Coeur d’Alene, Idaho
Hace ocho años
Sophie
—Ahora voy a metértela.
Zach tenía la voz ronca de impaciencia y de deseo. Su olor me envolvía. Estaba cubierto de sudor, hambriento de sexo y atractivo a rabiar. Aquella noche sería mío de verdad. Introdujo la mano entre nuestros apretados cuerpos y enfiló la redondeada y flexible cabeza de su miembro en dirección a mi abertura. La sensación era algo extraña. Empujó hacia dentro, pero le falló la puntería y se desvió un tanto hacia arriba.
—¡Ay! —grité—. Mierda, Zach, duele. Creo que no lo estás haciendo bien.
Mi compañero se detuvo en el acto y me dedicó una amplia sonrisa. Mierda, me ponía a mil y la ligera separación entre sus dientes resultaba especialmente incitante. Estaba loca por Zach desde que empezamos juntos la escuela secundaria, pero él nunca me había hecho el menor caso hasta hacía apenas dos meses. Mis padres no me dejaban salir mucho, pero en julio pasado había conseguido permiso para quedarme con Lyssa una noche y habíamos ido juntas a una fiesta. Zach se había dejado caer por allí y desde entonces estábamos juntos.
Me había vuelto una auténtica experta en fugas.
—Lo siento, nena —susurró y se inclinó para besarme en la boca. Me relajé de inmediato y disfruté del roce de sus labios contra los míos. Zach corrigió su postura y entró en mí suavemente, pero sin pausa. Esta vez no falló y sentí rigidez en todo el cuerpo a medida que me expandía por dentro.
De pronto encontró un barrera y se detuvo.
Abrí mucho los ojos y le miré fijamente. Él me devolvió la mirada y en aquel momento supe que nunca había querido ni querría jamás a nadie como a Zachary Barrett.
—¿Lista? —dijo y yo asentí con la cabeza.
Me penetró y grité al sentir el dolor que se abría paso entre mis piernas. Me mantenía aprisionada con sus caderas y yo jadeaba, estremecida por la impresión. Entonces se retiró y traté como pude de recuperar el aliento. Sin embargo, antes de que pudiera conseguirlo, entró de nuevo en mí con fuerza. ¡Ay!
—Jooder, qué apretado lo tienes —dijo Zach mientras se incorporaba, apoyándose en ambas manos, y echaba la cabeza hacia atrás. Su caderas se movían rítmicamente y entraba y salía de mi cuerpo. Tenía los ojos cerrados y su rostro estaba tenso de puro deseo.
No sé qué era lo que yo había esperado exactamente.
Quiero decir, no soy una estúpida. Sabía que la primera vez no sería perfecta, dijeran lo que dijesen las novelas románticas. La verdad, no es que doliera tanto, pero desde luego no era agradable. Para nada.
Zach aceleró el ritmo y miré hacia un lado. Nos encontrábamos en un pequeño apartamento, de su hermano, al parecer. Lo teníamos a nuestra disposición para aquella noche —la que se suponía iba a ser nuestra especial e increíble noche juntos—. Habría esperado que hubiera flores, música suave, vino o algo así. Qué tonta. Zach había sacado una pizza y cervezas del refrigerador de su hermano.
—¡Ay! —exclamé de nuevo en el momento en que él se detuvo, con el rostro crispado.
—Mierda, voy a correrme —dijo Zach, jadeante, y noté cómo su miembro palpitaba en mi interior. Resultaba extraño, realmente extraño. Nada que ver con lo que había visto en las películas.
¿Eso era todo?
Pues vaya.
—Ah, joder, qué bueno.
En el momento en que Zach se dejaba caer pesadamente sobre mí, ajeno a todo lo que le rodeaba, vi que la puerta del apartamento se estaba abriendo. No podía hacer nada, tan solo observar horrorizada cómo un hombre entraba en la habitación.
No lo conocía, pero desde luego no podía ser el hermano de Zach. No se parecía en nada a él. Zach era más alto que yo, pero no por mucho, y el recién llegado era alto de verdad y además musculoso, como solo lo son los hombres que trabajan con las manos y levantan peso con ellas.
