la mirada.

Me apresuro a añadir que prefiero el presente. Prefiero infinitamente mi procedimiento actual para hacer y servir los espaguetis, porque he llegado a admitir que, como en el teatro, por sencillo que sea exige el cálculo y el sentido del tiempo suficientes para calificar las buenas representaciones. Una buena descripción de este procedimiento, hecha por James M. Cain, figura en Digno de reyes, de Merle Armitage. Lo que Cain dice sobre la rapidez y la temperatura (muy alta) del conjunto es lo que yo también diría. Da dos recetas de salsa, típicamente viriles, para servir con espaguetis meramente hervidos. Luego escribe: «Siempre hay un raro, el mismo que le pone sal a la cerveza, que come los suyos con mantequilla; así que no hará daño tener un poco en la mesa».

Yo nunca le pongo sal a la cerveza, ni pienso hacerlo. Pero soy uno de los «raros» del señor Cain: no solo los espaguetis sino cualquier forma de pasta-sciutta me gusta sin rastro alguno de las salsas populares y socialmente exigidas que suelen cubrirlos o fluir a su lado. Llego al punto de no servir jamás esas salsas en mi mesa, y puedo añadir con orgullo que muchos salsófilos confesos han salido de mi casa convertidos a la teoría de que nada realza tanto los espaguetis como una abundante cantidad de mantequilla sin sal, algo de pimienta recién molida y buen parmesano rallado, todo añadido a gran velocidad y revuelto y mezclado sin atender a miradas catorceañeras como la que dediqué yo al inocente Paderewski, y regado con un buen Chianti o un Tipo tinto.

Confieso que en cierto sentido es más difícil lograr mi aparente simplicidad, ceñirse a la castidad de mi diseño, que pedirle a alguno de mis ávidos conocidos que venga y devaste la cocina para crear una de sus célebres espaguetadas. Recuerdo haber visto usar, en nombre de rarezas gastronómicas, exageradas hebras de azafrán y cúmulos de mejorana, y no poder reprimir la sensación, cínica por demás, de que los elogios de los hambrientos comensales más tenían que ver con las muchas copas de aperitivo que con alguna virtud real del plato en sí.

He presenciado muchos espectáculos culinarios oficiosos, desde luego que no profesionales, y creo que la producción de una gran fuente de espaguetis en salsa requiere de esa prima donna que hay en el cocinero aficionado mucho más que cualquier otro plato, salvo quizá las crêpes Suzette. Un amigo mío, por lo demás sobrio, llega al extremo de reunir a los invitados, hacerles presenciar un proceso simple pero dramático como el cocido de la carne picada y el aumento de los vapores violáceos con vino tinto, para invitarlos luego a abandonar la cocina, perentoriamente, mientras se inclina tenso sobre un misterioso paquete de especias que se ha procurado a alto precio, perseguido por el tartamudeo de las armas de varios chefs rivales que lo matarían por conocer las proporciones en juego.

He aquí el modo en que, ridículo anticlímax, sirvo yo los espaguetis y me gusta que me los sirvan. Soy, para citar al señor Cain, «rara».

 

 

Preparar un tazón de parmesano rallado, auténtico, arenoso y no adulterado por el envasado en serie; una gran barra de mantequilla sin sal; un buen salero y un molinillo de pimienta lleno; un plato caliente por invitado y una gran cacerola con una nuez de mantequilla derretida en el fondo.

Cocer rápidamente espaguetis de calidad en abundante agua hirviendo. (Si los espaguetis son realmente de fiar no salo el agua.)

A media cocción, añadir una bolita de mantequilla o una cucharada sopera de aceite de oliva; esto evita que el agua suba y aparentemente evita que la pasta se pegue.

Cuando los espaguetis (por supuesto que no partidos previamente) se dejen comprimir entre el índice y el pulgar, estarán hechos, algo más que al dente pero no demasiado blandos.

Verterlos luego, arrojarlos casi, en un colador grande, enjuagarlos copiosamente con agua muy fría y más copiosamente con agua muy caliente (sé que muchos puristas gastronómicos odian este procedimiento) y sacudirlos con furia para que se sequen.

Verterlos en la cacerola casi sibilante y, sin perder tiempo, servirlos en los platos calientes.

El paso siguiente excluye las llamadas maneras. Debe llevarse a cabo con rapidez, habilidad pasible de crecer con la práctica agradable y con entusiasmo indeclinable. Poner sobre la pila de espaguetis una cantidad generosa de mantequilla (el que primero se sirve más coge), añadir mucha sal y pimienta, luego mucho parmesano y, con el tenedor, transformarlo todo en una especie de cabeza de Medusa vaporosa y fragante.

Lo único que queda es comérselos. Esto, considerando el aire general de soltura y bienestar que se habrá extendido sobre la partida, quizá no haga falta describirlo. Digamos que Paderewski lo hacía con mucha gracia.