El tipo llevaba un chaleco de cuero negro con parches, una camiseta bastante raída y unos jeans con manchas de aceite de motor o grasa o algo así. En su mano se balanceaba una caja de latas de cerveza, llena hasta la mitad. El pelo, oscuro, lo llevaba muy corto, casi al estilo militar. Tenía un piercing en el labio, otro en una ceja, dos anillos en la oreja izquierda y uno en la derecha, igual que un pirata. Su cara era vagamente atractiva, pero de ninguna manera habría podido decirse que era guapo. Llevaba botas negras de cuero y una cadena enganchada a la cartera, que le colgaba alrededor de la cintura. Uno de sus brazos estaba totalmente cubierto de tatuajes y en el otro lucía una calavera con dos tibias cruzadas.
El individuo se detuvo en la puerta, nos miró y sacudió la cabeza lentamente.
—Ya te dije lo que haría si volvías a entrar en mi casa —dijo con tono tranquilo.
Zach miró y se quedó lívido. Todo su cuerpo —con una notable excepción— se puso rígido. Sentí que la excepción salía de mi cuerpo, junto con algo viscoso, y me di cuenta de que no nos habíamos molestado en poner debajo una toalla, o algo así.
Uf.
¿Y cómo iba yo a saber que nos haría falta?
—¡Mierda! —exclamó Zach y su voz sonó como un tenso chillido—. Ruger, puedo explicártelo...
—Ni una puta explicación —replicó Ruger mientras cerraba violentamente la puerta a sus espaldas y se dirigía hacia la cama a grandes trancos. Traté de esconder la cabeza en el pecho de Zach, más avergonzada de lo que había estado en toda mi vida.
Flores. ¿Era mucho pedir?
—Por Dios ¿cuántos años tiene? ¿Doce? —inquirió Ruger mientras daba una patada a la cama. Sentí el golpe debajo de mí y Zach se incorporó. Grité y traté de cubrirme con las manos, para resguardarme como fuera de la mirada del intruso.
Mierda. MIERDA.
Pero lo peor no había llegado.
El hermano —Rooger o como diablos fuera su nombre— me miró fijamente y a continuación se agachó, agarró una manta que había doblada detrás de la cama y la lanzó sobre mis partes.
Gemí y sentí que algo se desgarraba en mi interior. Aún tenía las piernas abiertas y la falda levantada. Lo había visto todo. Todo. Se suponía que aquella iba a ser la noche más romántica de mi vida y lo único que quería era marcharme a casa y echarme a llorar.
—Voy a ducharme y cuando salga os quiero fuera de aquí —dijo Ruger, con la mirada clavada en los ojos de Zach, que parpadeó—. Y que no se pase por vuestra jodida cabeza la idea de volver.
Dicho esto, se dirigió al cuarto de baño y cerró de un portazo. Segundos más tarde, oí el agua de la ducha.
—Cabrón —murmuró Zach mientras se levantaba de un salto—. Es un maldito cabrón.
—¿Es tu hermano? —pregunté.
—Sí —confirmó él—. Ese saco de mierda.
Me senté y me alisé la camisa. Gracias a Dios que no me la había quitado. A Zach le encantaba tocarme los pechos, pero una vez entrados en faena, todo había ido muy rápido. Conseguí a duras penas ponerme de pie, sin dejar de sujetar la manta contra mi cuerpo, hasta que conseguí bajarme la falda. No tenía ni la menor idea de dónde habían ido a parar mis bragas y un rápido vistazo a mi alrededor no me reveló su paradero. Rebusqué en la cama, bajo las almohadas, pero no había ni rastro. Eso sí, no fallé en meter la mano en la mancha húmeda y pringosa que habíamos dejado sobre las sábanas.
Me sentía como una auténtica puta.
—¡Joder! —gritó Zach detrás de mí y me sobresalté, sin poder creer que las cosas pudieran empeorar aún más—. Mierda, mierda, no puedo creerlo.
—¿Qué pasa? —dije.
—Se ha roto el condón —respondió—. Se ha roto el puto condón. Creo que esta es la peor noche de mi vida. Mejor será que no te hayas quedado embarazada.
Sentí como si el aire se me congelara en los pulmones. Por lo visto, las cosas podían efectivamente ponerse bastante peor. Zach me enseñó el preservativo roto y yo lo miré, asqueada y sin poder creer mi mala suerte.
—¿Hiciste algo mal? —pregunté y Zach se encogió de hombros—. Bueno, no creo que haya pasado nada. Acabo de tener la regla. No puedes quedarte embarazada tan pronto ¿verdad?
—No, me parece que no —corroboró él y miró hacia otro lado, con sonrojo—. No presté mucha atención a esa mierda en clase. Quiero decir, siempre uso un condón. Siempre. Y nunca se rompen, incluso si...
Sentí que se me cortaba la respiración y los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Me dijiste que solo lo habías hecho una vez —dije, en voz baja, y Zach dio un respingo.
—Nunca lo había hecho con alguien a quien quisiera realmente —replicó mientras dejaba caer la goma rota y trataba de agarrarme la mano. Quise apartarme, asqueada por su contacto, pero él me envolvió con sus brazos y no opuse resistencia.
—Vamos, todo irá bien —susurró mientras me frotaba la espalda y yo sollozaba con la cara hundida en su camisa—. Siento no haber sido sincero. Tenía miedo de que no quisieras estar conmigo, si llegabas a enterarte de las tonterías que he hecho. No me importa ninguna otra chica ni me importará nunca. Solo quiero estar contigo.
—Está bien —le dije, ya recuperado el dominio de mí misma. No debería haber mentido, pero al menos lo había reconocido. Las parejas maduras tienen que resolver constantemente este tipo de situaciones ¿no es cierto?
—Mmm, creo que deberíamos irnos —añadí—. Tu hermano parecía bastante cabreado. ¿No te había dado una llave?
—Mi madrastra guarda una, por seguridad, y me la traje sin decir nada —respondió Zach, encogiéndose de hombros—. Se suponía que Ruger iba a estar fuera. No olvides la pizza.
—¿No le dejamos algo a tu hermano? —pregunté.
—Nada, que le jodan —repuso él—. No es mi hermano, es mi hermanastro y además es hijo de una pareja anterior de mi madrastra. No estamos realmente emparentados.
Bueeeno.
Encontré mis zapatos, me los calcé, y a continuación agarré mi bolso y la pizza. Seguía sin encontrar las bragas, pero no me dio tiempo a buscar más, ya que en aquel momento oí cómo se cerraba la ducha.
Era hora de largarse.
Zach lanzó un rápido vistazo hacia el cuarto de baño y me guiñó un ojo, al tiempo que agarraba la caja de las cervezas, que Ruger había dejado sobre la encimera de la cocina.
—Vamos —dijo rápidamente, mientras me tomaba la mano y me conducía hacia la puerta.
—¿Le robas la cerveza? —dije, con sensación de náusea—. ¿En serio?
—Sí, que le den —replicó Zach—. Es un completo hijo de puta, que encima se cree mejor que nadie. Él y su estúpido club de moteros. Son todos una pandilla de cabrones y de delincuentes y él también lo es. Seguro que la ha robado y además puede comprarse toda la que le apetece, no como nosotros. Vamos a casa de Kimber. Sus padres están en México.
Bajamos corriendo por las escaleras y cruzamos el aparcamiento en dirección al camión de Zach. Era un viejo modelo Ford, pero al menos la cabina era suficientemente espaciosa. Lo habíamos sacado por ahí algunos días y nos habíamos pasado horas bajo las estrellas, riendo y besándonos sin parar. En alguna ocasión habíamos invitado a otras tres o cuatro parejas y nos habíamos acomodado todos juntos en la parte de atrás.
Zach no había hecho un gran trabajo aquella noche, pero no era culpa suya. A veces la vida simplemente se salía del guión, pero yo seguía estando loca por él, de eso no me cabía duda.
—Eh —dije y le detuve mientras abría la puerta del conductor. Le hice darse la vuelta, me puse de puntillas y le besé, lenta y pausadamente.
—Te quiero —le dije.
—Yo también a ti, nena —respondió él mientras me colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja. Cuando hacía eso, me derretía: me hacía sentir segura, protegida.
—Ahora vámonos a matar unas cuantas de estas cervezas —añadió—. Mierda, qué jodida noche de locos. Mi hermano es un gilipollas.
Fingí poner cara de exasperación y di la vuelta rápidamente al vehículo.
Así pues, la pérdida de mi virginidad no había sido algo perfecto, ni bonito, ni nada por el estilo, pero al menos había sucedido y Zach me quería.
Lo único malo, lo de las bragas.
Había comprado un conjunto especial para la ocasión. Qué se le iba a hacer...
Ocho meses después
Ruger
—¡Joder, es mi madre, tengo que contestar! —gritó Ruger a Mary Jo, que se encontraba en el otro extremo de la mesa y tenía en la mano su teléfono móvil. El grupo no había empezado a tocar aún, pero el bar estaba lleno y no se oía una mierda. Desde que se había convertido en aspirante a miembro de los Reapers, Ruger apenas salía por la noche. Conseguir entrar en el club era un trabajo a tiempo completo, aparte de los turnos que le tocaba hacer en la casa de empeños.
Su madre lo sabía y no le habría llamado si no fuera urgente.
—Eh, espera, que salgo fuera —dijo con voz potente a través del teléfono móvil, mientras se dirigía hacia la puerta a grandes zancadas. La gente se apartaba a su paso y Ruger sonrió para sus adentros. Siempre había sido un hombretón que imponía, pero ahora, con su chaleco de motero...
Lo cierto es que los matones del bar prácticamente se metían debajo de las mesas en cuanto veían aparecer los parches de los Reapers.
—De acuerdo, ya estoy fuera —dijo mientras se apartaba de la gente apiñada junto a la puerta del Ironhorse.
—Jesse, Sophie te necesita —oyó decir a su madre.
—¿Qué quieres decir? —respondió mientras echaba una ojeada a su moto, aparcada unos cuantos metros más allá. Un tipo se estaba acercando demasiado a ella. Oh, oh, va a haber que pararle los pies...
—Entonces ¿vas a ir? —dijo su madre. Mierda, distraído con la moto, no había oído lo que acababan de decirle.
—Joder, perdona, mamá —se disculpó—. No he oído lo que has dicho.
—Me acaba de llamar Sophie, en pleno ataque de nervios —repitió su madre—. Estos críos... Resulta que se fue a una fiesta con tu hermano y parece que se ha puesto de parto. Él ha bebido demasiado para llevarla y ella dice que está con contracciones y no puede conducir. Desde luego, lo voy a matar. No puedo creer que la haya llevado a un sitio así en un momento como este.
—¿Qué cojones...? ¿Es que me tomas el pelo? —repuso Ruger.
—No uses ese lenguaje conmigo, Jesse —cortó ella—. ¿Puedes ayudarla o no? Estoy en Spokane y tardaría más de una hora en llegar hasta allí. Dime si vas a ir o no, para que pueda seguir llamando a más gente, a ver si encuentro a alguien.
—Espera —dijo Ruger—. ¿No es demasiado pronto?
—Un poco pronto, sí —replicó su madre con voz tensa—. Yo quería llamar a una ambulancia, pero ella insiste en que son solo falsas contracciones. Las ambulancias cuestan una fortuna, ya sabes, y a Sophie le asustan mucho las facturas. Lo que quiere es que la acompañen a casa, pero yo creo que hay que llevarla al hospital. ¿Puedes o no? Yo voy para la ciudad también y me reuniría allí contigo. Esto me da mala espina, Jess. Por lo que dice, no creo que sean falsas contracciones.
—No, no, claro —replicó Ruger, preguntándose para sus adentros cómo demonios se distinguirían las «falsas contracciones» de las «verdaderas». En aquel momento, Mary Jo salió del bar con una sonrisa triste en el rostro. Tenía ya mucha experiencia en llamadas inesperadas y subsiguientes cancelaciones de planes.
—¿Dónde están? —preguntó Ruger a su madre y colgó nada más recibir la respuesta, para continuación dirigirse al encuentro de su chica, alicaído. Vaya mierda. Necesitaba una noche de sexo fuera del club. Un poquito de privacidad no estaría mal, por una vez, y Mary Jo estaba más que dispuesta.
—¿Asuntos del club? —preguntó ella, de forma aparentemente despreocupada. Menos mal que no era de las que hacían de todo un drama.
—No, de familia —respondió Ruger—. El descerebrado de mi hermano dejó preñada a su chica y ahora ella se ha puesto de parto. Hay que llevarla al hospital. Voy a acercarme.
Mary Jo abrió mucho los ojos.
—Sí, será mejor que vayas —repuso—. Llamaré a un taxi para volver a casa. Uf, menuda putada. ¿Cuántos años tiene ella?
—Acaba de cumplir diecisiete —dijo Ruger.
—Mierda —exclamó ella, estremeciéndose muy sinceramente—. No puedo imaginar lo que debe ser tener un hijo tan joven. Llámame luego ¿de acuerdo?
Ruger la besó rápidamente, pero a fondo. Ella alargó la mano y le apretó la zona genital. Él gruñó y sintió cómo se endurecía... Realmente le hacía falta una hembra.
Sin embargo, se dio la vuelta y marchó hacia su moto.
El lugar de la fiesta se encontraba a medio camino en dirección a Athol, en mitad de un campo donde Ruger recordaba haber estado alguna vez en la época del instituto. No le fue difícil localizar el camión de Zach. Sophie estaba junto a él, con expresión asustada, bien visible a la luz del atardecer veraniego. Su rostro se crispó súbitamente y la muchacha se encogió sobre su hinchado vientre. Ahora parecía realmente aterrorizada.
Ruger aparcó la moto y se dio cuenta con desagrado de que tendría que dejarla allí, en medio del campo. Imposible llevarla a ella detrás. De puta madre. Seguro que alguno de los idiotas de la fiesta le pasaría por encima. Sin embargo, no había tiempo para bobadas. Sophie estaba más blanca que la pared. Había que llevarla en el camión y sin perder un segundo. Ruger sacudió la cabeza y miró a su alrededor, tratando de localizar a su hermano.
Desde luego era increíble que una chica tan inteligente y tan guapa como aquella hubiera escogido precisamente a Zach, como si no hubiera más hombres en el mundo. De cabello largo, entre rojizo y castaño, y ojos verdes, Sophie transmitía feminidad y delicadeza a borbotones, tanto que el propio Ruger había pasado algún que otro rato pensando en ella —y con la mano ocupada—. Incluso embarazada y en medio de una fiesta campestre, estaba preciosa.
Demasiado joven, sin embargo.
Sophie vio a Ruger, dio un respingo y se colocó la mano detrás, a la espalda, para tratar de estirarse mientras terminaba la contracción. Ruger sabía que ella no le tenía simpatía y no la culpaba por ello. No se habían conocido en las mejores circunstancias, precisamente, y las relaciones entre él y su hermano no habían hecho más que empeorar desde entonces. A él no le gustaba nada la forma en que Zach trataba a su madre, ni en general su estilo de vida, aunque lo que más detestaba de todo era el hecho de que su hermanastro hubiera empezado a tontear por ahí, a espaldas de Sophie.
El lameculos de Zach no merecía a una chica como Sophie y desde luego que a su futuro hijo no le había tocado la lotería en lo que se refería a su progenitor.
—¿Cómo estás? —dijo, acercándose a la muchacha e inclinándose para verle la cara. Los ojos de ella estaban llenos de pánico.
—He roto aguas —respondió Sophie, en un ronco susurro—. Me vienen muy rápido las contracciones. Demasiado rápido. Se supone que con el primer hijo vienen mucho más despacio. Tengo que ir al hospital, Ruger. No debería haber venido aquí.
—Hay que joderse —murmuró él como respuesta—. ¿Tienes las llaves del camión?
Ella negó con la cabeza.
—Las tiene Zach —respondió—. Está junto a la hoguera. Tal vez deberíamos llamar a una ambulancia. ¡Ay!
Sophie se inclinó, doblada por el dolor.
—Espérame aquí —dijo Ruger—. Voy a buscar a Zach. Llegarás antes conmigo que con una ambulancia.
Sophie gimió de nuevo y apoyó la espalda contra el camión. Ruger se encaminó hacia la hoguera y encontró a su hermano en el suelo, semiinconsciente.
—De pie, saco de mierda —le dijo mientras le agarraba por la camisa y le obligaba a incorporarse—. Las llaves, vamos.
Zach lo miró, ausente. En su ropa había manchas que parecían de vómito. Varios muchachos de instituto los observaban sorprendidos, con sus latas de cerveza barata en la mano.
—Hay que joderse —repitió Ruger y le metió la mano en el bolsillo, rogando para sus adentros que no hubiera perdido las llaves. Era lo más cerca del miembro de Zach que había tenido la mano. Sacó las llaves y dejó caer a su hermanastro en el barro.
—Si quieres ver nacer a tu hijo, mueve el culo y métete en el camión ahora mismo —dijo—. No voy a esperarte.
Dicho esto, caminó de vuelta al vehículo, abrió la puerta y ayudó a Sophie a acomodarse en el asiento trasero. Entonces oyó un ruido tras él y alcanzó a ver cómo Zach trepaba a la litera que había más atrás en la cabina del camión, fuera de su vista.
Pequeño hijo de puta...
Ruger puso en marcha el motor, metió la primera y arrancó, pero acto seguido frenó en seco. Abrió la puerta, saltó del camión y corrió hacia su moto, de la que sacó un pequeño equipo de primeros auxilios. No era nada espectacular, pero en aquella situación podía venirles bien. Regresó al camión, arrancó de nuevo y enfiló en dirección a la autopista. Nervioso, observaba a Sophie a cada rato por el espejo retrovisor. La joven jadeaba pesadamente y de pronto lanzó un grito.
Ruger sintió que se le erizaban todos los pelos de la nuca.
—¡Oh, mierda, tengo que empujar! —exclamó Sophie—. Dios, qué dolor. Me duele muchísimo. Nunca había sentido nada así. ¡Más deprisa, más deprisa, tenemos que llegar al hospital! ¡Oh...!
Un nuevo gemido le cortó la voz. Ruger pisó a fondo el acelerador y se preguntó si Zach tendría algo para sujetarse ahí detrás. No podía verlo. Tal vez estuviera inconsciente en su litera.
O tal vez había salido despedido. Fuera lo que fuese, no le importaba.
Casi habían llegado a la autopista cuando Sophie empezó a gritar.
—¡Para! ¡Para el camión!
Ruger pisó el freno, rezando por que aquello no fuera lo que imaginaba que era. Echó el freno de mano y miró a Sophie. Ella tenía los ojos cerrados y la cara amoratada, en una expresión de dolor terrible. Doblaba el cuerpo hacia delante y gemía con fuerza.
—Una ambulancia —dijo Ruger, con voz sombría, y ella asintió con la cabeza. El motero llamó por el teléfono móvil e indicó su situación. A continuación conectó el altavoz, dejó el aparato sobre el asiento, salió del camión y abrió la puerta del asiento trasero.
—Estoy contigo, Sophie —dijo la voz de la operadora del 911 a través del teléfono—. Aguanta. La ambulancia ha salido de Hayden y no tardará en estar ahí.
Sophie lanzó un gemido al notar otra contracción.
—Necesito empujar —dijo.
—La ambulancia tardará solo diez minutos —dijo la operadora—. ¿Puedes aguantar hasta que llegue? Llevan todo lo necesario para ayudarte en esto.
—¡JODER! —aulló Sophie y apretó la mano de Ruger con tanta fuerza que los dedos se le quedaron entumecidos.
—Está bien —oyeron decir a la operadora—, no es probable que el bebé nazca antes de que llegue la ambulancia pero, por si acaso, quiero que estés preparado, Ruger.
Su voz sonaba tan tranquila que parecía narcotizada. ¿Como diablos lo conseguía? Él estaba al borde del paro cardiaco.
—Sophie te necesita —continuó la voz—. La buena noticia es que, al ser un parto natural, su cuerpo sabe lo que tiene que hacer. Cuando el niño viene tan rápido, el parto suele ser muy sencillo. ¿Tienes algo para lavarte las manos?
—Sí —respondió Ruger—. Sophie, tienes que soltarme un momento.
Ella negó con la cabeza, pero él se liberó de su mano, abrió la bolsa de primeros auxilios y sacó un par de paquetes de toallitas húmedas, de un tamaño ridículamente pequeño. Se frotó las manos con ellas y después trató de hacer lo mismo con las de Sophie, pero ella gritó y le lanzó un directo a la cara.
Mierda, la muchacha estaba poseída por algún tipo de fuerza. Ruger sacudió la cabeza y miró de nuevo al frente. Su mejilla palpitaba.
Una nueva contracción.
—Es demasiado pronto, pero no aguanto más —dijo Sophie—. Tengo que empujar ahora.
—¿Para cuándo lo esperaba? —preguntó la operadora mientras la joven lanzaba un largo gemido.
—Para dentro de un mes, más o menos —respondió Ruger—. Es demasiado pronto.
—Bueno —dijo la operadora—, lo más importante es asegurarnos de que el bebé respira. Si nace antes de que llegue el personal sanitario, no dejes que caiga al suelo. Tienes que sujetarlo. Mantén la calma. Un parto puede llevar varias horas, sobre todo si es el primer hijo. Solo como precaución, quiero que busques algo abrigado para envolver al niño en caso de que nazca. Tienes que comprobar si respira correctamente. Si es así, lo colocas sobre el pecho desnudo de la madre, boca abajo, piel contra piel. A continuación, lo envuelves con lo que tengas. No tires del cordón umbilical. Hay que cortarlo y hacerle un nudo, como puedas. Eso sí, mantén las manos fuera del canal del nacimiento. Si expulsa la placenta, envuelve al niño con ella.
Fue en aquel momento cuando se dio cuenta.
Sophie iba a tener a su hijo ahí mismo, en el arcén de la carretera. Su sobrino.
Ahora mismo.
Mierda, lo primero de todo era quitarle los pantalones.
Sophie llevaba medias y Ruger tiró de ellas para quitárselas. No lo consiguió y ella no parecía capaz de encontrar una postura cómoda en el interior de la cabina.
—Hay que sacarte de ahí —dijo Ruger. Ella dijo que no con la cabeza y sus dientes rechinaron, pero él la levantó y la depositó de pie en el suelo. A continuación le bajó las medias y la ropa interior en dos rápidos movimientos y la obligó a levantar los pies alternativamente, para apartar las prendas.
¿Y ahora qué?
Sophie gritó de nuevo y se puso en cuclillas junto al camión.
Joder, necesitaba algo para abrigar al bebé.
Ruger miró a su alrededor, frenético, y no encontró nada. Entonces se despojó de su chaleco de cuero, lo arrojó al interior del camión y se arrancó la camiseta. No era la mejor que tenía, pero estaba relativamente limpia. Se había duchado y cambiado para su cita con Mary Jo. Ruger se agachó junto a Sophie.
Ella empujó sin parar durante lo que pareció una eternidad. Sus dedos se clavaban en los hombros de Ruger. Tendría cardenales por la mañana, pensó él, y también cortes producidos por las uñas de la muchacha. Que ocurriera lo que tuviera que ocurrir. La operadora se esforzaba por tranquilizarles, les aseguraba que la ambulancia tardaría solo cinco minutos más. Sophie no la escuchaba, perdida como estaba en su propio mundo de dolor y de urgencia, lanzando sonoros quejidos con cada contracción.
—¿Puedes ver la cabeza del bebé? —preguntó la operadora.
Ruger se quedó helado.
—¿Quiere que mire? —preguntó.
—Sí —fue la respuesta.
Él, en cambio, no quería mirar, pero... mierda. Sophie lo necesitaba y el niño también. Se agachó y miró entre las piernas de ella.
Entonces la vio.
Una pequeña cabeza, cubierta de pelo negro, asomaba del cuerpo de Sophie. Joder.
Sophie inspiró profundamente y clavó los dedos con más fuerza en los hombros de Ruger. Al empujar de nuevo, dejó escapar un prolongado y potente gemido.
Y ocurrió.
Casi en trance, Ruger se agachó de nuevo para recoger en sus manos al ser humano más precioso del mundo. Sophie rompió a llorar de alivio, mientras la sangre corría por sus piernas.
—¿Qué está pasando? —preguntó la operadora. En aquel momento se oyó una sirena en la distancia.
—Ya ha salido el bebé. Lo tengo —susurró Ruger, casi mudo de la impresión. Había visto parir a una vaca, pero aquello era otra historia.
—¿Respira? —preguntó la operadora.
Ruger observó cómo el niño abría sus ojillos por primera vez y los clavaba en los suyos. Eran azules, muy redondos, asombrados y jodidamente hermosos. De pronto se cerraron, mientras el recién nacido abría la boca y dejaba escapar un llanto penetrante.
—Sí, sí, joder, el niño está bien —dijo Ruger.
El motero miró a Sophie y alzó al bebé entre ambos. Ella sonrió, vacilante, y alargó los brazos hacia su hijo. El rostro de la joven, agotado, con huellas de lágrimas, pero radiante, era la segunda cosa más bella que Ruger había visto en su vida.
Después de aquellos pequeños ojos azules.
—Lo has hecho muy bien, nena —susurró Ruger.
—Sí —respondió ella—. Lo hice ¿verdad?
Sophie besó suavemente la cabeza del bebé.
—Eh, Noah, soy mamá —dijo—. Voy a cuidarte mucho. Lo prometo. Siempre.